VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO XI - Cuarto viaje de Domingo a Roma - Fundación de los conventos de san Sixto y de Santa Sabina - Milagros que acompañaron a estas dos fundaciones

Domingo no abandonó el Languedoc inmediatamente después de la dispersión de sus hijos. La prueba la tenemos en un tratado que concertó el 11 de septiembre siguiente respecto a los diezmos que Foulques le había concedido precedentemente. Se trataba de saber hasta dónde alcanzaba este derecho. Se convino no exigirlos a las parroquias cuya población fuese inferior a diez familias, y se eligieron árbitros para zanjar todas las dificultades que pudiesen surgir de allí en adelante. Hecho esto, Domingo cruzó los Alpes a pie, según era su costumbre. Le acompañaba únicamente Esteban de Metz. La Historia le pierde de vista hasta que llega a Milán, en donde le encuentra a las puertas de la Colegiata de San Nazario pidiendo hospitalidad a los canónigos. Estos le recibieron como uno de los suyos a causa del hábito canonical que vestía.

Su primer cuidado al llegar a Roma fue buscar un lugar conveniente para la fundación de un convento. Al pie meridional del Monte Celio, a lo largo de la vía Apia, frente a las gigantescas ruinas de las termas de Caracalla, se elevaba una antigua iglesia, dedicada a san Sixto II, Papa y mártir. Otros cinco Papas, mártires como él, reposaban a su lado en este sepulcro. En uno de los flancos de la iglesia, nuevamente reedificada, existía un claustro casi terminado. La profunda soledad de la iglesia y del claustro contrastaba con los recientes trabajos cuyas huellas se observaban en muchos sitios. Se adivinaba que un súbito acontecimiento había interrumpido la ejecución de un pensamiento. En efecto: fue la muerte de Inocencio III lo que había suspendido aquella renovación de un lugar antiguo y célebre. El claustro había sido destinado por él para reunir bajo una misma regla diversas religiosas que vivían en Roma con demasiada libertad. Domingo, que ignoraba esta circunstancia, se apresuró a pedir la iglesia y el monasterio al sumo Pontífice; Honorio III le hizo verbalmente la concesión.

En tres o cuatro meses Domingo reunió en san Sixto hasta unas cien religiosas. La fecundidad rápida y prodigiosa sucedía en él a la lentitud que siempre había caracterizado su destino. Aquel hombre, que no había comenzado su verdadera carrera hasta llegar a los treinta y cinco años y que había necesitado doce para formar dieciséis discípulos, los veía llegar ahora ante sí de la misma manera que las espigas maduras caen a la acción de la hoz del segador. No hay que extrañarse, pues, de esto, porque una ley de la gracia y de la naturaleza hace que la fuerza durante largo tiempo contenida obre con impetuosidad cuando llega a romper sus trabas o sus diques. Existe en todas las cosas un punto de madurez que hace que el éxito sea tan rápido como inevitable. San Sixto, colocado en el camino que seguían antiguamente los triunfadores romanos para ascender al Capitolio, fue testigo durante un año de escenas más maravillosas que los espectáculos a que habían acostumbrado a la vía Apia los generales romanos. En ningún sitio ni en ningún tiempo manifestó Domingo más la autoridad que Dios le había concedido sobre las almas, y nunca le obedeció la naturaleza con presteza tan respetuosa. Este fue el momento triunfal de su vida.

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Lo primero que tuvo que hacer fue terminar el monasterio. Mientras se trabajaba en este menester, Domingo continuó el curso de sus predicaciones en las iglesias y de su enseñanza en el palacio del Papa. Su palabra le creaba todos los días algún nuevo discípulo, que iba a vivir en la parte habitable del convento; salía por la mañana con su cayado y volvía por la tarde trayendo algún adepto, y el edificio espiritual de San Sixto progresaba al par que el edificio material. El demonio, celoso de tan felices progresos, quiso perturbar su alegría. Un día que los religiosos habían llevado a un arquitecto bajo la bóveda que se trataba de demoler o reparar, la obra se desplomó y enterró al hombre bajo sus ruinas. Una gran desolación se apoderó de los frailes, reunidos en derredor de los escombros que cubrían el cuerpo del desgraciado; gemían por su incertidumbre sobre el estado del alma en el momento en que fue sorprendida, por los rumores desfavorables que correrían entre la gente, y la consternación les hizo incapaces durante largo rato de tomar un acuerdo. Domingo llegó, hizo retirar el cuerpo del montón de piedras bajo las cuales yacía aplastado; se lo trajeron, y rogó a Aquel que había prometido que nada rehusaría a la fe; y la vida, obedeciendo su ruego, reanimó los restos ensangrentados que yacían ante él.

Otra vez, el procurador del convento, Santiago de Melle, enfermó tan gravemente, que se le administraron los últimos sacramentos. Los padres rodeaban su lecho, protegiendo con sus oraciones el éxodo de su alma, entristecidos por la pérdida de un hombre que les era por entonces muy necesario, por la razón de que nadie era tan conocido en Roma como él. Domingo, que veía la pena que sentían sus hijos, ordenó saliesen todos de la habitación; cerró la puerta, y una vez a solas con el enfermo, se entregó a una oración tan ferviente, que retuvo la vida en los labios del moribundo. Luego llamó a los religiosos y se los devolvió sano y salvo.

El oficio de procurador, que desempeñaba Santiago de Melle, consistía en proveer, con ayuda de la Providencia, a las necesidades extremas de San Sixto, Pues el convento no contaba con renta alguna. Vivía de limosnas cotidianas, recogidas de puerta en puerta por los frailes. Una mañana Santiago de Melle vino a prevenir a Domingo diciéndole que no había nada en la casa para la comida, si no se echaba mano de dos o tres panes; ante esta noticia Domingo no perdió la serenidad; ordenó al procurador dividirse lo poco que había en cuarenta porciones, de acuerdo con el número de religiosos, y que tocase la campana llamando a comer a la hora acostumbrada. Al entrar en el refectorio, cada uno de los religiosos encontró un pedazo de pan en su sitio; se rezaron las oraciones de la bendición con mucha más alegría que de costumbre, y se sentaron. Domingo estaba en la mesa prioral, con los ojos de su corazón elevados hacia Dios. Después de unos instantes de espera, dos jóvenes vestidos de blanco aparecieron en el refectorio, y adelantándose hasta la mesa en donde estaba Domingo, depositaron los panes que habían traído en sus mantos.

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Este mismo milagro se renovó más tarde en circunstancias que hay que oír de la misma boca de los antiguos: “Cuando los religiosos habitaban aún junto a la iglesia de San Sixto, en número de cien, cierto día el bienaventurado Domingo ordenó a fray Juan de Calabria y a fray Alberto el Romano fuesen por la ciudad a buscar limosnas. Recorrieron inútilmente las calles desde la mañana hasta las tres de la tarde, hora en que volvieron el convento. Cuando ya estaban junto a la iglesia de San Anastasio encontraron una mujer que sentía una gran devoción por la Orden, la cual, al ver que nada llevaban, les dio un pan. “No quiero - les dijo - que volváis con las manos vacías”. Un poco más adelante encontraron a un hombre que les pidió limosna. Se excusaron diciéndole que nada tenían tampoco para ellos. Pero como el hombre insistiese, se dijeron uno al otro: “¿Para qué tenemos con un solo pan? Démoslo a este hombre por amor a Dios.” Le entregaron el pan, e inmediatamente le perdieron de vista. Al entrar en el convento, el piadoso Domingo, a quien el Espíritu Santo había revelado ya todo cuanto había sucedido, vino a su encuentro y les dijo alegremente: “Hijos míos, ¿No traéis nada?” “Nada, padre”, contestaron. Y le contaron todo cuanto había acaecido, y que el pan que llevaban lo habían dado a un pobre. Él entonces dijo: “era un ángel del Señor; el Señor sabrá alimentar bien a los tuyos; Vamos a orar.” entró en la iglesia, y saliendo al momento, dijo a los hermanos llamasen a la comunidad al refectorio. Los religiosos dijeron: “Padre santo, ¿Cómo queréis que les llamemos, si no hay nada que servir a la mesa?” Tardaron en cumplir la orden que habían recibido. Entonces el bienaventurado Domingo mandó llamar a fray Rogerio, encargado de la despensa, y le ordenó reuniese a todos para la comida, porque el Señor proveería a sus necesidades. Pusieron los manteles en las mesas, colocaron los vasos; y al dar la señal, Toda la comunidad entró en el refectorio. El bienaventurado padre pronunció las palabras de la bendición, y todos se sentaron: luego fray Enrique el Romano comenzó la lectura. Mientras tanto, el bienaventurado Domingo oraba con las manos juntas sobre la mesa, y de pronto, de acuerdo con lo que había prometido por inspiración del Espíritu Santo, dos bellos jóvenes, ministros de la Divina Providencia, entraron por medio del refectorio, llegando algunos panes en unas blancas alforjas que pendían de sus hombros. Comenzaron la distribución por las filas inferiores, uno por la derecha, el otro por la izquierda, dejando delante de cada cual un pan entero de admirable aspecto. Luego, al llegar al bienaventurado Domingo, depositaron ante él otro pan entero, inclinaron la cabeza y desaparecieron, sin que se haya sabido nunca de dónde vinieron ni a dónde fueron. El bienaventurado Domingo dijo, entonces: “Hermanos míos, comed el pan que el Señor os ha enviado.” después dijo a los hermanos que servían que trajeran el vino, y estos contestaron: “Padre santo, no queda.” entonces el bienaventurado Domingo, lleno de espíritu profético, les dijo: “Id al depósito y traed a vuestros hermanos el vino que el Señor les ha enviado.”Fueron, y encontraron el moyo lleno de vino hasta los bordes, un vino excelente que se apresuraron a llevar a la comunidad. Entonces el bienaventurado Domingo dijo: “bebed, hermanos míos, el vino que el Señor os ha enviado.” comieron y bebieron cuando quisieron aquel día, el siguiente y otro. Al terminar la comida del tercer día, hizo que diesen a los pobres cuánto pan y vino quedaba, no permitiendo que guardasen más en el convento. Durante aquellos tres días nadie salió a pedir limosna, porque el Señor había enviado pan y vino en abundancia. El bienaventurado padre dirigió a todos con tal ocasión un precioso discurso para que no desconfiasen jamás de la Divina Providencia, aún encontrándose en la mayor penuria. Fray Tancredo, prior del convento; fray Odón el Romaní, fray Enrique, del mismo lugar; fray Lorenzo, el de Inglaterra; fray Gaudión y fray Juan el Romano y muchos otros presenciaron este milagro, que contaron a sor Cecilia y demás religiosas que vivían aún en el monasterio de Santa María, a la otra parte del Tíber. Hasta les llevaron de aquel pan y de aquel vino, y las religiosas los conservaron durante largo tiempo como reliquias. Fray Alberto, a quien el bienaventurado Domingo había enviado a pedir limosna con un compañero, fue uno de los dos a quienes el bienaventurado Domingo predijo la muerte en Roma. El otro era fray Gregorio, hombre de gran belleza y de gracia perfecta. Fray Gregorio fue el primero que descansó en el Señor, después de haber recibido piadosamente los sacramentos. Tres días después, fray Alberto, también después de recibir los sacramentos piadosamente, salió de esta cárcel tenebrosa para elevarse al palacio del Cielo.” (Relato de sor Cecilia, n. 3.)

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Este ingenuo relato nos permite penetrar en el interior de la familia de San Sixto, y nos transporta mejor que todas las descripciones a los tiempos primitivos de la Orden. Por él vemos la manera como sin oro ni plata surgían populosos monasterios; la manera como la fe suplía la fortuna, y la exquisita sencillez con que vivían aquellos hombres, entre los cuales muchos habían habitado en palacios. Fray Tancredo, Prior de San Sixto, era un caballero de noble origen, agregado a la corte del emperador Federico II. Se encontraba en Bolonia a principios del año 1218, cuando Domingo envió algunos padres, como veremos a su tiempo y lugar, y un día, sin que supiese por qué, comenzó a pensar y considerar el peligro que corría su salvación eterna. Trastornado por este pensamiento súbito, dirigió una plegaria a la Santísima Virgen; la noche siguiente, Nuestra Señora se le apareció en sueños y le dijo: “Entra en mi Orden.” despertó y volvió a dormirse. En este segundo sueño vio dos hombres que vestían el hábito de Frailes Predicadores, y uno de ellos, ya anciano, le dijo: “Tú pides a la Santísima Virgen que te dirija por el camino de la salvación; ven a nosotros y te salvarás.” (Gerardo de Frachet: “Vida de los Hermanos”, lib IV, cap. XIV.) Tancredo, que no conocía aún el hábito de la Orden, creyó que era una ilusión. Se levantó a la mañana siguiente: rogó a su hostelero le condujese a una iglesia para oír misa. El hostelero le llevó a una pequeña iglesia llamada Santa María de Mascarella, que recientemente había sido donada a nuestros religiosos. Tan pronto entró en ella, encontró a dos frailes, en uno de los cuales reconoció inmediatamente al viejo que había visto en sueños. Después de haber arreglado todos sus asuntos, tomó el hábito, y vino a Roma a unirse a Domingo.

Fray Enrique, de quien se habla también en el relato de sor Cecilia, era un joven noble, romano. Sus padres, indignados porque se había entregado a la Orden, resolvieron arrebatárselo. Advertido Domingo de su intención, hizo salir al joven con algunos compañeros por la vía Nomentana. Pero sus padres se lanzaron en su persecución, llegando a la orilla del Anio cuando Enrique acababa de pasarlo. Al verse tan próximo a caer en sus manos, elevó su corazón a Dios, recomendándose a su protección por los méritos de su siervo Domingo. Inmediatamente las aguas del torrente se encresparon ante su vista, y en vano se empeñaron en franquearlo los caballeros que estaban en la otra orilla. Enrique volvió tranquilamente a San Sixto después que se hubieron retirado.

Fray Lorenzo de Inglaterra, otro de los testigos del milagro de los panes, era el mismo que Domingo había enviado a París al dispersar a sus religiosos. Volvió más tarde con Juan de Navarra. Otros dos, Domingo de Segovia y Miguel de Uzero, volvieron de España, en donde nada hicieron.

Entretanto, Honorio III había tomado con cariño el deseo de su antecesor de reunir en un solo monasterio, bajo una misma regla, a las religiosas esparcidas en diversos conventos de Roma, haciéndoselo saber a Domingo, como hombre que podía dirigir mejor obra tan difícil y llevarla a cabo. Domingo aceptó con tanto mayor gozo cuánto que la proposición del Papa era un medio para restituir san Sixto a su destino primitivo, fundando en él una comunidad de religiosas dominicas, siguiendo el modelo de Nuestra Señora de Prouille. Lo único que pidió fue que se nombrasen cardenales adjuntos para suplir la debilidad de su autoridad. El Papa le designó tres: Ugolino, obispo de Ostia; Esteban de Fossanova, titular de los Santos Apóstoles, y Nicolás, obispo tusculano. A cambio de la morada de San Sixto, le donó la iglesia y el monasterio de Santa Sabina, situado en el monte Aventino, al lado de su propio palacio. Los preparativos se efectuaban al mismo tiempo en Santa Sabina y San Sixto. En un monasterio para recibir a las religiosas, y en el otro para que se trasladasen los frailes.

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Domingo, ocupado por este doble cuidado, no se cansaba de continuar sus predicaciones. Un día que debía predicar en San Marcos, una mujer que tenía su hijo enfermo lo abandonó todo por venir a escuchar su palabra. Al salir del sermón, encontró a su hijo sin vida. Su esperanza fue tan pronta como su dolor. Tomó consigo una sirvienta para que le llevase el niño, y salió presurosa hacia San Sixto, sin tener tiempo para derramar una lágrima. Entrando en el patio del convento por la vía Apia, dejaban a la izquierda la iglesia y el monasterio, y tenían delante la puerta de una habitación baja y aislada a la que llamaban capítulo. Domingo estaba de pie en aquella puerta cuando la desgraciada madre llegaba al patio. Ella se lanzó a él, tomó al niño, le puso a los pies del santo, y con miradas y ruegos pidió la vida para su hijo. Domingo se retiró un momento hacia el interior del capítulo, volvió al umbral, hizo la señal de la cruz sobre el niño, se inclinó para tomarle por la mano, le levantó con vida y le devolvió a su madre, ordenándole no dijese a nadie lo que acababa de suceder. Pero la noticia se extendió por Roma inmediatamente. El Papa quiso que se publicase este milagro en todas las iglesias desde el púlpito; Domingo se opuso, amenazando con marcharse a vivir entre los infieles y abandonar Roma para siempre. Se habló mucho sobre este asunto, y la veneración que ya se tenía por él llegó a su colmo. Por donde pasaba, la gente le seguía como un ángel de Dios; tanto los grandes como el pueblo se estimaban felices en tocarle; le cortaban trozos de la capa para hacer reliquias, de manera que apenas le llegaba aquella a las rodillas. Algunas veces los religiosos se oponían a que le cortasen de tal manera los vestidos; Pero él les decía: “Dejadles, puesto que esa es su devoción.” (Relato de la hermana Cecilia, n. I.) fray Tancredo, fray Odón, fray Enrique, fray Gregorio, fray Alberto y otros muchos presenciaron aquel milagro.

Aunque era grande la santidad de Domingo, no allanaba todas las dificultades que encontraba la reunión de las religiosas romanas en san Sixto. La mayor parte de ellas rehusaron sacrificar la libertad que hasta entonces habían gozado de salir del claustro y visitar a sus parientes. Pero Dios vino en ayuda de su siervo. Había en Roma un monasterio de jóvenes llamado Santa María, a la otra parte del Tíber; en él se conservaba una de las imágenes de la Virgen atribuidas por la tradición al pincel de san Lucas. Aquella imagen era célebre y venerada por el pueblo, porque el Papa san Gregorio había vencido la plaga de la peste llevándola en procesión por la ciudad. Se creía también que después que el Papa Sergio III había ordenado la colocasen en la Basílica de San Juan de Letrán, había vuelto por sí misma a su antigua morada. La abadesa de aquel monasterio y todas las religiosas, excepto una, se ofrecieron voluntariamente a Domingo e hicieron profesión de obediencia ante él; pero con la condición de que se llevarían consigo la imagen de la Santísima Virgen, y que si la imagen abandonaba san Sixto por sí misma para volver a su iglesia primitiva, su voto de obediencia quedaría nublado. Domingo aceptó la condición, y en virtud de la autoridad que acababan de confiarle, les prohibió franqueasen desde entonces el umbral del convento. Estas jóvenes pertenecían a la más alta nobleza de Roma.

Cuando sus padres se enteraron del compromiso que habían contraído y el nuevo intento de la reforma, vinieron a Santa María para disuadirlas del cumplimiento de cuanto habían prometido. Cegados por la pasión, trataron a Domingo de desconocido y aventurero. Sus discursos quebraron los ánimos de las religiosas; muchas de ellas se arrepintieron del voto que habían hecho. Domingo, que había sido advertido interiormente, llegó una mañana a verlas, y después de haber celebrado misa y pronunciado un sermón, les dijo: “Sé, hijas mías, que sentís haber tomado aquella resolución y que queréis salir del camino del Señor. Aquellas de entre vosotras que continúen fieles a su promesa, harán de nuevo profesión ante mí.” (Relato de Sor Cecilia, número 13.) entonces, todas a la vez, con la abadesa a la cabeza, renovaron el acto que las despojaba de su libertad. Domingo tomó las llaves del convento, Y puso en él hermanos conversos para que lo vigilasen día y noche, prohibiendo a las hermanas hablar, a quien quiera que fuese, sin testigos de allí en adelante.

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Así las cosas, se reunieron en san Sixto el día de ceniza, 28 de febrero del año 1218, los cardenales Ugolino, Esteban de Fossanova y Nicolás, siendo Pascua en dicho año el 15 de abril. La abadesa de Santa María del Tíber, por su parte, fue con sus religiosas para resignar solemnemente su oficio y ceder a Domingo y sus compañeros todos sus derechos sobre el convento. “Estando el bienaventurado Domingo reunido con los cardenales, en presencia de la abadesa y sus religiosas, entró precipitadamente un hombre mesándose los cabellos y lanzando grandes gritos. Le preguntaron qué ocurría, y contestó: “¡el sobrino de monseñor Esteban ha caído del caballo, y se ha matado!” El joven de que se hablaba se llamaba Napoleón. Al oír la noticia, su tío se inclinó desfallecido sobre el pecho del santo patriarca. Acudieron a socorrerle; el bienaventurado Domingo se levantó, le roció con agua bendita; y dejándole en brazos de otros, corrió hacia el lugar en donde yacía el cuerpo del joven horriblemente destrozado. Ordenó le transportasen a una habitación separada y que le encerrasen en ella. Luego dijo a fray Tancredo y a los demás padres que lo preparasen todo para la misa. El bienaventurado Domingo, los cardenales, los religiosos, la abadesa y las religiosas se dirigieron, pues, al lugar en donde estaba el altar, y el bienaventurado Domingo celebró con gran abundancia de lágrimas. Pero cuando llegó a la elevación del cuerpo del Señor, teniéndolo en alto en sus manos, según la costumbre, se le vio elevarse de la tierra a un codo de altura; al verle fueron todos presa de gran estupor. Terminada la misa, volvió a ver el cuerpo del difunto, acompañado de los cardenales, la abadesa, las religiosas y todos cuando se encontraban en la iglesia, y cuando llegó a su lado arregló sus miembros, uno tras otro, con su santas manos; luego se prosternó en tierra, orando y llorando. Tres veces tocó la cara y los miembros del difunto para colocarlos en su lugar, y tres veces se prosternó. Cuando se levantó por tercera vez, hizo la señal de la cruz sobre el muerto; y estando en pie al lado de su cabeza, con las manos tendidas hacia el cielo, elevó su cuerpo de la tierra más de un codo, exclamando en altavoz: “¡Oh joven Napoleón! te digo en nombre de Nuestro Señor Jesucristo que te levantes!” inmediatamente a la vista de todos cuantos había atraído tan sorprendente espectáculo, el joven se levantó sano y salvo, y dijo al bienaventurado Domingo: “Padre, dadme de comer.” el bienaventurado Domingo le dio de comer y de beber, y le devolvió gozoso y sin ninguna señal de herida a su tío el cardenal.” (Relato de sor Cecilia, n. 2.)

Cuatro días después, el primer Domingo de Cuaresma, las religiosas de Santa María del Tíber, otras religiosas del monasterio de Santa Bibiana y de diversos conventos y algunas mujeres del pueblo, entraron en san Sixto, en donde santo Domingo les dio el hábito de la Orden. Entre todas eran cuarenta y cuatro. Había entre ellas una hermana de Santa María del Tíber. A ella le debemos los principales rasgos de la vida del santo patriarca en aquella época. Ella nos los ha conservado en una memoria escrita que dictó, la cual es una obra maestra de narración sencilla y verídica.

La noche del mismo día en que las religiosas entraron en san Sixto, fue transferida a este lugar la imagen de Santa María del Tíber. La trasladaron de noche, porque los romanos se oponían a este cambio. Domingo, acompañado por los cardenales Esteban y Nicolás, precedido y seguido por mucha gente que llevaba velas, conducía la imagen sobre sus hombros. Todos iban descalzos. Las religiosas, descalzas y rezando, esperaban la imagen en San Sixto en cuya iglesia se instaló felizmente.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Todos estos hechos, comprendiendo el viaje de Francia a Roma, tuvieron lugar dentro del espacio de cinco a seis meses, desde el 11 de septiembre de 1217 a principios de marzo del año siguiente. Sin embargo, a pesar de tantas ocupaciones y deberes, Domingo encontraba aún tiempo para entregarse a obras particulares de caridad. Iba con frecuencia a visitar a las “reclusas”, es decir, a las mujeres que voluntariamente se habían encerrado en huecos de murallas para no salir de ellos jamás. Estas mujeres se encontraban en diversos puntos de la ciudad, en las laderas desiertas del monte Palatino, en el fondo de las antiguas torres de guerra, en los arcos de los acueductos en ruinas, como centinelas de la eternidad destacadas en aquellos restos. Domingo iba a visitarlas al caer de la tarde; les llevaba en su corazón aumento de fuerzas que había reservado en él para ellas; después de haber hablado a la muchedumbre, iba a hablar a la soledad. Una de estas reclusas, llamada Lucía, que habitaba detrás de la iglesia de san Anastasio, en el camino de San Sixto, sufría de un mal devorador en un brazo, qué dejaba al descubierto el hueso. Domingo la curó una tarde con una simple bendición. Otra, cuyo pecho estaba comido por los gusanos, tenía su alojamiento en una torre vecina a la puerta de San Juan de Letrán. Domingo la confesaba, y de cuando en cuando le llevaba la sagrada Eucaristía. Una vez le rogó le dejase ver uno de los gusanos que la atormentaban y que ella guardaba amorosamente en su seno, como enviado por la Providencia. Bona (así se llamaba esta mujer) consintió el deseo de Domingo; pero el gusano se convirtió en una piedra preciosa en manos del taumaturgo, y el pecho de Bona quedó purificado y sano como el de un niño.

Domingo estaba entonces en el esplendor de la madurez. Su cuerpo y alma habían llegado a esa época de la vida en que la incipiente vejez constituye una perfección y una gracia del vigor. “De mediana estatura, delgado talle, cara bella y un poco coloreado por la sangre; cabellos y barbas de una rubicundez bastante viva y bonitos ojos. En la frente, entre las cejas, surgía cierta luz radiante que atraía el respeto y el amor. Estaba siempre alegre, y era agradable, excepto cuando sentía compasión por alguna aflicción del prójimo. Sus manos eran largas y bellas; su voz, alta, noble y sonora. No fue nunca calvo, y toda su corona religiosa estaba sembrada por algunos cabellos blancos.” (Relato de sor Cecilia, n. 14.)

Así nos lo pinta sor Cecilia, que le conoció en aquellos heroicos tiempos de San Sixto y Santa Sabina.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO XII - Estancia de Domingo en Santa Sabina - san Jacinto y el beato Ceslao entran en la Orden - Unción del beato Reginaldo por la Santísima Virgen

La iglesia de Santa Sabina, junto a la cual habitaban los dominicos desde su salida de San Sixto, está dirigida en el monte Aventino. Un antigua inscripción nos atestigua fue fundada durante el pontificado de Celestino I, a principios del siglo V, por un sacerdote de Iliria llamado Pedro. Sus muros se elevaban sobre el lugar más alto y más abrupto del monte, por encima de la estrecha ribera en que el Tíber rumorea en su camino hacia Roma, rozando sus olas los restos del puente que Horacio Cocles defendió contra Porsena. Dos hileras de columnas antiguas, que soportan un techo sin adornos, dividen la iglesia en tres naves, terminadas cada una de ellas por un altar. Esta era la basílica primitiva en toda la gloria de su sencillez. Las reliquias de Santa Sabina, que murió por Jesucristo en tiempos de Adriano, descansan bajo el altar mayor, todo lo cerca posible al lugar de su martirio, indicado por la tradición. Otros huesos preciosos figuraban al lado de los suyos. La iglesia tocaba al palacio de los Sabelli, ocupado entonces por Honorio III, sitio en donde había sido fechada la bula de aprobación de nuestra Orden. Desde las ventanas de esta habitación, una parte de la cual había sido cedida a Domingo, la vista caía sobre el interior de Roma y se detenía en las colinas del Vaticano. 12 rampas sinuosas conducían a la ciudad: una descendía hacia el Tíber; la otra. Hacia uno de los ángulos del monte Palatino, cerca de la iglesia de Santa Anastasia. Este era el camino que Domingo seguía casi a diario de Santa Sabina a San Sixto. Ninguna senda terrestre conserva más huellas de sus pasos, pues casi todos los días, durante más de seis meses, descendía o remontaba la pendiente, llevando de uno al otro convento el ardor de su caridad.

Cuando el viajero entra en Santa Sabina, que continúa siendo una de las obras maestras de Roma, y visita con cuidado las piadosas naves, observa en una capilla lateral unos frascos antiguos. Uno de ellos representa a nuestro padre santo Domingo dando el hábito a un joven arrodillado ante él, mientras otro joven está tendido en tierra; tanto la cara del uno como la del otro quedan ocultas a la vista del espectador; y, no obstante, ambos causan la misma emoción. Esos dos jóvenes son dos polacos: Jacinto y Ceslao Odrowaz. habían acompañado a Roma a su tío Yvo Odrowaz, obispo electo de Cracovia, Y conducidos probablemente a San Sixto por el cardenal Ugolino, antiguo condiscípulo de Yvo en la universidad de París, asistieron a la resurrección del joven Napoleón. El obispo rogó a Domingo inmediatamente le diese algunos religiosos para llevarlos él consigo a Polonia. El santo le objetó que no había ninguno que estuviese iniciado en la lengua y costumbres polacas y que si alguien de los suyos quisiera tomar el hábito, este sería el mejor medio para propagar la Orden en Polonia y los países del Norte. Jacinto y Ceslao se ofrecieron entonces espontáneamente. Se cree que eran hermanos; pero está fuera de dudas que pertenecían a la misma familia. Su corazón se parecía como se parecía su sangre. Consagrados a Jesucristo por el sacerdocio, honraron a su Maestro a los ojos de su patria, y la juventud en ellos no era sino una virtud más. Jacinto era canónigo de la iglesia de Cracovia; Ceslao, prefecto o preboste de la iglesia de Sandomira. Ambos tomaron el hábito juntos en la iglesia de Santa Sabina, juntamente con otros dos compañeros de viaje, conocidos en la historia de los dominicos con los nombres de Enrique de Moravia y Hermán de Teutona. Polonia y Alemania, únicos países de Europa que no habían dado aún hijos a la Orden de Predicadores, le aportaron atendía su tributo sobre esta colina misteriosa que los romanos no habían comprendido en su sagrado recinto, y cuyo nombre significa “mansión de pájaros”. (“Dirarum nidis domus opportuna volucrum.” Virg. Aen., lib. VIII.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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¡Cuán grandes y sencillos son los caminos de Dios! Ugolino Conti de Italia e Yvo Odrowaz de Polonia se encontraron en la universidad de París. Allí pasaron juntos algunos días de su juventud; luego, el tiempo, que confirma o rompe la amistad lo mismo que todas las cosas, puso entre sus corazones un abismo de más de cuarenta años. Yvo, elevado al episcopado, se vio obligado a ir a Roma, y en ella encontró al purpurado amigo de pasados años. El cardenal condujo un día a su amigo a la iglesia de San Sixto para darle a conocer a un hombre cuyo nombre no había oído nunca, y aquel mismo día la virtud de aquel hombre se manifestó de improviso por el acto más elevado del poder, por un acto de soberanía sobre la vida y sobre la muerte. Yvo, subyugado, pide a Domingo alguno de sus compañeros, sin saber que en tiempo pasado había ido a París para procurar a Domingo algunos de sus compañeros, y que ahora venía a Roma trayéndole cuatro nobles jóvenes del septentrión, predestinados por Dios para sembrar conventos de Predicadores en Alemania, Polonia, Prusia y hasta en el corazón de Rusia.

Jacinto y sus acompañantes estuvieron poco tiempo en Santa Sabina. En cuanto estuvieron suficientemente instruidos sobre las reglas de la Orden, marcharon con el obispo de Cracovia. Al pasar por Friesach, ciudad de la antigua Nórica, situada entre el Drave y el Muhr, viéronse impulsados por el Espíritu Santo a anunciar en aquella comarca la palabra de Dios. Su predicación cambio aquel país de punta a cabo. Animados por el éxito, tuvieron la idea de erigir allí un convento. En seis meses lo lograron, dejándolo bajo la dirección de Hermán, el teutón, poblado ya por muchos habitantes. A su vuelta a Cracovia, el obispo les donó una vivienda para que la convirtiesen en convento; era aquella una casa de madera que dependía del obispado. Estas fueron las primicias de la Orden en las regiones septentrionales. Ceslao fundó los conventos de Praga y de Breslau, y Jacinto plantó las tiendas dominicanas hasta la región de Kiev, ante los ojos de los cismáticos griegos y el rumor de las invasiones tártaras.

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InHocSignoVinces
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

Tanto el norte como el sur parecía habían entablado competencia en cuanto a ver cuál de los dos enviaba a Domingo mejores trabajadores. Había entonces en Francia un célebre doctor llamado Reginaldo, que había enseñado Derecho canónico en París durante cinco años, y que a la sazón era deán del cabildo de San Aniano de Orleans. En el año 1218 fue a Roma para visitar el sepulcro de los Santos Apóstoles, proponiéndose marchar luego a Jerusalén para venerar allí el del Señor. Pero esta doble peregrinación no era más que el preludio de un nuevo género de vida que había resuelto abrazar. “Dios le había inspirado el deseo de abandonarlo todo para dedicarse a la predicación del Evangelio y se estaba preparando para este ministerio, sin saber aún de qué manera lo cumpliría, Pues ignoraba hubiera sido instituida una Orden de Predicadores. Sucedió que en una conversación confidencial que sostuvo con un cardenal, abrió su corazón sobre este asunto, diciéndole pensaba abandonarlo todo para predicar la doctrina de Jesucristo por todas partes en estado de pobreza voluntaria. Entonces el cardenal le dijo: “precisamente acaba de constituirse una Orden que tiene por fin unir la práctica de la pobreza al oficio de la predicación, Y tenemos en la ciudad al General de la nueva Orden, que se ocupa en anunciar la palabra de Dios.” al oír esto el maestro Reginaldo, se apresuró a ir en busca del bienaventurado Domingo y revelarle el secreto de su alma. La vista del santo y la gracia de sus discursos le sedujeron, y resolvió desde aquel momento a entrar en la Orden. Pero la adversidad, que es lo que sirve de prueba a todos los santos proyectos, no tardó en oponerse al suyo. Enfermó tan gravemente, que la naturaleza parecía sucumbir bajo los asaltos de la muerte; tanto, que los médicos desesperaban de salvarle. El bienaventurado Domingo, afligido al considerar la pérdida de aquel cuyos servicios no había podido utilizar aún, se dirigió a la Divina Misericordia con insistencia, suplicándole, según contó luego a sus hermanos, no le privase de un hijo que había sido más bien concebido que nacido, y le concediese la vida, al menos por algún tiempo. Mientras oraba dirigiendo esta súplica, la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios y Señora del mundo, acompañada por dos jóvenes de una belleza inconmensurable, se apareció al maestro Reginaldo, despierto y consumido por el ardor de la fiebre, oyó a la Reina del Cielo que le decía: “Pídeme lo que quieras y te lo concederé.” Al comenzar a deliberar, una de las jóvenes que acompañaban a la Bienaventurada Virgen le sugirió la idea de no pedir nada, si no entregarse a la voluntad de la Reina de la Misericordia, cosa que aceptó de muy buena gana. Entonces aquella, extendiendo su mano virginal, le hizo una unción sobre los ojos, las orejas, la nariz, la boca, las manos, los riñones y los pies, pronunciando al mismo tiempo palabras apropiadas a cada una de las unciones. Sólo he podido comprender las palabras relativas a la unción de los riñones y de los pies. Al tocar los riñones dijo: “ciñan tus lomos el cordón de la castidad”, y al tocar los pies dijo: “un hijo tus pies para la predicación del Evangelio de paz.” luego le mostró el hábito de los Frailes Predicadores, diciéndole: “he aquí el hábito de tu Orden”, y desapareció ante sus ojos. Reginaldo se sintió curado al momento, ungido como lo había sido por la Madre de Aquel que posee el secreto de toda salvación. A la mañana siguiente, cuando Domingo vino a verle y le preguntó familiarmente cómo se encontraba, respondió que no sentía ya mal alguno, y le contó su visión. Ambos dieron juntos devotamente gracias a Dios, Que hiere y cura las heridas." (el beato Humberto: “Vida de Santo Domingo”.)

Dos días después, estando Reginaldo sentado con Domingo y un religioso de la Orden de los Hospitalarios, se renovó la unción milagrosa en él en presencia de aquellos, como si la augusta Madre de Dios concediese a aquel acto una considerable importancia y hubiese querido llevarlo a efecto ante testigos. En efecto: Reginaldo era en este caso el representante de la Orden de Religiosos Predicadores, y la Reina del Cielo y de la tierra contraía una alianza en su persona con la Orden entera. El rosario había sido el primer signo de esta alianza, y la joya de la Orden en el momento de su bautismo; la unción de Reginaldo, indicio de virilidad y confirmación, debía ser también un signo duradero y conmemorativo. Por eso la Bienaventurada Virgen, al presentar al nuevo predicador el hábito de la Orden, no se lo presentó tal como se llevaba entonces, sino con un cambio notable que es necesario explicar.

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