VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Desde el punto de vista administrativo, cada convento debería estar gobernado por un prior conventual; cada provincia, compuesta por cierto número de conventos, por un prior provincial; la Orden entera, por un jefe único que, más tarde recibió el nombre de Maestro General. La autoridad, descendiendo desde lo más elevado y unida al trono del mismo sumo Pontífice, debía fortalecer todos los grados de esta jerarquía, mientras la elección, remontándose desde abajo hasta la cumbre, mantendría entre la obediencia y el mando el espíritu de fraternidad. De esta manera brillaría sobre la frente de todo depositario del poder un doble signo: la elección de sus hermanos y la confirmación del poder superior. La elección del prior pertenecería a su convento; la del provincial, a la provincia, representada por los priores y un diputado de cada convento; y a la Orden entera, representada por los provinciales y dos diputados de cada provincia, correspondía la del Maestro General, y, por una progresión contraria, el Maestro General confirmaría al prior de la provincia, y este último al prior del convento. Todas las funciones eran temporales, excepto la suprema, a fin de que la Providencia y estabilidad se uniese a la emulación del cambio. A intervalos cortos se celebrarían capítulos generales, con objeto de equilibrar el poder del Maestro General; y los capítulos provinciales, el correspondiente al prior provincial; al prior conventual se le proporcionaba un consejo para que le ayudase en el desempeño de los deberes más importantes de su cargo. La experiencia ha probado la sabiduría de este modo de gobernar. Por este medio la Orden de Frailes Predicadores ha cumplido libremente sus destinos, preservada de la licencia lo mismo que de la opresión. El respeto sincero a la autoridad se alía con la franqueza y la naturalidad, que releva desde el primer momento al cristiano libertado del temor por medio del amor. La mayor parte de las Órdenes religiosas han sufrido reformas que las han dividido en distintas ramas: la de Predicadores indivisa por las vicisitudes de seis siglos de existencia. Ha visto crecer sus ramas vigorosas en todo el universo, sin que una sola se haya separado nunca del tronco que la ha nutrido.

Quedaba la cuestión de saber la manera cómo la Orden proveería a su subsistencia. Domingo, desde el primer día de su apostolado, había dejado esta cuestión al cuidado de la bondad de Dios. Había vivido de limosnas cotidianas y revertido sobre el monasterio de Prouille todas las liberalidades que superaban los límites de sus necesidades del momento. Al fin, después de haber visto crecer a su familia espiritual, fue cuando aceptó de Foulques la sexta parte de los diezmos de la diócesis de Tolosa, y del conde de Montfort la tierra de Cassanel. Pero todos sus recuerdos y todo su corazón estaban del lado de la pobreza. Veía demasiado bien las llagas que la opulencia había causado a la Iglesia para desear a su Orden otra riqueza que no fuera la de la virtud. Sin embargo, la Asamblea de Prouille confío al porvenir el definitivo establecimiento de la mendicidad. Domingo temía, sin duda, algún obstáculo por parte de Roma ante pensamiento tan atrevido, y prefirió reservar su ejecución a época que no fuese tan crítica.

Tales fueron las leyes fundamentales consagradas por los patriarcas del instituto dominicano. Comparándolas con las de los canónigos regulares Premonstratenses, se veía, a pesar de la diversidad de su objeto, semejanzas que atestiguaban que Domingo había estudiado cuidadosamente la obra de san Norberto. Es probable el Cabildo de Osma tuviera esta ocasión, y que la reforma premonstratense sirviera de modelo a la reforma de aquel cabildo.

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Entretanto, Foulques, cuya mano no se cansaba de abrirse en favor de los deseos de Domingo, le dio tres iglesias de una sola vez: una en Tolosa, bajo la invocación de san Román, mártir; otra en Pamiers; y la tercera situada entre Soreze y Puy-Laurens, conocida por el nombre de Nuestra Señora de Lescure. Cada una de estas Iglesias estaba destinada a recibir un convento de religiosos Predicadores; la última de ellas no llegó a poseerlo, y la de Pamiers lo tuvo muy tarde, en 1269. Convenía, como ya hemos dicho, que la grande y herética Tolosa viese fundar dentro de sus muros el primer convento dominico de la línea masculina. Aunque los padres estuvieron reunidos desde el año precedente en una misma casa, esta casa no tenía nada de monasterio, propiamente dicho, conocer la vida que en ella se observaba, y era preciso poner de acuerdo la vida y la habitación. Adosado a la iglesia de San Román se elevó rápidamente un claustro modesto. Un claustro es un patio rodeado de un pórtico. En medio del patio, de acuerdo con las antiguas tradiciones, debía haber un pozo, símbolo de aquella agua viva de la Escritura que “resurge a la vida eterna”. Bajo las losas del pórtico se abrirían las sepulturas; a lo largo de los muros se grabarían inscripciones funerarias; en el arco formado por el nacimiento de las bóvedas se pintarían los actos de los santos de la Orden o del monasterio. Este lugar era sagrado; los mismos religiosos no pasarían por él sino en silencio, teniendo en la mente el pensamiento de la muerte y la memoria de sus antepasados. La sacristía, el refectorio, las grandes salas comunes rodeaban esta grave galería, que comunicaba también con la iglesia por medio de dos puertas: una que daba acceso al coro; la otra, a las naves. Una escalera conducía a los pisos superiores, construidos encima del pórtico, siguiendo el mismo plan. Cuatro ventanas, abiertas en los cuatro lados de los corredores, procuraban abundante luz; cuatro lámparas proyectaban sus rayos durante la noche. A lo largo de estos corredores, altos y anchos, cuyo único lujo debe ser la limpieza, la vista extasiada descubría a derecha e izquierda una hilera simétrica de puertas exactamente iguales. En el espacio que la separaba pendían antiguos cuadros, mapas geográficos, planos de ciudades y viejos castillos, el catálogo de los monasterios de la Orden, mil recuerdos sencillos del Cielo y de la tierra.

Al tañido de una campana todas aquellas puertas se abrían con una especie de suavidad y de respeto. Viejos encanecidos y serenos, hombres de precoz madurez, adolescentes en los que la penitencia y la juventud formaban un matiz de belleza desconocida para el mundo de todas las épocas de la vida, aparecían llevando el mismo hábito. La celda de los cenobitas era pobre, bastante grande para contener un jergón de paja o crin, una mesa y dos sillas; un crucifijo y algunas imágenes piadosas era lo que les servía de adorno. De este sepulcro, que habitaba durante sus años mortales, pasaba el religioso a la tumba que precede a la inmortalidad. En aquel lugar no se encontraba separado de sus hermanos, tanto vivos como muertos. Se le enterraba, envuelto en sus hábitos, bajo las losas del coro; sus cenizas se mezclaban con las cenizas de sus antepasados, mientras las alabanzas del Señor, cantadas por sus contemporáneos y descendientes del claustro, conmovían aún lo que quedarse sensible en sus restos. ¡Oh amables y santas casas! Sobre la tierra, se han erigido sublimes sepulturas, se han hecho para Dios moradas casi divinas; pero el arte y el corazón del hombre no han ido nunca más lejos que en la creación del monasterio.

El de San Román era habitable a fines del mes de agosto del año 1216. Era de humilde estructura. Las celdas medían seis pies de anchura y un poco menos de longitud; sus tabiques no tenían ni la altura de un hombre, para que los religiosos, aunque dedicados a sus oficios con libertad, estuviesen siempre semipresentes unos a otros. Todos los muebles eran modestos. La Orden conservó este convento hasta 1232. En esta época los dominicos de Tolosa se trasladaron a una casa y una iglesia más espaciosas, de las que los despojó la revolución francesa y cuyos magníficos rostros sirven hoy de cuartel y almacenes.

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CAPÍTULO IX -Tercer viaje de santo Domingo a Roma - Confirmación de la Orden por Honorio III - Enseñanza de santo Domingo en el palacio del Papa

Mientras se edificaba rápidamente a la vista de Domingo el convento de San Román, una noticia imprevista vino a entristecer el corazón del santo patriarca. Inocencio III había muerto en Perugia el 16 de julio; y dos días después, el cardenal Conti, de la antigua raza de los Sabelli, había ascendido, tras una elección precipitada, al solio pontificio, tomando el nombre de Honorio III. Aquella pérdida privaba los asuntos dominicanos de un protector seguro, exponiéndoles a todos a los cambios inherentes a una nueva corte. Inocencio III pertenecía aquella escasa familia de hombres que la Providencia había concedido a Domingo para que pudieran apreciar y ayudar su obra; era de la sangre de Azevedo, Foulques y Montfort, generosa constelación cuyos astros se apagaron uno tras otro. Azevedo fue el primero en desaparecer, llevando consigo el tejido desecho de sus heroicos deseos; Y ahora que Domingo había laboriosamente reunido a sus hijos bajo los auspicios de Inocencio III, este gran Papa se eclipsaba a su vez, sin haber consumado su obra, cuyo sello final se había propuesto aplicar. Pero esta prueba fue de corta duración. Domingo cruzó los Alpes por tercera vez, y pronto obtuvo del nuevo Pontífice, a pesar de los obstáculos de la nueva administración, el premio debido a sus largos trabajos. El 22 de diciembre del año 1216, su Orden fue solemnemente confirmada por dos bulas, cuyo texto glorioso es el siguiente:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a sus queridos hijos Domingo, prior de San Román, de Tolosa, y sus religiosos presentes y futuros que hicieren profesión de vida regular, salud y bendición apostólica. Conviene colocar bajo la salvaguardia apostólica a los que abracen la vida religiosa, por temor a que los ataques temerarios no les desvíen de su designio o deshagan, Dios no lo quiera, la fuerza sagrada de la religión. Por esto, queridos hermanos en el Señor, accedemos sin trabajo a vuestras justas aspiraciones, y por el presente privilegio recibimos bajo la protección del bienaventurado apóstol Pedro y la nuestra, a la iglesia de San Román, de Tolosa, en la cual os habéis consagrado al servicio divino. Nos estatuimos, en primer lugar, que la Orden canónica establecida en dicha iglesia, de acuerdo con Dios y la regla de san Agustín, se observe perpetua e inviolablemente, y, además, que los bienes justamente adquiridos por esta iglesia, o que pudieren serle concedidos por concesiones de Pontífices, largueza de reyes y príncipes, donaciones de fieles y de cualquiera manera que fuere, con tal que fuere legítima, continúen firmes e intactos en vuestras manos y las de vuestros sucesores. Hemos creído también útil designar determinadamente las posesiones siguientes, a saber: el lugar mismo en donde está situada la iglesia de San Román, con todas sus dependencias; la iglesia de Prouille, con todas sus dependencias: la Iglesia de Nuestra Señora de Lescure, con todas sus dependencias; el hospital de Tolosa llamado Arnaud-Bérard, con todas sus dependencias, y los diezmos que nuestro venerable hermano Foulques, obispo de Tolosa, con su piadosa y previsora liberalidad, os ha pedido con el consentimiento de su Cabildo, como puede verse por sus actas. Que nadie presuma poder exigiros los diezmos, ya se trate de los campos que cultiváis con vuestras propias manos o a vuestras expensas, ya del producto de vuestros ganados. Os permitimos recibáis y retengáis entre vosotros, sin temor a contradicciones, a los clérigos y laicos deseosos de abandonar la vida secular, con tal de que no estén ligados a ella por otros compromisos. Prohibimos a vuestros religiosos, después que hayan profesado, pasen a contraer otros lazos sin la licencia de su prior, a no ser para abrazar una religión más austera, y, quienquiera que fuere, admitir estos tránsfugas sin vuestro consentimiento. Os ocuparéis del servicio de las iglesias parroquiales que os pertenecen, eligiendo y presentando al obispo diocesano sacerdotes dignos de obtener de su mano el gobierno de las almas, y los cuales serán responsables ante él de las cosas temporales. Prohibimos se imponga a vuestra iglesia nuevas e inusitadas cargas, ni que se castigue, tanto a ella como a vosotros, con sentencias de excomunión y censura, a no ser debido a causa manifiesta y razonable. Si se fulminase una censura general, podréis celebrar el divino oficio en voz baja, sin campanas y a puerta cerrada, después de haber hecho salir a los excomulgados y censurados. En cuanto al crisma, los santos óleos, la consagración de los altares o basílicas, la ordenación de vuestros sacerdotes, los recibiréis del obispo diocesano, sí fuere católico, en la gracia y comunión de la Santa Sede, y que consienta concedéroslo sin condiciones injustas; en caso contrario, os dirigiréis a un obispo católico, al que os plazca elegir, con tal que esté en gracia y comunión con la Santa Sede, y satisfará vuestras demandas en virtud de nuestra autoridad. Os concedemos la libertad de sepultura en vuestra iglesia, ordenando que nadie se oponga a la devolución y última voluntad de aquellos que quieran ser enterrados en ella, a menos que no hayan sido censurados o excomulgados y salvo el derecho de las iglesias a que pertenezca el hacerse cargo de los cuerpos de los cuerpos de los difuntos. A vuestra muerte y a la de vuestros sucesores que ocupen el cargo de prior del mismo lugar, nadie pretenderá el gobierno aprovechando astucia o violencia, sino solamente aquel que haya sido elegido con el consentimiento de todos o de la mayor y mejor parte de los frailes, de acuerdo con Dios y la regla de san Agustín. También ratificamos las libertades, inmunidades y costumbres razonables antiguamente introducidas en vuestra iglesia y conservadas hasta el día de hoy, y queremos que sean siempre inviolables. Que nadie, pues, entre los hombres ose molestar a esta iglesia, quitarle y retener sus bienes, disminuirlos o sujetarles a vejámenes, sino que queden intactos para el empleo y sostenimiento de aquellos a quienes han sido concedidos, salvo la autoridad apostólica y la jurisdicción canónica del obispo diocesano. Si alguna persona, eclesiástica o secular, conociendo esta constitución que acabamos de escribir, no teme quebrantarla, y, después de advertida por segunda y tercera vez, rehusase satisfacerla, quedará privada de todo poder y honor, y debe tener entendido que se ha hecho culpable de iniquidad ante el juicio divino; Entonces será separada de la comunión del cuerpo y de la sangre de nuestro Dios, Señor y Redentor Jesucristo, y en el juicio final sufrirá una severa pena. Aquellos que, por el contrario, conserven a este lugar sus derechos, la paz de Nuestro Señor Jesucristo sea con ellos, reciban en este mundo el fruto de una buena acción y del juez soberano una recompensa eterna. Así sea”. (“Bulario de la Orden de Predicadores”, página 2.)

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La segunda bula, documento tan corto como profético, está concebida en los siguientes términos:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a su querido hijo Domingo, prior de la iglesia de San Román de Tolosa, y a vuestros religiosos qué han hecho y hagan profesión de vida regular, salud y bendición apostólica. Nos, considerando que los frailes de vuestra Orden serán los campeones de la fe y verdaderas lumbreras del mundo, confirmamos vuestra Orden, con todas sus tierras y posesiones presentes y futuras, y tomamos bajo nuestro gobierno y protección la Orden misma, con todos tus bienes y todos sus derechos”. (“Bulario de la Orden de Predicadores”, pág. 4.)

Estas dos bulas fueron dadas el mismo día en Santa Sabina. La primera, además de la firma de Honorio, está revestida con la de diez y ocho cardenales. Por muy favorable que fuese su contenido, los deseos de Domingo no habían sido colmados del todo, pues deseaba que el nombre mismo de su Orden fuese testimonio perpetuo del objeto que se había propuesto al instituirla. A partir del origen de su apostolado se había complacido con el uso de la palabra “predicador”. Se ve, por un acto de homenaje al cual asistió el 21 de junio de 1211, qué servía de un sello en el que estaban grabadas estas palabras: “Sello de fray Domingo, Predicador”. Cuando vino a Roma en tiempos del Concilio de Letrán, se proponía, dice el bienaventurado Jordán de Sajonia, obtener del Papa una Orden que tuviera por “oficio y por nombre el de Predicadores”. En aquella época tuvo lugar un acontecimiento notable. Inocencio III, que acababa de animar a Domingo con una aprobación verbal, tuvo necesidad de escribirle. Llamó a su secretario y le dijo: “Escribe sobre estas cosas al hermano Domingo y a sus compañeros”; y deteniéndose un poco, dijo: “No escribas así, sino de esta manera: A fray Domingo y aquellos que predican con él en la región de Tolosa”; luego, deteniéndose de nuevo, dijo: “Escribe de esta manera: al Maestro Domingo y a los frailes Predicadores”. (Esteban de Salanhac: “De las cuatro cosas que Dios ha honrado a la Orden de Predicadores”.) Sin embargo, Honorio, en sus bulas, se abstuvo de dar a la nueva Orden ninguna denominación.

Sin duda, para reparar este silencio, un mes más tarde, el 26 de enero de 1217, dictó las cartas siguientes:

“Honorio, obispo, siervo de los siervos de Dios, a sus queridos hijos el prior y frailes de San Román, salud y bendición apostólica. Nos rendimos digna acción de gracias al dispensador de todos los dones por el que os ha concedido, y en el cual esperamos veros perseverar hasta el fin. Consumidos interiormente por el fuego de la caridad, esparcís al exterior una fama edificante que regocija los corazones sanos y cura a cuantos están enfermos. Vosotros les presentáis, cómo hábiles médicos, mandrágoras espirituales que les preservan de la esterilidad; es decir, la semilla de la palabra de Dios, caldeada por una saludable elocuencia. Fieles servidores, El talento que os ha sido confiado fructifica en vuestras manos, y lo restituiréis al Señor con superabundancia. Como atletas invencibles de Cristo, lleváis el escudo de la fe y el casco de la salvación sin temor a aquellos que pueden matar el cuerpo, empleando con magnanimidad contra los enemigos de la fe esta palabra de Dios, que va más lejos que la espada más afilada, y odiando vuestras almas en este mundo para encontrarlas en la vida eterna. Pero puesto que es el fin, y no el combate, lo que corona, y que sólo la perseverancia recoge el fruto de todas las virtudes, rogamos y exhortamos seriamente vuestra caridad con estas cartas apostólicas, y para la remisión de vuestros pecados, os fortalezcáis cada vez más en el Señor, y extendáis el Evangelio a tiempo y contratiempo y cumpláis por fin plenamente el deber de “evangelistas”. Sí sufrís por esta causa algunas tribulaciones, no debéis solamente soportarlas con igualdad de alma, sino regocijaros, y triunfad con el apóstol por haber sido juzgados dignos de sufrir oprobios el nombre de Jesús. Porque estas ligeras y breves aflicciones son a cambio de un peso inmenso de gloria, con la que no puede compararse los males de este tiempo. Os pedimos también, ya que os conservamos en nuestro seno como hijos especialmente amados, intercedáis por Nos cerca de Dios con el sacrificio de vuestras plegarias, con el fin de que tal vez conceda a vuestros sufragios lo que Nos no llegamos a obtener por nuestros propios méritos “. (“Bulario de la Orden de Predicadores”, pág. 4.)

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De esta manera el “oficio y nombre” de frailes Predicadores fueron adjudicados apostólicamente a los religiosos dominicos. La gradación en las tres actas que acabamos de citar es muy notable. En la primera, deliberada en consistorio y asignada por los cardenales, no se trata en absoluto del objeto de la Orden. Se la designa sencillamente como “una Orden canónica sujeta a la regla de san Agustín”. La segunda bula es más clara en su brevedad; en ella se llama a los hijos de Domingo “campeones de la fe y verdaderas lumbreras del mundo”. Por fin, el tercer documento los califica abiertamente de “predicadores”, los alaba por el pasado de sus trabajos apostólicos y les da ánimos para el porvenir. El misterio de estas actas ha puesto a prueba la penetración de los historiadores. Estos han buscado ante todo las razones que han movido al soberano Pontífice a conceder dos bulas en un mismo día sobre el mismo objeto: han conjeturado que la primera estaba destinada a quedar en los archivos de la Orden; la segunda, para servir de una especie de pasaporte cotidiano. Pero, ¿Por ventura necesita una Orden solemnemente aprobada por la Santa Sede presentar una bula al primero que se presente? ¿No lleva en sí misma su autenticidad? Y, caso de oposición, ¿No es cosa evidente que el acta necesaria es la que contiene sus libertades y sus privilegios, antes que el acta de unas cuantas líneas que no determina su situación canónica? En el reconocimiento progresivo de los religiosos Predicadores hay desde luego una singularidad que nos conduce a otra explicación. Nos parece probable existiese en la corte pontificia alguna oposición al establecimiento de una “Orden apostólica”, y que esta fuera la causa del silencio absoluto en la bula principal sobre el objeto de la nueva religión que autorizaba. Pero alentado por Domingo e inspirado por Dios, el soberano Pontífice firmó el mismo día una declaración del motivo especial que le había animado, y un mes más tarde creyó conveniente no guardar reservas en la expresión de su pensamiento y voluntad.

El día 7 de febrero siguiente, Honorio confirmó por medio de un breve, ex profeso para ello, una disposición de su primera bula: era la que prohibía a los Frailes Predicadores el abandono de su religión por otra, a menos que fuese más austera.

Domingo, habiendo obtenido de Roma de esta manera todo cuanto había esperado, debió sentir prisa por volver al lado de los tuyos. Pero la Cuaresma, que estaba en vísperas de comenzar, le retuvo. Aprovechó la ocasión para ejercer en la capital del mundo cristiano el ministerio apostólico que se le acababa de confiar. Su éxito fue muy grande. En el mismo palacio del Papa explicó las epístolas de san Pablo en presencia de un auditorio considerable. Este hecho nos indica que, además de la controversia con los herejes, seguía en su predicación el método de los Padres de la Iglesia, explicando al pueblo las Sagradas Escrituras, no con frases sueltas tomadas al azar, sino con orden, de manera que la Historia, el dogma y la moral se apoyasen unos sobre otros, y que la enseñanza fuese el fondo de la elocuencia. La cátedra es, en efecto, una escuela de Teología popular. Ella es la que, por los labios del sacerdote iniciado en todos los misterios de la ciencia divina, debe hacer brotar y derramar sobre este mundo las ondas de la doctrina eterna con la tradición del pasado y las esperanzas del porvenir. Según este oleaje ascienda o descienda, aumentará la fe en este mundo. Domingo, escogido por Dios para reanimar el apostolado en la Iglesia, había reflexionado, sin duda, sobre las condiciones de la palabra evangélica, y, a juzgar por el primer ensayo que hizo en Roma en el apogeo de su madurez, debemos creer que concedía gran importancia a la exposición seguida de las Sagradas Escrituras. Una creación memorable comprobó el fruto de sus enseñanzas. El Papa, celoso porque esto no fuese una ventaja pasajera para el pueblo romano, y sobre todo para la gente de su corte, a quién había sido especialmente destinada, la erigió en oficio perpetuo, cuyo titular debería llamarse “Maestro del Sacro Palacio”. Domingo fue el primero investido con este cargo, que sus descendientes han cumplido con honor hasta nuestros días. El tiempo se ha encargado de aumentar sus derechos y deberes. De predicador y doctor que tenía en el Vaticano una escuela espiritual, el Maestro del Sacro Palacio se ha convertido en teólogo del Papa, en censor universal de los libros que se imprimen o introducen en Roma, en el único que tiene poder suficiente para elevar al doctorado en la universidad romana, en elector de aquellos que predican delante del Padre Santo en las solemnidades: funciones que desempeña aún con numerosos privilegios de honor, y cuya herencia se ha transmitido única e inviolablemente a los hijos de santo Domingo.

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Durante el tiempo que el santo patriarca se daba a conocer en Roma por sus predicadores, frecuentaba la casa del cardenal Ugolino, obispo de Ostia. Ugolino, perteneciente a la noble familia de los Conti, era un anciano venerable que contaba veinte años de púrpura y setenta y tres de edad. Era amigo de san Francisco de Asís, quien le predijo la tiara y le escribió varias veces en los siguientes términos: “Al muy reverendo padre y señor Ugolino, futuro obispo de todo el mundo y padre de las naciones”. A pesar del peso de sus años, se sintió atraído hacia Domingo en la misma manera que se había sentido por san Francisco, y su corazón, joven aún, se consideró capaz de amar a ambos, otorgándoles igual amistad. Es privilegio de ciertas almas ser fecundas en cálidas atracciones hasta sus últimos días, y el de Domingo era no perder un afecto sino para conquistar otro. El anciano cardenal Ugolino, destinado a morir casi centenario en el trono pontificio, le fue dado por Dios para que fuese su introductor en el sepulcro y el protector de su memoria, para celebrar sus funerales con la piedad del amigo y grabar su nombre en el libro de los santos con la infalibilidad del Pontífice. No fue este el único fruto de esa ilustre amistad.

Había en casa del cardenal cierto joven italiano llamado Guillermo de Monferrato, que había venido a Roma para celebrar las fiestas de Pascua. La vista y la conversación de Domingo afectaron grandemente al joven, y acabaron por inspirarle resoluciones que nos cuenta por sí mismo de la manera siguiente: “Hace diez y seis años, poco más o menos, que llegue a Roma para pasar en ella el tiempo de la Cuaresma, y el Papa que reina hoy, que era entonces obispo de Ostia, me recibió en su casa. Por aquel tiempo, fray Domingo, fundador y primer Maestro de la Orden de Predicadores, estaba en la corte romana y visitaba con frecuencia el señor obispo de Ostia. Esto fue lo que me proporcionó ocasión de conocerle; su conversación me agradó, y comencé a sentir afecto hacia él. Con gran frecuencia departíamos sobre cosas referentes a nuestra salvación y a la de los demás, y me parece no haber visto nunca hombre más religioso, aunque durante mi vida he hablado con muchos hombres que lo eran. Pero ninguno de ellos me había parecido animado por un celo tan grande por la salvación del género humano. Aquel mismo año fui a estudiar Teología a París, porque había convenido con él que después de haberla estudiado dos años, y cuando hubiera terminado el establecimiento de su Orden, iríamos juntos a trabajar en la conversión de los paganos que viven en Persia y en los países del Norte”. (“Actas de Bolonia”, segundo testimonio). De este modo seducía Domingo al mismo tiempo el corazón de un anciano y el de un joven, y entonces su Orden apenas estaba confirmada, cuando ya pensaba abrirle en persona las puertas del norte y del oriente. Su alma, sintiéndose estrechada en la Europa civilizada, se lanzaba hacia los pueblos que el cristianismo no había iluminado aún; deseaba terminar su carrera y adornar su apostolado con el sello del martirio.

Una visión fue lo que le animó en sus ardientes deseos. Un día que oraba en San Pedro por la conversación y dilatación de su Orden, se sintió arrobado. Los dos apóstoles Pedro y Pablo se le aparecieron; Pedro le presentó un cayado, Pablo un libro, y oyó una voz que le decía: “Ve y predica, Pues para eso has sido elegido”. (B. Humb.: “Vida de Santo Domingo”, n. 26.) Al mismo tiempo veía como sus discípulos se extendían de dos en dos por todo el mundo para evangelizarle. Desde aquel día llevó constantemente consigo las epístolas de san Pablo y el Evangelio de san Mateo, y ya en viaje, ya en la ciudad, llevaba siempre un cayado en la mano.

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CAPÍTULO X - Nueva asamblea de frailes Predicadores en Nuestra Señora de Prouille, y su dispersión por Europa

Domingo salió de Roma después de terminadas las fiestas de Pascua del año 1218, y no tardó en reunirse con sus hermanos. Estos eran entonces dieciséis, a saber: ocho franceses, siete españoles y un inglés.

Los franceses eran: Guillermo Claret, Mateo de Francia, Beltrán de Garriga, Tomás, Pedro Cellani, Esteban de Metz, Natal de Prouille y Oderico de Normandía. La Historia nos ha conservado, además de sus nombres, algunos rasgos que esbozan la fisonomía de la mayor parte de ellos.

Guillermo de Claret era oriundo de Pamiers y uno de los más antiguos compañeros de Domingo. El obispo de Osma, al salir de Francia, le había propuesto para el gobierno temporal de la misión del Languedoc. Se dice que, después de haber consagrado a la Orden más de veinte años de su vida, hizo de nuevo votos en la abadía Bolbonne, de los Cistercienses, y hasta quiso transferirles el monasterio de Prouille.

Mateo de Francia pasó su juventud en las escuelas de París. El conde de Montfort le estableció como prior de una colegiata de canónigos en San Vicente de Castres. Allí fue donde Mateo conoció a Domingo, y cuando, al verle un día elevado sobre la tierra en un éxtasis, se entregó plenamente a él. Fue el fundador del famoso convento de san Santiago, de París. Su cuerpo reposaba allí en el coro, al pie de la silla que había ocupado como prior del monasterio.

Beltrán de Garriga, llamado así debido al lugar en que nació (pueblecito del Languedoc, cercano a Alais), era hombre de austeridad admirable. Domingo le aconsejó un día llorase menos por sus pecados y más por los ajenos. Le confió el gobierno de San Román durante su último viaje a Italia. Beltrán murió en 1230, y fue inhumado en Orange, en una casa de religiosas, en donde sus reliquias obraron milagros. Estas fueron transportadas en 1427, por orden del Papa Martino V, al convento de Predicadores de la misma ciudad.

Tomás era un distinguido habitante de Tolosa. Jordán de Sajonia le llama “hombre lleno de gracias y de elocuencia”. (“Vida de Santo Domingo”, cap. I.) Se hizo discípulo de Domingo en el año 1215, al mismo tiempo que Pedro Cellani, su conciudadano.

Pedro Cellani, joven, rico, honrado, mucho más noble de corazón que de nacimiento, entregó al mismo tiempo a Domingo su persona y su casa. Fue el fundador del convento de Limoges. Una gran veneración le acompañó hasta el sepulcro, al que bajó en 1259, después de haber desempeñado, en los tiempos más difíciles, el cargo de inquisidor, que le impuso Gregorio IX.

Esteban de Metz habitaba en Carcasona como Domingo desde el año 1213. Fue el fundador del convento de Metz, y por ello se le dio el nombre por el que se le distingue en la Historia.

Nada se sabe de notable sobre Natal de Prouille.

Oderico de Normandía no era sacerdote; fue el primer hermano converso de la Orden.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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He aquí los elementos franceses de la familia Dominicana en aquella época. Pocos fueron en número, pero obraron de manera tan rápida y tan extensa, que se puede decir en verdad de Francia que fue la mina y el crisol de donde salieron los frailes Predicadores. Con hijas de Francia fundó Domingo Nuestra Señora de Prouille, la cuna de su Orden; dos franceses fueron los que, entregándose a él, dan lugar a la fundación de San Román en Tolosa; Mateo de Francia será aquí en veremos más tarde fundar a Santiago de París, y otro francés, que nos es aún desconocido, a San Nicolás de Bolonia. Estudiando la predestinación de Francia, tal cual nos la revelan su situación territorial, su historia y su genio, fácil es comprender la gran parte que Dios le concedió en la formación de una Orden apostólica. Se ha dicho de este pueblo que es un soldado; pero sobre todo, es un misionero, pues hasta su misma espada es de proselitismo. Ningún pueblo contribuyó más que Francia a extender en Occidente el reino de Jesucristo, y a partir de las Cruzadas, su nombre equivalía el nombre de cristiano en la lengua de los reinos de Oriente. Había recibido con el bautismo el don de creer y amar con la misma intensidad, y la situación maravillosa, correspondiente a su carácter, abría a sus conquistas todos los continentes del mundo. Francia es un buque cuyo puerto es Europa, y que ancla en todos los mares. ¿Debemos extrañarnos que Dios lo hubiese escogido para que fuese en manos de Domingo el instrumento principal de una Orden destinada para una acción universal? No obstante, España no era infiel al grande hombre a quien había nutrido en sus entrañas, y aunque ocupada en su paciente y gloriosa lucha contra los antiguos dominadores de su suelo, había enviado bastantes soldados al ejército espiritual de su Guzmán.

Dichos soldados eran: Domingo de Segovia, Suero Gómez, el beato Manés, Miguel de Fabra, Miguel de Uzero, Pedro de Madrid y Juan de Navarra.

Domingo de Segovia era uno de los más antiguos compañeros del apóstol del Languedoc; Jordán de Sajonia le llama “hombre de una humildad cabal; pequeño por su ciencia, pero magnífico por su virtud”. (“Vida de Santo Domingo”, cap. I.) Se cuenta de él que una vez llegó una mujer sin pudor expresamente para poner a prueba su santidad; y el hizo lo siguiente: se acostó en la estancia entre tizones ardientes, y dijo a la tentadora: “Sí es verdad que me amas, aquí tienes el lugar y el momento para probármelo.” (“Vida de Santo Domingo” cap. I.)

Suero Gómez era uno de los principales señores de la corte de Sancho I, rey de Portugal. Los rumores de la Cruzada contra los albigenses le atrajeron hacia el Languedoc, en donde sirvió como caballero la causa católica. Pero llamado por Dios, se dio cuenta de que existía una milicia mejor, y lo abandonó todo para predicar a Jesucristo y vivir pobremente. Fue el fundador del convento de Santarén, situado a algunas leguas de Lisboa, al lado del Tajo. El rey Alfonso II le dio grandes pruebas de confianza. Murió en 1233, honrado con el título de santo por varios historiadores.

El beato Manés de Guzmán era hermano de santo Domingo. Se ignora en qué época tomó el hábito de la Orden y por qué motivo. Murió hacia 1230, y fue inhumado en Gumiel de Izán, en el sepulcro de sus antepasados.

Miguel de Fabra fue el primer lector o profesor de Teología que tuvo la Orden. Enseñó en el convento de París; fue confesor y predicador de Jaime, rey de Aragón, y fundó los conventos españoles de Mallorca y Valencia. Antiguos escritores alaban su celo apostólico, sus servicios en la guerra contra los moros, su asiduidad en la oración y la contemplación y sus milagros. Primeramente fue enterrado en la sepultura común de los religiosos en Valencia; pero el prior, advertido por un prodigio para que transportase sus restos a un lugar más honroso, los depositó con gran pompa en una capilla del convento dedicado a san Pedro Mártir.

Nada nos ha transmitido la tradición de notable sobre Miguel de Uzero y sobre Pedro de Madrid.

Juan de Navarra recibió el hábito de la Orden el 28 de agosto de 1216, día de san Agustín. Es el único de los primeros compañeros de Domingo que ha figurado como testigo en el proceso de su canonización, y por su declaración se sabe que con frecuencia había habitado y viajado con él.

Por fin, Inglaterra mezcló una gota de su sangre a la sangre francesa y española de esta primera generación de la dinastía dominicana, como si todos los pueblos marítimos de Europa hubiesen tenido que aportar su tributo. El inglés afecto a Domingo se llamaba Lorenzo.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

Si grande fue el gozo a la llegada del santo patriarca, la extrañeza no fue menor cuando se supo la resolución que había traído consigo de dispersar inmediatamente su rebaño. Todo el mundo estaba persuadido de que lo retendría durante largo tiempo en la santa y estudiosa oscuridad del claustro. Esto parecía expuesto a romper la unidad de un cuerpo débil ya de sí. ¿Qué podía esperarse de algunos hombres esparcidos por los caminos de Europa antes de que la fama de la nueva Orden los precediese? El arzobispo de Narbona, el obispo de Tolosa, el conde de Montfort, todos aquellos que se interesaban por la obra naciente, amonestaron a Domingo para que no expusiese el éxito debido a una ambición prematura por el bien. Pero él, tranquilo e inquebrantable en su deseo, les contestaba: “Señores míos, padres míos: no os opongáis a mis deseos, Pues bien sé lo que me hago” (“Actas de Bolonia”, declaración de Juan de Navarra, número 2.) Pensaba en la visión que había tenido en la Basílica de San Pedro, y resonaban en su oído las palabras de los dos apóstoles, que le decían: “Ve y predica.” Otra advertencia había recibido sobre la ruina próxima del conde de Montfort. Vio en sueños un árbol frondoso que cubría la tierra con sus ramas y servía de abrigo a los pájaros del cielo, cuando un golpe imprevisto lo derribó, disipando todo cuanto se había confiado al asilo de su sombra. Cuando es Dios el que envía estos presagios misteriosos, proyecta al mismo tiempo sobre ellos cierta luz que aclara su sentido. Domingo comprendió que Montfort era el árbol cuya caída iba a echar por tierra las esperanzas de los católicos, y que no era prudente edificar sobre un sepulcro. Una consideración superior propia venía a unirse a estas revelaciones para que no siguiese el consejo de sus amigos. Pensaba que el apóstol se forma antes con la acción que por la contemplación, y que el medio más seguro para reclutar su Orden era echarla intrépidamente en el centro de las agitaciones del espíritu humano. Él mismo dio a sus discípulos esta memorable razón, bajo una forma tan ingeniosa como sólida, diciéndoles: “El grano no fructifica cuando se le mantiene amontonado.” (Constantino d’Orvieto, n. 21. El B. Humbert, n. 26.)

Tres ciudades gobernaban en aquel tiempo a Europa; Roma, París, y Bolonia; Roma, por sus universidades, que eran el punto de reunión de la juventud de todas las naciones. Fueron precisamente aquellas tres ciudades las que Domingo escogió para que fuesen las capitales de su Orden y recibiesen inmediatamente sus enjambres. Pero no podía tampoco olvidar a su patria, aunque no hubiera entrado aún en el movimiento general de Europa, ni abandonar el Languedoc, que disfruto de las primicias de sus trabajos. Ya veremos, pues, qué trabajo se proponía llevar a cabo al mismo tiempo y con qué elementos. Dieciséis hombres le parecían suficientes para conservar Prouille y Tolosa, para ocupar Roma, París, Bolonia y España. No se limitaban a eso sus proyectos: aspiraba, como hemos visto, a evangelizar a los infieles de ultramar y ya dejaba crecer su barba a la manera de los orientales con objeto de estar presto al primer viento favorable. Por efecto de la misma previsión, deseaba que sus religiosos eligiesen canónicamente uno de entre ellos para que ocupase el lugar que él dejara al marchar. Habiéndolo regulado todo de esta manera en su pensamiento, y después de gozar durante algún tiempo de la vida en comunidad con todos los suyos, los convocó en el monasterio de Prouille para el día de la Asunción, que estaba próximo.

Aquel día una numerosa concurrencia de gente se acumulaba a las puertas de la iglesia de Prouille. Una parte de ellos había sido atraída por la antigua devoción a aquel lugar; otra parte la había conducido allí la curiosidad; el afecto y la abnegación había llevado hasta allí a los obispos, a los caballeros y al conde de Montfort. Domingo ofreció el santo Sacrificio en aquel altar, que con tanta frecuencia había sido testigo de sus lágrimas secretas; recibió los votos solemnes de sus hermanos, que hasta entonces no le habían sido afectos sino por la constancia de su corazón, o que únicamente habían hecho los votos sencillos, y al final del discurso que les dirigió volviéndose hacia la gente, le habló en estos términos: “Desde hace muchos años os exhorto inútilmente con dulzura, predicándoos, orando y llorando; pero, según el proverbio de mi país, donde la bendición nada puede, algo podrá hacer el palo. Por eso excitaremos contra vosotros a los príncipes y a los prelados, quienes, desgraciadamente, armarán contra esta tierra a las naciones y los reinos, y muchos perecerán por la espada; las tierras serán devastadas, las murallas derribadas, y todos vosotros quedaréis reducidos, ¡oh dolor!, a la esclavitud. De esta manera alcanzará el castigo lo que no ha podido alcanzar la bendición y la dulzura.” (“Manuscrito de Prouille”, que figuró entre los documentos del convento de Tolosa, por el padre Percín, pág. 20, n. 47.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

Esta despedida de Domingo, dirigida a la tierra ingrata que había regado durante doce años con sus sudores, parecía un testamento adecuado contra aquellos que un día debían profanar su memoria. Fija para siempre el carácter de su apostolado, cuya eficacia había consistido por completo en “la dulzura de la predicación, la oración y las lágrimas.” La amenaza profética que contienen estas palabras recuerda por su acento esta célebre lamentación: “¡Ah, Si también tú conocieses, a lo menos en este tu día, lo que toca a tu paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que tus enemigos te acercarán con baluarte, y te pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho. Y te derribarán a tierra, y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.” (San Lucas, XIX, 42, 43, 44,) Domingo no dice que excite personalmente a los príncipes y a los prelados; pero no separa su persona de la cristiandad entera, y dice en forma que comprende la solidaridad general. “¡Considerad que excitaremos contra vosotros a los príncipes y a los prelados!” Pero él, extraño a todo cuanto se había llevado a cabo en el orden guerrero y de la justicia, gimiendo por las desgracias que pudieren venir, se marcha sin haber intervenido en asuntos sangrientos; sale de Francia y abandona con ella el teatro de las contiendas y las batallas; va a fundar conventos en Italia, Francia y España, y con el cayado del viajero en la mano y las alforjas al hombro, va a dedicar a estas pacíficas creaciones el resto de una vida ya devorada por el sacrificio.

Una vez terminada la ceremonia pública, Domingo declara a sus religiosos sus intenciones sobre cada uno de ellos. Guillermo Claret y Natal de Prouille quedarán en el monasterio de Nuestra Señora de Prouille; Tomás y Pedro Cellani en San Román de Tolosa. Para España tenía destinados a Domingo de Segovia, Suero Gómez, Miguel de Uzero y Pedro de Madrid. París disponía de tres franceses: Mateo de Francia, Beltrán de Garriga y Oderico de Normandía; tres españoles: el beato Manés de Guzmán, Miguel de Fabra y Juan de Navarra, y con ellos el inglés Lorenzo. Domingo se había reservado únicamente a Esteban de Metz para la fundación de conventos en Roma y Bolonia. Los frailes, antes de separarse, eligieron a Mateo de Francia como Abad; es decir, como superior General de la Orden, bajo la autoridad suprema de Domingo. Este título, que llevaba en sí algo de magnífico a causa de la gran consideración que habían alcanzado los jefes de la Orden en las antiguas religiones, se concedió solamente esta vez, y desapareció para siempre con la persona de Mateo. Convinieron dar el más humilde de “Maestro” al que fuere llamado al gobierno General de la Orden.

Esta manera de dividirse el mundo unos cuantos hombres era en sí misma un espectáculo extraordinario; pero lo fue mucho más por sus circunstancias. Los nuevos apóstoles partieron a pie, sin dinero, despojados de todo recurso humano, con la misión no solamente de predicar, sino de fundar conventos. Uno solo de entre ellos, Juan de Navarra, rehusó ponerse en camino en tales condiciones y pidió dinero. Domingo, viendo que un fraile Predicador no tenía confianza en la Providencia, rompió a llorar y se echó a los pies de aquel hombre de poca fe. Pero no pudiendo vencer su desconfianza con Dios, ordenó le entregasen doce dineros.

Cuando todo estuvo preparado, el 13 de septiembre de 1217, cuatro años después de la Batalla de Muret, el viejo conde Ramón entró en Tolosa: la obra del abad del Císter había sido destruida, pero la de Dios estaba ya cumplida.

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