EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO LVIII - Del ofrecimiento

Para que este ofrecimiento sea muy agradable a Dios, se han de observar dos circunstancias: la primera es que ha de unirse y acompañarse con los ofrecimientos que hizo Jesucristo a su eterno Padre en el curso de su vida pasible y mortal; la segunda, que nuestro corazón esté desasido enteramente del amor de las criaturas.

En orden a la primera, has de saber que mientras vivía el Señor en este valle de lágrimas, ofrecía a su Padre celestial, no solamente su persona y sus acciones particulares, sino también las de todos los hombres con sus mismas personas. Conviene, pues, hija mía, que juntemos nuestros ofrecimientos con los suyos, para que con esta unión los suyos santifiquen los nuestros.

En cuanto a la segunda, importa mucho examinar bien, antes de hacer este sacrificio de nosotros mismos, si nuestro corazón tiene alguna adhesión o apego a las criaturas; y si reconociéremos que no está libre y exento de toda afición impura y terrena, debemos recurrir al Señor y pedirle que rompa nuestros lazos, a fin de que no haya cosa alguna en nosotros que nos impida el ser enteramente suyos. Este punto, hija mía, es muy importante, porque ofrecernos a Dios, estando asidos a las criaturas, es burlarnos en alguna manera de Dios; pues como entonces no somos señores de nosotros mismos, sino esclavos de aquellas criaturas a quienes hemos entregado nuestro corazón, venimos a ofrecer a Dios una cosa que no es verdaderamente nuestra, sino ajena: de donde nace que aunque muchas veces nos ofrecemos a Dios, como siempre nos ofrecemos de esta manera, no solamente no crecemos en las virtudes, sino antes bien caemos en nuevas imperfecciones y pecados.

Bien podemos algunas veces ofrecernos a Dios, aunque tengamos algún apego a las cosas del mundo; pero esto ha de ser solamente a fin de que su Bondad infinita nos inspire la aversión y disgusto de las criaturas, y podamos después, sin algún estorbo, entregarnos a su servicio. Importa mucho repetir este ofrecimiento con frecuencia y fervor.

Sean, pues, hija mía, puros todos nuestros ofrecimientos: no tenga en ellos alguna parte nuestra propia voluntad; no atendamos ni a los bienes de la tierra, ni a los del cielo; miremos solamente a la voluntad de Dios; adoremos su Providencia, y sujetémonos ciegamente a sus órdenes y disposiciones, sacrifiquémosle todas nuestras inclinaciones, y olvidándonos de todas las cosas creadas, digámosle: 'Veis aquí, Dios y Creador mío, que yo os ofrezco y consagro todo lo que tengo: yo sujeto y rindo enteramente mi voluntad a la vuestra; haced de mí lo que fuere de vuestro divino agrado, así en la vida como en la muerte, así en el tiempo como en la eternidad.'

Si estos afectos y sentimientos fueren sinceros y verdaderos, y te nacieren del corazón, lo cual conocerás fácilmente al sucederte cosas contrarias y adversas, adquirirás en breve tiempo grandes merecimientos, que son tesoros infinitamente más preciosos que todas las riquezas de la tierra; serás toda de Dios, y Dios será todo tuyo, porque Él se da siempre a los que renuncian a sí mismos, y a todas las criaturas por su amor. Esto, hija mía, es sin duda un poderoso medio para vencer todos tus enemigos: porque si con este sacrificio voluntario llegas a unirte de tal suerte con Dios, que seas toda suya y recíprocamente Él todo tuyo, ¿qué enemigo habrá que sea capaz de perjudicarte?

Pero descendiendo a más distinta y particular especificación de este punto, que siempre que quisieres ofrecer a Dios alguna obra tuya, como ayunos, oraciones, actos de paciencia, y otras acciones meritorias, conviene que desde luego te acuerdes de los ayunos, oraciones y acciones santas de Jesucristo; y poniendo toda tu confianza en el valor y mérito de ellas, presentes así las tuyas al Padre eterno. Pero si quieres ofrecerle los tormentos y penas que sufrió nuestro Redentor en satisfacción de nuestros pecados, podrás hacerlo de este modo o de otro semejante:

Represéntate en general o en particular los desórdenes de tu vida pasada; y hallándote convencida de que por ti misma no puedes aplacar la ira de Dios, ni satisfacer su justicia, recurre a la vida y pasión de tu Salvador; acuérdate que cuando oraba, ayunaba, trabajaba y vertía su sangre, todas estas acciones y penas las ofrecía a su eterno Padre, a fin de obtenernos una perfecta reconciliación con su Majestad divina: 'Vos veis, le decía, Padre mío celestial y eterno, que conformándome con vuestra voluntad, satisfago superabundantemente (Psalm. CXXIX) vuestra justicia por los pecados y deudas de N. Sea, pues de vuestro divino agrado perdonarlo y recibirlo en el número de vuestros escogidos.'

Conviene, hija mía, que entonces juntes tus ruegos con los de Jesucristo, y pidas al Padre eterno que use contigo de misericordia por los méritos de la pasión de su santísimo Hijo. Esto podrás practicar siempre que medites sobre la vida o muerte de nuestro Redentor, no solamente cuando pases de un misterio a otro, sino también de una circunstancia a otra de cualquier misterio; y de este género de ofrecimiento te podrás servir, ya ruegues por ti, o ya ruegues por otros.

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CAPÍTULO LIX - De la devoción sensible y de la sequedad del espíritu

La devoción sensible procede o de la naturaleza, o del demonio, o de la gracia. De los efectos que obrare o produjere en ti, podrás, hija mía, conocer fácilmente su origen; porque si no produce la enmienda y reformación de tu vida, puedes justamente temer que proceda del demonio o de la naturaleza, principalmente si te inclinas y te aficionas con exceso al gusto y dulzura que te causa, y vienes a concebir mejor opinión de ti misma.

Siempre, pues, que sintieres lleno tu corazón de consolaciones y gustos espirituales, no pierdas el tiempo en examinar la causa de donde proceden; procura solamente tener tu nada delante de los ojos; conservando un grande aborrecimiento de ti misma, y desnudándote de toda inclinación o afecto particular a cualquier objeto creado, aunque sea espiritual; no busques sino solamente a Dios, ni desees más que agradarle; porque de este modo, aunque la dulzura o gusto que sientes proceda de un mal principio, mudará de naturaleza y empezará a ser un efecto de la gracia.

La sequedad del espíritu puede igualmente proceder de las mismas tres causas:

1 Del demonio, que suele servirse de este medio para, enfriarnos en el servicio de Dios, desviarnos del camino de la virtud, y aficionarnos a los vanos placeres del mundo.

2 De la naturaleza corrompida, que nos precipita en muchas imperfecciones y faltas, nos hace tibios y negligentes, y nos inclina poderosamente al amor de los bienes de la tierra.

3 De la gracia, por diversos fines: o para avisarnos que seamos más diligentes en apartar de nosotros cualquier afecto, propensión y ocupación que nos desvíe de Dios, y que no lo tenga por fin; o para que conozcamos con experiencia que todo nuestro bien procede (Jacob. IV) de su infinita Bondad; o para que en adelante hagamos más estimación de sus dones, y seamos más humildes y cautos en conservarlos; o para que procuremos unirnos más estrechamente con su divina Majestad, con una total abnegación de nosotros mismos, y de los gustos y dulzuras espirituales, a que, aficionada nuestra voluntad, divide el corazón que el Señor quiere todo para sí (Prov. XXIII) o finalmente, porque su divina Majestad se complace, para bien y utilidad nuestra, en que combatamos con todas las fuerzas, valiéndonos del auxilio de su gracia.

Siempre, pues, hija mía, que sintieres alguna sequedad de tu espíritu, entra dentro de ti misma, registra con los ojos de la consideración toda tu conciencia, y mira qué defecto hay en ella que te haya privado de la devoción sensible, y procura corregirlo y enmendarlo luego, no por recobrar el gusto sensible de la gracia, sino por desterrar de tu corazón todo lo que ofende y desagrada a Dios.

Pero si después de un exacto y diligente examen de tu conciencia, no hallares en ti defecto alguno, no pienses más en la devoción sensible; procura solamente adquirir la verdadera devoción, la cual consiste en resignarse enteramente a la voluntad de Dios. No dejes jamás tus ejercicios espirituales, antes bien continúalos con constancia, por infructuosos que te parezcan, bebiendo con gusto el cáliz de amargura que te ofrece tu Padre celestial.

Y si sobre la sequedad interior que padeces, y te hace como insensible a las cosas de Dios, sientes también tu espíritu embarazado y lleno de tan oscuras tinieblas, que no sepas cómo determinarte, ni qué partido o consejo abrazar en esta confusión; no por eso, hija mía, te desalientes, antes bien procura estar siempre unida con la cruz que el Señor te envía, despreciando todos los alivios humanos, y todos los vanos consuelos que pueden darte el mundo y las criaturas.

No descubras tu pena sino solamente a tu padre espiritual, a quien deberás manifestarla, no para hallar alivio o consuelo, sino instrucción y luz para saberla sufrir con una entera y perfecta resignación en la divina voluntad.

No frecuentes las comuniones, ni apliques las oraciones y otros ejercicios espirituales, a fin de que el Señor te libre de la cruz, sino sólo a fin de que te dé fuerza y vigor para estar y permanecer en ella a su ejemplo y a su mayor honra y gloria y hasta la muerte.

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Si la oscuridad y turbación de tu espíritu no te permitieren orar y meditar como solías, ora y medita siempre en la mejor forma y modo que pudieres; y si no pudieres orar con el entendimiento, suple este defecto con los afectos de la voluntad y con las palabras; hablando contigo misma y con tu Señor, sentirás en ti maravillosos efectos de esta santa práctica, y tu corazón cobrará grande vigor y aliento, para no desmayar en las tribulaciones.

Dirás, pues, en estos casos, hablando contigo misma: Quare tristis es, anima mea, et quare con turbas me? (Psalm. XLII, 5). ¡Oh alma mía! ¿por qué estás tan triste, y por qué me causas tanta inquietud y pena? Spera in Deo; quoniam adhuc confitebor illi salutare vultus mei, et Deus meus: Espera en Dios: porque yo confesaré aún sus alabanzas, pues es mi Salvador y mi Dios. Ut quid Domine recessisti longe des picis in opportunitatibus, in tribulatione? (Psalm. IX, 22). Non me derelinquas usquequaque (Psalm. CXVIII). ¿De dónde nace, Señor, que Vos os hayáis alejado de mi? ¿Por qué me menospreciáis, cuando necesito más de vuestra asistencia? No me desamparéis de todo punto.

Y acordándote de los sentimientos que Dios inspiró a Sara, mujer de Tobías en el tiempo de las tribulaciones, dirás como ella con viva y alentada voz: 'Dios mío todos los que os sirven, saben que si son probados en esta vida con aflicciones, serán coronados: que si gimen con el peso de sus penas, serán algún día libres y exentos de toda tribulación: si Vos los castigáis con justicia, podrán recurrir a vuestra misericordia; porque Vos no gustáis de vernos perecer. Vos hacéis que suceda la calma a la tempestad, y la alegría al llanto. ¡Oh Dios de Israel! sea vuestro nombre bendito y alabado en todos los siglos' (Tob. XIII, 3).

Represéntate también a tu divino Salvador, que en el huerto y en el Calvario se vio desamparado de su eterno padre en la parte inferior y sensitiva; y llevando la cruz con Él, dirás de todo corazón (Matth. XXVI, 42): Fiat voluntas tua: Hágase vuestra voluntad, y no la mía. De este modo, hija mía, juntando el ejercicio de la paciencia con el de la oración, adquirirás infaliblemente la verdadera devoción, por el sacrificio voluntario que harás de ti misma a Dios; porque como ya he dicho, la verdadera devoción consiste únicamente en una voluntad pronta y determinada de seguir a Jesucristo con la cruz, por dondequiera que nos llamare; en amar a Dios porque merece ser amado; y en dejar, si fuere necesario, a Dios por Dios. Si muchas personas que se dan a la vida espiritual y devota, especialmente las mujeres, midiesen por esta devoción, y no por la sensible su aprovechamiento, no serían engañadas de sí mismas, ni del demonio; ni murmurarían, como suelen, contra Dios, quejándose con detestable ingratitud de la gracia y singular favor que les hace de probar su paciencia; antes se aplicarían a servirlo con mayor fervor y fidelidad, sabiendo que con su providencia misericordiosa ordena o permite todas las cosas para su gloria y para nuestro bien.

Es también muy peligrosa la ilusión que padecen algunas mujeres, las cuales, aunque aborrecen verdaderamente el pecado, y ponen todo el cuidado posible de evitar las ocasiones peligrosas; no obstante, si el espíritu inmundo las molesta con pensamientos deshonestos y abominables, y con visiones torpes y horribles, se afligen, se turban y pierden el ánimo, porque creen que Dios las ha desamparado enteramente, no pudiendo persuadirse que el Espíritu Santo quiera habitar en un alma, llena de pensamientos tan impuros; y así, preocupadas de esas falsas ideas, se abandonan de tal suerte a la tristeza y a la desesperación, que casi vencidas de la tentación, piensan dejar sus ejercicios espirituales, y volverse a Egipto (Núm. XIV, 4,).

Este error nace comúnmente de no comprender semejantes almas el favor insigne que Dios les hace en permitir que sean tentadas, pues las reduce por este medio al conocimiento de sí mismas, y las obliga y fuerza a recurrir, como necesitadas de socorro, a su Bondad infinita. También en este proceder descubren claramente su enorme ingratitud; pues se lamentan y duelen de lo mismo que debería dejarlas reconocidas y obligadas a su divina Misericordia.

Lo que en semejantes casos debemos hacer, hija mía, es considerar bien las inclinaciones perversas de nuestra naturaleza corrompida; porque Dios, que conoce lo que nos es más útil y saludable, quiere que comprendamos bien nuestra facilidad y detestable propensión al pecado; y que sin su asistencia y socorro, nos precipitaríamos en la más funesta y formidable de todas las desgracias. Después debemos obligarnos a la confianza en su divina Misericordia, persuadiéndonos firmemente que, pues nos hace ver el peligro, desea y pretende atraernos y unirnos más estrechamente a sí con la oración; de lo cual le tenemos que dar las más rendidas y humildes gracias.

Pero volviendo a los pensamientos torpes y deshonestos, has de advertir, hija mía, y tener por regla segura, que se disipan mejor con un humilde sufrimiento de la pena y mortificación que nos causan, y con la aplicación de nuestro espíritu a algún otro objeto, que con una resistencia inquieta y forzada.

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CAPÍTULO LX - Del examen de conciencia

Tres cosas debes considerar, hija mía, en el examen de tu conciencia; la primera, las faltas cometidas durante todo el día; la segunda, las ocasiones en que se originaron; la tercera, la disposición en que te hallas de comenzar de nuevo a corregir tus vicios, y adquirir las virtudes contrarias.

En cuanto a las faltas cometidas, observarás lo que dejo advertido en el capítulo XXVI, que contiene todo lo que debemos hacer cuando hubiéremos caído en algún pecado. Por lo que hace a las ocasiones de tus caídas, procurarás evitarlas con todo el cuidado y vigilancia posible.

En fin, para enmendar y corregir tus defectos, y adquirir las virtudes que te faltan, fortificarás tu voluntad con la desconfianza de ti misma, con la oración y con frecuentes deseos de destruir tus viciosas inclinaciones, y de adquirir hábitos buenos.

Si te pareciere que has conseguido algunas victorias contra ti misma, o que has ejecutado algunas buenas obras, guárdate de pensar mucho en ellas, si no quieres perder el mérito y el fruto; y de que se introduzca insensiblemente en tu corazón algún sentimiento oculto de presunción y de vanagloria. Procura en estos casos poner todas tus obras, tales cuales fueren, en las manos de la Misericordia divina, y no pienses sino en satisfacer y cumplir con mayor fervor que nunca todas tus obligaciones.

No te olvides de rendir a Dios humildes acciones de gracias por todos los socorros que en este día has recibido de su divina mano. Reconócele por único Autor de todos los bienes (Jacob. I), y alaba y ensalza particularmente su Misericordia, porque te ha librado de tantos enemigos, ya visibles y manifiestos, ya invisibles y ocultos; porque te ha inspirado buenos pensamientos, te ha dado ocasiones de ejercitar las virtudes, y te ha hecho, en fin, otros muchos beneficios que no conoces.

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CAPÍTULO LXI - Cómo en este combate espiritual debemos perseverar hasta la muerte

Entre las cosas que son necesarias en este combate, la más principal es la perseverancia, que es la virtud con que debemos aplicarnos sin intermisión ni descanso a mortificar nuestras pasiones, que nunca llegan a morir mientras vivimos, antes bien, brotan y crecen siempre en nuestro corazón, como en campo fértil de malas hierbas.

Es locura el pensar que podemos dejar de combatir mientras vivimos; porque esta guerra no se acaba sino con la vida, y cualquiera que rehusare la pelea, perderá infaliblemente la libertad o la vida. Tenemos que luchar con enemigos irreconciliables, de los cuales no podemos esperar jamás paz ni tregua; porque es implacable y continuo el odio que nos tienen, y nunca es mayor el peligro de nuestra ruina que cuando nos fiamos de su amistad.

Pero si bien son muchos y formidables los enemigos que de todas partes nos cercan, no obstante, hija mía, no te espantes ni de su número, ni de sus fuerzas; porque en esta batalla solamente puede quedar vencido quien quiere serlo; y toda la fuerza y poder de nuestros enemigos está en las manos del Capitán, por cuyo honor y gloria hemos de combatir, el cual no solamente no permitirá que te ofendan ni que seas tentada sobre tus fuerzas (I Cor. X, 13), más tomará las armas en tu favor y defensa; y como más poderoso que tus contrarios, te dará infaliblemente la victoria, si combatiendo tú en su compañía vigorosamente, no pones la confianza en tus propias fuerzas, sino en su poder y bondad.

Mas si el Señor tardare en socorrerte, y te dejare en el peligro, no por eso pierdas el ánimo ni la confianza; cree firmemente que su divina Majestad dispondrá las cosas de suerte que todo lo que parece que impide la victoria, se convierta en beneficio y ventaja tuya.

Sigue, pues, hija mía, constante y generosamente a este celestial y divino Capitán que por ti sufrió la muerte, y muriendo venció al mundo. Combate animosamente debajo de sus insignias, no dejes las armas hasta tanto hayas destruido a todos tus enemigos; porque si dejares vivo uno solo, si te descuidares de corregir una sola de tus pasiones o vicios, esta pasión o vicio será como una paja en el ojo, o como una flecha en el corazón, que inhabilita para la pelea, retardará tu triunfo.

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CAPÍTULO LXII - Del modo de prevenimos contra los enemigos que nos asaltan a la hora de la muerte


Aunque toda nuestra vida no es sino una continua guerra (Job. VI, I), es cierto, no obstante, que la principal y más peligrosa batalla será la última, porque de ella depende nuestra vida o nuestra muerte eterna (Eccles. XI).

Para no peligrar, pues, entonces con daño irreparable, procura ejercitarte en este combate ahora que Dios te concede el tiempo y las ocasiones; porque sólo quien combate valerosamente en la vida puede esperar ser victorioso en la muerte por la costumbre que ha adquirido de vencer a sus más formidables enemigos. Además, piensa frecuentemente y con atenta consideración en la muerte, porque de esta suerte, cuando estuviere vecina, te causará menos espanto, y tu espíritu estará más sereno, libre y pronto para la batalla (Eccles. II).

Los que se entregan a los placeres del mundo, huyen de esta consideración por no interrumpir el gusto que perciben de las cosas terrenas; porque como están asidos voluntariamente a ellas, les serviría de grande aflicción considerar que las habrán de dejar algún día; y así, no se disminuye en ellos el afecto desordenado, antes va siempre en aumento y cobra nuevas fuerzas; de donde proviene que les causa grande aflicción dejar esta vida y los deleites mundanos, siendo mayor la pena de aquellos hombres que gozaron más tiempo de ellos. Mas para prepararte mejor a este terrible paso del tiempo a la eternidad, imagínate alguna vez que te hallas sola y sin ningún socorro entre las angustias y congojas de la muerte; considera atentamente las cosas de que hablaré en los capítulos siguientes, que son las que entonces podrán causarte mayor aflicción y pena; y no te olvides de los remedios que te propongo, a fin de que puedas servirte de ellos en este último trance; porque conviene que aprendas a hacer bien lo que no has de hacer sino una sola vez, si no quieres cometer una falta irreparable que causaría tu infelicidad eterna.

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CAPÍTULO LXIII - De cuatro géneros de tentaciones con que nos asalta el demonio a la hora de la muerte; y primeramente de la tentación contra la fe, y el modo de resistirla.

Con cuatro tentaciones peligrosas suelen principalmente asaltarnos nuestros enemigos en la hora de la muerte.

1 Con dudas sobre las cosas de la fe.

2 Con pensamientos de desesperación.

3 Con pensamientos de vanagloria.

4 Con diversos géneros de ilusiones de que estos espíritus de las tinieblas, transformándose en ángeles de luz, se sirven para engañarnos.

Por lo que mira a la primera tentación, si el enemigo te propone algún razonamiento falso o argumento sofístico, guárdate de disputar con él. Conténtate solamente con decirle con una santa indignación: 'Vete, maligno espíritu, padre de la mentira, que no te quiero escuchar; a mí me basta el creer cuanto cree la santa Iglesia católica romana.'

No te detengas jamás en los pensamientos que te vengan sobre la fe; y aunque te parezcan favorables y verdaderos, arrójalos de ti como sugestiones del demonio, que por este medio pretende embarazarte y confundirte, empeñándote insensiblemente en la disputa. Por si tuvieras tan ocupado tu espíritu en estos pensamientos que no puedas repelerlos, procura mantenerte invariable y firme en creer lo que cree la santa Iglesia católica romana; y no escuches ni las razones ni las autoridades mismas de la Escritura que te alegará el enemigo; porque aunque te parezcan claras y evidentes, serán, no obstante, truncadas o mal citadas, o mal interpretadas.

Si el maligno espíritu (Apoc. XII) te preguntare: '¿Qué es lo que cree la Iglesia romana?' no le des ninguna respuesta; mas persuadiéndote que su intento no es otro que sorprenderte y seducirte sobre alguna palabra ambigua, forma solamente en general un acto interior de fe; y si quieres quebrantar su orgullo y aumentar su despecho, respóndele que la santa Iglesia romana cree la verdad; y si replicare: '¿cuál es esta verdad?' no le respondas otra cosa sino que es lo que la Iglesia cree.

Sobre todo, hija mía, procura tener tu corazón con la cruz, y di a tu divino Redentor: 'Oh Creador y Salvador mío, socorredme presto, y no os apartéis de mi para que yo no me aparte de la verdad que Vos me habéis enseñado; y pues me habéis hecho la gracia de que haya nacido en vuestra Iglesia, hacedme también la de que yo muera en ella para vuestra mayor gloria.'

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CAPÍTULO LXIV - De la tentación de la desesperación, y cómo podremos defendernos de ella

La segunda tentación del enemigo de nuestra eterna salud es un vano terror o espanto, que nos infunde con la representación y memoria de nuestras culpas pasadas, para precipitarnos en la desesperación.

Si te hallares hija mía, amenazada de este peligro, ten por regla general que la memoria de tus pecados será un efecto de la gracia, y te será muy saludable si produce en ti sentimientos de humildad, de compunción y de confianza en la divina misericordia; pero si te causare inquietud, desconfianza y pusilanimidad, aunque te parezca que tienes grandes motivos y fundamentos para persuadirte que estás reprobada y que ya no hay para ti esperanza de salud, reconócele luego por sugestión y artificio del demonio, y no pienses entonces sino en humillarte, y en confiar más que nunca en la bondad y misericordia de Dios; que de este modo eludirás todas las estratagemas del enemigo; lo vencerás con sus propias armas, y darás al Señor honor y gloria.

Conviene, hija mía, que tengas un vivo dolor de haber ofendido a esta Bondad infinita, siempre que te acordares de tus culpas pasadas; pero conviene también que le pidas perdón con una firme confianza en los méritos de tu Salvador; y aunque te parezca, que el mismo Dios te dice en lo secreto de tu corazón que tú no eres del número de sus escogidos (Joann. X), no por eso dejes de esperar en su misericordia; antes bien le dirás con humildad y confianza: 'Mucha razón tenéis, Dios mío, para reprobarme por mis pecados; pero yo la tengo mayor, para esperar que me perdonaréis por vuestra divina piedad. Yo os pido, pues, Señor, que os compadezcáis de esta miserable criatura vuestra, que si bien merece por su malicia la condenación eterna, está no obstante redimida con el precio infinito de vuestra sangre. Yo quiero salvarme, Redentor mío, para bendeciros y alabaros eternamente en vuestra gloria: toda mi confianza está en Vos. Yo me pongo enteramente en vuestras manos, haced de mí lo que fuere de vuestro agrado, porque Vos sois mi único y absoluto Señor; y aunque me queráis quitar la vida eterna, siempre he de tener vivas mis esperanzas en Vos.'

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO LXV - De la tentación de vanagloria

La tercera tentación es la vanagloria. Nada temas tanto, hija mía, como el dejarte inducir a la menor complacencia de ti misma y de tus obras. No te gloríes jamás sino en el Señor, y reconoce que todo el bien que hay en ti lo debes a los méritos de su vida y de su muerte. Conserva siempre, mientras te dure la vida, un grande odio y menosprecio de ti misma. Humíllate hasta el polvo con la reflexión de tu miseria y nada, y rinde incesantemente a Dios acciones de gracias, como Autor de todas las buenas obras que hubieres hecho. Pídele que te socorra en este peligroso asalto; pero no mires jamás el socorro de su gracia como precio de tus merecimientos, aun cuando hubieres conseguido grandes victorias sobre ti misma. Permanece invariablemente en un temor santo, y confiesa ingenuamente que todos tus cuidados serían inútiles, si Dios, que es toda tu esperanza, no te asistiese y amparase con su protección (Psalm. XVI, 8 ).

Con estas advertencias, hija mía, si puntualmente las observares, triunfarás fácilmente de todos tus enemigos; y te abrirás el camino para pasar con alegría a la celestial Jerusalén.

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO LXVI - Del asalto de las ilusiones y falsas apariencias en la hora de la muerte

Últimamente, hija mía, si nuestro común enemigo que no se cansa jamás de molestarnos y afligirnos transformándose en ángel de luz (II Cor. XI), se esfuerza por seducirte con ilusiones y falsas apariencias, procura mantenerte firme y constante en el conocimiento de tu nada; y dile animosamente: 'Retírate, infeliz; vuelve a las tinieblas de donde has salido; que yo no soy digna de que Dios me favorezca con visiones celestiales, ni necesito de otra cosa que la misericordia de mi amado Jesús, y de los ruegos de María santísima, del glorioso San José y de los demás Santos.'

Y si te pareciere, por muchas y casi evidentes señales, que son apariciones celestiales, no por eso dejes de repelerlas de ti; y no temas que esta resistencia tuya, fundada en el conocimiento de tu miseria, desagrade al Señor; porque si fueren cosas suyas, bien sabrá manifestarlo, para que no dudes, y no te suceda algún mal: pues el que da su gracia a los humildes (Jacob. IV, 6), no los priva de ella cuando se humillan.

Estas son, hija mía, las armas más comunes de que usa el demonio contra nosotros en el último combate; pero, además de esto, suele también asaltarnos particularmente por aquella parte que reconoce más flaca en nosotros; porque estudia y observa todas nuestras inclinaciones, para hacernos caer por ellas en el pecado. Por esta causa, antes que llegue la hora de esta grande y peligrosa batalla, debemos armarnos bien y pelear esforzadamente contra nuestras pasiones más violentas, y que más nos dominan, para que con más facilidad y menos trabajo podamos resistirlas y vencerlas en aquel tiempo formidable que será el fin de todos los tiempos.

"...et pugnabis contra eos usque ad internecionem eorum" (I Reg. XV, 18).

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