"SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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21) ¿Qué queda de la Iglesia de nuestra niñez, de nuestra juventud, de nuestra edad adulta, después de este derrumbe, de esta autodemolición que hemos visto y el mismo Paulo VI ha deplorado en sus audiencias? Nunca creímos en la "nueva primavera", ni en el "nuevo Pentecostés", que nos anunció Juan XXIII. Los "Signos de los tiempos" no eran de optimismo, sino, por el contrario, de un negro, muy negro pesimismo. Los enemigos "colegiados" o en Conferencias Episcopales o en los demoledores activísimos llamados "los expertos" destruyeron la ciencia sagrada de nuestros Santos Padres, Doctores y teólogos de la Iglesia, de la "vieja Iglesia milenaria", para imponernos la nueva teología, made in Germany, de la unidad ecuménica con todas las herejías y con una ostentosa apostasía.

No es necesario poner en naftalina los errores manifiestos de un Concilio, cuya finalidad era el ecumenismo claudicante, el aggiornamento traicionero, la así llamada libertad religiosa. El Vaticano II, con los dos pontificados que lo han hecho deben sepultarse en el abismo y olvidarse. Las esperanzas que tuvieron los destructores de la Iglesia han ido cayendo y seguirán cayendo como hojas secas, arrastradas por el viento del subjetivismo, de la fenomenología, del positivismo, del idealismo, del existencialismo, del historicismo, del relativismo, del modernismo, que han pretendido deshelenizar la Iglesia y poner al día la ciencia sagrada. Con un léxico nuevo, la inmensa literatura preconciliar, conciliar y postconciliar, a la que hay que añadir las audiencias, las encíclicas y los otros documentos de los dos últimos papas, han querido hacer olvidar el lenguaje inconfundible de la Iglesia preconciliar. El progresismo espera cantar triunfante su victoria, cuando no quede de la Iglesia del pasado ni dogmas, ni liturgia, ni moral, ni disciplina; ni templos, ni ceremonias, ni jerarquías, que sólo tienen sentido en una fe que para ellos ha muerto.

Recemos adoloridos el último "réquiem" por una religión, que, por veinte siglos, engañó a la humanidad con las esperanzas de un futuro incierto. Lo que para nosotros hace falta, en estos momentos supremos de martirio, de prueba, de indecibles torturas espirituales, es renovar nuestro amor, nuestra inseparable adhesión, nuestra confianza inquebrantable a la "vieja Iglesia". ¡Santa y única Iglesia de Cristo, a la que hemos consagrado nuestra vida; por la que estamos dispuestos a prolongar nuestro Calvario y nuestra más impresionante agonía! ¡Santa Iglesia de nuestros padres, en cuyos brazos amorosos entregaron sus almas al Señor! ¡Santa Iglesia de nuestro bautismo, de nuestras confesiones, humillantes sí, pero regenerantes, con las que hemos podido alcanzar el perdón de nuestras culpas! ¡Santa Iglesia de aquellas santas alegrías de nuestra Primera Comunión, de tantas Comuniones, en las que hemos recibido a Cristo, hemos recordado la historia de su Sagrada Pasión y Muerte, el alma se ha llenado de gracias y se nos ha dado una prenda de nuestra eterna felicidad! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que un día, el más grande y sublime día de nuestra vida, quedamos indisolublemente unidos al Sacerdocio de Cristo y recibimos aquellos poderes divinos: el poder del magisterio, el poder de la jurisdicción y el poder del sacerdocio, para poder asociarnos con el Divino Redentor en la obra salvífica! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que hemos dejado todas nuestras fuerzas en largos años de servicio, para la salvación de las almas y la gloria de Dios! ¡Santa Iglesia de Cristo, en la que, al terminar yo mi jornada, podré entregar confiadamente, en brazos de Mana mi Madre, mi dulce y piadosísima Madre, mi espíritu cansado en la batalla, pero no vencido! ¡Iglesia de Jesús, yo te amo; yo soy tuyo; yo quiero ser tuyo— así lo pido humildemente y con todas mis fuerzas— en el tiempo y en la eternidad!

¿Acaso el cardenal, arzobispo primado ha sufrido en su palacio, en sus frecuentes banquetes, en sus viajes continuos, en los halagos de sus aduladores, la inmensa amargura, que, con una difamación tan clamorosa, tan infamante y tan injusta ha sumergido en el dolor más indecible mi alma contristada, a imitación de Cristo?

¿Este ha sido el premio con que Miguel Darío Miranda y Gómez ha pagado no sólo mis servicios de cincuenta años, más de cincuenta años, en el trabajo por la Iglesia y por las almas, sino los servicios de las santas generaciones de mis antepasados: arzobispos, obispos, canónigos y santos sacerdotes, que han sido salpicados con la sangre de mi corazón, herido y humillado por Cristo, por su Iglesia, por la fe de mi bautismo y de mi sacerdocio?

Este es el triunfo de Su Eminencia, este es el resultado de sus caluminas y difamaciones; este es el grande
éxito del canciller Reynoso
, que espera como premio el obispado. Pero, yo no cambio, porque no puedo cambiar; preferiría la muerte a traicionar a Cristo o a su Iglesia. Ante el tribunal de Dios nos veremos y entonces sabremos quién tuvo la razón.

Puede Luis Reynoso seguir desahogando su pasión de fiera, escribiendo nuevas circulares, en las que
diga: "El fanatismo pseudo-tradicionalista: Injurias, calumnias e insultos: Joaquín Sáenz y Arriaga contra la
verdad y la justicia y el equilibrio: Miguel Cardenal Miranda, Arzobispo Primado de México". . .
El servilismo, la adulación y la ruindad más repugnante sirviendo bombones a Su Eminencia Reverendísima, con la esperanza de subir de grado, de monseñor a obispo.


A CONTINUACIÓN... EL CARDENAL JEAN DANIELOU, S. J.


*Nota de Javier: ¡Pobre Padre Sáenz y Arriaga! Usted sí que vio claramente adónde llevaba el supremo engaño del Vaticano 2 y cuál sería el desolador resultado de tantas reformas de inspiración diabólica. ¡Usted fue el único que lo vio todo con claridad! Usted clamó en el desierto, gritó a los demás para que abrieran los ojos ante el gran lobo que iba a engullir a Ntra. Santa Madre la Iglesia, pero los demás no estaban a su altura y fueron almas mediocres y timoratas. ¡Y ahora tenemos lo que nos merecemos! Usted previó con meridiana y pasmosa precisión los desastres y estragos que Montini y su secta infernal iban a causar en todo el orbe. Sus pronósticos se han cumplido totalmente, y hoy en día no tenemos absolutamente NADA. Quienes queremos vivir y morir CATÓLICOS de verdad hasta la muerte estamos obligados a subsistir en el desierto, lejos de la Babilonia herética y apóstata que ha usurpado a la Iglesia, con la sola ayuda del Espíritu Santo, el cual NUNCA nos dejará solos si perseveramos y correspondemos a la divina gracia con nuestra fidelidad.

¡Rev. Padre SÁENZ Y ARRIAGA, RUEGUE POR NOSOTROS!

¡SÁLVANOS, SEÑOR JESÚS, PORQUE PERECEMOS!
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EL CARDENAL JEAN DANIELOU, S. J.


En mi comentario anterior al artículo publicado por la Revista "La Civiltá Cattolica" de los jesuitas de Roma, cité como falsa derecha, como inspirador y padre del grupo sospechoso de los "silenciosos", al cardenal Jean Danielou, S. J., uno de los personajes más enigmáticos de la actividad religiosa de Paulo VI. Yo considero a Danielou como un verdadero peligro para la Iglesia del mañana, como uno de los posibles candidatos a sustituir al Papa Montini y a seguir su funesta política. Ya, en alguno de mis libros anteriores, reproduje un artículo de Danielou, publicado por la revista "EN CE TEMPS-LA", publicación semanal editada en Bruselas (65, rué de Hennin) le journal de la Biblie, titulado: "El pecado original: la idolatría", en el que Su Eminencia se aparta ciertamente de la tradición católica y de las enseñanzas del Concilio de Trento.

Carlos Sacheri, en "La iglesia Clandestina" dice que dicho cardenal, antes de recibir la púrpura, fue un escritor al que más se ubicaba entre los cultores de la "nueva teología", cuya paternidad de la catástrofe religiosa, que hoy padecemos, es innegable, tanto que Eugenio Vegas Latapie, en su excelente trabajo "El modernismo, después de la Pascendi" (edición Speiro, Madrid 1968, pág. 21) transcribiendo la enumeración que hace Andrés Avelino Esteban Romero en "Repercusiones que ha tenido la Encíclica Humani Generis y comentarios que ha suscitado" (XI Semana Española de Teología, edit. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1952), dice: "Detrás del impersonalismo de las denuncias y condenas contenidas en la Humani Generis existen nombres reales de autores y obras, que Pío XII deliberadamente no quiso mencionar. De esos autores, los comentaristas de ese tiempo señalaron como los más destacados a los Padres de Lubac, Danielou, Bouillard, Balthasar, Fressard, Chenu, Congar, Dubarle, Adam y Teilhard de Chardin". Jesuitas y dominicos eran los que estaban al frente de la clandestina subversión, como catedráticos de las casas de estudios de sus casas de formación, los cuales fueron depuestos de sus cátedras y amonestados prudentemente por la misma Encíclica Humani Generis de Pío XII.

Que sepamos el cardenal nunca se retractó de sus escritos anteriores. En la actualidad, en manera alguna, puede ser considerado como un defensor sincero de la tradición, aunque bien sabemos su actitud ambigua, con la que ha desorientado y engañado a muchos sinceros luchadores de la verdad católica. Jean Danielou es, a no dudarlo, uno de los más hábiles y fieles instrumentos de la obra reformista de Paulo VI. Para poder darnos cuenta de la crisis espiritual y doctrinal por la que estamos pasando, y en la que el P. Danielou intervino manifiestamente en tiempos anteriores, vamos a citar algunos párrafos de la carta que el M.R.P. General de la Compañía de Jesús, Juan B. Janssens, S. J. dirigió a la universal Compañía, el 11 de febrero de 1951, sobre la aplicación de la Encíclica "Humani Generis", publicada por Su Santidad el Papa Pío XII, el 12 de agosto de 1950, sobre las falsas opiniones contra los fundamentos mismos de la doctrina católica:

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El ambiguo e hipócrita cardenal Danielou, discípulo predilecto de Montini-P6.
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Carta que el M.R.P. General de la Compañía de Jesús, Juan B. Janssens, S. J. dirigió a la universal Compañía, el 11 de febrero de 1951, sobre la aplicación de la Encíclica "Humani Generis", publicada por Su Santidad el Papa Pío XII, el 12 de agosto de 1950, sobre las falsas opiniones contra los fundamentos mismos de la doctrina católica:
"Reverendos Padres y Carísimos Hermanos: Pax Christi.

"La encíclica Humani Generis, que ha publicado el Soberano Pontífice el verano pasado, se refiere principalmente a un
movimiento de ideas muy complejo, en el cual muchos de los Nuestros han tomado parte y algunos de ellos (entre los cuales
estaba Danielou) han jugado un papel preponderante. La cosa no admite duda para cualquiera que compare el documento
pontificio con las discusiones filosóficas y teológicas de estos últimos años. Por lo demás, yo no ignoraba que el Santo Padre se
proponía intervenir en estos debates.(Véase Mem. S. J., vol. VIII, pág. 385385). Por esta razón, por haberme parecido
inconveniente anticiparme a S. Santidad, no pude dar explicación doctrinal alguna, al tomar las medidas disciplinares, por las
cuales separé de la enseñanza a muchos de los profesores (entre los que estaba Danielou), al fin del año académico pasado.
Estas medidas, lo sé bien, han afectado a operarios fervorosos, dotados de un talento indiscutible. Era inevitable que esas
medidas fueran resentidas no solamente por los principales interesados, sino también por otros muchos alrededor de ellos. Yo he
participado. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de ese vuestro sufrimiento. Como padre vuestro que soy, ¿podría no
participarlo? Pero, después de mucha oración, reflexión y consejo, me he visto obligado a tomar esas medidas, así como otras que
las precedieron y otras que, tal vez, tendré todavía que tomar. Si no hubiese de esta manera procedido, hubiera faltado a mi deber
de velar eficazmente por la seguridad de la doctrina de la Compañía. Me doy ciertamente cuenta de su excepcional gravedad, pero
una advertencia tan seria como una encíclica "sobre algunas falsas opiniones, que amenazan destruir los fundamentos de la
fe católica"
, nos testifica la presencia de una situación igualmente grave. Debemos aceptar, con espíritu de fe, esta advertencia
del Vicario de N. S. Jesucristo".

"De esta aceptación quiero hablaros ahora. Porque la Encíclica impone normas que se refieren a nuestro pensamiento, a nuestra
enseñanza y a nuestros escritos
; y estas normas deben ser un remedio para los que más o menos, han sido ganados, por
opiniones peligrosas o erróneas.
Mas, la presencia del remedio no es todavía la curación. Un movimiento de ideas como éste, del cual tratamos, no se detiene, sin un muy humilde y muy filial esfuerzo de sus defensores. La historia de la Iglesia nos enseña
también cuan difícil es ese esfuerzo y cómo, muchas veces, la enseñanza del Magisterio no ha podido reprimir, sino lentamente y
con dificultad las desviaciones doctrinales, que quería eliminar.
Y no estoy hablando de los numerosos casos en los que el
Magisterio ha chocado con la negación decidida a someterse. No hablo de estos casos, porque sé que ninguno de vosotros
pensará en oponer al Papa tal resistencia. La única actitud que nos conviene es, a no dudarlo, la de someternos perfectamente.
Pero, entre la rebeldía deliberada a la sumisión y la perfecta obediencia, hay lugar a posiciones medias, en las cuales fácilmente
se puede rebasar la norma impuesta, si no se tienen ideas claras en la materia. Por esto, juzgo mi deber. Reverendos Padres y
carísimos Hermanos, el disipar, en cuanto sea posible, todas las posibles oscuridades, a fin de preveniros contra tal tentación".

"Porque es costoso reconocer que está uno engañado, cuando no se ha podido llegar, sino por medio de acaloradoras
controversias, al convencimiento de la solidez de sus posiciones ideológicas y de la debilidad de las posiciones de sus adversarios.
A esto hay que añadir que las opiniones adoptadas están, con frecuencia, relacionadas con ciertas maneras de abordar o de tratar
los problemas, a las cuales se está habituado, de tal manera, que han terminado por convertirse, en cierto modo, en una parte de
la propia personalidad, de la que no fácilmente podemos desprendernos. En fin, en tales circunstancias no faltan amigos, que,
faltos de penetración o de firmeza, subrayan aquellas razones, que pueden poner en juego desfavorable la intervención misma de
la autoridad, tocando apenas los aspectos esenciales.

"¿A dónde se llega entonces? Se llega, sin tener clara conciencia, a querer conciliar las cosas inconciliables: se reconoce, por una parte, toda la sumisión que es necesaria y, por otra, se sostienen esas ideas contrarias al juicio del Magisterio, que le son tan caras. Y por ese camino se llega a someter los textos del Magisterio a una exégesis, que desvirtúa el sentido del mismo, bien sea aplicándole distinciones arbitrarias, bien sea haciéndose sordos a las exigencias del Magisterio, bien sea, en fin, atribuyendo a la autoridad la intención de censurar esas opiniones, como si tuviesen un sentido más avanzado del que, en realidad, tienen. Estas mismas opiniones (las de ellos), menos severamente juzgadas, podrían, tal vez, ser permitidas".

"Todos sabemos que los textos no expresan su verdadero sentido, sino a aquéllos, que estando dispuestos a reconocerlo,
cualquiera que éste sea,
y que tal sentido queda, por el contrario, oculto a aquéllos, que, en su interior, quieren darles una
interpretación conforme a sus prejuicios.
La Encíclica "Humani Generis" debe ser interpretada, según las reglas aprobadas, que
los mejores teólogos aplican a esta clase de documentos. Sin embargo, no sería suficiente una aplicación técnica de estas reglas;
se requiere además investigar el mismo texto, en su más íntimo sentido, si así podemos decirlo, en posibilidad y disponibilidad de
un enfrentamiento con él. Aquí debemos hacer notar que no se pueden tener ni opiniones directamente opuestas a la Enciclica, ni
tampoco aquéllas que indirectamente se opongan a ella,
en contradicción a las conclusiones que el documento papal visiblemente
defiende.
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"Si insisto en estas distinciones, es porque la naturaleza humana está siempre inclinada a engañarse, a persuadirse que está
obedeciendo plenamente, cuando, en realidad, está buscando una evasiva. Y si os estoy hablando con entera franqueza —como
os habréis, sin duda dado cuenta— es porque una serie de hechos me han enseñado que tal insistencia es oportuna y necesaria.
Muchos de vosotros tenéis necesidad de que vuestro Superior y padre os instruya. Algunos parecéis muy preocupados por vuestra
propia defensa; pero, cuando el Papa habla, es otra la preocupación, que debería dominaros. ¿Estáis, por ventura, engañados y
soñando? Hay una manera de defenderse que podría parecer como un mentís dado por el súbdito al Romano Pontífice. Por dos
veces, al menos, dio el Sumo Pontífice a entender claramente que algunos "de los doctores católicos" no han sabido guardarse
de los errores que El señala en su Encíclica. (A.A.S., vol. XXXXII, pág. 564, 577). ¿Pretenderán, no obstante, algunos que su Encíclica se refiere tan sólo a las posiciones extremadas o aducirán las opiniones de ciertos teólogos, como si éstas no estuviesen expresamente contenidas en la Encíclica o dirán que ella se refiere exclusivamente a las deformaciones, sostenidas por algunos discípulos, de las ideas enseñadas por sus maestros? Nosotros, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, no podemos admitir
que nuestras reacciones frente a la Encíclica den la impresión, por pequeña que ésta sea, de una triste contienda del hecho y del
derecho.

"Es doloroso llegar a posteriores precisiones; sin embargo, yo debo hacerlas, buscando el bien de aquéllos a quienes éstas
puedan causar mayor pena.

"La Encíclica se opone al relativismo teológico: no, tan sólo, a un relativismo, que pudiera considerarse como extremo, que
recuerda al que sostienen los protestantes liberales y que está descartado de una manera indirecta, por el tenor de toda la
Encíclica, sino también a un relativismo más moderado, que el Papa apunta expresamente, cuya descripción encontramos en
estas palabras de la Encíclica: 'Los misterios de la fe no pueden nunca ser expresados —como se pretende— por nociones
adecuadamente verdaderas, sino solamente por nociones aproximadas, que pueden siempre cambiar; que indican, en
cierta medida, la verdad, mas sujeta a sufrir necesariamente una deformación' "Por lo tanto
—continúa la Encíclica — no
piensan que es absurdo, sino necesario, que la teología se acomode a las diversas filosofías, que, en el transcurso de los
tiempos, puedan surgir y de las cuales ella usa como instrumentos; es necesario que cambie las antiguas nociones por
las modernas, de suerte que, de diversas maneras, aun bajo cierto aspecto opuestas, pero que, como dicen, valen lo
mismo, nos dé a los hombres las verdades divinas".
(A.A.S. pág. 566).

"La lealtad hacia esta enseñanza del Santo Padre nos impone el deber de no admitir que lo que es absoluto e inmutable, contenido
en el desarrollo de la teología, sea tan sólo un absoluto de afirmación y no de contenido; o que las cosas invariables de la teología
—misterios revelados y las cosas conexas de la razón — no puedan ser concebidas específicamente en nociones invariables,
como son ellas, sino que necesariamente deban expresarse en las concepciones contingentes que las expresan, puesto que
cambian las mismas afirmaciones eternas; o, en fin, que una verdad inmutable no pueda mantenerse, cuando el espíritu humano
ha evolucionado, gracias a una evolución simultánea y proporcional, que quieren expresar. No será preciso, después de haber
distinguido en la Revelación, por una parte, todo el dogma, a saber, la realidad de Cristo, alcanzada por una percepción totalmente
concreta y viva, y, por otra parte, el andamiaje conceptual del tesoro así poseído, buscar otra expresión, como si nuestros
conceptos debiesen ser revisados constantemente para adaptarse a la verdad normativa de los misterios o como si ellos no
expresasen parcialmente la verdad divina sino con la condición de ser referidos a todo el dogma, alcanzado según un modo
superior de conocimiento.

"Paralelamente, para no apartarnos de la enseñanza del Jefe de la Iglesia sobre el valor de la razón, en el campo de la filosofía,
hay que guardarnos de hablar como si la idea de una doctrina filosófica, capaz de integrar en sí las adquisiciones eternas de todas
las otras filosofías, implicase una contradicción y como si la expresión más completa de la verdad filosófica debiese
necesariamente encontrarse en una serie de doctrinas, que fuesen entre sí complementarias y convergentes, a pesar de sus
diferencias, incluso de sus oposiciones sistemáticas. Totalmente contrario es el lenguaje de la Encíclica. Ella pide que se
mantenga "la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera"; ella censura la opinión, según la cual, las realidades,
sobre todo las realidades trascendentes, tuviesen su expresión más apropiada, en las doctrinas disímiles, que necesariamente se
complementan, aunque se opongan, por otra parte, las unas con las otras".

"La Encíclica habla de dos pruebas: la de la existencia de Dios y la del hecho de la revelación. Por lo que toca a la primera, nos
pide entre otras cosas, sostener que "sin los auxilios de la Divina Revelación y de la gracia, por solas nuestras luces
naturales y por los argumentos que nos dan las cosas creadas, la razón humana puede demostrar la existencia de un
Dios personal.
(A.A.S. vol. cit. pág. 570 y 573). Para no oponernos a esta enseñanza o reducir su sentido abusivamente, hay que admitir que la existencia de un Dios verdadero puede ser la conclusión lógica de un raciocinio verdadero. Se niega, pues, que, en el dominio de la razón, la verdadera prueba de la existencia de Dios deba consistir, en demostrar la necesidad, en la cual el hombre se encuentra de conocer libremente a Dios por la fe, bajo pena de no responder al llamamiento esencial de su querer. Se admitirá igualmente que toda prueba de la existencia de Dios no es por necesidad, en el sentido de San Anselmo, una inteligencia de la fe, un esfuerzo para poder juntar, por vía de raciocinio, la afirmación previa de la fe. No se sostendrá que toda prueba de la existencia de Dios es siempre un hecho criticable, puesto que el andamiaje dialéctico, por el cual se puede alcanzar,
frecuentemente anticuado, es, en todo caso, siempre inadecuado al movimiento del espíritu que busca y quiere traducir lo que para
él sería la verdadera prueba. En fin, se cuidará de enervar, por otra desviación, la prueba natural de la existencia del verdadero
Dios, al negar a nuestros conceptos el poder representarnos a Dios de una manera verdadera. No se dirá, pues, que, por razón del
carácter deficiente de nuestros conceptos, la afirmación de Dios es impotente para justificar ninguna de las formas particulares, en
que se funda, hasta el grado de que el espíritu no pudiese evitar el escollo del ateísmo, sin volver a caer en la idolatría, hasta que
el don sobrenatural de la vida de caridad dé a la afirmación de Dios un contenido espiritual apropiado.


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"Por lo que toca a la prueba del hecho de la Revelación, la Encíclica advierte que, gracias a las señales exteriores dadas por
Dios, "el origen divino de la religión cristiana puede ser demostrado con certeza, también por la sola luz natural de la
razón".
Si se lee este pasaje, refiriéndose a las tendencias actuales del pensamiento teológico, se ve que el Santo Padre da el
apoyo de su autoridad a una tesis clásica, que la mayor parte de los teólogos mantienen contra ciertas opiniones nuevas. Ni impide
el que pensemos que, de hecho, la gracia ilumina siempre la razón, aún en el caso en que ella se encamine al conocimiento del
hecho mismo de la Revelación. Si la luz natural de la razón posee, absolutamente hablando, el poder para distinguir las pruebas
de la Revelación, es, sin embargo, legítimo el creer que, en concreto, el ejercicio de este poder puede ser, más o menos, impedido,
por el acumulamiento de las dificultades. Se debe admitir que la certeza, de la cual la Encíclica habla, es una certeza propiamente
dicha; pero ésta no requiere necesariamente un motivo, que excluya la posibilidad de cualquier duda; basta que excluya la
posibilidad de una duda prudente. Después de la Encíclica, no se puede sostener todavía que sólo el aspecto interior de Dios
permite discernir con certeza la significación de los hechos divinos, que autentifica la Revelación. No podemos contentarnos con
admitir que a los ojos de la razón, la Revelación se presenta como un enigma que debemos descifrar, del cual no es posible
evadirse; pero se sostendrá que, independientemente del auxilio de la luz de la gracia, la razón humana tiene, por fuerza, absoluta
capacidad, para probar con certeza el hecho mismo de la Revelación.

"Mi predecesor, el P. Ledóchowski, promulgó, hace unos treinta años, una prohibición, que está en vigor, y que prohibe a los
Nuestros (los jesuitas) el sostener una teoría de la fe, que contenga, entre otras cosas, la tesis a la que la Encíclica se refiere. Algunos parece que pensaban que esta tesis no caía bajo dicha prohibición, sino tan sólo en la medida en que ella estuviese comprometida, dentro del contexto de la teoría incriminada. Mas, cualquiera que haya sido entonces el valor de esta opinión, el texto de la Encíclica del Papa no deja ya campo a ninguna interpretación de este género. En adelante, los Nuestros se cuidarán de mantener esta tesis, en
cualquier contexto en que se ponga.

"Pero, además, la Encíclica condena, en términos generales, a todos aquéllos, "que pretenden 'ratíonali indoli credibilitatis
íidei christianae iniuriam inferunt",
atacar la índole racional de credibilidad, propia de la fe cristiana. Lo que se podía afirmar
antes, sosteniendo la tesis, ha quedado descartado por la Encíclica, a saber, la necesidad absoluta de una iluminación
sobrenatural para probar el hecho de la Revelación; pero esa afirmación se podía y se puede hacer de muy diversas maneras,
especialmente negando el valor de ciertas pruebas apologéticas muy importantes. Yo no sé si el Santo Padre ha tenido en cuenta
tal negación, pero es mi deber el señalar este escollo, que vosotros todos debéis evitar. No es justo, ni legítimo decir que no hay
medio de fundar una prueba apologética verdaderamente sólida de la Resurrección de Jesucristo, con el testimonio de los
documentos históricos, que nos refieren la más antigua predicación apostólica, la aparición y el sepulcro vacío.

(NOTA: El Decreto Lamentabili condena la siguiente proposición:
"Resurrectio Salvatoris non est proprie factum ordinis historici, sed factum ordinis mere supernaturalis, nec
demonstratum, nec demostrabile, quod conscientia christiana sensim ex alus derivavit":
la Resurrección del Salvador no es
propiamente un hecho de orden histórico, sino un hecho meramente sobrenatural, que ni ha sido, ni puede ser demostrado, sino
que la conciencia cristiana formó por otros caminos).

"Si no se pudiese probar esta Resurrección, apoyándonos tan sólo en la autoridad de los libros del Nuevo Testamento,
considerados simplemente como documentos históricos, no se podría demostrar que Jesús se presentó como el Mesías y el Hijo
de Dios, en el sentido propio, ni que El confirmó ese testimonio que dio de su persona con sus milagros y su Resurrección. No se
puede decir, de una manera conforme al pensamiento católico, que, después de haber mostrado cómo Jesús quiso realizar, en el
cuadro de una vida humana, una obediencia total a Dios, el historiador no puede ir más adelante y que, por lo que se refiere a la
respuesta que debe darse a la obvia pregunta que nace de esa realidad humana de la vida Cristo, a saber: ¿QUIEN ES, PUES,
ESTE HOMBRE? , el historiador debe ceder la palabra al creyente o al incrédulo. La Encíclica 'PROVIDENTISSIMUS' habla en
términos totalmente distintos: Quoniam vero divinum et infalibile Magisrerium Ecclesiae, in auctoritate etiann Sacrae
Scripturae consistit, huius propterea lides saltem humana asserenda in primis vindicanda est: quibus ex libris, tanquam
ex antiquitatis probatissimis testibus, Christi Domini divinitas et legatío, Ecclesiae hierarchicae institutio, primatus Petro
et succesoribus eius collatus, in tuto apertoque collocentur:
Dado que el Magisterio divino e infalible de la Iglesia se funda
también en la autoridad de la Sagrada Escritura, debe ser defendida la fe en esos libros santos, al menos humana, la cual hemos
de proclamar, porque con esos libros, como con los testigos más antiguos y autorizados, demostramos la divinidad y legación de
Cristo N. S., la fundación de la Iglesia Jerárquica y la colación del Primado de Pedro y de sus sucesores.


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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"Hay en la Encíclica, una enseñanza sobre la libertad con que Dios hizo la creación: 'Pretenden —dice el Santo Padre— que la creación del mundo fue necesaria, porque procede de la liberalidad del amor divino' (que es necesario); y hace notar el Papa que esta doctrina no está de acuerdo con la doctrina dogmática del Vaticano (Primero). Se trata aquí de la creación en general; la forma particular que la creación ha seguido, según los planes primitivos. El Soberano Pontífice nos recuerda que la creación, obra
ciertamente del amor soberanamente liberal de Dios, procede también de una libre elección de este amor infinito de Dios. La
negación de esta libre elección equivaldría a afirmar que Dios ha procedido, no con libertad sino con necesidad, a la creación.
Negada la libertad de Dios en la obra creadora, habrá que recurrir entonces, con bellas palabras, a una libertad trascendente, con
la cual Dios habría creado el universo; pero, de todos modos, esta libertad debería ser concebida como una necesidad, por la cual
Dios no habría podido dejar de crear el universo. Después de lo cual, se podrá, tal vez, hablar aún de la contingencia de la
creatura, para expresar que ningún ser, fuera de Dios, tiene en sí la razón suficiente de su existencia, mas no ciertamente para
expresar que Dios hubiera podido dejar de crear el universo. Se mantendría, en este caso, la necesidad, con que según esta tesis,
Dios tuvo que crear el universo; lo cual es precisamente lo que la Encíclica rechaza. Sería aún más grave el usar un lenguaje, que
no solamente supusiese la necesidad de la creación, sino que atacase, si no la personalidad misma de Dios, al menos su
trascendencia absoluta. He tenido que hacer esta advertencia. Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, porque, por desgracia,
han circulado ciertos escritos, que tratan de las relaciones entre Dios y el mundo, en los términos más equívocos. La imagen de
Dios, que naturalmente suscitan en el espíritu, gravemente deforman nuestra fe, los rasgos que Dios nos da esa fe. No insisto más
sobre este punto, porque no creo que estas ideas hayan encontrado un verdadero eco entre los Nuestros".

"El Santo Padre nos habla también de la creación inmediata del alma humana. El toca esta verdad, a manera de paréntesis, pero
en los términos más precisos. En efecto, nos dice "la fe católica nos manda sostener que las almas de los hombres son
inmediatamente creadas por Dios".
(Véase, en este pasaje de la Encíclica, la distinción esencial entre la materia y el espíritu) (A.A.S. p. 570). Esto significa la creación inmediata por Dios del alma humana: la causa eficiente del alma es solo Dios; de tal manera que el alma no es el término de la transformación de algo pre-existente (non ex aliquo), sino un ser que Dios con su Omnipotencia saca de la nada. Claramente va contra esta verdad el que dice que el tejido del universo es el espíritu-materia y que el universo es la materia, que evoluciona en el espíritu; el que explica que la unidad del mundo es la elevación hacia un estado, siempre más espiritual, de una conciencia, al principio pluralizada y materializada; el que ve en el hombre simplemente el estado más elevado, que nosotros conocemos, del desarrollo del espíritu sobre la tierra. Es claro que no basta, para hacer aceptables
estas ideas, el decir que la aparición de la persona humana marca un punto crítico y un cambio de estado. Aunque se añada que
este cambio sólo representa un paso de la evolución, en el que no se rechaza, por lo tanto, la doctrina de la creación inmediata del
alma. Porque un cambio brusco y aun específico, que se da en el curso de una evolución, no basta para definir una creación
inmediata"

"Algunos -observa la Encíclica- "corrompen el carácter de don gratuito (la gratuidad) propio del orden sobrenatural, cuando
presumen decir que Dios no puede crear seres dotados de inteligencia, sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica".

(A.A.S. p. 570). ¿Cuál es la trascendencia de esta afirmación? Se debe decir, conforme a una regla de interpretación,
generalmente admitida, que el Papa ordena adherirnos a la proposición contradictoria a la que él condena. Debemos reconocer,
pues, que pudo ser posible para Dios crear seres espirituales, sin destinarlos a la visión beatífica. Explica Su Santidad por qué el
manda que se sostenga, como verdad indiscutible, esta posibilidad: si la negamos, comprometeremos el carácter de don
gratuito (de gratuidad), que es propio de todo el orden sobrenatural. Lo que, en otras palabras es decir: la noción tradicional del
carácter completamente gratuito del orden sobrenatural implica que Dios habría podido crear seres espirituales sin invitarlos a la
visión beatífica, como de hecho El lo hizo, con nosotros. Así, pues, en adelante, no se podrá sostener la tesis, según la cual, la
criatura espiritual no habría podido existir, sin ser elevada al orden sobrenatural y a la visión beatífica. Esa tesis, reprobada por el
Papa, es la filosofía; o que esta tesis, excogitada para salvar el carácter de don gratuito de lo sobrenatural es impotente para
cumplir este papel; o que ella está privada de significación, después de haber comprendido que el espíritu debe ir de lo real a lo
posible y no inversamente; o, aun más, que, según esta tesis, el destino sobrenatural sería, a un mismo tiempo, esencial al hombre
y gratuito para él. Nosotros, en adelante, no sostendremos sino los dos puntos de vista, que pueden explicarnos el carácter de don
gratuito de la visión beatífica: el uno, que implicaría el recurso de la posibilidad de un orden, en el que Dios no destinara a la
creatura inteligente a esta visión; y el otro que excluiría tal recurso, al mismo tiempo que lo haría superfluo. En fin, aceptaremos
plenamente que Dios habría podido crear al hombre, sin destinarlo a la beatitud sobrenatural; nosotros no diremos, pues, que tal
afirmación es solamente legítima, como una manera antropomórfica de expresar la suprema 'gratuidad' de un don que Dios no
podría abstenerse de ofrecer al hombre, después de haberlo creado.


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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El Papa se conduele de que "sin tener en cuenta las definiciones del Concilio de Trento, se trate ahora de desviar el sentido
del pecado original".
Estas palabras deben bastarnos, como debería haber bastado anteriormente la doctrina del Concilio de
Trento, para impedir el imaginarse un pecado que no fuese el resultado de una falta cometida, sino que sería una oposición innata
a la caridad, un mal necesario de la creación humana, comprometida en la materia en que vive y llamada a participar de la vida
divina. En efecto, el Concilio de Trento expresamente enseña que el pecado original tiene su origen en la prevaricación de
Adán. (Conc. Trid. sess. 5, c. 2) Y ¿cómo podríamos evitar el hacer a Dios responsable de un pecado que, independientemente de toda falta cometida, sería una condición innata de la creatura humana? No se corrige suficientemente tal opinión diciendo que ella no es sino una explicación parcial; y que solamente trata de explicar el estado incompleto de una tara original, que debe su terminación a la intervención de una falta realmente cometida. Esta corrección resulta totalmente insuficiente por diversas razones; en particular porque el Concilio de Trento nos enseña: primeramente, que antes de su caída, Adán había sido creado y constituido por Dios en "la santidad y la justicia"; y, en segundo lugar, que la concupiscencia, que conduce a la transgresión, tuvo, en primer lugar, su origen en esa caída. (Trid. sess. 5, c. 5).

"El dogma del pecado original está relacionado con la cuestión del origen monogenético o poligenético del hombre, sujeto sobre el
cual la Encíclica contiene una importante declaración. Por monogenismo los teólogos entienden la propagación de la humanidad entera a partir de una pareja única; y por poligenismo, la propagación del género humano partiendo de una base más extensa, es decir, de diversas parejas humanas. El Santo Padre no admite que el poligenismo (entendido ciertamente como lo hemos explicado) pueda ser objeto de libre discusión, como pudo ser, dentro de sus justos límites, el evolucionismo extendido hasta el origen mismo del cuerpo humano. El explica su firme posición en estos términos: "Mas, cuando se trata del poligenismo, los
hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad, porque los fieles cristianos no pueden abrazar la teoría de que, después
de Adán, hubo en la tierra verdaderos hombres no procedentes del mismo protoparente, por natural generación, o bien de
que Adán significa el conjunto de muchos primeros padres; pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda compaginarse
con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado
original, que procede de un solo pecado, en verdad cometido por un solo Adán, individual y moralmente, y que, trasmitido
a todos los hombres, por la generación, es inherente a cada uno de ellos, como suyo propio".
(Rom. V, 12-19; Trid. sess. 5, can. 1-4). Se ve claro que el Sumo Pontífice no quiso pronunciarse sobre la antigua hipótesis de los "preadamitas", con tal de que ellos hubiesen formado una familia humana, que existió antes de la aparición de la nuestra; pero, con esta reserva, prohíbe admitir el poligenismo. Y da la razón de esta prohibición: por que tal sentencia "no puede compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un
pecado, en verdad cometido por un solo Adán y que, trasmitido a todos los hombres, es inherente a cada uno de ellos,
como suyo propio".
En otras palabras, es claro que el poligenismo no es compatible con las exigencias de nuestra fe. Un
católico no puede poner a discusión el monogenismo de la humanidad. Todos nosotros mantendremos que el misterio del pecado
original implica el hecho de la existencia de un primer hombre, Adán, cabeza individual de la humanidad, así como de Cristo, el
segundo Adán, que vino a liberarnos de la ruina en la que nos había puesto el primer Adán, tronco de toda la humanidad.

"A propósito del pecado original, el Papa indica cómo se ha corrompido también la noción del pecado en general (Unaque simul
pervertitur notio peccati in universum prout est Dei offensa, itemque satisfactionis a Christo pro nobis exhibitae):
y se
corrompe al mismo tiempo la noción del pecado en general, en cuanto es una ofensa hecha a Dios, así como la de la satisfacción
hecha por nosotros por Cristo. Según una exposición muy recientemente publicada, aunque se continúa diciendo que el pecado es
una ofensa que el hombre hace a Dios, teniendo en consideración la actitud del pecador, que hace cuanto está en su poder para
ultrajar a Dios, no obstante el pecado no ofendería a Dios de manera que hiciese contraer al pecador una deuda de reparación,
frente a frente, con la justicia divina. Así Dios no tendría por qué someter el perdón de la humanidad culpable a la condición de que
Cristo le ofreciese a su Divina Majestad la justa reparación de la ofensa del pecado. Tendríamos que renunciar a ver, en la
satisfacción de Nuestro Divino Salvador, un homenaje, destinado a reparar, a los ojos de la justicia divina, la ofensa hecha a Dios
por el pecado. La Encíclica nos pone en guardia contra tal opinión y nos exhorta a no deformar ni la noción tradicional del pecado,
ni la de la satisfacción redentora ofrecida por Cristo. Es, pues, necesario sostener, en conformidad con la Tradición, que el pecado
de tal manera ofende a Dios, que nos impone la carga de una deuda de reparación hacia El y que nuestro Divino Salvador nos ha
hecho a Dios propicio, al redimir nuestras ofensas por el homenaje de su obediencia hasta la muerte.

"Yo debo hablaros también, mis Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de los misterios de la presencia real y de la
transubstanciación. La Encíclica nos dice: "Nec desunt qui contendant transsubstantiationis doctrinam, utpote antíquata
notione philosophica substantiae innixam, ita emendandam esse ut realis Christi praesentia in Santissima Eucharistia ad
quemdam symbolismum reducatur, quatenus consecratae species, non nisi signa efficacia sint spiritualis praesentiae
Christi eiusque intimae coniunctionis cum fidelibus membris in corpore Mystico":
Ni faltan quienes pretendan que la doctrina
de la transubstanciación, que se apoya en una anticuada noción filosófica de la substancia, de tal manera deba ser corregida que
la presencia real de Cristo en la Santísima Eucaristía sea reducida a cierto simbolismo, en cuanto las especies consagradas no
son otra cosa sino signos eficaces de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima unión con los miembros fieles de su cuerpo
Místico. En estas páginas, en las que yo no quiero ver sino un ensayo precipitado, que no deberían haber sido jamás escritas, ni
deberían tampoco haber circulado, se encuentran las siguientes consideraciones, todas, desde luego concernientes a la presencia
eucarística. Hay aquí, dicen, una presencia real, porque la consagración eucarística es la ofrenda del Sacrificio de la Cruz; más
preciso, porque en ella está la ofrenda eficaz, que hace de la divina víctima el espíritu vivificante de la humanidad regenerada. La
presencia eucarística -dicen además— no debe ser concebida como una relación directa o indirecta al lugar; la eucaristía nos da
una presencia mejor: ella hace que Cristo esté espiritualmente presente en la humanidad; gracias a ella nosotros estamos,
nosotros somos más próximos a Cristo, nosotros podemos pedirle y contar con su ayuda. Y añaden que no hace falta preocuparse
por resolver el dilema siguiente: o está Cristo presente en el lugar, aunque no localmente o bien no está sino metafóricamente
presente, en cuanto la hostia nos hace pensar en su universal presencia en la humanidad. Porque hay —dicen— un tercer término
en el dilema: la hostia consagrada, que no es necesario separar del rito que la consagra, no hace solamente pensar en la
presencia real de Cristo en la humanidad, ella se convierte en una señal eficaz.


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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"Examinemos, después, el sujeto de la conversión eucarística. La palabra "transubstanciación" tendría el inconveniente de referirse a una concepción inadmisible de los escolásticos. Para ellos —explican— siendo la realidad de la cosa la substancia en la
que subsisten los accidentes, la cosa no puede cambiar realmente a no ser que cambie la substancia: de ahí la ¡dea de la
transubstanciación. Mas hoy día, después de habernos acostumbrado a distinguir los diferentes grados de la reflexión, sabemos
que cada cosa tiene un sentido y, por así decirlo, un ser científico, y un sentido y un ser religioso. Esta segunda significación la
definirá en su verdadera realidad. Por esto —dicen— que, en virtud del rito de la consagración, el pan y el vino se han convertido
en el símbolo eficaz del Sacrificio de Cristo y de su presencia espiritual en la humanidad; su ser religioso ha cambiado totalmente.
Por la fuerza creadora, el pan y el vino han sufrido la más profunda transformación; cambios que están al nivel del ser que
constituye su verdadera realidad. Esto es lo que podríamos designar como transubstanciación. Es claro que la Encíclica prohíbe
sostener tal opinión. ¿Cómo podríamos sostenerla, si no está de acuerdo con la fe católica?

"Con pena profunda debo reconocer, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, que algunos de los Nuestros, en lugar de
oponerse resueltamente a tal concepción, se han inspirado en ella. Han hecho, lo sé, sus modificaciones y sus correcciones a esta
doctrina, pero, sin embargo, han sostenido la idea de que la transubstanciación debe ser definida, o puede ser definida como un
cambio de sentido y de función del pan y del vino (eso que ellos llaman transfinalización). Al hacer esto, no podían vanagloriarse
de estar renovando una antigua tradición agustiniana, a pesar de que los teólogos medievales habían expresamente dicho, que,
en cierta época, se había hablado de la "carne espiritual", para designar la eucaristía, pero en un sentido totalmente objetivo, que sería inverso a las concepciones de San Agustín; a pesar de lo que se ha dicho también del torbellino histórico, originado en torno
a las ideas de Berenguer (dic. 1058), después de la cual, en la teología eucarística a la dialéctica del signo y de la cosa, había
respondido la noción de la substancia; a pesar, en fin, de lo que se había añadido sobre el realismo sacramental, que, desde
entonces sólo secundariamente fue considerado como un simbolismo, la fe en la presencia real comenzó a ser protegida, durante
una larga serie de siglos, por una teología sacramental, que fue desarrollándose y organizándose debidamente. No podemos
ahora sustituir una nueva representación del misterio eucarístico a la que ha sancionado el Concilio de Trento. Debemos afirmar
que las manifestaciones sensibles (los accidentes eucarísticos) del pan y del vino son la expresión de una substancia (o de un
conglomerado substancial) de un objeto existente, al cual se atribuyen; y que esta substancia, por una transformación total, se
convierte en el Cuerpo mismo y la Sangre de Cristo. Debemos sostener igualmente que, en virtud de la transformación de la
substancia del pan y del vino, en la substancia del Cuerpo y Sangre de Jesucristo, la humanidad de Jesús está contenida bajo las
especies sacramentales, y que esa sacratísima humanidad, en su propia realidad está presente sobre nuestros altares, aunque
oculta bajo los accidentes eucarísticos. Sin duda, durante largos siglos, el misterio eucarístico no había sido formulado de una
manera tan explícita y precisa. Mas, como nos lo dice la Encíclica, el sano método teológico prohíbe hacer valer contra las
expresiones explícitas de la Tradición más reciente las expresiones todavía no precisas de la Tradición más antigua o de la
Escritura. Esto equivaldría a no apreciar el papel que tiene la Iglesia y su Tradición, para interpretar y explotar las riquezas del don
revelado.

"El Soberano Pontífice no habla tan sólo del Cuerpo de Jesús, presente en la Eucaristía, sino que hace también mención del
Cuerpo Místico del Señor. Recuerda, aunque no lo diga expresamente, la enseñanza que él había dado, en la Encíclica 'Mystici
Corporis Christi'
, de la identidad de la Iglesia Católica, Romana, con el Cuerpo Místico. "Algunos no se creen ligados —dice
por la doctrina, enseñada ha pocos años, en nuestra Encíclica, y apoyada en las fuentes de la Revelación, a saber que
el Cuerpo Místico de Cristo y la Iglesia Católica Romana son la misma y única cosa".
Si no se ha comprendido en conjunto
esta enseñanza del Papa, ¿no debería, al menos, comprenderse su recuerdo? No será, pues necesario el seguir discutiendo la
realidad de que la Iglesia visible sea verdaderamente coextensiva al Cuerpo Místico de Cristo aquí en la tierra, ni significar que ella
es, aunque inadecuadamente, distinto de él. Que no se insista en decir que el Cuerpo Místico es la realidad invisible de la gracia,
de la que la Iglesia es el signo eficaz; y que tendría por consecuencia, entre la Iglesia visible jerárquica y el Cuerpo Místico, una
distinción y una continuidad como la que se da entre un signo y la cosa por él significada. Porque el Jefe de la Iglesia no habla de
tal distinción, ni de tal continuidad, sino de una real identidad: la Iglesia es una; visible en un aspecto e invisible en otro, y, por lo
tanto, no es realmente distinta del Cuerpo Místico de Cristo.

"Un pasaje importante de la Encíclica trata de la filosofía escolástica (philosophia nostris scholis tradita). El Papa no subraya
tan sólo, sea lo que fuere lo que él parezca decir, el valor del realismo moderno a los ojos del cual las leyes del espíritu o los
primeros principios son también las leyes del ser, según el cual, un conocimiento, es posible un conocimiento del mundo y de un
conjunto de verdades absolutas, mediante signos conceptuales. Este realismo moderado es una posición común a muchas
filosofías, entre las cuales algunas se oponen abiertamente a nuestra filosofía perenne. Del mismo modo, el Santo Padre se
preocupa por subrayar otras cosas todavía. Hace notar que la filosofía escolástica contiene numerosos puntos que tocan, al menos
indirectamente, a cuestiones de la fe y de la moral, que no pueden ser puestas a discusión. Entre estos puntos -precisa Su
Santidad-, es necesario señalar, en primer lugar, los principios de esta filosofía y sus principales aciertos. Es cierto que él aprueba
que se perfeccione y se enriquezca la filosofía escolástica: y admite como útil el confrontar la escolástica con otros grandes
sistemas; sin embargo, no admite el Papa que se trastorne, que se introduzcan en ella falsos principios o que se la estime como
una construcción grandiosa, pero ya fuera de tiempo y anticuada. Nos recuerda también que el valor privilegiado de nuestra
filosofía cristiana no le viene tan sólo de la sabiduría humana, sino también de la Revelación, tomada por nuestros grandes
doctores como norma directriz de sus investigaciones. Pide que nos esforcemos en contribuir al progreso del pensamiento
filosófico, no oponiéndole a nuestra filosofía constantemente las tesis nuevas a las que han sido debidamente establecidas, sino,
sobre todo añadiendo nuevas verdades a la verdad ya conocida y, ante todo, corrigiendo los errores que se han podido introducir a
las doctrinas del pasado. Por lo que toca al tomismo, en fin, él nos recuerda la prescripción del Derecho Canónico, en virtud de la
cual, los futuros sacerdotes deben ser formados en las disciplinas filosóficas, "según el método, la doctrina y los principios del
Doctor Angélico".
Alaba el valor a la vez pedagógico y altamente científico de la doctrina de Santo Tomás, su perfecta armonía
con la verdad revelada, la eficacia, con la que asegura los fundamentos racionales de la fe y su aptitud para inspirar una
investigación filosófica sanamente progresiva.


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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"El Sumo Pontífice toma después la defensa de la filosofía escolástica contra sus detractores. (Permítaseme aquí, citar
textualmente las palabras de Pío XII, haciendo a un lado la carta del P. Janssens:
"Por eso es muy deplorable que hoy en día algunos desprecien una filosofía que la Iglesia ha aceptado, y que, imprudentemente
la apellidan anticuada por su forma racionalística —así dicen— por el proceso psicológico. Pregonan que esta nuestra filosofía
defiende erróneamente la posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera; mientras ellos sostienen, por lo contrario, que
las verdades, principalmente que se completen mutuamente, aunque, en cierto modo sean opuestas entre sí. Por ello conceden
que la filosofía enseñada en nuestras escuelas, con su lúcida exposición y solución de los problemas, con su exacta precisión de
conceptos y con sus claras distinciones, puede ser útil como preparación al estudio de la teología escolástica, como se adoptó
perfectamente a la mentalidad del medievo; pero, afirman, no es un método filosófico que responda ya a la cultura y a las
necesidades modernas. Agregan, además, que la filosofía perenne no es sino la filosofía de las esencias inmutables, mientras que
la mente moderna ha de considerar la existencia de los seres singulares y la vida en su continua evolución. Y, mientras desprecian
esta filosofía, ensalzan otras, antiguas o modernas, orientales u occidentales, de tal modo que parecen insinuar que, cualquier
filosofía o doctrina opinable, añadiéndole —si fuera menester— algunas correcciones o complementos, puede conciliarse con el
dogma católico. Pero ningún católico puede dudar de cuán falso sea todo eso, principalmente cuando se trata de sistemas como el
inmanentismo, el idealismo, el materialismo, ya sea histólico, ya dialéctico, o también el existencialismo, tanto si defiende al
ateísmo, como si impugna el valor del raciocinio en el campo metafisico").

Continuemos ahora con la carta del P. General de los jesuitas:

"Pío XII rechaza, pues todos los ataques, que le han opuesto a su modo de expresión, que consideran anticuado, y a su método
que algunos han tildado de racionalismo. Alaba, en cambio, el Papa su preocupación por la claridad en la manera de plantear los
problemas y resolverlos, su precisión en la explicación de las nociones y la nitidez de sus distinciones. Aprueba el mantener la
posibilidad de una metafísica absolutamente verdadera, y no admite que se le acuse de ser una filosofía de esencias inmutables
únicamente, incapaz de enfocarse, como es necesario hoy, hacia la existencia individual y el movimiento incesante de la vida. La
defiende igualmente contra el reproche de profesar un intelectualismo unilateral y describe con elogio su concepción de su
decisión de tener un puesto en la investigación de la verdad. Rechaza la idea de que, no importa cuál sea, cualquier doctrina
filosófica, completada o corregida en ciertos aspectos, pueda estar de acuerdo con el dogma, como lo está la filosofía escolástica.
En particular, él niega tal posibilidad a ciertas formas de la filosofía contemporánea, que él enumera. En esta enumeración yo
anoto la mención del idealismo (notando que la filosofía hegeliana es seguramente idealista) y la del existencialismo, no solamente
el ateo, sino aun el que admite la religión, aunque niega el valor del raciocinio de la metafísica.

"Si algunos de los Nuestros se han formado una mentalidad filosófica que les ha hecho antipáticos el método o las grandes tesis
de los mejores doctores escolásticos y particularmente de Santo Tomás de Aquino, si han dejado de ver el medio para estudiar con
fruto los problemas filosóficos de nuestros días, a la luz de la antigua filosofía y en verdadera continuidad con ella, no podrán sin
una gran deslealtad y un enfrentamiento al Soberano Pontífice, pretender seguir enseñando la filosofía, sobre todo a los futuros
sacerdotes. Sus Superiores no podrán sin faltar a su deber, confiarles un cargo que no podrá ser ejercido como se debe.
Comprendo perfectamente que, a pesar de una voluntad sincera de obedecer, no se puede cambiar de mentalidad de un día para
otro; pero, en manera alguna puedo aprobar que se quiera enseñar la filosofía, si ésta enseñanza no puede hacerse, según las
normas dadas por el Papa.

"Las normas que se refieren a la "philosophia perennis" están precedidas en la Encíclica, por aquellas que se refieren a la
teología escolástica. Hablando de ésta última, el Sumo Pontífice califica de extrema imprudencia el hecho de rechazar, de
descuidar o de no tener estima "Tot ac tanta, quae pluries saeculari labore a viris non communi ingenii ac sanctitatis,
invigilante sacro Magisterio, nec sine Sancti Spiritus lumine et ductu, ad accuratius in dies fidei veritates exprimendas,
mente concepta, expressa ac perpolita sunt"
, tantas y tan grandes cosas que frecuentemente, con un trabajo secular, han sido
concebidas, expresadas y aquilatadas por varones de no común ingenio y santidad, bajo la vigilancia del Sagrado Magisterio y no
sin la luz y la dirección del Espíritu Santo. "El menosprecio -dice además el Papa— de la terminología y de las nociones, que
los teólogos han acostumbrado a usar, conduce naturalmente a privar de consistencia la teología especulativa, a la que
juzgan desprovista de toda certeza, por el hecho de estar apoyada en el raciocinio teológico".
Un profesor de dogma no
tendría en cuenta, como conviene, estas advertencias, si él descuidase en su enseñanza la teología escolástica o si mostrase
poca estima hacia ella. Si impidiese que su mentalidad se inspirase en las enseñanzas y puntos de vista de la Encíclica sobre la
teología, no podría permanecer en su puesto; él mismo, por necesidad, debería presentar su renuncia a su cargo. Bien entendidas
las cosas, el Santo Padre no quiere que una intemperante especulación invada la teología dogmática, con detrimento de la
teología positiva. "Las ciencias sagradas —observa— encuentran siempre un rejuvenecimiento en el estudio de las fuentes
de la Revelación, mientras que, por el contrario, la experiencia nos demuestra, una especulación que descuide la ulterior
inquisición del sagrado depósito de la Revelación, se hace estéril".
El recurrir, pues, constantemente a la Biblia y a la
Tradición es necesario a la teología especulativa; pero esto no significa que debamos hacer de este recurso una arma contra la
herencia de la escolástica, a la que la Encíclica tanto estima y alaba. Si se quiere hacer un acercamiento más estrecho de los
vínculos entre la teología y la Sagrada Escritura, no será, como se ha dicho, para buscar liberarla de aportaciones extrañas, que,
sin viciarla fundamentalmente, la habrían, sin embargo, colocado, con frecuencia, fuera de las categorías escriturísticas
fundamentales.

"Y esto me lleva a decir una palabra sobre el método de interpretación de la Biblia; porque la Encíclica toca la cuestión,
actualmente muy discutida, de la exégesis espiritual y simbólica. No pretende, evidentemente, excluir esta exégesis, que puede
demostrarse con la autoridad misma de la Escritura y de la Tradición; ni pretende desalentar los esfuerzos por darle un mayor
valor, ni trata de evitar esas tentativas, ricas en promesas, Pero la Encíclica desaprueba las exageraciones manifiestas. No admite
que se hable como si la exégesis literal debiese "ceder el paso a la exégesis, que llaman simbólica y espiritual", como si,
gracias a este cambio de método, "los libros del Antiguo Testamento, que hasta ahora habían sido en la Iglesia como una
fuente cerrada, se abriesen en adelante a todos".
Ya la Encíclica 'DIVINO AFLANTE SPIRITU' había subrayado que 'el
intérprete de la Biblia debe, ante todo, esforzarse en discernir y precisar el sentido literal de las palabras bíblicas'
,
conduciendo, por lo demás, de paso la búsqueda hacia la doctrina moral y religiosa, contenida en las Sagradas Escrituras"


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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"No se habla de acuerdo con las Encíclicas 'DIVINO AFLANTE SPIRITU' y 'HUMANI GENERIS' cuando se afirma, sin más explicación, que el fin de la exégesis del Antiguo Testamento es explicar el simbolismo, que une, entre sí, los sucesos históricos sucesivos; más aun, que este fin es explicar el lenguaje inteligible de la historia, es decir, de establecer, por la presencia de los mismos símbolos, de un cierto estilo y de ciertos términos, las correspondencias que unen entre sí en el curso de los siglos, los sucesos y las instituciones. A pesar de la gran aceptación, que las interpretaciones simbólicas han tenido entre los Padres de la Iglesia, no se puede decir con justicia que la tarea que se propone la exégesis de la Escritura es la de descubrir los 'sacramentos' contenidos en ella. Estas exageraciones presentan un peligro, porque el fin de la exégesis es el de explorar todo el sentido divino de la Escritura. Si, pues, se afirma, sin más ni más, que el fin de la exégesis de los libros del Antiguo Testamento es el de descubrir su sentido espiritual o simbólico, ¿no es como decir que el sentido literal de estas obras no fuese el sentido divino? Y, si se pretende que Cristo es el único objeto del Antiguo Testamento, ¿no es dar la impresión de un menosprecio al sentido literal de esos libros? Un escrito ha sido publicado, en el que se distingue el sentido humano y literal de la Biblia de su sentido divino y religioso: éste está contenido —dice el autor— como una filigrana en aquél. Pero la Encíclica reprueba a los que hablan de un sentido humano en la Biblia, bajo el cual estaría escondido el sentido divino, el único que ellos tienen por infalible. Nosotros debemos admitir que el sentido divino e infalible de la Biblia abraza ciertamente todo su sentido humano y literal.

"La misma tesis sugiere que la inerrancia escriturística se extiende solamente a aquello que, en la Biblia, es dicho por Dios, es decir, las enseñanzas religiosas, y que el resto no es sino un vehículo de la verdad, sobre el cual no podría plantearse la cuestión de la verdad o del error. Pero, el Santo Padre, recordando la doctrina de las Encíclicas 'PROVIDENTISSIMUS DEUS', 'SPIRITUS PARACLITUS' y 'DIVINO AFLANTE SPIRITU', rechaza la opinión, según la cual "la inmunidad de los Libros Santos contra el error consiste solamente en lo que nos enseñan sobre Dios y sobre las cosas morales y religiosas".

"Me resta por hablaros, Reverendos Padres y Carísimos Hermanos, de ciertas opiniones, que se refieren a nuestro fin último. La Encíclica no hace alusión a este punto; mas, no siempre se ha tenido la prudencia necesaria, en esta materia, y es mi deber llamar también sobre esto vuestra atención. En primer lugar se ha dicho que la resurrección de la carne, de la cual habla nuestro "CREDO" es una realidad coextensiva a toda la sucesión de los acontecimientos de este mundo, una realidad que no es necesario situar en un lugar más bien que en otro, que si se la liga a cada individuo, debería entonces ocurrir en el momento de la muerte; si se trata de toda la humanidad, debe entonces ser colocada al fin de los tiempos. No es éste el lugar para citar una larga serie de textos de la Escritura, de los Santos Padres y del Magisterio, a los cuales esta opinión claramente se opone. Bástame señalar el pasaje de la reciente Constitución 'MUNIFICENTISSIMUS DEUS', del que me hago eco: "Sin embargo según una ley general, Dios no quiere dar a los justos la plena victoria sobre la muerte, antes de que llegue el fin de los tiempos. Por eso, aun los cuerpos de los mismos justos están sujetos a la disolución, después de la muerte, y será en el último de los días tan sólo, cuando ellos se unirán cada uno a su alma gloriosa. No obstante. Dios ha querido que la Bienaventurada Virgen María estuviese exenta de esta ley general.

"Un segundo punto se refiere a la naturaleza de los cuerpos gloriosos de Cristo y de los elegidos, acerca del cual se ha hablado de una manera gravemente reprensible. Se habla desfavorablemente de la concepción, aunque tradicional, de San Agustín, según la cual el cuerpo glorioso es un organismo individual, compuesto de miembros distintos, que tienen una localización particular. Se ha declarado que el Cuerpo glorioso de Cristo no podía ocupar ningún lugar particular, ni en nuestro mundo experimental, ni todavía menos, fuera de este mundo, en el cielo; que el Cuerpo de Cristo resucitado escapa las categorías de lugar y que su Carne gloriosa, liberada de las limitaciones del espacio, impregna, en cierto modo, la humanidad, como la presencia divina. Sin embargo, es claro que rehusar a los cuerpos gloriosos todo aquello que es propio de un organismo y de una localización particular, es concebirlo de tal manera que no conserva ninguno de los rasgos distintos de la noción, que tenemos todos de un cuerpo humano y, sobre todo, de un cuerpo vivo. Y esto es inaceptable. Porque la Iglesia nos manda creer en la realidad de los cuerpos resucitados, y por 'cuerpo' ella entiende la noción común del cuerpo humano. Así, por ejemplo, en la definición (contra los Albigenses y los Cataros) del IV Concilio de Letrán, enseña que los elegidos y los reprobos resucitarán con sus propios cuerpos, que ahora tienen. Cierto que la Iglesia admite que los cuerpos resucitados se encuentran en un estado nuevo, pero no por eso nos da a entender que la noción común del cuerpo humano, de la que se trata, deba estar despojada de todos sus rasgos característicos. Si se vanaglorian de aceptar la enseñanza de la Iglesia y el mensaje de la fe sobre la resurrección de los cuerpos, pero abandonando todos los rasgos distintivos de la noción común del cuerpo humano, es decir, de un cuerpo vivo, se ve claramente que es grande su ilusión. Advierto aquí que una concepción muy espiritualizada de la resurrección gloriosa nos puede llevar a tomar posiciones singularmente temerarias con relación a las apariciones de Cristo resucitado. A pesar de la manera con que los evangelistas nos refieren las apariciones de Jesús a sus discípulos, se pretende que éstas no pueden ser una manifestación exterior del Cuerpo de Cristo, sino que debemos entenderlas como la consecuencia, en las facultades sensibles, de una manifestación interior espiritual del Señor resucitado.


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