¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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Hablar del celibato a estos nuevos doctores de la
Gregoriana, a estos teólogos progresistas, que
enseñan las herejías de Teilhard de Chardin, que
admiran y tal vez practican el psicoanálisis de
Lemercier (que, en el fondo no es sino "amor sin
barreras"
y "liberación del sexo"); hablar de celibato a
los que no admiten otro pecado que el de la
injusticia interhumana (como ellos la
interpretan), hablar de celibato a los que,
predicando la Iglesia de los pobres, tienen sus
automóviles, frecuentan los centros nocturnos y
las diversiones mundanas, en las que se explotan
las pasiones más bajas y groseras;
hablar del
celibato a los que han abandonado las prácticas
de la oración, de la mortificación, del
recogimiento y de las necesarias cautelas para
huir los peligros, es hablar de un imposible, de un
mito, de algo que es incompatible con la vida
moderna.



Algunos de los padres sinodales dieron
como "solución válida" al problema de la escasez de
los sacerdotes la ordenación de hombres
casados.
Como si los hombres casados, por el
hecho de ser casados, tuvieran ya otra naturaleza
distinta de los solteros y no estuviesen en los mismos peligros
de perder su fe y su alma, en esos modernos
seminarios, donde la disciplina es la indisciplina y
la ciencia que se enseña es el progresismo con
todos sus errores.
"Esto mostraría al mundo —dijeron
esos sapientísimos prelados escudriñando los
"Signos de los tiempos", ' valores nuevos"— "la
(edificante) unión de matrimonio y sacerdocio", "una
nueva forma de presencia de Cristo en el mundo".
Para los
"progresistas" todo es "presencia de Cristo en el
mundo".
Al paso que vamos, dentro de poco, ¡esos
nuevos teólogos van a considerar como "presencia
de Cristo en el mundo"
los mismos pecados!



Si hemos de ser sinceros, la ordenación de casados,
además de los gravísimos inconvenientes,
que ya
apuntaron los padres sinodales, haría perder a
nuestra gente la fe en el sacerdocio.
Muy pronto
nos confundirían con los ministros protestantes y,
al asemejarnos a ellos, se apartarían de los
sacramentos, de la Misa, de las prácticas todas
de su religión.
¡Señores Obispos, con vuestras
innovaciones estáis poniendo en peligro la fe de
nuestros pueblos!



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Yo estuve en una Iglesia católica de los Estados
Unidos celebrando Santa Misa y, al repartir la
Sagrada Comunión, se acercó un laico para
ayudarme a distribuir el sacramento; pero me di
cuenta que la gente no quería recibir la comunión
de aquel seglar,
sino que esperó unos minutos
más para recibirla de mis manos.
La orden de los
superiores ha introducido también esta práctica
en esta ciudad y en otras de la República.
La
gente se queja, se escandaliza, protesta, y
prefiere muchas veces retirarse de los
sacramentos.



La mayoría de los padres no desearon, por ahora,
que se concediese a las Iglesias locales la posibilidad
de admitir para el sacerdocio a hombres casados.
"Esta concesión sería como una forma de coacción moral
hacia las otras Iglesias y conduciría a la abolición del celibato".

El mal ejemplo cunde; si la sola discusión de la posibilidad y
conveniencia de mantener en su vigor la ley del
celibato ha sido ya tan escandalosa y ha dado
ocasión a que muchísimos sacerdotes, con
permiso o sin permiso, se casen, ¿qué será el día,
cuando la Jerarquía acepte ese "nuevo valor", la unión de
matrimonio y sacerdocio, aunque sea en pocos
casos?
Todos los inconformes exigirían la
extensión del privilegio a su propio caso. Y, a
decir verdad, tendrían razón para exigirlo. ¿Por
qué en un caso la unión matrimonio sacerdocio es
nuevo valor, una nueva forma de presencia de
Cristo en el mundo, y en los otros casos, no? El
hacer opcional el celibato, el conceder la
ordenación a los casados, sería —ya lo dijeron los
padres sinodales— establecer dos clases de cleros: el clero de
primera y el clero de segunda.
Para unos, el clero
de primera sería el clero casto, el clero
totalmente dedicado al servicio de Dios, a la
salvación y santificación de su alma y de las
almas de su prójimo;
pero, para otros, el clero de
primera sería el clero "normal", el que tiene mujer
e hijos; mientras que el de segunda sería el clero
"anormal", el que no tiene pasiones o las tiene
desviadas.



El celibato no tiene sentido para los
que no conocen los tesoros del mundo
sobrenatural.
"No pocas de las funciones por las que se
pide la ordenación (de hombres casados) podrían confiarse a los seglares, a
los religiosos y a las religiosas, integrándolas más plenamente
en la acción misionera de la Iglesia, creando también, ojalá,
nuevos ministerios, sin hablar de la orientación de diáconos
casados, según la ley vigente".
Cuando, en el Concilio,
se discutió la conveniencia de ordenar estos
diáconos casados, hubo algunos padres
conciliares que objetaron enérgicamente esta
innovación, porque, a su juicio, era abrir brecha
en la severa, pero saludable ley del celibato. Así
es verdad.
La nueva ley fue aprobada, pero la
brecha quedó también abierta, para impugnar la
ley, para discutirla, aunque el Papa promulgue
otra nueva encíclica para reafirmarla.
Aceptados
los principios, las consecuencias fluyen.
¿Por qué
si un casado puede administrar los sacramentos,
aunque no todos, como ministro autorizado y
ordenado por la Iglesia, no ha de poder también
decir la Misa y, si las exigencias lo piden, llegar
también a ser obispo? No lo prohíbe la ley divina;
la historia de la Iglesia primitiva así parece
autorizarlo, y el ejemplo de las Iglesias Orientales
lo sigue confirmando.
Ahora, los padres sinodales,
ante la reacción elocuente de la mayoría del clero
en todas partes —hablo del clero consciente, no
del que sólo tiene ya las garras de sus antiguas
sotanas— tuvieron que mantener, por lo menos
en principio, la ley del Celibato, y para dar alguna
respuesta a sus pragmáticas preguntas,
acudieron de nuevo a la amplificación de esos
"diaconados" de hombres cabidos, estableciendo un
principio peligroso, para nuevas reformas:

"las funciones sacerdotales podrían confiarse -por
lo menos algunas— a los seglares, a los religiosos
(los Hermanitos) y a las religiosas (las monjitas)
creando también nuevos ministerios, porque esto
los "integraría más plenamente en la acción misionera de la
Iglesia".



Con esta integración, con estos nuevos
ministerios que los padres sinodales proponen,
con los diáconos casados (con mujer y con hijos),

¿qué quedaría de trabajo para los presbíteros,
aunque sean pocos? Decir la Misa, mientras la
nueva misa no se imponga completamente,
mientras sigan algunos luchando por la Misa tridentina, la de San
Pío V, la de siempre.
Los operarios de tiempo
completo, como diría Iván lllich, salen sobrando
en la Iglesia de Dios.
En el sínodo parece que
había la consigna de acabar con el sacerdocio
jerárquico.



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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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Hay otro punto muy grave que se trató en el
sínodo. ¿Cuál ha de ser la conducta de la
Jerarquía con relación a los sacerdotes
secularizados?
El Cardenal Seper, según
información de la prensa, dio facultad a los
obispos para secularizar a cualquier sacerdote.

¿Qué debemos pensar de esta facultad? Desde
luego, debemos afirmar que la así llamada
secularización de un sacerdote, no quita a éste el
carácter indeleble de su sacerdocio adquirido en
su ordenación sacramental.
Tu es sacerdos in
aeternum,
dice Cristo y dice la Iglesia al
ordenado. En el tálamo, en el infierno, el
sacerdote es sacerdote.
La Iglesia puede
sancionar a un sacerdote, cuando éste, según
derecho, no a juicio de cualquier autoridad, ha
dado grave motivo, para incurrir en esta sanción,
presupuesto el necesario y debido proceso.
Pero, aun en estas circunstancias, la Iglesia no
puede borrar el carácter indeleble del sacerdocio,
que segregó para siempre a los ordenados, según
la institución divina.
El sacerdote, con mujer o sin
mujer, con hijos o sin hijos, si ha sido
debidamente ordenado, es siempre, in aeternum,
sacerdote.
Si la sanción del obispo, la así llamada
reducción al estado laical, que no es sino una
permanente suspensión en el ejercicio de su
ministerio sagrado, no está justificada, no
corresponde a una falta gravísima, según
derecho, cometida, y probada, por el sacerdote
culpable, la reducción al estado laical no tiene
valor alguno.



La reducción al estado laical es lo que,
en el antiguo derecho, se llamaba "una degradación".
Era una pena canónica, perpetua y peculiar, de los
clérigos, que consiste en privarlos solemnemente
a éstos por el obispo, tanto del orden, oficio y
beneficio, como, en cuanto es posible
humanamente, del mismo estado clerical.
En los tiempos primitivos sólo existió la deposición, que
en su fórmula real y solemne se asemejaba a la
degradación; pero, como la deposición no privaba
al depuesto de sus privilegios clericales, uno de los
cuales era el de fuero, se originaban a veces
graves inconvenientes, pues podía suceder que
un clérigo cometiese crímenes por los cuales
mereciese la muerte, que sólo podían imponer los
tribunales civiles. Esto se remedió con la
deposición solemne, que pasó a ser una pena
distinta. La distinción se halla ya en las
decretales. La palabra degradación se emplea por
vez primera en una decretal de Inocencio III.



Sin embargo, en derecho antiguo, había varias
diferencias entre la simple deposición y la
degradación: 1-, por el ministro, porque la
deposición podía imponerla el vicario general y la
degradación sólo el obispo. 2-, por la forma la
degradación exigía ministros asistentes; la
deposición, no. 3- por su extensión, la deposición
puede ser parcial; la degradación siempre es
total. 4- Por la revocación: al depuesto se le
podía rehabilitar por el obispo; al degradado sólo
por el Papa, y aún éste sólo cuando el penitente
estaba sinceramente arrepentido. Esta
degradación sólo se imponía por crímenes
atroces. En cuanto a otros delitos enormes,
en opinión de los doctores, sólo podía imponerse
si el reo permanecía en la contumacia, después de
haberle impuesto sucesiva y gradualmente otras
penas canónicas.



Este es el Derecho; sin embargo, en la práctica sólo se imponía la
degradación, al menos la real y solemne, a los
condenados a pena capital. El degradado, en
cuanto es posible, vuelve a la condición de laico,
quedando perpetuamente privado de todo
ejercicio del orden, del oficio y del benéfico, y del
fuero eclesiástico.
Pero, es necesario tener presente: Que (según
Benedicto XIV) el clérigo conserva el privilegio del
canon, aun después de la sentencia de
degradación, mientras no verifique la degradación
real, actual y solemne;
y Que, aun después de
ésta, conserva el carácter de la ordenación
sacerdotal
(por lo que, siendo presbítero, puede
decir la Misa válida, aunque ilícitamente. Así
como también le quedan las obligaciones del
celibato y del rezo del oficio divino).



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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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La reducción al estilo laical, como ahora se estila en la Iglesia postconciliar, para autorizar a los sacerdotes legítimos a casarse, no es propiamente una pena canónica, sino una dispensa, antes inaudita, para que los sacerdotes voluntariamente se despojen de sus hábitos, renuncien al ejercicio de su sagrado ministerio y puedan así, como cualquier seglar, contraer matrimonio, sin incurrir en culpa alguna, sino renunciando voluntariamente a su ministerio sacerdotal. Sin embargo, por ahora, los efectos de esta voluntaria renuncia y de esta reducción al estado laico implica todos los efectos que anteriormente llevaba consigo la degradación, la suprema pena que la Iglesia podía imponer a un sacerdote.


Los padres sinodales del Sínodo de 1971 se mostraron contrarios a que aquéllos que, por cualquier motivo, han sido reducidos al estado laical, sean readmitidos a las funciones sacerdotales. Así tenía que ser, dada la postura que el pasado Sínodo tomó, al fin, respecto al celibato. Pero, si en un sínodo próximo, al discutir de nuevo este tema candente, los padres sinodales cambiasen de opinión y abriesen la puerta para que los casados pudiesen ordenarse, no veo cómo podrían impedir el que los "reducidos al estado laical" no por delito, sino con dispensa, para contraer matrimonio, no pudiesen también exigir el ser readmitidos a las funciones sacerdotales.


El mal está en conceder esas licencias, a las que antes la Santa Sede se negaba decididamente; porque el ejemplo cunde, porque las deserciones aumentan y porque, en realidad, los dispensados, supuesta la dispensa de Roma, no han cometido jurídicamente culpa alguna, para imponerles todo el rigor de una ley, que es un castigo, una sanción. Ante Dios, es evidente que son culpables; pero ante la ley, supuesta la dispensa, no hay culpa alguna.


Se me hace incomprensible la proposición de algunos de los padres sinodales que pidieron que "el proceso de secularización, de reducción de los sacerdotes al estado laical, se simplifique y se haga más humano y que sean las curias episcopales las que lleven a cabo estos expedientes". Como si fuese más humano el facilitar a un pobre sacerdote, que pasa tal vez por un momento de tentación y de locura, el rápido abandono de su seminario, de su sacerdocio, para entregarse sin impedimento alguno a los placeres de la carne. Como si esos padres sinodales tuviesen prisa por diezmar con prontitud las filas de los sacerdotes. Dan la impresión que ellos no tienen necesidad de sus sacerdotes, contando como cuentan con tantos laicos, que aspiran a ser los pontífices mínimos de la Iglesia de Dios.


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LA MISIÓN PROFÉTICO-MISIONERA Y LA MISIÓN CULTURAL-SACRAMENTAL DEL SACERDOCIO CATÓLICO


Fue el Vaticano II el que, en su léxico, incorporó esa nueva terminología, desconocida antes, en el lenguaje de la tradición.
En la Constitución "Dei Verbum" el Concilio pastoral nos dice que "Dios instruyó a su pueblo por los Profetas". "Que Dios habló muchas
veces por los Profetas; y que el Evangelio fue prometido por los Profetas".
De la metáfora pasa a la actual realidad de la Iglesia y nos dice,
en la Constitución "Lumen Gentium", que "el pueblo de Dios participa del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo
por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre"
(12,1) y "que
Cristo es el Gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión
profética hasta la plena manifestación de su gloria, no sólo a través de la Jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también
por medio de los laicos, a quienes, por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra, para que la
virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana, familiar y social".
(Constitución "Dei Verbum").


Ya que ahora, con lenguaje nuevo, la Iglesia del postconcilio nos habla tanto del espíritu profético, de la misión profética, de la Iglesia
profética y carismática, conviene dar aquí una explicación de lo que, según la tradición encierra en sí el concepto del profeta y de la profecía.


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En el lenguaje de la Iglesia preconciliar, comúnmente solía entenderse por profeta el que prevé y predice cosas futuras, no por su propio análisis o raciocinio, sino por una divina revelación. En este sentido, la profecía verdadera es uno de los argumentos fehacientes de la Divina Revelación, como el milagro. El sentido de profeta, en la Sagrada Escritura, suele ser más amplio: es el que habla por Dios, en lugar de Dios, como intérprete de Dios. El profeta es como la boca de Dios, el intérprete o legado de Dios, el cual pone sus palabras en su boca, como dijo el Señor a Jeremías: "Y extendió el Señor mi mano y tocó mi boca: y díjome el Señor: He aquí que he puesto mis palabras en tu boca". El profeta, pues, es un legado de Dios ante los hombres o ante el pueblo.


Como legado de Dios, la misión profética supone dos cosas: 1º) la elección divina. 2º) La actual inspiración o revelación que Dios hace al elegido. La causa de toda profecía verdadera y de la misma elección del profeta es Dios. La verdadera profecía nunca fue hecha por voluntad del hombre, sino que, por inspiración del Espíritu Santo, hablaron siempre los profetas.


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Tres notables instituciones hallamos en el pueblo de Israel: los reyes, los sacerdotes y los profetas. El poder real estaba vinculado a la tribu de Judá, a la familia de David; el sacerdocio estaba vinculado a la tribu de Leví y a la familia de Aarón; mas el cargo de profeta dependía únicamente de la elección de Dios. Jeremías y Ezequiel eran sacerdotes; Isaías, en cambio, no lo era: pertenecía probablemente a la tribu de Judá. Había profetas nobles y ricos, como parece que era el mismo Isaías; como también había profetas pobres y de condición humilde, como Amós, que era pastor y campesino. Aunque entre los profetas los hombres sobresalen en número, las mujeres también fueron algunas veces elegidas por Dios para esta misión, como Ana, la madre de Samuel, Débora y otras.


Para ser elegido al ministerio profético Dios no requería ninguna disposición natural, ni ciencia, ni instrucción o preparación alguna. Elíseo era un pobre labrador (3 Reg., XIX, 19-21). Tampoco se requería una afición o inclinación de la voluntad del elegido. Isaías se ofrece al Señor, Moisés y Jeremías se excusan y Jonás huye. Ni siquiera se requerían -así parece- la caridad y buenas costumbres. Balaam, aunque malo, fue verdadero profeta; y el mismo Caifás, como dice San Juan en su Evangelio, profetizó. La razón de esta paradójica circunstancia, nos la da Santo Tomás (2º, Secundae, q. 174, a. 4) : "la profecía pertenece al entendimiento, cuyo punto es anterior al acto de la voluntad. La voluntad es la que se perfecciona con la caridad y no con el entendimiento. Además, la profecía es gracia de las que llaman "gratis datas", esto es, que se dan por utilidad y bien de la Iglesia y no precisamente para el bien del profeta y para que su alma se junte con Dios por la caridad. Así que la única causa de la profecía es Dios. Merecen mención aquí las palabras de Jeremías: Había sido éste metido al calabozo por Fasur, hijo de Immer, y tenía que sufrir mucho por causa de sus predicciones, y quejase al Señor diciendo: "Engañásteme, Señor, y he sido engañado; más fuerte fuiste que yo y me venciste; soy escarnecido cada día; todos se burlan de mí. Porque desde que hablo, doy voces, grito violencia y destrucción; porque la palabra del Señor es para mí afrenta y escarnio cada día. Y dije: No me acordaré más de Él, ni hablaré más en su nombre. Mas fue en mi corazón como fuego ardiente, metido en mis huesos; trabajé por sufrirlo y no pude" (Jer. XX, 7-9).


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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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La causa de la profecía es, pues, la ilustración o revelación de Dios. Esta revelación es una especie de iluminación intelectual, que está en el alma, no por modo de hábito o forma permanente, como la gracia santificante, sino por modo de forma o impresión transeúnte y pasajera.


El objeto de la revelación profética pueden ser todas las cosas, lo mismo las que se refieren a Dios y a sus ángeles, que las del orden natural, o las del mundo moral o también los sucesos futuros. Pero, como la profecía es de aquellas cosas que están lejos del conocimiento humano, síguese de ahí que tanto una cosa es más propia de la revelación profética, cuanto está más distante del conocimiento humano (de todos los hombres o del profeta, al menos).


Dios enseña y comunica al profeta cosas del todo ignoradas y desconocidas de los hombres, que ni el entendimiento humano ni aún el angélico puede naturalmente conocer. Y así como el Señor manifiesta y descubre sus secretos a los bienaventurados en el cielo, así también, de un modo semejante, los descubre y manifiesta a los profetas en la tierra. El profeta no ve la esencia divina, como la ven los bienaventurados en el cielo, y así tampoco conoce todas las cosas, que se pueden conocer por revelación profética. Acontece en esto lo que acontece en las ciencias: que quien tiene alguna ciencia conoce los principios de aquella ciencia y conoce las consecuencias que de esos principios se siguen y pertenecen a esa ciencia; más, el que no conoce los principios, no siempre conocerá las consecuencias todas que de ellos se derivan. Por la profecía no se conoce en sí mismo el principio de los conocimientos proféticos, que es Dios, de aquí que el profeta no conozca todas las cosas sino solamente lo que Dios quiere revelarle (Sto. Thom. q. 174, a. 4).


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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

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Sin extendernos más en la explicación teológica de lo que es el profeta, la profecía, la misión profética, podemos, con lo dicho, deducir, que la terminología progresista, que hoy tanto -con gran sorpresa- oímos en labios de esos innovadores, no tiene un valor real, sino, a lo sumo, un valor meramente analógico. Obispos y sacerdotes tienen una misión profética meramente analógica, ya que la divina revelación no ha sido hecha directamente a ellos. Ellos repiten, deben repetir, lo que Dios ha revelado a otros. El depósito de la Divina Revelación -hablo de la Revelación pública- quedó cerrado con la muerte del último de los Apóstoles.

No quiere decir que los ministros jerárquicos, por razón de la elección divina y del carácter impreso en ellos en su ordenación sacerdotal, y de los poderes que, por esta ordenación, recibieron de Dios, no tengan una misión divina que cumplir; pero, esta misión no es estrictamente profética, ya que no recibe, personal y directamente, la inspiración y revelación profética. La revelación ya está hecha, -nosotros tenemos sí la elección y la misión divina de repetirla y explicarla a los hombres, para que ellos la conozcan, ajusten a ella su vida y se salven.

Los laicos, la iglesia discente, no tienen la misión del magisterio, y su "misión profética" es tan superficial y aparente, como su sacerdocio, como un bosquejo lejano de una realidad esplendorosa. ¡Que lo recuerden bien todos esos "pontífices mínimos" de la Iglesia postconciliar!


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Re: ¿CISMA O FE ? 1971-1972 (R.P. Saenz y Arriaga)

Message par InHocSignoVinces »

*Nota: Querido Mons. l'abbé Zins, le ruego continúe usted con la publicación de este dossier, ya que posee también el libro del R.P. Sáenz y Arriaga. Gracias.
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