Dice el Concilio: "Con todo, el Señor, que sabia y pacientemente prosigue su voluntad de gracia para con
nosotros los pasadores, en nuestros días, ha empezado a infundir, con mayor abundancia en los cristianos
separados, entre sí, la compunción de espíritu y al anhelo de unión. Esta gracia ha llegado a muchas almas
dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha surgido, por el impulso del
Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar la Unidad de todos los cristianos. En este movimiento de
unidad, llamado ecumenismo, participan los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesucristo como Señor y
Salvador, y esto lo hacen no solamente por separado, sino también reunidos en asambleas, en las que oyeron
el Evangelio y a las que cada grupo llama Iglesia suya y de Dios. Casi todos, sin embargo, aunque de modo
diverso, suspiran por una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada al
mundo, para que el mundo se convierta al Evangelio y se salve para gloria de Dios". (Unitatis redintegratio, I,
2).
No conozco los motivos en que funda el Concilio esa extraordinaria afirmación que nos quiere dar a entender
que ese así llamado "movimiento ecuménico" es obra del Espíritu Santo; como tampoco veo la inaudita
expresión con que Paulo VI califica su visita en Ginebra al Concejo Mundial de las Iglesias, colocando a
nuestra Iglesia, la verdadera y única Iglesia fundada por Jesucristo, la única que tiene las cuatro notas
características, que la distinguen de las ramas secas desgajadas del tronco, al nivel de esas así llamadas
Iglesias cristianas, muchas de las cuales no creen ya ni en la divinidad de Jesucristo, ni en la misma existencia
de Dios. ¿Existe acaso una verdadera fraternidad cristiana entre las iglesias miembros del Consejo Ecuménico
y la Iglesia Católica?
Menciona, en su discurso, Paulo VI, la visita anterior que el cardenal Bea, el instrumento habilísimo del
judaísmo para destruir la postura monolítica de la Iglesia, hizo al Consejo Mundial de Las Iglesias en 1965 y
el "grupo mixto" de trabajo, que él estableció con elementos católicos en esa organización protestante; y
añade; "tras la creación de este equipo, hemos seguido con interés su actividad y deseamos decir, sin
vacilación, cuánto apreciamos el desarrollo entre la Iglesia Católica y el Consejo Ecuménico, dos organismos
muy diversos por su naturaleza, pero cuya colaboración se ha afirmado fructuosa". ¿Es posible una verdadera
colaboración entre la luz y las tinieblas, entre la verdad y el error? O ¿podemos admitir que se puede ser
cristianos a medias, mutilando, silenciando o negando los dogmas inmutables de nuestra fe católica? ¿Cuáles
frutos insinúa o señala el papa Montini, que se han seguido de esta ecuménica unión? "La reflexión teológica
sobre la unidad de la Iglesia, la búsqueda de una mejor comprensión del culto cristiano, la formación profunda
del laicado, la toma de conciencia de nuestras responsabilidades comunes y la coordinación de nuestros
esfuerzos por el desarrollo social y económico y por la paz entre las naciones". ¿Necesitaba la Iglesia
reflexionar sobre la unidad de la Iglesia? ¿Podía encontrar nuevas luces para la comprensión de su culto en
esas sectas, que niegan la realidad del Santo Sacrificio del Altar, la transustanciación, la real presencia?
Mucho me temo que esas reflexiones hayan inspirado la eliminación de la Divina Eucaristía, el centro, como
dice Pío XII, en la "MEDIATOR DEI", de nuestra sacrosanta religión.
No podía faltar en esta colaboración "el desarrollo social y económico", que es el alma del pontificado
montiniano. El viraje al socialismo y al comunismo, antes de que lo diera el Vaticano, lo habían ya dado casi
todas las sectas protestantes. La paz, para Juan B. Montini, no viene de Dios, como dice San Pablo, ni es
atributo de Dios, el mismo Dios que mora en nosotros, sino el establecimiento de los puntos de la Revolución
Francesa: libertad, igualdad y fraternidad.
Y ¿qué pensar de esa que Paulo VI llama "la formación profunda del laicado"? Algunos lo han tomado muy en
serio y se creen, como diría Don Luis Vega Monroy, "pontífices mínimos" de la Iglesia, como los Abascal o
Abashol, los Avilés, los Álvarez Icaza. Ese movimiento tiene tangiblemente dos finalidades: la de desacralizar y
eliminar el sacerdocio jerárquico; y la de aumentar la confusión en el pueblo católico.
Y ya para terminar su discurso, Juan B. Montini hace esta franca y descarada pregunta: "¿Debe hacerse (la
Iglesia Católica) miembro del Consejo Ecuménico?" Y, con ingenuidad desconcertante añade el pontífice: "¿Qué
podríamos en este momento responder? Nos no consideramos que la cuestión de la participación —yo diría
más bien identificación— de la Iglesia Católica en el Consejo Ecuménico esté madura hasta el punto de que se
pueda o deba dar una respuesta positiva. La cuestión queda todavía en el terreno de la hipótesis. Ella
comporta serias implicaciones teológicas y pastorales".
El solo planteamiento del problema y la ambigua respuesta que da Paulo VI son, en verdad, no digo
sintomáticas, sino elocuentemente demostrativas de la aceptación, en principio, del movimiento ecuménico
protestante, que es un sincretismo religioso, o es, mejor dicho, la religión de la irreligión. ¡Claro que la cuestión
no está madura, ni lo estará, mientras dure la verdadera Iglesia de Cristo, aunque los Willebrands y los
infiltrados clamen por la "participación ecuménica"! El "ecumenismo", en el sentido que se le da ahora, es la
negación no tan solo de la religión católica, sino de toda religión.
A CONTINUACIÓN... CAPITULO XII.- PAULO VI SIGUE ADELANTE SU PROGRAMA REFORMISTA