¡APÓSTATA! (1971) por el Rev. P. Joaquín SÁENZ Y ARRIAGA

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Ni Pío XII escapa a la crítica mordaz de este impúdico jesuita. "La negación, que Pío XII hizo, del derecho natural de participación obrera en las ganancias, en la gestión y en la propiedad, apela a la naturaleza del contrato salarial y a la naturaleza de la empresa, que no es de derecho público, sino de derecho privado. Pero evidentemente está suponiendo que los proletarios acceden libremente al contrato salarial y que la propiedad privada del capital y medios de producción, en que consiste la empresa, fue adquirida legítimamente". Estas son las pruebas, sin prueba alguna, que el prodigioso Miranda y de la Parra supone para condenar el régimen salariado: Ningún capital de la empresa es legítimo; todos son fruto del robo. Los obreros nunca son libres para celebrar su contrato de trabajo.


Sobre su primera afirmación, además de los argumentos ya antes expuestos, me parece que podríamos también argumentar ad hominem: ¿Cómo tiene la Compañía de Jesús esa Universidad Iberoamericana, tan suntuosa, tan rica; cómo posee esos colegios ostentosos; cómo cobra, contra lo que dicen sus Constituciones, esas elevadas mensualidades a sus alumnos? Porque San Ignacio, si mal no recuerdo, dice: "Todos se acuerden de dar gratis lo que gratis recibieron, no demandando, ni aceptando estipendio alguno...". Pero, los jesuitas de la "nueva ola" son celosísimos, no de la mayor gloria de Dios, sino de las pingües ganancias, que su apostolado negocio les concede. Si un alumno no paga su colegiatura, no tiene derecho a examen; algunas veces es impedido de asistir a sus clases, hasta que liquide lo que debe. Esta es para José Porfirio y para sus camaradas la mayor gloria de Dios y el apostolado de la "justicia social", que les da automóvil personal, renta de apartamentos, dinero para ir al cine y a los centros nocturnos de diversión. José Porfirio, fiel a su vocación religiosa, a su voto de pobreza y a su espíritu ignaciano, tiene buen cuidado de estampar en su libro: "Derechos reservados por el autor".


En cuanto a la segunda prueba o afirmación, que nos da Miranda y de la Parra, para rechazar, como intrínsecamente malo el régimen de salariado, como él lo denomina, también creo que podemos refutarla arguyendo ad hominem: ¿Por ventura no tiene la Santa Compañía, en sus Colegios de paja, innumerables profesores, asalariados y aún gratuitos, que son los que llevan el pondus diei et aestus, el peso del día y del calor? Yo conocí un colegio de primaria, que se decía de jesuitas, en el que todas las profesoras eran gentiles señoritas, vestidas y pintadas a la moda, dirigidas por el P. Rector, que colectaba las colegiaturas y pagaba —las mujeres se contentan con poco— los salarios exiguos, que daban amplia ganancia a los Reverendos, para tener dos camionetas flamantes, pagar a la Provincia sus mensualidades y poder pasar alegres vacaciones en los mejores hoteles de los puertos.


Yo no entiendo a estos apóstoles de la justicia social, que, aunque ahora se disfracen de obreros, saben administrar sus cuantiosos bienes; ahorrar cuanto pueden con sus sirvientes y vivir como grandes señores. José Porfirio escribe: "En el sistema teológico-filosófico de Occidente... el problema social es nuevo". Fue necesario, pienso yo, que el Vaticano II diese amplia libertad de conciencia a los modernos "apóstoles de la justicia social", como los jesuitas de la "nueva ola", para que la Iglesia despertase de su letargo, diese el viraje hacia el comunismo y comprendiese, al fin, sus errores pasados, y que las enseñanzas de la Biblia coinciden con las de Karl Marx, no porque la Biblia haya inspirado a Marx, sino porque Marx vio más allá de las enseñanzas de la Biblia.


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"Derivada de Platón y de Aristóteles —no de Cristo, ni de su Evangelio, que fueron letra muerta, durante dos mil años— la cultura occidental —cuyo epicentro generador fue y sigue siendo la teología-filosofía cristiana— resultó inevitablemente aristocrática, privilegiada, incapaz de percibir la realidad más masiva e hiriente y urgente de nuestra historia. Su humanismo fue y es humanismo de pensamiento". Hay en estas palabras de José Porfirio tantas vaguedades, tantas inexactitudes, tantas falsedades, que nos dan la impresión de que el deslenguado jesuita quiso hacer una repugnante caricatura, no sólo de nuestra decantada civilización occidental, sino del mismo cristianismo, en cuyo seno nació y se desarrolló. La cultura occidental, a la que se refiere Miranda y de la Parra, no se deriva de Platón y Aristóteles, aunque haya encontrado en su filosofía una forma de expresión de las verdades reveladas. La cultura occidental se deriva del cristianismo, del Evangelio eterno, de las enseñanzas inmutables del Divino Maestro, que dio a nuestra vida un sentido y una orientación trascendente y eterna. EL EPICENTRO generador de esa cultura no fue la teología-filosofía cristiana, sino el mensaje evangélico, que, a la luz de la divina revelación, pudo ser sistematizado en la filosofía perenne y en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino.


Es muy fácil acusar ahora a esa cultura occidental de ser "aristocrática, privilegiada, incapaz de percibir la realidad más masiva, e hiriente, y urgente de nuestra historia"; pero francamente creo que, de ser ciertas esas acusaciones, son los jesuitas —la aristocracia de la Iglesia— los menos indicados, para condenar una obra, de la cual son ellos los principales artífices y los beneficiados más insignes.


La historia de la Iglesia —toda, entera— es una viviente refutación de esas demagógicas acusaciones del indigno sacerdote, que no se tienta el corazón, para injuriar a la Iglesia nuestra Madre. Pero, José Porfirio ya no es católico; él mismo lo confiesa: "Cuando, por fin, después de resistencias y endurecimientos milenarios, esa cultura accedió condescendientemente a percatarse de que el problema social existe, tenía fatalmente que asignarle lugar de escolio, de excurso, de cuestión colateral complementaria, pasablemente marginal en el sistema. El sistema cultural (cristiano) de Occidente se había estructurado de todo a todo, prescindiendo del problema social; éste no le había hecho la menor falta para redondearse monolítico y sin grietas. Le es imposible ahora encararlo en su verdadera dimensión, sin desestructurarse sí mismo por completo. QUIEN CREA QUE ES POSIBLE UN CAMBIO TOTAL DE ACTITUD SIN CAMBIO TOTAL DE SISTEMA MENTAL, NO SABE LO QUE ES UN SISTEMA MENTAL".


Ahora comprendo la insistencia con que el progresismo nos exige "un cambio total de mentalidad", para realizar el programa y tener el espíritu del Vaticano II. Ahora me doy cuenta del por qué de esa "autodemolición" del cristianismo, de la que Paulo VI se quejaba, en uno de los momentos de sinceridad, que de vez en cuando tiene. El cristianismo, o mejor dicho, el catolicismo, monolítico y sin grietas, obstinado en su oscurantismo, tiene ahora que encarar el verdadero, el máximo problema de la vida, que no es la salvación del alma, ni la gloria de Dios, sino el humanismo integral, el problema central de la justicia social, sin la cual, nuestra filosofía y nuestra teología católica estaban sepultadas en las más densas tinieblas. La Iglesia llega tarde; sus reformas espectaculares no pueden exonerarla de la tremenda responsabilidad de haber tenido engañada y esclavizada a la humanidad por dos mil años. La única lógica solución a este problema, que Miranda y de la Parra nos plantea es "un cambio de fe".



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EL DIOS DE LA BIBLIA.


Y así lo comprende Miranda y de la Parra, ya que empieza su siguiente capítulo, con otra novedad, que su ingenio portentoso ha descubierto: "el Dios de la Biblia no es el Dios de los católicos". Algo semejante a lo que dijo el apóstata Roca: "El Cristo del Vaticano no es mi Cristo".

Desde luego, al hacer esta distinción fundamental, advierte el irresponsable jesuita, que no pretende él defender que el dios de la Biblia fuese el dios de Carlos Marx. No. Marx no tiene Dios; Marx es ateo. "Comenzar con esto tiene además la ventaja —escribe José Porfirio— de eliminar de una vez por todas la impresión de que este libro busque hacer coincidir a la Biblia con Marx. Aquí no encontrará el lector ni un libro más sobre el tema "DIOS HA MUERTO' o sobre la asedereada 'secularización', ni un enésimo intento de 'recuperar' a los ateos, haciéndoles ver que, aun cuando de palabra nieguen a Dios, en el fondo lo admiten. De apologética hemos tenido en los últimos siglos más de lo que hacía falta, y el ateo tiene, en mi opinión, derecho de que lo dejen ser ateo en paz, sin que le estén, una y otra vez, interpretando su actitud como teísmo de contrabando. Ni reduzco la Biblia a Marx, ni Marx a la Biblia; ya estuvo bueno de concordismos; precisamente asentamos, como punto fundamental, que la coincidencia (entre Marx y la Biblia) no existe (en admitir la existencia de Dios)". Como tampoco, añadiría yo, existe coincidencia entre la Biblia y el pensamiento de José Porfirio, que rechaza, como absurda, la existencia de un Dios Creador de todo cuanto existe. En este punto el jesuita está más cerca de Marx que de la Biblia. Por eso ya que no pudo disfrazar el pensamiento ateo e irreligioso de Karl Marx, quiere ahora demostrarnos que el Dios de la Biblia no es nuestro Dios.

"Algún día, escribe el apóstata jesuita, habría que romper, por fin, con la creencia comunísima de que interpretar la Biblia es cuestión del ingenio del intérprete, puesto que la Escritura tiene diversos 'sentidos" y cada quien adopta el que más le 'mueva' o mejor le acomode. Tal creencia ha sido divulgada por los conservadores, para evitar que la Biblia revele su propio mensaje subversivo".

Sólo teniendo en cuenta la apostasía formal y solemne, que ya antes denuncié, puedo explicarme la intolerable desvergüenza y soberbia desmedida, con que José Porfirio Miranda y de la Parra se expresa, estudia y trata la Sagrada Biblia, que contiene la palabra de Dios. Ningún católico ha pensado jamás que interpretar la Biblia sea cuestión de ingenio; ni que la hermenéutica de sus textos esté al criterio o al gusto personal. Sólo la Iglesia, su Magisterio, puede darnos el verdadero sentido de la palabra escrita, como ya se lo demostramos al jesuita, citando los textos del Tridentino y del Vaticano I. Jamás los exégetas 'conservadores', como despectivamente los llama José Porfirio, han insinuado semejante aberración. Porque, aunque es verdad que reconocen que puede haber un sentido literal y otro metafórico y otro acomodaticio, ya que la palabra de Dios es rica y profunda sobre toda ponderación, esto no significa que la interpretación de los textos bíblicos esté al capricho o conveniencia de los exégetas.

"Sin el recurso de esa divulgada creencia (sobre los distintos sentidos que se pueden dar a los textos sagrados), ¿cómo habría podido Occidente (cristiano, católico), civilización de la injusticia, seguir diciendo que la Biblia es un libro sagrado?" José Porfirio, vuelvo contra ti el mismo argumento, pero con fuerza más arrolladora. Sin esa petulancia con qué tomas en tus manos los Libros Sagrados, para darles el sentido que mejor encaje en tu concepción marxista, no habrías podido escribir tanta insensatez, con tanto daño para las almas. Pero, como dices, "una vez asentada la posibilidad de diversos "sentidos" —por supuesto arbitrarios— tan aceptables los unos como los otros, la Escritura" ya no podría condenar tus desvaríos, pues si alguno de esos 'sentidos' (tan aceptables los unos como los otros) te condena, nada te obliga a tomarlo en serio, ya que cada quien asume legítimamente el que mejor cuadre con su estado de ánimo y complexión". Estamos, pues, en plena libre interpretación de la Biblia, en plena postura protestante; y puede ser, que tu postura sea más avanzada que la de los protestantes, ya que ellos reconocen que la Biblia es la palabra de Dios, aunque la interpreten subjetivamente; pero para ti la Biblia no es más que un instrumento de trabajo, un medio para destruir el catolicismo y sustituirlo por el marxismo redentor.

Divide en cuatro partes su exegético trabajo el jesuita, para hacernos llegar a esta conclusión: así como el sentido que la palabra "propiedad", según la Biblia, no es el sentido que se suele dar, ni el que le dan los documentos pontificios, así tampoco el Dios de la Biblia es nuestro Dios:

1° Sección: La prohibición de imágenes de Yavé.
2° Sección: Conocer a Yavé.
3° Sección: El por qué del anticulto.
4° Conocimiento y praxis.


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LA PROHIBICION DE IMAGENES DE YAVE


Como siempre, empieza Miranda y de la Parra este capítulo con una acusación contra la Iglesia: El segundo mandamiento del Decálogo, que la Iglesia nos enseña, no es el segundo mandamiento de la Biblia: es una adulteración, que "se origina en una mentalidad idealista, no en una mentalidad bíblica". Según Miranda y los exégetas, que él sigue, la Biblia, o, mejor dicho, Yavé, al prohibir "hacer imágenes suyas", no pretendía hacer la antítesis entre espiritual, invisible y material, visible.

La exégesis tradicional, la que siempre ha enseñado el Magisterio de la Iglesia, es la prohibición de que los israelitas, rodeados por los pueblos gentiles e idólatras, hiciesen imágenes de Yavé y llegasen así a identificar la imagen de Yavé con el mismo Yavé. No está, pues, en lo justo el jesuita, cuando afirma que el asunto de la inmaterialidad de Yavé no ocupaba en la mente de los hagiógrafos un lugar tan central, como para lanzar un mandamiento al respecto. Porque, en primer lugar, no fueron los hagiógrafos los que lanzaron, sino fue Dios el que promulgó este mandamiento. Y, en segundo lugar, —ya lo indicamos antes— era necesario ese mandamiento, ya que el pueblo hebreo, rodeado de los pueblos paganos, fácilmente podía caer en la idolatría, como de hecho cayó. El hombre, cuando pierde de vista a Dios, busca el mito, el ídolo o se idolatra a sí mismo.

Tampoco admite Miranda y de la Parra la hipótesis de que la Biblia, al formular ese mandamiento, quiso enfatizar "la trascendencia de Dios". "Claro que Dios es trascendente, pero la prohibición bíblica de imágenes de Yavé, no habla de trascendencia; más bien afirma una relación estrecha: la de la voz, que es algo que se mete muy hondo en el hombre, no algo que pone a Dios lejos del mundo y del hombre". Esta mirandesca explicación, que huele a inmanencia, a teilhardismo, a panteísmo, es una contradicción manifiesta; Dios es trascendendente, claro está, pero es algo que se mete muy hondo dentro de nosotros, algo que no está lejos ni del mundo, ni del hombre.

José Porfirio, sin embargo, prueba o quiere probarnos su afirmación: Dios, que prohibe que haga el hombre imágenes suyas, hizo al hombre a su imagen y semejanza. "Existe, por lo tanto, dice el jesuita, dentro de este mundo, algo que, según la Biblia, sí es imágen de Dios". ¿Cómo explica Miranda esta paradoja? "No estoy en contra de la idea de trascendencia, si llegamos a entenderla de alguna manera, que fielmente empalme con la Escritura; pero convengamos que esta enseñanza del Génesis más bien nos aleja de lo que suele entenderse por trascendencia".

He aquí una vez más el constante truco del progresismo, que, como el comunismo, de donde viene y a donde se encamina, conserva los términos, las palabras, pero les da después un sentido totalmente distinto. Dios es un ser trascendente, pero la trascendencia de Dios no es lo que nosotros pensamos, lo que la filosofía y teología católica hasta aquí han creído. Miranda lo comprende y quiere aprovechar esa confusión, para llevarnos a su tesis: "Si Dios mismo hizo al hombre a imagen suya, ¿por qué vedar que se le represente mediante imagen alguna, aunque sea humana?".



La explicación de esa paradoja, después de mil enredos, parece concretarla José Porfirio, en "el contraste entre visión y audición (por cierto se trata de audición de "las diez palabras" —los diez mandamientos)... el Dios de la Biblia no es captable como tema neutro; deja de ser Dios en el momento en que su intimación cesa". En otras palabras y, en cuanto puedo seguir el tortuoso raciocinio de Miranda, Dios no puede ser visto, pero sí oído. El hombre es imagen y semejanza de Dios, porque el hombre está constantemente oyendo la voz de Dios que le intima las diez palabras. "La relación, que se establece, entre el Dios de la Biblia y el hombre, tiene esto de especial: el hombre no la conoce sino en la medida en que la efectúa. Si el hombre se sale de esa relación, si de alguna manera neutraliza "el ser interpelado", ya no es a Dios a quien adora, ya no es Yavé". Hay aquí un salto mortal, en el inconsistente raciocinio del jesuita. Pasa del ser ontológico, al ser lógico, del ser en sí, al conocimiento del ser que pueda tener el hombre: la trascendencia se vuelve inmanencia. El lo comprende, cuando dice: "Según la ontología, Dios existe primero e intima su imperativo después; pero me pregunto si el punto de vista ontológico es el adecuado para entender el mensaje central de la revelación. Esa relación imperativa y no neutralizable le es esencial al Dios de la Biblia, es su propia manera de existir, en contraposición de los otros dioses. Es el único Dios no objetivable". Pero, la esencia de Dios no es esa, como debe saberlo José Porfirio, no sólo por la filosofía y la teología, que él tan frecuentemente menosprecia, sino por la misma palabra de Dios: "Yo soy el que soy" es decir, el ser necesario, el ser en cuya esencia está la noción de la existencia. Aunque no hubiera El creado creatura alguna, para comunicarse con ella e imperarle, Dios existe y en su inefable Trinidad, el Verbo es la palabra eterna del Padre, el resplandor de su gloria, la imagen substancial suya.


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Pero, ya vemos a dónde quiere llevarnos Miranda y de la Parra, con ese sofístico raciocinio; ya lo insinuó antes: Dios, el Dios de la Biblia "deja de ser Dios en el momento en que su intimación cesa". "El hombre dispone de muchos medios para hacer que la interpelación cese; le basta objetivarlo de cualquiera manera; en ese momento ya no es Dios, lo ha convertido en ídolo". ¿Cuál es la síntesis de la intimación de Dios? "Empieza pronunciándose contra la injusticia de los hombres, que oprimen la verdad con injusticias. Como puede verse, se trata de la 'verdad de Dios', de la verdadera esencia de Dios. Y de ella afirma Pablo que con injusticia es con lo que los hombres la impiden. Si dijera que la impiden con la falsedad o con la mentira o con el error o con la falta de congruencia lógica, no habría aquí nada de notable pero dice que es con la injusticia, con lo que la oprimen".


José Porfirio, cuando habla de justicia o de la injusticia, no habla de las relaciones que tenemos con Dios, sino de las relaciones que nos ligan con los hombres. "Ese Dios, escribe más adelante, percibido esencialmente como exigencia de justicia deja de ser Dios en el momento en que, objetivado en una representación cualquiera, deja de interpelar", deja de imponernos justicia social. Por eso al jesuita le parece un sin sentido la expresión de San Pablo cuando condena a los gentiles de "idolatría consciente". "Sin duda, dice, Pablo sostiene que son inexcusables y dignos de muerte, y desarrolla a ciencia y conciencia la tesis de que de la idolatría fluyan todas las transgresiones, que en el párrafo enumera, mas no afirma, ni insinúa siquiera que la culpabilidad de la idolatría consista en que conscientemente adoren como a Dios a lo que no es Dios".


"Idolatría a sabiendas, dice más adelante nuestro exégeta, me parece un imposible". Pues ¿en qué consiste para Miranda la idolatría? "Es la injusticia de los hombres, que oprimen, confunden, futilizan la verdad con injusticias". "Es la disposición humana de injusticia la que hace que neutralicemos la interpelación, en la cual y sólo en la cual, Dios es Dios". "Sólo la palabra que interpela", nos dice el Deuteronomio. "ET DEUS ERAT VERBUM y la Palabra era Dios, nos dice el Cuarto Evangelio". Esta cita del Evangelio de San Juan, en el sentido, que Miranda quiere darle, es no tan sólo contraria a la exégesis tradicional de la Iglesia, sino es un abuso intolerable, con el que el jesuita quiere concordar su tesis a ese exordio maravilloso del Cuarto Evangelio, que es la afirmación solemne de la Divinidad de Jesucristo.


Coherente con su pensamiento kabalístico, Miranda hace suya la siguiente afirmación del judío Bultmann: "Si se entiende hablar de Dios como "hablar sobre Dios" no tiene absolutamente ningún sentido, pues supone colocarse fuera de aquello sobre lo cual se habla, y entonces ya no es Dios". Luego nosotros y Dios no podemos separarnos; luego nosotros somos Dios. "La contraposición entre cosmovisión materialista y cosmovisión espiritualista es enteramente irrelevante en este asunto, pues tanto la una como la otra filosofía se construye prescindiendo de mi existencia concreta; yo quedo encuadrado en ese cosmos como un objeto entre otros objetos; las cosmovisiones le hacen al hombre el gran servicio de distraerlo de su propia responsabilidad. Me autoproyecto como un caso de la regla general y automáticamente me sacudo la obligación de tomar en serio el momento en que Dios es para mí realidad".


Pregunta después Miranda y de la Parra si esta manera bíblica de conocer a Dios es propia y exclusiva de este conocimiento o si es, común a todo conocimiento, según la Biblia. "No abordo la cuestión, dice José Porfirio, que me parece muy relevante para investigar el origen de la mentalidad dialéctica, pero quede dicho que la cuestión puede también formularse así: ¿el origen último del existencialismo es Kierkegaard o es el Dios de la Biblia, como inconfundiblemente contrapuesto a todos los otros dioses? "Hay desde luego, relación entre dialéctica y existencialismo" piensa José Porfirio... "Ciertamente la manera bíblica de conocer, punto focal de inconciliabilidad con la civilización occidental, es en general para todo conocer bíblico". En otras palabras: la Biblia, según José Porfirio Miranda y de la Parra, entiende por 'conocer', así se trate de Dios como de cualquier otro objeto, algo distinto de lo que entendemos en la civilización occidental; y esto hace, claro está, que la civilización occidental sea irreconciliable con la kábala, quiero decir, con la interpretación, que, en la Biblia tiene el verbo 'conocer', según la kábala. Y pregunta después el jesuita: ¿se debe (este distinto significado) a la culturación y mentalidad hebrea, o es que toda la mente y actitud hebrea quedó troquelada por la auto-revelación de un Dios, cuyo ser es interpelar y que, por tanto, no puede ser neutralizado en objetivación alguna, sin dejar de ser Dios? Todo este lenguaje tiene un manifiesto tono de la kábala, del esoterismo hebreo, de la doctrina rabínica, que inconfundiblemente nos señala la inspiración talmúdica de nuestro jesuita. Pero, sigamos adelante; pasemos a ver la segunda sección de esta segunda tesis.


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CONOCER A YAVÉ.

"Entender el por qué de la prohibición de imágenes de Yavé, empieza así su segunda sección Miranda y de la Parra, es un primer paso, aunque decisivo. La interpelación (ese mandato interno, ese imperativo de la conciencia) en la que Dios es Dios, no es una interpelación cualquiera, sin contenido determinado. Más aún: la profundidad de ese actualismo intransigente y antiontológico es imposible, sin este contenido determinado".

Todo este reciocinio; toda esta filosofía para nosotros desconocida; toda esta gnosis ininteligible para los no iniciados, está manifiestamente basada en la Kábala, en la tradición oral, que servía de alma y cuerpo a la letra muerta, sin la cual el texto sagrado, que contenía la divina revelación, corría el riesgo de quedar oscuro, incompleto y ser adulterado, por torcidas interpretaciones, meramente subjetivas y personales, de los intérpretes. La tradición oral de la antigua Sinagoga se dividía en dos ramas: la tradición talmúdica, que conservada por escrito, formó un Talmud puro y distinto de aquellos posteriores a Cristo; y la tradición misteriosa y sublime, es decir, la enseñanza recibida por la "palabra". Esta Kábala trataba de la naturaleza de Dios, de sus atributos, de los espíritus y mundo invisibles: era la teología especulativa de la Sinagoga.

"Los doctores de la antigua Sinagoga, escribe el P. Julio Meinvielle, enseñan que el sentido escondido de la Escritura fue revelado sobre el Sinaí a Moisés y que este profeta transmitió por iniciación este conocimiento a Josué y a sus otros discípulos íntimos. Esta enseñanza misma descendió enseguida oralmente, de generación en generación, sin que fuese permitido ponerla por escrito".

Pero, esa tradición oral fue adulterada, durante los distintos cautiverios del pueblo de Israel. Y Dios, al retorno a Jerusalén, dio la orden de consignarla por escrito. "Más tarde, dice el P. Meinvielle, cuando los tiempos se cumplieron (para la venida de Cristo), la culpabilidad de los doctores de la Sinagoga (a cuyo cuidado estaba la conservación de esa divina tradición, ya entonces escrita) consistió, no en las indiscretas revelaciones de los depositarios, sino lejos de esto, en el cuidado celoso, que tomaron y que les reprocha el Salvador, de esconder al pueblo la clave de la ciencia, la exposición (interpretación) tradicional de los Libros Santos, en cuyas claridades Israel hubiese reconocido en su persona sagrada al Mesías".

El fariseísmo, la interpretación personal y sectaria de los enemigos personales de Jesucristo, de aquella tradición misteriosa y sublime, que contenía la teología de la Sinagoga, la enseñanza recibida de la "palabra", se dirigió a la teología talmúdica, que regulaba al lado práctico y material de las prescripciones religiosas. La tradición de la teología mística y especulativa de la Sinagoga, desnaturalizada en su parte esencial, recibió la mezcla impura de los sueños fantásticos de los rabinos, de sus sofísticas sutilezas, de su perversa casuística: el vino se convirtió en vinagre, según expresión del mismo Talmud. Esta es la Kábala moderna, la Kábala de izquierda, farisaica, talmúdica, en la que José Porfirio Miranda y de la Parra ha encontrado las deformaciones monstruosas, con las que quiere demostrarnos que "la propiedad, no es propiedad, sino robo", que el "Dios de la Biblia no es el Dios cristiano", que "conocer a Yavé es realizar la justicia de los pobres".


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Me voy a permitir presentar a mis lectores los dos sistemas de pensamiento teológico y filosófico, que nacen de las dos Kábalas o tradiciones, que a través de la historia, nos han dado dos concepciones, fundamentalmente antagónicas, respecto a Dios-mundo-hombre, presentadas por el mismo P. Meinvielle: la ortodoxa y la heterodoxa, la auténtica y la adulterada. "La primera, la legítima, coloca, en un Dios personal y trascendente, la fuente de todo bien, y, frente a la cual el hombre y el mundo no son, por sí mismos, sino creadores del desorden y de la ruina, por lo cual, para ser buenos, necesitan subordinarse a una Iglesia-Institución, que es ley de los pueblos. La otra que, en definitiva, hace del hombre y del mundo, en la raíz última y profunda de su ser, un algo divino, de lo cual no sería sino como una emanación y epifenómeno. En esta segunda concepción, la Iglesia no tiene razón de ser y, si por causas históricas existiera, no sería sino como un epifenómeno o emanación del mundo". Sería, en el lenguaje marxista, una superestructura, dependiente de la constante fluctuación de la vida económica. "En estas perspectivas, dice el P. Meinvielle, surgen dos sistemas de pensamiento bien caracterizados en las siguientes verdades o errores respectivamente:

La tradición ortodoxa:

a) Existencia de un Dios personal, inteligente y libre, trascendente al mundo.

b) Dios, causa eficiente del hombre y del mundo, cuya realidad saca a la nada.

c) Dios destina al hombre a la participación de la vida divina, dándole, por gracia, un destino, que supera todas las exigencias de su ser.

d) El hombre, habiendo perdido la vida divina primitiva, puede recuperarla, adhiriéndose a Cristo, al Hijo de Dios hecho hombre, quien, en virtud de su pasión y muerte, le devuelve esta vida divina.

e) Jesucristo ha instituido en la Iglesia, su cuerpo místico, un medio de salvación del hombre, quien, por sí mismo y de sí mismo, viene en estado creatural y de pecado. El hombre, de por sí, va al pecado y a la ruina.

f) Existen, necesariamente, en virtud del orden establecido por Dios, dos realidades, una que no salva al hombre y otra que lo salva. El hombre tiene, en la actual providencia, dos dimensiones, una profana y natural y otra sacramental y sobrenatural.

g) La Iglesia existe, como institución, fuera y por encima del mundo, en virtud de los méritos de Jesucristo, como de necesidad para salvar al mundo.



La tradición heterodoxa:

a) La inmanencia de Dios en el corazón del hombre y del mundo. Ateísmo o panteísmo, que diviniza al mundo o hace del mundo apariencia de divinidad.

b) El mundo y el hombre hechos de la substancia de la divinidad.

c) El hombre está divinizado en su naturaleza. El hombre es Dios.

d) El hombre saca su divinización de sí propio, pero Jesucristo puede indicarle el camino de cómo ha de sacarla de sí propio. El hombre es, de por sí, un gnóstico. Jesucristo, primer gnóstico, es un paradigma de la divinización del hombre.

e) El hombre se salva, de por sí y en sí, entregándose a la autonomía y libertad de su realidad interior, que es divina. No necesita de la Iglesia. Al menos de una Iglesia contrapuesta al mundo.

f) No siendo necesaria la Iglesia para la salvación del hombre, no existe otra realidad ni otra dimensión que la puramente humana y la del mundo.

g) No existe sociedad trascendente al hombre mismo y al mundo.



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"De aquí, dice el P. Julio Meinvielle, que, en virtud de estas dos concepciones irreductibles que, como las dos ciudades de San Agustín, se prolongan, a través de la historia, sea fácil discernir la verdad del error".

Volviendo al pensamiento de José Porfirio Miranda y de la Parra, de carácter y sabor marcadamente kabalístico, gnóstico, evolucionista y ateo, debemos recordar que el jesuita empieza distinguiendo entre el Dios de la Biblia y los dioses cognoscibles por la filosofía y que, a su juicio, esta distinción es básica para entender la Biblia y el sentido de su revelación. En esta distinción está el principio de la inmanencia. "El principio de la inmanencia, escribe el P. Meinvielle, es una adquisición típicamente moderna. Mientras, hasta el renacimiento, las afirmaciones de ateísmo (y las afines del monismo, panteísmo, naturalismo...) eran las consecuencias de una "reducción" o rebajamiento del hombre al común denominador ontológico de la materia, y el ser del hombre venía reducido a una u otra forma de elemento o principio de la naturaleza, el pensamiento moderno —y su ateísmo— en cambio, se constituye precisamente, mediante la reivindicación de la originalidad del hombre frente a la naturaleza". Es decir, que antes del Renacimiento eran ateos los que negaban la trascendencia del hombre sobre la materia y la naturaleza, mientras que, después del renacimiento, por el contrario, son ateos quienes afirman dicha trascendencia. La reivindicación está expresada por el nuevo principio de la inmanencia o sea, de la elevación del ser del hombre al "cogito" o sea, de la reducción del actuarse del "ser" al actuarse del "cogito".

"Así —sigo citando a Meinvielle— la verdad no es, como para el ateísmo clásico naturalista, un simple volverse del hombre a la naturaleza, sino que brota de la posibilidad del hombre, que se presenta como libertad de ser. Es decir, que en el ateísmo moderno hay una divinización del hombre, mientras que en el antiguo había un rebajamiento y una materialización del mismo. Por ello Fabro puede añadir que esta posibilidad del nuevo ateísmo (sea el mismo marxismo o existencialista o neo-positivista o pragmatista) está expresado en el ambicioso epíteto de "humanismo", que los ateos de la época moderna reivindican especialmente a partir de Feuerbach.

El conocimiento de Yavé, que José Porfirio Miranda y de la Parra nos presenta como un conocimiento distinto del conocimiento que todos entendemos, es conocimiento kabalístico, inmanente, existencialista, pragmático y ateo de Dios. "El Dios de la Biblia, nos dijo el jesuita, no es captable como tema neutro; deja de ser Dios, en el momento en que su intimación cesa". Y ¿cuál es esa intimación? Es, nos dice Miranda, el imperativo moral de la justicia. Luego a lo que parece, Dios es ese imperativo: Dios es acto vital mío, que impele a hacer la justicia. Por eso, para Miranda, conocer a Yavé es realizar la justicia de los pobres. "Nada nos autoriza, dice José Porfirio, a introducir nosotros relación causa-efecto, entre "conocer a Yavé" y 'hacer justicia". Nada nos autoriza tampoco a introducir las categorías "señal", "manifestación de ... etc." La Biblia conoce bien tales categorías y, cuando es eso lo que quiere decir, lo dice". Traduciendo el pensamiento mirandesco: El conocimiento de Yavé no es la causa de que hagamos justicia a los pobres. El hacer justicia a los pobres no es una manifestación de que conocemos a Yavé. Ni causa, ni manifestación. Hacer justicia a los pobres es conocer a Yavé. Y como Yavé es la intimación a hacer justicia, el hacer justicia es conocer a Yavé.

Notemos desde luego, que este imperativo de la justicia a los pobres, que es el "conocer a Yavé", que, según la interpretación kabalística de la Biblia, es la esencia de Dios, toma ya una tendencia de masas, de comunidad, de multitud amorfa. El Dios de Karl Marx no es el hombre individual de carne y hueso, sino la clase social despojada, la de los proletarios, que, en una lucha a muerte, debe despojar a la clase burguesa del poder del dinero, para erigir la sociedad perfecta y divina de la humanidad. El comunismo de Marx es la verdadera y concreta realización del humanismo y de la divinidad del hombre. Sólo en el comunismo el problema humano encuentra solución completa.

Escribe Marx: "Este comunismo, como un naturalismo perfectamente desarrollado, es igual a naturalismo, y es la genuina solución del conflicto del hombre con la naturaleza, y entre el hombre y el hombre — la verdadera solución de la lucha entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la propia consistencia, entre la libertad y la necesidad, entre lo individual y la especie. El comunismo es la solución del enigma de la historia y el conocimiento de haber logrado esta solución". (Marx, Economic and philosophical manuscripts, 1844). "La religión de los trabajadores —escribe el mismo Marx— es sin Dios, porque busca restaurar la divinidad del hombre". (Carta a Hardman). Conocer a Yavé, sentir el imperativo de la justicia, divinizar al hombre: todo parece lo mismo en el lenguaje kabalístico de José Porfirio Miranda y de la Parra, de antecedentes judíos y de mentalidad rabínica.


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Re: ¡APÓSTATA! (1971) por el Rev. P. Joaquín SÁENZ Y ARRIAGA

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EL PORQUÉ DEL ANTICULTO.


Una de las características del progresismo contemporáneo, de esa peste, que tantos estragos ha hecho en la Iglesia, así como del comunismo y de la kábala judaica, con los que está tan íntimamente emparentado, es el procurar guardar los términos, las palabras usuales, tradicionales, ordinarias, pero darles después un nuevo sentido, no sólo distinto, sino contradictorio. Ese es el truco de todo el libro de nuestro ingenioso jesuita. La propiedad privada, no es propiedad sino robo, por eso "la limosna", tan recomendada en la Sagrada Escritura, no es un acto de desprendimiento, que se hace por amor de Dios, para remediar la necesidad del pobre, sino es una restitución, un acto de justicia, de lo que se había robado al pobre. Dios no es el ser necesario, Creador de todo el universo, Creador nuestro, providente, misericordioso, justiciero, Dueño y Señor de todo cuanto existe; Dios es el imperativo de la conciencia para hacer justicia al pobre, "tratar de captarlo con alguna otra facultad del alma equivale necesariamente a falsearlo". En otras palabras, Dios no es un ser cognoscible, sino es la voz que penetra hasta lo íntimo de la conciencia, para imponernos su mandato supremo, que no es su servicio, su reverencia, su amor, sino el servicio del hombre, la justicia al hombre, y no a todo hombre, sino exclusivamente a los proletarios.


Ahora, nos va a demostrar que el culto, que todos los hombres, aun los que tenían errores gravísimos sobre la naturaleza de Dios, aun los que vivían en el politeísmo o en las sombras del paganismo y de la idolatría, siempre han dado a Dios (o a lo que ellos tenían por Dios), es, según el testimonio bíblico, algo inaceptable, algo indigno de ese Dios de la Biblia, que José Porfirio nos ha presentado y que nosotros no conocíamos. Este "particularísimo conocimiento de Dios, que no es una tradición en medio de la Biblia, sino LA TRADICION BIBLICA, la novedad irreductible del mensaje de la Biblia, la diferencia inconfundible de Yavé, en contraposición con todos los otros dioses, la conciencia única, que los hagiógrafos tienen de que a Israel se le reveló el verdadero Dios".


Más todavía; —nos dice Miranda y de la Parra— "éste es el centro de toda la revelación". El centro de la revelación no es Cristo, Alfa y Omega, principio y fin; el centro es el hombre, la justicia social, la tesis clave del marxismo. De ahí nace "el radicalismo e intransigencia de los Profetas". ¿Sobre qué punto versaba ese radicalismo profético, según la originalísima exégesis del jesuita de vanguardia? es la polémica anticúltica, que no es un problema aislado, de importancia confinada; no es "un arranque oratorio de predicador bien intencionado, cuyas afirmaciones han de tomarse con un poco de sal cum mica salis. Dar este sentido a esta polémica, afirma José Porfirio, es anticientífico, porque lo mismo podría entonces hacerse con toda la Biblia y va contra las reglas de su hermenéutica, pues, al considerar exagerados a los Profetas, nos suponemos mejores conocedores de Yavé y de la revelación que ellos, toda vez que, a nuestro juicio, queda el discriminar cuándo hay exageración y cuándo no, y entonces la Biblia no puede modificar nuestra jerarquía de valores, que equivale a que no puede decirnos nada nuevo". No reconoce Miranda y de la Parra ninguna otra norma suprema, ninguna autoridad superior, para interpretar correctamente la Biblia; se olvida que hay en la Iglesia, fundada por el Hijo de Dios, un Magisterio vivo, auténtico, infalible, el único que puede darnos el verdadero sentido de los textos sagrados. El trabajo hermenéutico de los exégetas sirve indiscutiblemente, en el orden de la Providencia, para esclarecer, precisar, aquilatar los conceptos, los puntos oscuros de la Sagrada Escritura; pero este trabajo se basa siempre en la auténtica tradición de la Iglesia, en los pronunciamientos del Magisterio, y está siempre sujeto a la ratificación o rectificación de ese mismo Magisterio.


Ningún conocedor de la Biblia aceptaría la tesis totalmente anticatólica de José Porfirio Miranda y de la Parra. El mensaje de la Biblia no es anticúltico, como afirma el rabínico jesuita. Por el contrario, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento hablan del culto, suponen el culto, protegen el culto, que le es debido a Dios, como a Ser Supremo y Señor Universal. Exigen, es verdad, los textos sagrados que ese culto externo, que la naturaleza misma del hombre exige —como dice el Tridentino, al hablarnos de la institución del Sacrificio del Altar— vaya acompañado del culto interno, que es el que da valor a los ritos externos; pero, en manera alguna, pretenden asentar la peregrina tesis de que el culto es "en sí mismo" indigno de Dios, contrario a la verdadera religión.


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Re: ¡APÓSTATA! (1971) por el Rev. P. Joaquín SÁENZ Y ARRIAGA

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Mas, para nuestro jesuita, poco cuentan el sentido común, la naturaleza de las cosas, la enseñanza milenaria de la Iglesia, su liturgia, que arranca desde los tiempos apostólicos. Su raciocinio, totalmente desviado hacia las tesis comunistas, parece querer decimos: no hay otra religión sino la religión del hombre; no hay otro culto, sino el culto del hombre, que es la justicia social, interpretada por el genio luminoso de Karl Marx. Por eso escribe: "Tampoco sería objetivo resumir (EL MENSAJE DE LA BIBLIA, ejemplificado por Amos) como si dijese a secas: NO QUIERO CULTO. Esto es inseparable de lo que sigue y que, por cierto, lleva el acento: NO QUIERO CULTO, SINO JUSTICIA INTERHUMANA".


El dilema, que, según nuestro iluminado exégeta, plantea la Biblia es el siguiente: o culto o justicia; o oración a Dios o compadecerse de los pobres. Las dos cosas, por lo visto, no son compatibles, porque de esa incompatibilidad depende que se entienda la diferencia entre el único Dios verdadero y todos los otros dioses, con imágenes o filosofías o teologías o religiones, creadas por los hombres. "Se plantea el dilema entre justicia y culto, porque, mientras haya injusticia en un pueblo, la adoración y la oración no tienen como objeto a Yavé, aunque 'hagamos la intención' formal y sincera de dirigirnos al Dios verdadero".


Esta afirmación se parece no poco a la tesis protestante y herética de que, siendo el hombre pecador, todo lo que haga tiene que ser pecado. Siendo el hombre injusto o habiendo siempre en el mundo injusticias, el culto al verdadero Dios es también injusticia, es maldad, es pecado. Da la razón José Porfirio, conforme siempre con sus anteriores desviaciones y locuras, diciendo: "Conocer a Yavé es hacer justicia (interhumana)... Si se tratara de un dios accesible (cognoscible), por conocimiento directo, i. e., de un dios no trascendente, el dilema no se plantearía; la esencia del ídolo está en eso, en que podemos abordarlo directamente; es ente, es el ser mismo, no es el implacable imperativo moral de justicia".


Cuantos errores, en tan pocas palabras. Dios es el SER, el Ser necesario, el Ser a se ipso, el Ser que tiene en su esencia la existencia. Y nuestra fe católica nos dice, conforme enseña el Vaticano I, que "la Santa, católica y apostólica Iglesia Romana cree y confiesa que hay un verdadero y vivo Dios, Creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, inmenso, incomprensible, infinito en su inteligencia, en su voluntad y en toda perfección, el cual siendo una substancia espiritual, singular, absolutamente simple e incomunicable, debe ser confesado en Sí y en Su esencia totalmente distinto del mundo, en Sí y por Sí infinitamente feliz y excelso sobre todo lo que fuera de El existe o puede concebirse, de una manera inefable".


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