¡APÓSTATA! (1971) por el Rev. P. Joaquín SÁENZ Y ARRIAGA

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Las enseñanzas del Magisterio, que, según el jesuita, "apuntan en dirección completamente distinta" o deben interpretarse según la ley natural y la ley eterna de Dios, o carecen de un valor católico y aún religioso, en el sentido más amplio y ecuménico, que queramos dar a esta palabra.


"Insinceridad o falta de conocimiento de la doctrina" —afirma tranquilamente Miranda y de la Parra— "es pretender sostener, en su totalidad, la doctrina pontificia". De donde se sigue, sin más distinciones, ni subdistinciones, que la doctrina de los Papas no es coherente; que hay contradicción en sus enseñanzas; que el Vaticano II vino a proscribir las condenaciones del Syllabus y de la QUANTA CURA de Pío IX y las posteriores condenaciones de la PASCENDI de San Pío X o de la HUMANI GENERIS de Pío XII. No se trata de establecer pluralismos, "sino de una división real y verdadera, con la que hay que contar en adelante".


Como prueba de su afirmación, el jesuita mexicano establece el pensamiento de un franciscano Michel Blaise: "LA UNIDAD DEL MUNDO CATOLICO ESTÁ ROTA". (Une morale Chrétienne pour l'action revolutionaire, pág. 45-04). Y como explicación y prueba de esta ruptura doctrinal, aduce José Porfirio la autorizada palabra de la POPULORUM PROGRESSO: "Toca a ellos (se refiere a los no jerarcas), por propia y libre iniciativa, y sin esperar pasivamente consignas o directivas, penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres". (N° 81).


—Resumiendo el pensamiento aterrador de José Porfirio Miranda y de la Parra, expondré los siguientes puntos comprendidos en él:

a) Hay una división, una real oposición entre las enseñanzas de los Papas preconciliares y las enseñanzas de Juan XXIII, Paulo VI y el Vaticano II. Negarlo es insinceridad o desconocimiento de lo que han dicho o enseñado los Papas.

b) Ilógica consecuencia de la anterior afirmación: "La unidad del mundo católico está rota".

c) "Resulta mas humilde, aunque no precisamente más prometedor de la unidad católica" el penetrar de espíritu cristiano la mentalidad y las costumbres; es decir, bautizar solemnemente el comunismo, elevando a Marx y a todos los progenitores de la revolución a la gloria de nuestros altares.


No sé si José Porfirio alcanza a comprender la trascendencia de su pensamiento y de sus palabras revolucionarias y subversivas, hereticas y apóstatas. Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, en la mentalidad mirandesca, pierden toda garantía de ser la expresión de una verdad objetiva y permanente. Son, a lo más, las opiniones personales de éste o de aquel Pontífice, que pueden oponerse entre sí y que, por lo mismo, pueden aceptarse o negarse, según el juicio o las conveniencias personales de cada uno.


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No hace el jesuita mexicano ninguna distinción entre las enseñanzas del Magisterio extraordinario e infalible, de las enseñanzas del Magisterio ordinario; ni subdistingue después en las enseñanzas de este Magisterio ordinario, que cuando expresa una verdad ya definida anteriormente o una verdad que "semper et ubique", siempre y en todas partes, enseñó la Iglesia, debe ser equiparado al Magisterio extraordinario e infalible; pero, no así, cuando ese Magisterio expresa las opiniones personales de los órganos del Magisterio.


El don o la prerrogativa de la infalibilidad, que Cristo concedió a los órganos del Magisterio (Pedro independientemente y el Colegio presidido, encabezado y formalmente constituido por Pedro), está ordenado a preservar la "inerrancia" e "indefectibilidad" de la Iglesia, no a beneficiar o enaltecer la persona humana de los sucesores de Pedro, que, no gozan ni de la infalibilidad personal, ni de la impecabilidad. En estas opiniones personales, que no constituyen el Magisterio didácticamente infalible, las enseñanzas pontificias pueden "apuntar en direcciones completamente distintas y aun contradictorias"; pero, no así, cuando se trata de las enseñanzas solemnes, definitivas e infalibles del Magisterio extraordinario o de las enseñanzas del Magisterio ordinario, que expresan doctrinas definidas anteriormente o doctrinas que permanentemente ha profesado la Iglesia universal.


Admitir, en estos casos, la contradicción doctrinal entre lo que fue solemnemente, perpetuamente, enseñado por la Iglesia, por los Papas y Concilios anteriores y lo que Juan XXIII, Paulo VI y el Vaticano II dicen ahora; querer contradecir las enseñanzas inmutables de la Iglesia del preconcilio con las novedades que Juan XXIII, Paulo VI y el Vaticano II enseñan; querer dar el mismo valor a todos sus documentos, es negar la "inerrancia" de la Iglesia y su indefectibilidad, garantizada por las promesas de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre: "Et portae inferi non praevalebunt", y las puertas del infierno no prevalecerán en contra de Ella.


José Porfirio, la Iglesia es obra divina, no obra humana; es Cristo, es el Hijo de Dios vivo el que nos garantiza su indeficiente doctrina, inmutable, infalible, eterna. Si, como tú y tu inspirador, el franciscano Michel Bluise, afirman, "La unidad del mundo católico está rota", lo único que podemos concluir es que la herejía y la apostasía han venido a separar, a desgajar del tronco milenario de la verdadera y única Iglesia, fundada por el Hijo de Dios, a las ramas estériles, que habían ya perdido su vitalidad, que sólo viene de Cristo. Lamentaría muchísimo, como me temo, que tú seas una de esas ramas marchitas y sin vida; y temería también por la suerte de tus patrocinadores.


El ejemplo, que citas, para demostrarnos el cambio de mentalidad, como dicen, o el cambio de fe, como es en sí, tiene, en verdad, una gran importancia. Es falta de sinceridad, es ignorancia suma, como adviertes, "el querer conciliar el Vaticano II con Pío IX y el Syllabus". Y yo añadiría: con la Pascendi de San Pío X y con la Humani Generis de Pío XII. Como también es falta de sinceridad o es ignorancia crasa querer salvar la doctrina dogmática del Concilio de Trento y la Mediator Dei de Pío XII en el "Novus Ordo Missae", confeccionado por Bugnini. Hasta aquí estamos de acuerdo, José Porfirio. Pero, en lo que no estamos, ni podemos estar de acuerdo es en querer unir la afirmación y la negación, el ser y el no ser dentro de la verdad indeficiente de la Iglesia como lo dices tú mismo: o estamos de un lado o estamos del otro lado; o estamos en posesión de la verdad o hemos caído en el error, en la herejía, en la apostasía. El mensaje de la POPULORUM PROGRESSIO, que citas, no viene a destruir el principio de contradicción.


A CONTINUACIÓN... LAS CAUSAS Y LOS EFECTOS DE LA DIVISIÓN EN LA IGLESIA.
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LAS CAUSAS Y LOS EFECTOS DE LA DIVISIÓN EN LA IGLESIA.


El problema planteado por tu raciocinio es el gran problema del progresismo pluralista, ecuménico, aggiornado, que ha sembrado la confusión más espantosa y ha hecho perder la fe a innumerables almas. La división existe; está dentro de la Iglesia, por más que lo nieguen, como tú lo dices, algunas "declaraciones oficiosas". Tú y yo no pensamos lo mismo, en puntos básicos, substanciales, dogmáticos. Tú fe no es mi fe. Tú has sido dominado por la dialéctica marxista, por el evolucionismo teilhardiano, tal vez, por el pansensualismo freudiano. Yo me obstino decididamente en la doctrina inmutable del Evangelio eterno, en la creencia de un Dios personal, de un Dios trascendente, no inmanente, en la religión teocéntrica, en la Cruz salvadora de Jesucristo. Entre la Iglesia del Syllabus de Pío IX, de la Pascendi de San Pío X y de la Humani Generis de Pío XII y la "pastoral" del Vaticano II, decididamente opto por la doctrina de la Iglesia preconciliar; opto por la fe en que murieron mis padres.


Dice Miranda y de la Parra que, si no se tolerase la división interna, dentro de la Iglesia, "los sectores izquierdistas de la Iglesia ya estarían fuera, pues no podrían soportar que se les identificase con quienes sostienen a los regímenes sociales de explotación". Esta afirmación es muy grave, pues indica que para José Porfirio la fe es algo contingente, cuya estabilidad depende de la opinión, justa o injusta, que sobre nosotros puedan tener los hombres. Pero, implícitamente, contiene una acusación contra la Iglesia del preconcilio, haciéndola responsable de ser la sostenedora de los regímenes de explotación.


¿Cómo podría probarnos el comunistoide y deslenguado jesuíta de la "nueva ola" esa gravísima y calumniosa acusación contra la institución misma de Cristo? ¿Acaso la antigua y verdadera Compañía de Jesús, a la que él en manera alguna pertenece, "al buscar el mayor servicio de Dios y ayuda de las almas", como dice San Ignacio, apoyó criminalmente los regímenes de explotación? ¿Traicionó, por ventura, la Iglesia —no estoy hablando de algunos de sus miembros— durante dos mil años, la misión divina que le había dado el mismo Jesucristo, su Fundador, para convertirse en una vil explotadora de los miserables, sostenedora de regímenes de explotación? Al enseñar el Decálogo, al exigir a todos el cumplimiento de la ley divina, al seguir las enseñanzas que Cristo ¿aprobó acaso las injusticias, los robos, los crímenes, los odios y las luchas sangrientas entre las diversas clases sociales?


José Porfirio, hablas como un convencido comunista, para quien sólo hay una ley, una ideología, un programa redentor: la lucha de clases, el despojo de sus bienes a los que tienen, la implantación violenta del comunismo, el único régimen para ti de libertad y de progreso, aunque su establecimiento exija ríos de sangre y su conservación en el poder se traduzca en la tiranía más inhumana y espantosa.


¡La Iglesia de los pobres! La máscara infernal, con que hoy se presenta el comunismo, para engañar a los incautos. La Iglesia no es de los pobres, ni de los ricos. Es la Iglesia de los que quieren seguir las enseñanzas de Cristo; es la Iglesia de los que buscan el Reino de Dios y su Justicia; es la Iglesia de los que no ponen su corazón en las criaturas; de los que viven esperando los bienes indeficientes de la inmortalidad.


Los sectores izquierdistas de la Iglesia, a los que se refiere y entre los que se cuenta José Porfirio, están nominalmente en la Iglesia, pero espiritualmente ya no forman parte de ella. Han perdido la fe; han abandonado las enseñanzas del Divino Maestro para seguir las de Marx, Lenin, Mao o cualquier otro de esos nuevos mesías; para convertirse en agitadores peligrosos, que prometen en el cambio constante, en la lucha sin treguas, una felicidad que nunca llega. El marxismo perdería toda su fuerza demagógica y destructiva en el momento mismo en que dejase de buscar, en el cambio constante, el paraíso que promete. Los sectores izquierdistas de la Iglesia —la falsa Iglesia, la contra-Iglesia— prometen siempre una felicidad, que en promesas se queda; los verdaderos creyentes no prometemos, sino que damos la verdad: una verdad indestructible, eterna, en la que encontramos "la substancia de las cosas que esperamos y el argumento de las cosas que no vemos", como diría San Pablo.


A continuación... EL GRAN ENIGMA PARA MIRANDA Y DE LA PARRA.
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EL GRAN ENIGMA PARA MIRANDA Y DE LA PARRA.


La cuestión inicial, que el ultraprogresista Miranda y de la Parra nos plantea, después de las increíbles afirmaciones suyas, anteriormente refutadas, es la siguiente: ¿Cómo fue posible que la doctrina católica defendiera la propiedad privada de los medios de producción? No extiende su pregunta a toda propiedad privada, sino que, por lo pronto, astutamente la limita a la propiedad privada de los medios de producción. Pero ya esta pregunta viene a significar, sencilla y llanamente, que la Iglesia se desvió de la doctrina recibida; que por largo tiempo, oficial y magisterialmente estuvo en el error. ¡Hecho asombroso, que denuncia José Porfirio, apoyado, según dice, en "los precedentes bíblicos y la tradición de los primeros cuatro siglos del cristianismo!"


Nada nuevo nos dice José Porfirio Miranda y de la Parra, cuando, siguiendo la terminología, los postulados y el sofístico raciocinio de los "expertos" del progresismo, atribuye estas doctrinales desviaciones "a una manera de pensar, que a la teología-filosofía cristiana le es común con las ciencias occidentales y, en general, con la civilización occidental, derivada de los griegos". La deshelenización del cristianismo, a la que se refiere el jesuita, no es, en el fondo, sino la negación de las verdades comprendidas y expresadas, con precisión hasta ahora insuperable, que era necesario destruir, para poder oscurecer las ideas y los principios básicos del pensamiento humano.


Ya lo reconoce Miranda y de la Parra, cuando escribe: "es la esencia del cristianismo la que está en cuestión", la que, por esa deshelenización, se quiere destruir, para establecer un cambio completo de mentalidad, con un cambio de fe. Como un ejemplo de estas perversas intenciones, recordemos que las hordas progresistas, con el pretexto de deslatinizar la palabra consagrada para expresar el misterio eucarístico, "la transubstanciación", buscaron sustituirla por términos nuevos, como "transignificación", "transfinilización" que no sólo destruía el término verbal, consagrado por Trento, sino la realidad del Sacrificio del Altar, de la Real Presencia y del Sacramento Eucarístico.


Por el contexto se deduce que, para Miranda y sus cofrades, la expresión de las verdades de la fe y de todas las verdades, que la inteligencia humana, con su constante investigación puede alcanzar y expresar, con la terminología perfectamente definida de la filosofía helénica y escolástica, que nosotros llamábamos "la filosofía perenne", debe ser rechazada, eliminada, juntamente con toda nuestra decantada civilización occidental, no sólo como errónea, inexacta, sino como totalmente contraria a la verdad ontológica y, sobre todo, a la verdad subjetiva del hombre moderno.


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El libro de José Porfirio Miranda y de la Parra —así nos lo asegura él mismo— es una investigación bíblica y filosófica, o, para hacer más exacto y comprensible su pensamiento es una filosofía bíblica, talmúdica, kabalística, rabínica. Es una filosofía basada en la interpretación del talmud y de la kábala de los libros Sagrados. Y, queriéndolo o sin querer, el jesuita nos deja ver "el cobre": nos recuerda su ascendencia judía, que ya sus apellidos (los dos) nos habían hecho sospechar.


He aquí también, me temo, el porqué íntimo de este libro nihilista, bautizado solemnemente con el "Imprimatur" de Su Eminencia Miguel Darío Cardenal Miranda y Gómez y apadrinado por el Prepósito Provincial de la Provincia de México de la Compañía de Jesús, P. Enrique Gutiérrez Martín del Campo, S.J. Algunas veces los apellidos y las facciones de la cara, como signos sensibles, pueden llevarnos a descubrir el profundo raigambre de las paradojas de la vida. En el caso presente, el jesuita mexicano se ha colocado decididamente al lado de Karl Marx, otro hebreo, tal vez ya correligionario del enfant terrible de los jesuitas mexicanos.


"La crítica de Marx a la economía política y a la filosofía occidentales no es para este libro (es decir, para Miranda y de la Parra) un mero ejemplo"; es más que un ejemplo; es la inspiración divina, la verdad revelada por el profético trabajo de Marx.


Ya en plena entrega, en abierta confesión de su rabínico pensamiento, el jesuita condena y solemnemente retracta su afirmación, hecha en un libro anterior suyo, según la cual "la mentalidad dialéctica es incompatible con una auténtica moral". Todo lo contrario, dice ahora el reflexivo jesuita: "el agudo sentido moral hace que el pensamiento sea dialéctico y no puede resignarse a que la realidad presente esté sin contradicciones y, por tanto, permanezca para siempre como está". Esta es la purísima esencia del marxismo, la nueva religión de José Porfirio Miranda y de la Parra. Como si quisiera decirnos el rabínico jesuita: una moral universal e inmutable es absurda, es inadaptada e inadaptable al ser humano, en constante evolución. Por eso concluye con esta frase, que (él piensa) es lapidaria y que nosotros, ¡infelices tradicionalistas!, declaramos "intrínsecamente perversa": "solo la filosofía dialéctica es capaz de descubrir, en la realidad del pasado y presente, la exigencia irrefrenable de un mundo más humano".


¡Ah, pero las consecuencias de esta fe talmúdica, que Miranda y de la Parra hace totalmente suya, son terribles! Es la negación de un Dios trascendente, de un Dios Creador de todo el universo y de todos y cada uno de nosotros, de un Dios providente y justiciero. Es la negación de la dependencia esencial que todo ser humano tiene de su Creador. Es la negación de la ley eterna, de la ley natural, de toda ley positiva, que necesariamente debe apoyarse en Dios. Es la moral de circunstancias. Es el fin justifica los medios. Es el atropello de la dignidad de la persona humana. Es convertir a la humanidad en una manada de lobos carniceros.


Por eso José Porfirio Miranda y de la Parra concluye este párrafo con estas palabras impresionantes, dolorosamente trágicas, satánicamente atrevidas, que son una pública y formal APOSTASÍA: "Marx no podía, evidentemente, relacionar esa exigencia con el dios pantocreador, que Occidente opresor adoraba y adora. HAGO MÍO SU RECHAZO DE ESE ÍDOLO Y DE TODOS LOS ÍDOLOS".


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LA APOSTASÍA FORMAL DE JOSÉ PORFIRIO MIRANDA Y DE LA PARRA.


¿Qué piensa Su Eminencia Reverendísima, qué piensa el R.P. Prepósito Provincial de la Compañia de Jesús en México, qué piensan los sabios censores, que dieron su "nihil obstat" de esta frase blasfema, satánica, intolerable del infiltrado escritor de antecedentes kabalísticos?


Si, a juicio de tan elevadas personalidades, esa frase infernal no se opone a la doctrina católica, si, a su juicio, está dentro del dogma la negación diabólica de un Dios Creador de todo el Universo, creo que la apostasía de José Porfirio Miranda y de la Parra es la apostasía de ellos también. Y contra esa blasfemia y esa negación, yo levanto mi humilde voz para alabar y bendecir el Santo Nombre de Dios; yo desde lo íntimo de mi ser reconozco el absoluto dominio que Dios tiene sobre mí y sobre todas mis cosas, como mi Creador, mi Señor y mi Dueño. Yo uno mi plegaria al "benedicite" de la creación entera y con Cristo, por Cristo y en Cristo, me someto incondicionalmente a la Voluntad Santísima de ese Dios amoroso y justiciero. Y lanzo el "anatema" de la Iglesia contra los que se atrevan a negar a ese Dios Creador de todo cuanto existe. ¿No es esto lo que meditamos y vivimos en la meditación maravillosa de San Ignacio DEL PRINCIPIO Y FUNDAMENTO? "El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios Nuestro Señor".


La apostasía es la negación consciente y externa de la fe católica, recibida en el bautismo y acrecentada por los actos propios de esa virtud. La apostasía es una voluntaria separación de la religión de nuestros padres. Ese es el público pecado de José Porfirio Miranda y de la Parra, al escribir esa frase satánica en su apología de Carlos Marx. Si Occidente opresor tiene otros muchos pecados, al adorar a Dios, como a Creador de todo el Universo, no se aparta de la verdad, en eso, ni sus pecados pueden atribuirse al Dios que adora.


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MARX NO ES UN PROFETA DE ISRAEL.


Según José Porfirio, cuya erudición en esta literatura de la subversión no podemos negar, Karl Marx había sido considerado por algunos autores cristianos —no precisamente católicos— como "un verdadero profeta de Israel", cuyo "mesianismo (materialista) y su pasión por la justicia provenían de la Biblia". Contra esta opinión el jesuita se irrita, porque tal juicio le quita a Marx el mérito de la originalidad y porque "la semejanza con los profetas sirve para desvirtuar un mensaje".


Miranda y de la Parra quiere ir más lejos: quiere demostrarnos "el entronque de fondo" entre la Biblia y Marx. "No se trata de establecer académicamente paralelismos", entre los Libros Sagrados y Carlos Marx, sino, por una exégesis rigurosa y científica, excogitada por el nuevo y clarividente escriturista de la ínclita Compañía de la "nueva ola", que destruye en sus bases, gracias al genio mirandesco, esa así llamada "civilización cristiana", hacer ver a la luz bíblica y marxista que "Occidente y cristianismo" son totalmente antagónicos. En su euforia diabólica, el jesuita apóstata exclama: aut, aut: o escogemos el Occidente y su civilización o preferimos el cristianismo. Pero, el Occidente y el cristianismo no son compatibles. Así lo declara el "manager" supremo, José Porfirio Miranda y de la Parra, que, con edificante modestia, coloca su estudio en el mismo nivel inaccesible de los Libros Sagrados y de Karl Marx.


Según nuestro jesuita, esa que llamábamos "civilización cristiana, civilización occidental" no ha existido nunca; ha sido la barbarie hecha institución, hecha una parodia del verdadero cristianismo. El triunfalismo, la jurisprudencia de la Iglesia habían sepultado en un abismo de maldades la santidad inmaculada del auténtico mensaje de Cristo. Para estudiar a Marx hay que empezar por despojarnos de todos esos rancios prejuicios que ese cristianismo adulterado nos había dado. Así tendremos la aptitud intelectual para comprender después la Biblia, a la luz poderosa que nos brinda el mensaje marxista.


"No se trata de "trovar" (?) paralelismos... sino simplemente de entender la Biblia". Se sigue de esto, que ni la tradición, ni el Magisterio de la Iglesia, a cuyo cuidado dejó Dios su palabra revelada, han entendido la Biblia, ya que habían coexistido y se habían asociado con esa intolerable civilización occidental, definitivamente proscrita por Miranda y de la Parra, que, "desde un principio... para que no haya sobre el asunto la menor duda", se inscribe entre los que sostienen —escriturista esclarecido y vidente iluminado— que "Marx coincide, en gran medida, con la Biblia y que el negar esto es anticientífico, carece de objetividad". ¡Oh sabiduría y humildad incomparable de los aguerridos hijos del Padre Arrupe!


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LA CIVILIZACIÓN OCCIDENTAL SE CONCIENTIZA Y SE RELATIVIZA.


Viene después, en el libro de Miranda y de la Parra, otra afirmación categórica, de marcada expresión y contenido progresista y comunista, con la que el terrible jesuita quiere impresionarnos: "Estamos en el momento en el que la civilización occidental toma conciencia de sí misma y, por lo tanto, se relativiza a sí misma; no en el relativismo de quien no logra discernir entre el bien y el mal, sino reconociendo el poder antihumano y profundamente destructor de vida, que le es ínsito a la cultura occidental".


Es el momento de la conversión: el cristianismo triunfalista, que vivía en espurio maridaje con la civilización occidental, reconoce "el poder antihumano y profundamente destructor de vida, que le es ínsito a la cultura occidental", toma conciencia de su culpabilidad y resuelve romper sus relaciones con el occidentalismo, para unirse en segundas nupcias, con el marxismo, en el que encuentra el auténtico mensaje de nuestra salud. Por eso se relativiza, para poder adquirir el movimiento uniformemente acelerado de la dialéctica del materialismo histórico.


"Tomar conciencia", "relativizarse": los dos son términos químicamente puros del progresismo en boga, del que nuestro irresponsable jesuita no es precisamente el más destacado paladín. Pero, ¿qué significan estos términos en la mentalidad renovadora de los expertos conciliares del Vaticano II, al que Miranda y de la Parra con todos sus camaradas consideran "el nuevo Pentecostés", la "nueva primavera de la Iglesia", "el alumbramiento mesiánico de un nuevo mundo", de "una nueva humanidad", de "un nuevo hombre", de una "nueva, pacífica, igualitaria y justiciera civilización"?


"Tomar conciencia", por lo visto, significa caer en la cuenta, despertar de un sueño o de un letargo; empezar a comprender que tenemos propios e inalienables derechos, hasta aquí inicuamente conculcados, por las desviaciones del cristianismo triunfalista, injusto y ahora decadente. "Tomar conciencia" significa aceptar y defender, incluso con la violencia, el nuevo evangelio de la "justicia social", aunque sea sacrificando o mutilando el Evangelio de Cristo, interpretado torcidamente por una Iglesia comprometida, al servicio incondicional de la opresión y del despojo. "Tomar conciencia" es declarar válidas y totalmente conformes con las enseñanzas de la Divina Revelación las ideologías marxista, leninista, troskista, maoísta, únicas normas que pueden garantizar la permanencia y el progreso de los pueblos subdesarrollados. "Tomar conciencia" es darnos cuenta de que la verdadera felicidad no está después de la vida, en la incógnita incomprensible y quimérica del más allá, sino en este mundo, en esta vida, ahora. "Tomar conciencia" es convencerme de la falsedad de ese engaño terrible de la Sagrada Escritura, que nos paraliza, cuando nos dice "que no tienen comparación los sufrimientos de esta vida presente, con la gloria futura, que nos ha sido revelada". "Tomar conciencia" es negar la predicación apostólica de San Pablo, compendiada en estas palabras: "Nosotros predicamos a Cristo, pero a Cristo crucificado". "Tomar conciencia" es negar el programa del mismo Jesucristo, que nos dice: "El que quiera venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame". En fin, "tomar conciencia" es hacer una inversión completa de todos los valores de la vida, es cambiar nuestra religión en una nueva religión, la religión del hombre; la religión en la que Dios, si existe, ocupe un puesto dependiente del hombre.


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Estamos, pues, ante el derrumbe total, no sólo del cristianismo, sino de toda religión. Si como dijo Lenin o Marx, la religión es el opio del pueblo, el mensaje de los nuevos redentores exige y presupone, como condición absolutamente indispensable, la desmitificación, la desacralización, la humanización, la secularización del antiguo cristianismo ya anticuado, para el establecimiento de la religión de la fraternidad universal, del sincretismo, de la moral de circunstancias, de la liturgia de la asamblea y de la obediencia del diálogo. ¡Eso significa "tomar conciencia"!


Pero al tomar conciencia, la nueva Iglesia, ya divorciada de ese cristianismo constantiniano, dice José Porfirio, "se relativiza" a sí misma, es decir, digo yo, pierde "su inmovilismo"; se hace circunstancial, flexible, variable, acomodaticia, gelatinosa. "No en el relativismo, dice Miranda y de la Parra, de quien no logra discernir el bien del mal", sino en el relativismo —explico yo— del que pone el bien absoluto en el triunfo del partido, en el triunfo de la Iglesia del postconcilio, en el triunfo del progresismo, del comunismo, del marxismo, del leninismo, del troskismo o del maoísmo, sobre las viejas, anquilosadas y tiránicas estructuras de la Iglesia preconciliar, que no logró discernir entre el bien y el mal, sino que incomprensiblemente aceptó "el poder antihumano y profundamente destructor de vida, que le es ínsito a la cultura occidental".


En otras palabras, el actual y más auténtico cristianismo, al tomar conciencia, al divorciarse de ese cristianismo traidor, se ha relativizado, porque se ha dado cuenta que la verdadera distinción entre el bien y el mal no es intrínseca, sino relativa. Es bien todo lo que favorezca al hombre, en sus ambiciones y apetitos; y es mal todo lo que le contradiga. No hay una norma trascendente que deba regular las acciones humanas.


Esto, José Porfirio, es monstruoso, sobre toda ponderación y encarecimiento. Esto es no solamente herético, sino la apostasía completa, el rompimiento total del hombre con Dios. Cristo y su Evangelio no son más que unos instrumentos de trabajo, en esta obra de encumbramiento del hombre sobre Dios.


Eminencia Reverendísima, ¿exagero? Padres de la ínclita, ¿estoy equivocado? ¿Cómo fue entonces posible ese truco nefando que da el "nihil obstat", el "Imprimí potest" y el "Imprimatur" a la más descarada apostasía?


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LA IGLESIA PRECONCILIAR, SEGUN JOSE PORFIRIO, ESCLAVIZADORA DEL HOMBRE.


Aceptando como válidas las premisas asentadas por Miranda y de la Parra, la conclusión, que él saca y que es una franca condenación de la Iglesia Católica del pre-concilio, parece perfectamente lógica y justa: "El capitalismo criticado por Marx (y que el jesuíta cautelosamente identificada con la doctrina de la Iglesia anterior al Vaticano II) constituye sólo el último (esperamos) eslabón de una larga cadena de opresiones, el más perfecto, el mejor estructurado".


Con visión comprensiva y extensiva, el jesuita, siguiendo fielmente las enseñanzas de Marx, ve esa evolución histórica de la humanidad, en la que el factor económico es determinante y decisivo; contempla la constante injusticia, que, por la opresión, o el despojo, esclaviza a la humanidad. El capitalismo liberal, que Miranda y Marx identifican con la propiedad privada, ha sido el último eslabón, la última tesis de la dialéctica marxista, que ha provocado, al fin, la reacción, la antítesis salvadora del comunismo libertador.


Nada más que el comunismo o el socialismo, promulgado por Marx y por su fiel discípulo, el jesuita de vanguardia, resulta no un eslabón, sino una monstruosa, antihumana, esclavizante y diabólica cadena, cuyos eslabones son los campos de concentración, las guerrillas, los actos terroristas, las purgas de verdaderos genocidios, el despojo absoluto, el paredón, los secuestros, los suplicios inauditos, los dantescos y apocalípticos horrores, en los que irreversiblemente caen los pueblos, que no supieron o no pudieron detener el avance arrollador de los falsos redentores, que, prometiendo felicidad, dieron desgracia; prometiendo igualdad, impusieron esclavitud; prometiendo abundancia, dieron hambre y miseria, y trabajos forzados, y represión sangrienta.


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