VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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La misma noche en que discutíamos de esta manera, fue a maitines a la iglesia de la bienaventurada Virgen, permaneciendo allí hasta la aurora, rogando a la Madre del Señor venciese la rebeldía de su voluntad. Y no dándose cuenta de que la dureza de su corazón se había ablandado con su plegaria, comenzó a decirse en su interior: “ahora, ¡Oh, Virgen bienaventurada! siento que no tenéis compasión de mí y que mi lugar no está señalado en el colegio de los pobres de Cristo.” decía esto con dolor porque en él existía un deseo de pobreza voluntaria, y el Señor le mostró una vez el peso que ella representa en el día del juicio. La cosa tuvo lugar así. Veía a Cristo en sueños en su tribunal, y dos multitudes innumerables, una ya juzgada, la otra que juzgaba con Cristo. Mientras, seguro de su conciencia, miraba tranquilamente este espectáculo, uno de los que estaban al lado del Juez extendió súbitamente el brazo hacia él y dijo: “Tú, ¿Qué has abandonado por amor de Dios?” esta pregunta le consterno por no tener nada que contestar; por eso deseaba la pobreza, aunque no tuviese aún valor para abrazarla. Muy triste se retiró de la Iglesia de Nuestra Señora por no haber obtenido la fuerza que había suplicado; pero en aquel instante, el que mira a los humildes desde el Cielo ahuyentó los obstáculos de su corazón: las lágrimas anegaron sus ojos, su alma se abrió y se explayó ante el Señor; la dureza que la oprimía se ablandó, y el yugo de Cristo, tan duro anteriormente en su imaginación, le pareció lo que realmente es: suave y ligero. En los primeros momentos de su transporte se levantó corriendo a buscar a fray Reginaldo ante el cual hizo su voto. Inmediatamente vino a buscarme, y mientras yo consideraba sobre su angélico rostro las huellas de su llanto y le preguntaba dónde había ido, me contestó: “he hecho un voto al Señor, y lo cumpliré.” no obstante, diferimos la toma de hábito hasta que llegase la Cuaresma, Y conquistamos en este intervalo uno de nuestros compañeros, a fray León, que sucedió a fray Enrique en el cargo de prior.

Cuando llegó el día en que la Iglesia advierte a sus fieles con la ceniza su origen y su retorno al polvo de donde han salido, nos dispusimos a cumplir nuestros votos. Nuestros compañeros no tenía noticias de nuestro deseo, y uno de ellos, al ver salir a fray Enrique de la posada, le dijo: “Enrique, ¿A dónde vas?” “voy - contestó - a Betania”, aludiendo al sentido hebraico de esta palabra, que significa “casa de obediencia”. En efecto los tres nos dirigimos a Santiago, entrando en el momento en que los religiosos cantaban el “Immutemur habitu”. No esperaban nuestra visita; pero, aunque imprevista, no dejó de ser oportuna, y nos despojamos de nuestros trajes para revestirnos con los que tanto anhelamos, mientras los frailes cantaban precisamente lo que estábamos haciendo.” (“Vida de Santo Domingo” cap. III, n. 47 y siguientes.)

Reginaldo no vio la toma de hábito de Jordán de Sajonia; había vuelto al seno del Señor antes de haber consumado esta última obra, semejante al áloe, que muere al florecer y no ve nunca sus frutos.

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CAPÍTULO XVI - Primer Capítulo General - Estancia de santo Domingo en Lombardía - Institución de la Orden Tercera

Aún no habían pasado 3 años a partir de la dispersión de los religiosos de Nuestra Señora de Prouille, cuando ya poseían conventos en Francia, Italia, España, Alemania y hasta en Polonia. La bendición de Dios les había concedido la suficiente gracia para que se multiplicasen y estableciesen en todos sitios. Domingo, que había visto el progreso de su Orden con sus propios ojos, y cuyo curso había animado con su presencia, creyó llegada la hora de hacerlos gozar del espectáculo de su fuerza, no por excitar en ellos una vana satisfacción, sino para animarles en la empresa de más grandes trabajos, para asegurar su unidad y dar una última mano a la legislación que los gobernaba. Para esto convocó el Capítulo General de la Orden en Bolonia; el día señalado para la convocatoria era el de Pentecostés del año 1220. Domingo salió de Roma a fines de febrero o principios de marzo; pasó algunos días en Viterbo, junto al soberano Pontífice, que le dio nuevas pruebas de su constante afecto en tres cartas que escribió, una tras otra, a los pueblos de Madrid, Segovia y Bolonia para agradecerles la caridad de que habían dado pruebas a los religiosos y exhortarlos a perseverar en los mismos sentimiento .Dichas cartas están fechadas el 20, 23 y 24 de marzo. El día 26 de febrero ya había escrito a los religiosos de Nuestra Señora de los Campos, de París, para felicitarlos por haber concedido a los frailes el derecho de sepultura en su iglesia. El 6 de mayo siguiente les recomendó en muy vivos términos al arzobispo de Tarragona, y el 12 permitió a Domingo para ejercer el ministerio de la predicación.

El día de Pentecostés estaba Domingo en Bolonia, rodeado por los frailes de San Nicolás y los representantes de toda la Orden. Se ignoran los nombres de los que asistieron; lo único que se sabe es que Jordán de Sajonia había sido enviado desde París, con otros tres religiosos, pocas semanas después de haber tomado el hábito. Domingo se levantó en medio de aquella asamblea, no como simple prior de algunos religiosos, sino como superior general de una Orden extendida por toda Europa; no en una sencilla iglesia de aldea como Prouille, sino en el seno de una ciudad grande y célebre, que era el punto de reunión de la juventud inteligente de las naciones; no para contestar a las dudas de sus propios amigos, sino después de haber asentados su obra y viviendo a su lado, para defenderla, hombre cuya voz muchos escuchaban pese a no poseer la cátedra de las universidades. Contaba a la sazón cincuenta años.

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Lo primero que propuso el Capítulo General fue renunciar a todos los bienes que la Orden poseyese, con objeto de vivir únicamente de limosnas y al día. Esta resolución era ya antigua en su pensamiento, y durante las deliberaciones que tuvieron lugar en Prouille en el año 1216, los religiosos la adoptaron en principio, aunque la demoraran para llevarla a cabo más adelante. En cuanto a Domingo, siempre había vivido de la caridad pública desde aquella famosa entrevista de Montpellier, que señaló el comienzo de su apostolado y en la que se decidió que la pobreza voluntaria era la única arma capaz de vencer. Pero una cosa era que algunos misioneros viviesen mendigando su pan, y otra fundar una Orden estable sobre las incertidumbres cotidianas de la mendicidad. Todas las tradiciones parecían contrarias a una constitución tan atrevida. Desde el momento en que la iglesia pudo gozar del derecho de propiedad, se aprovechó de él para gozar de libertad ante sus enemigos y poder ser liberal para con los pobres, magnífica ante Dios. Los mismos solitarios de oriente vendían y compraban, y consideraban una gloria vivir con el trabajo de sus manos. ¿Había que abusar de la pobreza porque se hubiere abusado antes de la riqueza? si el mundo tenía necesidad de tan extremado ejemplo, ¿Era prudente dejar para el porvenir una respuesta apropiada a los tiempos excepcionales? fueron estas u otras razones las que aconsejasen a Domingo, lo cierto es que aceptó para su Orden posesiones territoriales, con la idea preconcebida de abandonarlas más tarde. Se dice que sus relaciones con san Francisco de Asís le inspiraron el pensamiento de este abandono, y, verdaderamente, san Francisco recibió más especialmente de Dios la misión de aportar a la iglesia el espíritu de pobreza; pero antes de que hubiese renunciado a todo para seguir a Jesucristo, ya recorría Domingo el Languedoc descalzo, cubierto con un cilicio y una túnica remendada, dejando a la Providencia el cuidado de proporcionarle el pan cotidiano. Los dos santos se vieron en Roma por vez primera en tiempos del cuarto Concilio de Letrán, cuando solicitaron de Inocencio III la aprobación de su Orden, habiendo dado ambos el ejemplo de las mismas virtudes sin conocerse. San Francisco de Asís tuvo la gloria de no dudar nunca en hacer de la mendicidad el patrimonio de su religión; Domingo, no menos austero para consigo mismo, no fue tan atrevido cuando se trataba de los demás y esperó que la experiencia confirmase sus planes de pobreza, y tuvo la gloria de abdicar los bienes una vez adquiridos. Dichos bienes los cedió, con el consentimiento del Capítulo General, a religiosas de diversas órdenes, y se estableció, por medio de un decreto perpetuo, que de allí en adelante los religiosos no poseerían nada en este mundo, excepto sus virtudes. Domingo quería ir más lejos, pues deseaba que toda la administración se dejase en manos de los hermanos conversos, a fin de que los demás pudieran dedicarse, sin preocupación alguna, a la oración, al estudio y a la predicación. Pero los padres del capítulo se opusieron, citando el ejemplo reciente de los religiosos de Grandmont, A quienes un reglamento parecido había dejado a merced de los legos y reducidos a un estado de servidumbre degradante. Domingo fue de la misma opinión.

El Capítulo General decretó otras constituciones que entraron luego en vigor; la Historia no explica cuáles, ni las actas del capítulo han llegado tampoco hasta nosotros. Domingo suplicó a los capitulares le descargasen del peso del gobierno: “merezco - les dijo - ser depuesto, pues soy inútil y me he entibiado.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Rodulfo de Faenza, n. 4.) Además del sentimiento de humildad que le hacía hablar de esta manera, no había perdido el deseo de acabar su vida entre los infieles y obtener, aportándoles la verdad, aquella palma del martirio de que su corazón había demostrado estar siempre tan sediento. Dijo más de una vez que deseaba le azotasen con vergajos y le cortasen a trozos por Jesucristo. Desahogándose con fray Pablo de Venecia, le decía: “cuando hayamos reglamentado y formado nuestra Orden, iremos al país de Cumas; les predicaremos la fe de Cristo y se los rendiremos al Señor.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Pablo de Venecia, n. 3.)

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Domingo creía llegado ya el momento. ¿No había reglamentado y formado su Orden? ¿No la veía ya ante sus ojos como una cepa con sus racimos maduros? ¿Qué mejor cosa podía hacer que ofrecer los restos de su cuerpo y de su alma al sacrificio? pero los frailes no quisieron oírle hablar de dimisión, y, lejos de consentir, le confirmaron en su cargo de General, y añadieron a la autoridad de la sede apostólica, de quién la había recibido, la brillantez de una elección libre y unánime. Domingo obtuvo que su poder estuviera al menos limitado por oficiales llamados “definidores”, los cuales, cuando se reuniese el capítulo, tendrían el derecho de examinar y reglamentar los asuntos de la Orden, y hasta de poner al Maestro General si prevaricaba. Este notable estatuto fue aprobado más adelante por Inocencio IV. El capítulo se disolvió después de haber decretado que se reuniría todos los años, un año en Bolonia y el otro en París, alternativamente. Sin embargo, por excepción inmediata, se designó Bolonia para la próxima asamblea.

El norte de Italia era uno de los puntos europeos en donde la herejía había trabajado con mayor ahínco, pues expuesta como estaba al contacto de Oriente y a las influencias cismáticas de los emperadores de Alemania, había sufrido una alteración notable en su fidelidad a la iglesia. Domingo creyó, por tanto, útil evangelizarla y la recorrió casi por completo durante el verano del año 1220. Pero los historiadores contemporáneos que nos relatan este hecho no lo confirman con ningún detalle. La mayor parte de las ciudades de Lombardía reclaman el honor de haber poseído y escuchado al santo patriarca, y sus anales, escritos después de largo tiempo contienen algunas anécdotas sobre su estancia en aquellos lugares, anécdotas cuya autenticidad no está lo suficientemente probada. Es cierto que visitó Milán y pasó una enfermedad en dicha ciudad. Fray Bonvisio, que le acompañaba en este viaje, nos habla de esta manera de su constancia en el sufrimiento: “cuando estuve en Milán con el hermano Domingo sufrió accesos de fiebre: yo le cuidé durante su enfermedad y nunca le oí quejarse. Pasaba el tiempo orando y dedicado a la contemplación, cosa que puede juzgar guiándome por ciertos gestos que aparecían en su cara y que yo conocía muy bien, porque cuantas veces oraba o contemplaba tuve ocasión de observarlos. Tan pronto había pasado el acceso de fiebre, comenzaba a hablar de Dios y de la Orden; leía o rogaba que leyesen; alababa al Señor y se regocijaba de su enfermedad, cosa que era corriente en sus tribulaciones mucho más que en la prosperidad.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Bonvisio, número 3.)

Domingo se encontró en Cremona con san Francisco de Asís, y mientras hablaban se les acercaron algunos frailes de san Francisco y dijeron: “ nos falta el agua pura en el convento; por eso os rogamos a vosotros, que sois nuestros padres y siervos de Dios, intercedáis cerca del Señor para que bendiga nuestros pozos, cuya agua está corrompida.” los dos patriarcas se miraron como invitándose a contestar el uno al otro; entonces Domingo dijo a los presentes: “ sacad un poco de agua y traédnosla.” los religiosos fueron y la trajeron en un cubo, y entonces Domingo dijo a Francisco: “ padre, bendecid esta agua en nombre del Señor.” Francisco contestó: “padre, bendecidla vos mismo, ya que sois el mayor.” (Pedro Cali: “Vida de Santo Domingo”, n. 21.) esta piadosa lucha continuó entre ambos, hasta que por fin Domingo, vencido por Francisco, hizo la señal de la cruz sobre el cubo y ordenó que se vertiese el agua en el pozo, cuyo manantial quedó purificado para siempre.

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Un canónigo francés que iba a Roma, al pasar por Módena, fue a buscar a Domingo a la salida de un sermón y le confesó que desesperaba de su propia salvación a causa de una tentación contra la castidad, que no había podido vencer nunca. “no perdáis el ánimo - le respondió el santo -; tened confianza en la misericordia de Dios; yo os obtendré el don de la continencia.” el canónigo se retiró curado. (Los B. Humberto: “Vida de Santo Domingo”, n. 51.)

Domingo tenía la costumbre de visitar los monasterios que encontraba en su camino, y, entre otros, se detuvo en el de Colombe, situado en la provincia de Parma, en donde se cree tuvo lugar un rasgo de bondad, que un historiador cuenta en estos términos: “ Domingo llegó una tarde a la entrada del convento cuando todos sus religiosos estaban acostados. Temeroso de molestarles, se acostó ante la puerta con su compañero y oró para que el Señor proveyese a sus necesidades sin que fuere preciso despertar a los monjes. En aquel momento se encontraron ambos en el interior del convento." (Rodrigo de Cerrato, “Vida de Santo Domingo”, n. 31.) Era Colombe un célebre monasterio de la Orden del Císter, fundado por san Bernardo; más tarde dicho monasterio fue arruinado por el emperador Federico II en 1248.

Domingo volvió a Bolonia el día de la Asunción, fecha memorable por ser el día en que tomó el hábito Conrado el Teutón. Era éste doctor de la Universidad de Bolonia, tan famoso en aquellos tiempos por su ciencia y su virtud, que los padres deseaban ardientemente contarle entre los hombres notables que abrazaron su religión. La víspera de la Asunción de la bienaventurada Virgen hablaba Domingo confidencialmente con un religioso de la Orden del Císter, qué más tarde fue obispo de Alatri y que entonces era el prior del monasterio de Casamare, al cual había conocido en Roma y por el que sentía gran afecto, y abriéndole su corazón, le dijo, entre otras cosas: “ os confieso, prior, una cosa que no he dicho aún a nadie, por la cual os ruego me guardéis el secreto hasta mi muerte, y es que nunca en esta vida me ha rehusado Dios cuánto le he pedido.” el prior se admiró grandemente ante esto, y sabiendo el deseo que sentían los religiosos con respecto a Conrado el Teutón, le dijo: “ sí así es, padre, ¿ por qué no pedís a Dios os conceda al maestro Conrado, a quién me consta tienen los frailes verdaderos deseos de tenerle por compañero?” Domingo le respondió: “ mi buen hermano, habláis de una cosa muy difícil de obtener; pero si queréis orar esta noche conmigo, abrigo la confianza de que el Señor nos concederá esta gracia.” (Los B. Humberto: “Vida de Santo Domingo”, n. 50.) después de las completas el siervo de Dios permaneció en la iglesia, según su costumbre, y el prior de Casamare continuó a su lado. Luego asistieron a los maitines de la Asunción, y al llegar el día, a la hora de prima, mientras el cantor entonaba el “Iam lucis orto sidere”, se vio entrar en el coro el maestro Conrado, que se echó sobre las rodillas de Domingo y le rogó le concediese el hábito. El prior de Casamare, fiel al secreto que había prometido, no relató esto hasta después de morir Domingo, al cual sobrevivió más de veinte años. Temía morir primero que aquél, y por eso consultó la cosa con el santo; pero este último le dijo que no sucedería como temía.

Entre los que Domingo recibió en la Orden durante aquella época podemos citar a Tomás de Prouille. Era este un joven de gran inocencia y sencillez en sus costumbres, a quien el santo amaba tiernamente y a quien llamaba su hijo. Algunos de los antiguos compañeros del nuevo religioso, indignados por haberle perdido, le atrajeron lejos del convento y comenzaron a arrancarle los hábitos de la Orden. Alguien fue y advirtió a Domingo, que inmediatamente entró a orar en la iglesia, y cuando los raptores quitaron al hermano Tomás hasta su camisa de lana y se esforzaban por endosarle una de lienzo, su víctima lanzó tan lamentables gritos, diciendo que se sentía arder, que no tuvo punto de reposo hasta que le volvieron al redil vestido con los rudos y dulces hábitos de que le habían despojado. Un hecho muy parecido ocurrió también a un jurisconsulto de Bolonia. Sus amigos entraron a mano armada en el claustro de San Nicolás para raptarle. Los frailes quisieron ir a buscar algunos caballeros amigos de la Orden para oponer la fuerza a la fuerza; pero Domingo les dijo: “más de doscientos ángeles alrededor de la iglesia, ángeles que el Señor ha destinado a defendernos.”(Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, cap. XVII, n. 209.)

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El siervo de Dios predicaba frecuentemente en Bolonia, y la veneración en que se le tenía era tan grande, que la gente, en lugar de esperarle en la iglesia en dónde estaba anunciada su predicación, iba a buscarle a San Nicolás y le acompañaba hasta el lugar del sermón. Un día que la muchedumbre vino a buscarle, dos estudiantes se aproximaron, y uno de ellos le dijo: “os ruego pidáis a Dios el perdón de mis pecados, pues me arrepiento, si no me engaño, los he confesado todos.” Domingo, que estaba aún en la iglesia, se acercó al altar y oró brevemente ante él; volviéndose hacia el joven, le dijo: “tened confianza y perseverad en el amor de Dios. El os ha perdonado vuestras faltas.” Entonces el otro estudiante se acercó también al santo y le dijo: “padre, rogad también por mí, pues he confesado todos mis pecados.” Domingo se arrodilló nuevamente ante el altar y oró. Pero al volverse hacia el joven le dijo: “hijo mío, no intentes engañar a Dios; tu confesión no ha sido completa; tienes un pecado que has ocultado debido a una equivocada vergüenza.” y tomándole aparte, le dijo cuál era aquel pecado que se había avergonzado de confesar. Entonces el estudiante respondió: “padre, es verdad; perdonadme.” Domingo hablo con él unos momentos y salió luego con la gente que le aguardaba. (Pedro Cali: “Vida de Santo Domingo”, n. 18.)

Este espíritu profético era habitual en él. Una vez encontró a un religioso que iba de misión; le detuvo, y después de algunos momentos de haber hablado con él, advertido interiormente de que aquél religioso había cometido una falta, le preguntó si llevaba dinero encima. El interrogado le confesó humildemente, y Domingo le ordenó lo tirase inmediatamente y le impuso una penitencia, pues nunca dejaba de castigar ninguna falta.

“Era el primero en observar los estatutos de la Orden - nos dice Teodorico de Apolda - y no descuidaba nada para que fuesen religiosa y enteramente observados por todos. Si alguna vez, debido a la fragilidad humana, alguno de los frailes faltaba a su deber, no le perdonaba el castigo; pero atemperaba de manera tan justa la severidad con la dulzura, que el culpable era castigado sin que el hombre se molestase. No reprendía nunca inmediatamente al que faltaba; hacía como si no se hubiese enterado de la falta; pero cuando se presentaba ocasión favorable decía al delincuente: “hermano mío, no habéis hecho bien tal cosa; glorificad al Señor y confesad vuestro pecado.” y de la misma manera que se mostraba padre en la corrección, abría sus entrañas de madre a los que se sentían afligidos. No había palabra más dulce y tranquilizadora que la suya, y los que venían a buscar remedio en él para sus tribulaciones no se iban nunca sin consuelo. Guardaba el alma de sus hijos como si fuese la suya propia, manteniéndolos en la práctica de la honestidad y de la religión. Por eso, como está escrito que “el aspecto del hombre y la sonrisa que aparecen sus labios y el vestido de su cuerpo nos hablan de él”, si observaba que alguno de ellos faltaba en su hábito a la forma o a la pobreza religiosa, no podía soportarlo. Todos los días, a no ser que se presentase un grande obstáculo para ello, les daba una conferencia o les pronunciaba un sermón, hablándoles con tanta fe y tantas lágrimas, qué excitaba en ellos la gracia de la compunción. Nadie llegó como él a conmover los corazones. (“Vida de Santo Domingo”, cap. XVI, números, 86 y 87.)

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Según el mismo historiador, había tres cosas que Domingo recomendaba sobre todas las demás a sus hijos, y estas eran: hablar siempre de Dios o con Dios, no llevar nunca dinero durante un viaje y no admitir posesiones temporales. Les exhortaba incesantemente a estudiar y anunciar la palabra de Dios. Descubría aquellos que poseían talento para el púlpito y no podía consentir fuesen empleados en otros menesteres.

Como ha sucedido a todos los santos, Domingo ejercía un gran poder sobre el espíritu de las tinieblas. Muchas veces lo lanzó fuera del cuerpo de los religiosos. Se le presentaba revistiendo diversas formas, ya para distraerle de su meditación, ya para turbarle mientras predicaba. Leamos el siguiente relato de Teodorico de Apolda: “Un día que el santo, como centinela vigilante, daba la vuelta a la ciudad de Dios, encontró el demonio que merodeaba por el convento como bestia salvaje; le detuvo y le dijo: “¿Por qué merodeas de esa manera?”; y el demonio contestó: “a causa del beneficio que en ello encuentro.” Entonces el santo le dijo: “¿Qué sacas de las celdas?”, Y aquel contestó: “quitó el sueño a los frailes; les persuado no se levanten para el oficio, y, cuando se me permite, los hago soñar y los ilusiono.” El santo le condujo al coro y le dijo: “¿ Qué ganas aquí en este santo lugar?” el demonio contestó: “ les hago llegar tarde, salir pronto y que se olviden de sí mismos.” interrogado respecto al refectorio, contestó: “¿ Cuál es el que no come más o menos de lo necesario?” cuando llegaron al locutorio, dijo riendo: “ este lugar me pertenece; es el lugar de las risas, de los vanos rumores, de las palabras inútiles.” pero cuando llegó el capítulo comenzó a intentar escapar, diciendo: “ Este es un lugar que execro; en él pierdo todo cuanto gano en los demás lugares; aquí es donde los frailes quedan advertidos sobre sus faltas; aquí es donde se acusan, en donde hacen penitencia y donde se les absuelve.” (“Vida de Santo Domingo”, cap. XV, números 174 y 175.)

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Al recorrer Domingo la Lombardía observó signos muy tristes del debilitamiento de la fe. En muchos lugares los incrédulos se habían apoderado del patrimonio de la Iglesia, y pretextando que era demasiado rica, todos la robaban. El clero quedó reducido a una pobreza degradante y no podía hacer frente a las magnificencias del culto y practicar el deber de la caridad para con los pobres, y la herejía, que habían engendrado la expoliación, renacía como medio para justificarla. La Iglesia no podía estar en peor situación que aquella. Los bienes que perdió convirtieron a quienes los poseían en sus implacables enemigos; el error se transmitía como condición de la propiedad. Y el tiempo, que todo lo borra, parecía impotente contra aquella alianza de intereses terrenales y la ceguera del espíritu. Domingo, fundador de una orden mendicante, tenía más derecho que nadie oponerse a tan espantosa combinación del mal. Para resistirla instituyó una asociación, que denominó “Milicia de Jesucristo.” Esta milicia estaba compuesta por seglares de ambos sexos, quienes se comprometían a defender los bienes y la libertad de la Iglesia por cuantos medios estuviesen a su alcance. Vestían como los demás seglares, distinguiéndose por los colores dominicos: el blanco, símbolo de la inocencia, y el negro, símbolo de la penitencia. Sin estar sujetos por los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, participaban en cuanto les era posible en la vida religiosa. Observaban las abstinencias, los ayunos, las vigilias, reemplazando con cierto número de “Pater Noster” y “Ave María” la recitación del oficio divino. Tenían un prior, dependiente de la autoridad de la Orden, prior que elegían entre ellos; se reunían en días fijados en una iglesia de los Frailes Predicadores para oír misa y escuchar el sermón. Los historiadores no están de acuerdo sobre la época en que se instituyó la “milicia de Jesucristo”. Unos la atribuyen al tiempo en que santo Domingo vivía en el Languedoc; otros, a la época en que habitó en Lombardía. Nosotros creemos que estos últimos están en lo cierto, por apoyarse en el texto más antiguo que poseemos sobre este asunto, que es el del beato Raimundo de Capua, titulado “vida de Santa Catalina de Siena”, parte I, capítulo VIII, en donde se lee lo siguiente: “esta iniquidad reinaba en muchos lugares de Italia, cosa que vio con pena el santo padre Domingo; él, que escogió para sí y para los suyos el estado de pobreza extremada, comenzó a trabajar para que la iglesia recuperase sus bienes.” y más adelante se lee: “ después que el bienaventurado Domingo reglamentó de esta manera dicha asociación, voló al seno del Señor.”

Cuando Domingo fue elevado a la jerarquía de los santos, los hermanos y las hermanas de la asociación tomaron el título de “milicia de Jesucristo y del bienaventurado Domingo”. Más adelante, cuanto existía de militante en esta apelación, desapareció juntamente con las causas públicas de combate, y la asociación quedó consagrada al progreso interno del hombre con el nombre de “Hermanos y Hermanas de la Penitencia de Santo Domingo”. Con este nombre la confirmó Muño de Zamora, séptimo General de la Orden de los Frailes Predicadores, modificando su reglamento. Los Papas Gregorio IX, Honorio IV, Juan XXII y Bonifacio IX le concedieron privilegios en diferentes épocas, y el Papa Inocencio VIII aprobó la regla, tal como la escribió Muño de Zamora. Su bula es del año 1405, y fue promulgada en 1439 por Eugenio IV. 4

4 Promulgado el nuevo Código de Derecho Canónico, se refundió aquella regla en otra adaptada al presente con autoridad apostólica.

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La Milicia de Jesucristo era la Tercera Orden instituida por Domingo, o, más bien dicho, la tercera rama de una sola Orden, que en su plenitud comprendía religiosos, religiosas y seglares de ambos sexos. Con la creación de la Orden de Predicadores, Domingo sacó del desierto a las falanges monásticas, armándolas con la espada del apostolado; con la creación de la Orden Tercera introdujo la vida religiosa hasta el seno del hogar doméstico y la hizo llegar hasta la cabecera del lecho nupcial. Se veía por las calles innumerables jovencitas, viudas, casadas, hombres de todas clases, que llevaban las insignias de una orden religiosa y que se sometían a sus prácticas en el secreto de sus hogares. El espíritu de asociación reinante en la Edad Media, que es el del cristianismo, favoreció este movimiento. De la misma manera que se pertenecía a una familia por razón de la sangre, a una corporación por el servicio a que se había dedicado la persona, a un pueblo por haber nacido en su suelo, a la Iglesia por el bautismo, se quería pertenecer, entregándose a una abnegación electiva, a una de las gloriosas milicias que servían a Jesucristo con los sudores de la palabra y la penitencia. Vestían los hábitos de Santo Domingo o San Francisco; se injertaban en uno de dichos troncos para vivir alimentadas por su savia sin dejar de conservar su propia naturaleza; se frecuentaba sus iglesias, se participaba en sus oraciones, se ayudaban con su amistad, se seguía todo lo cerca posible el sendero de sus virtudes. Ya no se tenía la creencia de que era preciso abandonar el mundo para elevarse a la imitación de los santos; todas las viviendas podían convertirse en celdas, y todas las casas en una especie de Tebaida. A medida que la edad y los acontecimientos de la vida desprendían al cristiano de la pesada carga de la carne, sacrificaba al claustro una parte más importante de sí mismo. Si el fallecimiento de la esposa o de un hijo lo destruía todo alrededor de una persona; si una revolución la precipitaba, obligándole a pasar desde un puesto honorable al destierro y al abandono, sabía que tenía otra familia dispuesta a recibirla entre sus brazos, otra ciudad cuyo derecho de ciudadanía tenía ya adquirido. De la Tercera Orden pasaba a la Orden completa de la misma manera que se pasa de la juventud a la virilidad. La Historia de esta institución es una de las cosas más bellas que se puede leer. Ha producido santos en todas las jerarquías de la vida humana, desde el trono hasta el escabel, en tal abundancia, que el desierto y el claustro podían sentir celos. Las mujeres, sobre todo, enriquecieron la Orden Tercera aportándole el tesoro de sus virtudes. Encadenadas muy frecuentemente desde su infancia a un yugo que no habían elegido, se sustraían a la tiranía de su posición vistiendo el hábito de Santo Domingo o de San Francisco. El monasterio llegaba hasta ellas, ya que ellas no podían llegar al monasterio. En un rincón oscuro de la casa paterna o conyugal se formaba un santuario misterioso, que llenaba el Esposo invisible a quién únicamente amaban. ¿Quién no ha oído hablar de santa Catalina de Siena y de santa Rosa de Lima, esas dos estrellas dominicas que han iluminado ambos mundos? ¿Quién no ha leído la vida de santa Isabel de Hungría, la franciscana? de esta manera el espíritu de Dios se encariña con su obra con el tiempo; proporciona milagros a las miserias, y después de haber florecido en la soledad, se dilata hasta ocupar los más frecuentados caminos.

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SANTO DOMINGO DE GUZMÁN Y SAN FRANCISCO DE ASÍS, ORATE PRO NOBIS !!!
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CAPÍTULO XVII - Sexto y último viaje de Domingo a Roma - Segundo Capítulo General - Enfermedad y muerte del santo


Con la creación de la Orden Tercera, Domingo terminó su carrera. No le quedaba sino despedirse de todo cuanto había amado en este mundo, y Roma ocupaba, sin duda alguna, el primer lugar entre sus afectos. Allí fue con Azevedo, su primer amigo, cuando su vida pública no había comenzado aún; allí fue a donde dirigió sus pasos para obtener la aprobación y la confirmación de su Orden; allí edificó san Sixto y Santa Sabina; allí implantó el centro de su Orden, ejerció el cargo de Maestro del Sacro Palacio, obtuvo la confianza de dos grandes Papas, resucitó tres muertos y se vio elevado hasta el triunfo de la veneración que el pueblo sentía por él; allí era donde residía con infalible majestad el vicario de Aquél a quien había amado y servido durante todos los días de su vida. ¿Podía morir sin haber recibido su última bendición? ¿Podía cerrar los ojos sin haberlos posado una vez más sobre las colinas de la ciudad santa? ¿Podía cruzar sus manos para siempre sin haber ofrecido un sacrificio supremo sobre los altares de los Apóstoles Pedro y Pablo? ¿Podía entregar sus pies a la inmovilidad sin haber pisado los senderos del Aventino y del Coelio por última vez? Roma abrió una vez más sus entrañas de madre grande al grande hombre a quien dio el ser en su plenitud y que había de proporcionarle hijos y fieles hasta en aquellos mundos cuyo nombre no era conocido aún. Honorio III le dio en nuevos documentos pruebas de su solicitud y su soberana paternidad. En cuanto al primero de ellos, fechado el 8 de diciembre de 1220, perdona a algunos religiosos la irregularidad en que habían incurrido al recibir órdenes sagradas de manera poco canónica. Por otros tres documentos, el del 18 de enero, el del 4 de febrero y el del 29 de marzo del año siguiente, recomendaba los Frailes Predicadores a todos los prelados de la cristiandad. Otro, el 6 de mayo, les permitía ofrecer el santo sacrificio en un altar portátil, en caso de necesidad. Esta fue la última página que firmó Honorio III en favor de la Orden en vida de su fundador; este Pontífice de la gloria singular de ver florecer durante su reinado a santo Domingo y san Francisco y de no mostrarse con sus actos indigno de esta gracia que le había concedido el Cielo.

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