VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Veamos el retrato que ha trazado Guillermo de Pedro, abad de un monasterio de Saint-Paul, en Francia, uno de los que le conocieron particularmente durante los doce años de su apostolado en el Languedoc, y que fue oído como testigo en Tolosa durante el proceso de su canonización: “El bienaventurado Domingo poseía una fe ardiente por la salvación de las almas y un celo sin límites para con ellas. Era tan ferviente predicador, que durante el día y la noche, en las iglesias y en las casas, en los campos y en los caminos, no cesaba de anunciar la palabra de Dios. Fue adversario de los herejes, a los cuales se oponía con la predicación y la controversia en cuantas ocasiones se presentaban. Amaba la pobreza hasta el extremo de renunciar a la posesión de granjas, castillos y rentas, con las que había sido enriquecida su Orden en muchos lugares. Era de una frugalidad tan austera, que comía solamente pan y una sopa, excepto en raras ocasiones, por respeto a sus hermanos y las personas que estaban sentadas a la mesa, pues quería que los demás lo tuviesen todo en abundancia, en la medida de lo posible. He oído decir a muchos que era virgen. Rehusó el obispado de Conserans, y no quiso gobernar aquella Iglesia, aunque fue elegido pastor y prelado para ello. Yo no he visto hombre más humilde, que despreciase más la gloria de este mundo y todo cuanto con ella se relaciona. Recibía injurias, maldiciones y oprobios con paciencia y gozo, como si le concediesen una gran recompensa. No le inquietaban las persecuciones; caminaba con frecuencia entre el peligro con intrépida seguridad, y el temor no le hizo abandonar su camino ni una sola vez. Al contrario, cuando le vencía el suelo, se acostaba a lo largo del camino y dormía. Era más religioso que todos cuantos he conocido. Se despreciaba mucho y no se tenía por nada. Consolaba con tierna bondad a sus hermanos enfermos, soportando admirablemente sus debilidades. Si sabía que alguno de ellos era presa de tribulaciones, le exhortaba a la paciencia y le daba ánimos como mejor podía. Celoso de las constituciones, reprendía paternalmente a los que no las cumplían. Era el ejemplo de sus hermanos en todo: en la palabra, las acciones, la alimentación, el vestido y las buenas costumbres. No he conocido nunca un hombre en quien la oración fuese tan habitual, ni que derramase lágrimas con tal abundancia. Cuando estaba orando, lanzaba gritos que se oían desde lejos, y decía a Dios en aquellos quejidos: “Señor, apiadaos de los hombres. ¿Qué será de los pecadores?” Pasaba de esta manera las noches sin dormir, llorando y gimiendo por los pecados de los demás. Era generoso, hospitalario y daba de buena gana a los pobres todo cuanto poseía. Amaba y honraba a los religiosos y a todos los que eran amigos de la religión. No he oído decir ni he sabido pernoctase en sitio que no fuese la iglesia, cuando encontraba una en su camino; si no encontraba iglesia, se acostaba sobre un banco o en tierra, o se tendía sobre las cuerdas del lecho que le habían preparado, después de quitar las sábanas y los colchones. Siempre le vi con túnica generalmente remendada. Llevaba siempre hábitos más viejos que los de sus religiosos. Fue aficionado a los asuntos de la fe y de la paz, y siempre que pudo muy fiel promotor, tanto de la una como de la otra”. (“Actas de Tolosa, número 15.)

El don de los milagros se desarrollaba en Domingo al lado de sus virtudes. Un día, al pasar un río en una canoa, el barquero, cuando se encontraban en la otra orilla, le pidió un dinero por su trabajo. “Soy - dijo Domingo - discípulo y siervo de Cristo; no llevo conmigo ni oro ni plata; Dios os pagará más tarde el precio de mi pasaje.” El barquero, descontento, comenzó a tirar de su capa, diciéndole: “O dejáis la capa o me pagáis lo debido”. Domingo, levantando los ojos al cielo, se reconcentró un momento, y mirando a la tierra, mostró al barquero una pieza de plata que la Providencia acababa de enviarle, y le dijo: “Hermano, ahí tenéis lo que pedís; tomadlo y dejadme ir en paz”. (El B. Humbert: “Vida de Santo Domingo”, n. 39.)

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Mientras los cruzados estaban ante Tolosa, en el año 1211, unos peregrinos ingleses, que se dirigían a Santiago de Compostela, queriendo evitar su entrada en la ciudad a causa de la excomunión que había sido lanzada contra ella, tomaron una barca para pasar el Garona. Pero la barca, a causa de su mucha carga, zozobró; eran alrededor de cuarenta. A los gritos de los peregrinos y soldados, Domingo salió de una iglesia vecina y se echó en tierra con los brazos en cruz, implorando a Dios en favor de los peregrinos, ya sumergidos. Terminada su plegaria, se levantó, y volviendo hacia el río, dijo en alta voz: “Os ordeno en nombre de Cristo vengáis todos a la ribera”. (Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, capítulo III, n. 48.) Súbitamente los náufragos aparecieron sobre las aguas, y asiéndose de las largas picas que les tendían los soldados, ganaron la orilla.

El primer prior del convento de Santiago, de París, llamado por los historiadores Mateo de Francia, fue el cooperador de Domingo, a causa de otro milagro de que había sido testigo. Era prior de una colegiata de canónigos en la ciudad de Castres. Domingo venía con frecuencia a visitar su iglesia, porque encerraba las reliquias del mártir san Vicente, y pasaba ordinariamente el tiempo orando hasta el mediodía. Un día dejó pasar aquella hora, que era la de la comida, y el prior envió a uno de los clérigos para que le buscase. El clérigo vio a Domingo, en el aire, a medio codo del suelo, ante el altar; corrió a advertir al prior que encontró a Domingo en aquel estado de éxtasis. Este espectáculo le produjo tan viva impresión, que poco tiempo después se hizo compañero del siervo de Dios, el cual, según su costumbre para con todos cuantos admitía a compartir su apostolado, le prometió “el pan de la vida y el agua del Cielo”.

Los historiadores cuentan brevemente que lanzó al demonio del cuerpo de un hombre; que queriendo orar en una iglesia cuyas puertas estaban cerradas, se encontró de pronto dentro de ella; que viajando con un religioso cuya lengua no entendía, y que no entendía tampoco la suya, departieron durante tres días como si hubiesen hablado el mismo idioma; que habiendo dejado caer en el Ariege los libros que llevaba consigo, los sacó algún tiempo después un pescador, sin que se hubiesen estropeado por el contacto del agua. Todos estos hechos flotan esparcidos y sin ligazón en la Historia, y la recogemos en sus riberas como santos restos.

También Dios había comunicado a su siervo el espíritu de la profecía. Durante la Cuaresma del año 1213, que pasó en Carcasona predicando y ejerciendo las funciones de Vicario General que le había confiado el obispo ausente, fue interrogado por un religioso Císterciense sobre el resultado de la guerra. “Maestro Domingo - le dijo aquel religioso - , ¿No tendrán fin estos males?” Y como Domingo callase, el religioso se apresuró a preguntarle de nuevo, sabiendo que Dios le revelaba muchas cosas. Domingo le dijo al fin: “Sí, estos males acabarán; aún se derramará mucha sangre, y un rey perderá su vida en una batalla”. Los que escuchaban esta predicción creyeron hablaba del hijo mayor de Felipe Augusto, quien había hecho voto de cruzarse contra los Albigenses; pero Domingo los tranquilizó diciendo: “No temáis por el rey de Francia; es otro rey, y muy pronto, el que sucumbirá en las vicisitudes de esta guerra”. (El B. Humbert: “Vida de Santo Domingo”, N. 48.) Poco después el rey de Aragón encontró la muerte en Muret.

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La guerra, por su duración y sus alternativas, parecía ser obstáculo casi invencible contra el constante deseo de Domingo, que era la fundación de una Orden religiosa consagrada al ministerio de la predicación. Por ello no cesaba de pedir a Dios se restableciese la paz, y con objeto de obtenerla y acelerar el triunfo de la fe, instituyó, no sin cierta inspiración interior, esa manera de orar que luego se extendió en la Iglesia universal con el nombre de “Rosario”. Cuando el arcángel Gabriel fue enviado de Dios a la bienaventurada Virgen María para anunciarle el misterio de la encarnación del Hijo de Dios en su casto seno, la saludó con estas palabras: “Yo te saludo, llena de gracia; el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres”. (San Lucas, capítulo I, n. 28) Estas palabras, las más felices que haya podido oír criatura alguna, se han repetido época tras época en labios de los cristianos, que desde el fondo de este valle de lágrimas no cesan de decir a la Madre de su Salvador: “Dios te salve, María”. Los jerarcas del Cielo hacían diputado a uno de sus principales para que se dirigiese a la humilde hija de David y se presentase con esta gloriosa salutación; y ahora que está sentada por encima de los ángeles y de todos los coros celestiales, el género humano que la contó entre sus hijas y hermanas, le envía desde ese mundo la salutación angélica: “Yo te saludo, María”. Cuando la escuchó por primera vez en boca de Gabriel, concibió inmediatamente en sus entrañas purísimas al Verbo de Dios; y ahora, cada vez que los labios humanos repiten esas palabras, que fueron el signo de su maternidad, sus entrañas se conmueven al recuerdo de un momento que no tuvo par en el Cielo ni en la tierra, y toda la eternidad se llena de una dicha que se siente todavía.

Ahora bien: aunque los cristianos tenían la costumbre de dirigir sus corazones de esta manera hacía María, el uso inmemorial de esta salutación no tenía regulación ni solemnidad. Los fieles no se reunían para dirigirla a su amadísima protectora; cada uno seguía para ello el ímpetu particular de su amor. Domingo, que no ignoraba el poder de la asociación en la plegaria, creyó útil aplicarla a la salutación angélica, y que este clamor común a todo un pueblo reunido ascendería hasta el Cielo con gran imperio. La misma brevedad de las palabras del ángel exigía fuesen repetidas cierto número de veces, de la misma manera que esas aclamaciones uniformes que el agradecimiento de las naciones lanza al paso de sus soberanos. Pero la repetición podía engendrar la distracción del espíritu. Domingo pensó en ello y distribuyó las salutaciones orales en varias series, a cada una de las cuales unió el pensamiento de uno de los misterios de nuestra redención, que fueron, uno tras otro, para la bienaventurada Virgen motivo de alegría, de dolor y de triunfo. De esta manera la meditación íntima se unía a la plegaria pública; y el pueblo, al saludar a su Madre y a su Reina, la seguía desde el fondo de su corazón en cada uno de los acontecimientos principales de su vida. Domingo formó una hermandad para asegurar mejor la duración y la solemnidad de esta manera de suplicar.

Su piadoso pensamiento fue bendecido por el mayor de los éxitos: por el éxito popular. El pueblo cristiano ha transmitido su afecto por él siglo tras siglo con una increíble fidelidad. Las cofradías del Rosario se han multiplicado hasta el infinito; no existe cristiano en el mundo que no posea, con el nombre mismo con el que se le indica, una de las fracciones. ¿Quién de entre nosotros ha dejado de oír por la tarde, en las iglesias del campo, la voz grave de los campesinos recitando, formando dos coros, la salutación angélica? ¿Quién no ha encontrado procesiones de peregrinos haciendo pasar entre sus dedos las cuentas del Rosario, amenizando la duración del camino con la repetición alternada del nombre de María? Siempre que una cosa llega a la perpetuidad y a la universalidad, necesariamente encierra una misteriosa armonía con las necesidades y los destinos del hombre. El racionalista sonríe al ver pasar largas hileras de gente que repiten una misma palabra; el que ve las cosas ilustrado por mejor luz, comprende que el amor no tiene más que una sola palabra y que, diciéndola sin cesar, no la repite nunca.

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La devoción del Rosario, interrumpida por la peste que devastó la Europa durante el siglo XIV, fue renovada durante el siguiente siglo por el B. Alano de Rupe, dominico bretón. En 1573, el soberano Pontífice Gregorio XIII, en memoria de la famosa batalla de Lepanto, ganada contra los turcos en tiempos de un Papa dominico, el día mismo en que las cofradías del Rosario celebraban en Roma y el mundo cristiano procesiones públicas, instituyó la fiesta que toda la Iglesia celebra todos los años el primer Domingo de octubre con el nombre de fiesta del Rosario. (Sobre los orígenes del Rosario podemos consultar la disertación del P. Mamachi en los “Anales de la Orden de Padres Predicadores”, t. I. P. 316 y siguientes. Los bolandistas pusieron en duda si realmente era Domingo el autor del Rosario; Mamachi expone documentos que, además de la constante tradición, mantienen al santo patriarca en posesión de tal honor)

Tales eran las armas a que recurría Domingo contra la herejía y contra los males de la guerra; la predicación entre las injurias, la controversia, la paciencia, la pobreza voluntaria, una vida dura para sí mismo, el don de los milagros, y, por fin, la promoción del culto de la Santísima Virgen por medio de la institución del Rosario. Diez años pasaron sobre su cabeza desde la entrevista que tuvo en Montpellier hasta el concilio de Letrán, con una uniformidad tal, que los historiadores contemporáneos sólo se han dado cuenta de un corto número de actos en esta humilde y heroica perseverancia en las mismas virtudes. El temor a la monotonía ha detenido sus plumas; pero registrar algunos días de la vida de Domingo es lo mismo que registrar algunos años. Esta ausencia de acontecimientos en la vida de un gran hombre en una época tan llena de movimiento es el rasgo que dibuja la figura de Domingo, al lado de la de Montfort. Unidos por una sincera amistad y por un fin común, su carácter fue tan diferente como lo es la armadura de un caballero comparada con la estameña de un religioso. El sol de la Historia reluce sobre la coraza de Montfort, y en ella ilumina bellos actos mezclados con sombras: sobre la capa de Domingo apenas deja caer uno de sus rayos; pero este rayo es tan puro y tan santo, que su poco esplendor sirve de esplendente testimonio. La luz falta por que el siervo de Dios se ha retirado del ruido y de la sangre, porque, fiel a su misión, solamente ha despegado sus labios para bendecir, su corazón para orar, su mano para servir a su amor, y porque la virtud, cuando está sola, no tiene más sol que a Dios.

Contaba Domingo cuarenta y seis años cuando comenzó a recoger el fruto de sus grandes méritos. Triunfantes los cruzados, le abrieron las puertas de Tolosa en 1215, y la Providencia, que reúne a un mismo tiempo a los elementos más diversos, le envió dos hombres, que eran los que necesitaba, para asentar los primeros cimientos de la Orden de frailes Predicadores. Ambos eran ciudadanos de Tolosa, distinguidos por su cuna y de mérito personal notable. Uno de ellos, llamado Pedro Cellani, adornaba su gran fortuna con su inmensa virtud; el otro, a quién únicamente conocemos por el nombre de Tomás, era elocuente y de costumbres singularmente amables. Impulsados por una misma inspiración del Espíritu Santo, se entregaron juntos a Domingo, y Pedro Cellani le regaló su propia casa, que era hermosa y situada cerca del castillo de Narbona. Domingo reunió en aquella casa a los
que se habían juntado con él; eran seis: Pedro Cellani, Tomás y otros cuatro. Era un grupo bastante reducido, y no obstante, había costado diez años de apostolado y cuarenta y cinco de vida inmolada a Dios. ¡Cuán poco conocen las condiciones de las cosas duraderas de la vida aquellos que sienten prisas en su camino! ¡Cuán poco las conocen también aquellos a quienes rechaza un siglo lleno de tempestades! Desde el día en que Domingo, al pasar por Tolosa por vez primera, empleó toda una noche para convertir a un hereje, entrevió el pensamiento de su Orden; pero el tiempo se había mostrado inexorable para con él. La prematura muerte de su amigo y maestro Azevedo le dejó huérfano en tierra extranjera; una guerra sangrienta le tenía rodeado por todas partes; el odio de los herejes, contenido antes por la misma certidumbre de su dominación, se había exaltado; la atención y abnegación de los católicos, al tomar un curso distinto al del apostolado, dejó reducido a Domingo a la soledad desesperante. No obstante, Dios sopla sobre las nubes y las disipa; el conde de Tolosa, que debía morir en su casa tranquilo y victorioso, se vio vencido durante algún tiempo por una batalla decisiva e imprevista; Dios dio a su siervo algunos meses de paz, y la Orden de Predicadores se estableció entre dos tempestades en la capital de la herejía.

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Domingo revistió a sus compañeros con el hábito que él mismo llevaba; es decir, una túnica de lana blanca, una sobrepelliz de lino, una capa y una capucha de lana negra. Era el hábito de los canónigos regulares, cuyo uso había conservado desde su entrada en el cabildo de Osma. Tanto él como los suyos lo vistieron hasta un acontecimiento memorable de que hablaremos en su lugar y fue causa de un cambio en su vestidura. Comenzaron también a llevar una vida uniforme, siguiendo cierto reglamento. Este establecimiento se fundaba con la cooperación y por autoridad del obispo de Tolosa, que continuaba siendo Foulques, aquel generoso monje del Císter que desde el origen hemos visto afecto a los proyectos de Azevedo y Domingo. No se contentó con favorecer espiritualmente su realización; de su liberalidad para con la Orden tenemos un documento insigne, que el agradecimiento de la Orden de Predicadores debe eternizar con toda su alma: “En nombre de Nuestro Señor Jesucristo, hacemos saber a todos los presentes y venideros que Nos, Foulques, por la gracia de Dios humilde ministro de la sede de Tolosa, deseando extirpar la herejía, desterrar los vicios, enseñar a los hombres la regla de la fe y formarles dentro de las buenas costumbres, instituimos por predicadores en nuestra diócesis a Fr. Domingo y sus compañeros, los cuales se han propuesto ir en pobreza evangélica, a pie y como religiosos, anunciando la divina palabra. Y puesto que el trabajar es digno de su alimentación, y no hay que cerrar la boca al buey que pisa el grano, sino, al contrario, el que predica el Evangelio debe vivir del Evangelio, queremos que fray Domingo y sus compañeros, al sembrar la verdad en nuestra diócesis, recojan en ella también lo necesario para conservar su vida. Por ello, y con el consentimiento de nuestro cabildo de San Esteban y de toda la clerecía de nuestra diócesis, les asignamos a perpetuidad, así como a todos aquellos a quienes el celo del Señor y la salvación de las almas afecten de la misma manera al oficio de la predicación, la sexta parte de los diezmos de que gozan las fábricas de nuestras iglesias parroquiales, a fin de que con ella puedan subvenir a sus necesidades y que puedan descansar de cuando en cuando de sus fatigas. Si queda algo a fines de año, queremos y ordenamos que se emplee en el ornato de nuestras iglesias parroquiales o en ayuda de los pobres, según parezca más conveniente al obispo. Pues ya que está regulado por el derecho de que cierta porción de los diezmos debe consagrarse a los pobres, nos vemos obligados sin dudas a admitir en la participación a todos aquellos que abracen la pobreza por Jesucristo con el fin de enriquecer el mundo con su ejemplo y el don celeste de su doctrina; de tal manera, que aquellos de quienes recibimos las cosas temporales reciban directa o indirectamente de nuestras manos las cosas espirituales. Dado en el año 1215 del Verbo encarnado, reinando en Francia el rey Felipe y ocupando el principado de Tolosa el conde de Montfort”. (Echard: “Escritores de la Orden de Predicadores”, t. I, página 12, nota.)

Este acto de munificencia no fue el único que vino en ayuda de los frailes Predicadores. “En aquel tiempo - dicen los historiadores - , el señor Simón, conde de Montfort, príncipe ilustre, que combatió contra los herejes con la “espada material”, y el bienaventurado Domingo, que les combatió con la “espada de la palabra de Dios”, trabaron una grande familiaridad y amistad.” (El B. Humbert: “Crónica”, n.3; Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo,” cap. III, n. 45; Nicolás de Treveth: “Crónica”). Montfort hizo dádiva a su amigo del castillo y tierra de de Cassanel, en la diócesis de Agen. Ya había precedentemente confirmado muchas donaciones en favor del monasterio de Prouille, cuyas posesiones había aumentado por sí mismo. Su estima y su afecto por Domingo no se habían limitado a este género de testimonios; le rogó bautizase a su hija, prometida durante algún tiempo al heredero del reino de Aragón, y bendijese los esponsales de su hijo mayor, el conde Amalrico, con Beatriz, hija del delfín de Viena.

Ya veremos cómo un día Domingo, provecto y próximo a volver a Dios, se arrepintió de haber aceptado posesiones temporales: se libró de ellas como de una carga antes de entrar en el sepulcro, dejando por patrimonio a sus hijos esa Providencia cotidiana que sostiene a todas las criaturas laboriosas, y cuyas palabras escritas dicen: “Deja al Señor el cuidado de tu vida: Él te alimentará”. (Salmo LVI, 23)

CONTINUARÁ...
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO VII - Segundo viaje de santo Domingo a Roma. - Aprobación provisional de la Orden de Predicadores por Inocencio III. - Encuentro de santo Domingo con san Francisco.

Al punto de realización a que había llegado el pensamiento de Domingo le era permitido esperar para su obra la aprobación de la Sede Apostólica; por ello, aprovechando la ocasión de la próxima celebración del concilio de Letrán, salió para Roma con el obispo de Tolosa en el otoño del año 1215. Pero antes de despedirse de sus discípulos llevó a cabo un acto notable, que trazó para siempre a su Orden uno de los grandes caminos por los que debía seguir. Poseía Tolosa entonces un doctor célebre que ocupaba con mucha brillantez la cátedra de Teología. Se llamaba Alejandro; un día estaba trabajando muy temprano en su celda cuando, a causa del sueño, se distrajo un poco de su estudio y quedó dormido profundamente. Durante este reposo vio siete estrellas que se presentaban ante sus ojos, pequeñas al principio, pero que, aumentando en grandor y claridad, acabaron por iluminar a Francia y al mundo. Despertando en medio de este ensueño al rayar el alba, llamó a sus servidores, que tenían la costumbre de traerle sus libros, y se dirigió a su escuela. En el momento en que entraba, Domingo se ofreció a acompañarle con sus discípulos, vistiendo todos la túnica blanca y la capa negra de canónigos regulares. Le dijeron que eran religiosos que predicaban el Evangelio, tanto a los fieles como a los infieles, en el país de Tolosa y que deseaban ardientemente escuchar sus lecciones. Alejandro comprendió que eran las siete estrellas que acababa de ver en sueños, y estando más tarde en la corte del rey de Inglaterra, cuando ya la Orden de Predicadores había llegado a adquirir una inmensa fama, contó la manera como había tenido por alumnos a los primeros hijos de aquella nueva religión.

Domingo, después de haber confiado sus discípulos a la guardia de la oración y del estudio, se encaminó a Roma. Hacia once años que D. Diego y él la visitaran juntos por primera vez, siendo peregrinos ambos y no sabiendo aún por qué les había conducido Dios desde tan lejos a los pies de su Vicario. Ahora Domingo traía al Padre común de la cristiandad el fruto de su bendición, y, a pesar de la muerte, que le había quitado el compañero de su antigua peregrinación, no venía solo. Su destino era encontrar para este propósito ilustres amistades. Mientras España, su patria de nacimiento, guardaba en el sepulcro al amigo y protector de su juventud, Francia, su patria adoptiva le había procurado otro amigo en la persona de Foulques. También tuvo la dicha de volver a encontrar a Inocencio III en la Silla de san Pedro. No obstante, este gran Pontífice no se mostró al principio favorable a sus deseos. Consintió sin trabajo tomar bajo la tutela de la iglesia romana el monasterio de Prouille y había ordenado redactar cartas fechadas el 8 de octubre de 1215; pero no podía decidirse a aprobar una Orden nueva, consagrada a edificar la Iglesia sobre la predicación.

Los historiadores exponen dos razones respecto a su repugnancia. En primer lugar, la predicación era un oficio transmitido de los Apóstoles a los obispos, y parecía contrario a la tradición conceder su función a una Orden que no fuese episcopal. Bien es verdad que desde hacía mucho tiempo los obispos se abstenían voluntariamente del honor de anunciar la palabra de Dios y que el cuarto concilio de Letrán, recientemente celebrado, les había ordenado colocar en la cátedra cristiana sacerdotes capaces de representarlos. Pero una cosa era que cada obispo dispusiese la predicación en su diócesis, eligiendo vicarios revocables, y otra confiar a una Orden que hacía de su vida función perpetua y universal la enseñanza del Evangelio. ¿No equivalía esto a fundar en la Iglesia una Orden apostólica? ¿Podía haber en la Iglesia otra Orden apostólica que no fuese el episcopado? Tal fue la cuestión que hizo surgir el celo de Domingo, cuestión capaz de tener en suspenso el talento de Inocencio III. Y además de las razones consideradas desde el punto de vista tradicional, había otras sacadas de la experiencia y la necesidad. Era cosa cierta que el apostolado desaparecía de la Iglesia y que los progresos crecientes del error eran debidos a la ausencia de una enseñanza hábil y abnegada. Los concilios reunidos en el Languedoc durante la guerra de los Albigenses habían llegado a la unanimidad en la recordación de esta parte de sus deberes a los obispos. Pero lo que hace los apóstoles es la gracia de Dios y no las ordenanzas de los concilios. Una vez que volvieron los obispos a sus palacios a la salida de estas asambleas, adujeron por excusa a su inercia evangélica la carga de la administración diocesana, los asuntos de Estado, en los cuales tenían una participación, y la potencia de las cosas establecidas, que los caracteres más fuertes encuentran dificultades para vencer. Tampoco les era cosa fácil crear lugartenientes a su palabra. No se puede decir de improviso a un sacerdote; “¡Sé apóstol!” Las costumbres apostólicas son fruto de un género de vida particular. En la Iglesia primitiva eran comunes porque, teniendo que conquistar al mundo, todos los espíritus se dirigían hacia el solo género de acción que podía alcanzar este fin. Pero cuando la Iglesia había llegado a ser la dueña de las naciones, el ministerio pastoral prevaleció sobre el apostolado; se procuraba más bien conservar que extender el reino de Jesucristo. Ahora bien, por una ley que sujeta todas las cosas creadas, en el punto preciso que cesa el avance, comienza a introducirse la muerte. El régimen de conservación, que basta al mayor número de inteligencias, es incapaz de retener a algunas almas ardientes: los domina una fidelidad que les impulsa a que avancen, de la misma manera que los soldados se cansan de estar en un campo atrincherado, de que no se sacan nunca para conducirles ante el enemigo. Estas almas, aisladas al principio, se unen en la sombra; se procuran al azar el movimiento que les falta, hasta que un día, creyéndose bastante fuertes contra la Iglesia, le hacen saber por medio de una súbita irrupción que la verdad no gobierna en este mundo los espíritus sino con la condición de conquistarles sin cesar. El estado de Europa revelaba a Inocencio III con demasiada claridad esta ley de la humanidad. ¿Debía rehusar la ayuda que llegaba tan a propósito? ¿Debía resistir la inspiración de Dios porque, elevando a más de un digno obispo en su Iglesia, le procuraba como cooperadores un cuerpo de religiosos?

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Sin embargo, un decreto promulgado en el seno del concilio de Letrán presentaba en esta cuestión un obstáculo a la libertad de su pensamiento. El concilio había decidido en efecto, que para evitar la confusión y todos los inconvenientes que nacen de la multiplicación de las Órdenes monásticas no se permitiese el establecimiento de nuevas. ¿Era posible violar tan pronto una solemne resolución?

Dios, que presta a la Iglesia romana una ayuda cuya perpetuidad es una de las maravillas visibles de su sabiduría, y que solamente había querido poner a prueba a su siervo Domingo por medio de una última tribulación, puso término a las ansiedades de Inocencio III. Una noche que este Pontífice dormía en el palacio de San Juan de Letrán vio en sueños la basílica a punto de desplomarse y que Domingo era el que sostenía con sus hombros los muros vacilantes. Advertido de la voluntad de Dios por medio de esta inspiración, mandó llamar al hombre apostólico y le ordenó volviese al Languedoc para escoger allí, de acuerdo con sus compañeros, aquella de las reglas antiguas que le pareciese más apropiada para formar la nueva milicia con que deseaba enriquecer a la Iglesia. Era un medio para salvar el decreto del concilio de Letrán y procurar a un nuevo Instituto el sello y la protección de la antigüedad.

Domingo experimentó en Roma otro placer muy vivo. No era el único a quien la Providencia había elegido en aquellos críticos tiempos para detener la decadencia de la Iglesia. Mientras reavivaba en las santas y profundas fuentes de su corazón el río de la palabra apostólica, otro hombre también había recibido la vocación de suscitar, en medio de una opulencia corruptora de las almas, la estimación y la práctica de la pobreza. Este sublime amante de Jesucristo había nacido en las laderas de las montañas de Umbría, en la ciudad de Asís; era hijo de un avariento comerciante. La lengua francesa, que había aprendido por intereses del negocio de su padre, fue causa de que se le diese el nombre de Francisco, que no era ni el que le correspondía por su cuna ni el que adquirió con el bautismo. A la edad de veinticuatro años, de vuelta de un viaje a Roma, el espíritu de Dios, que le había solicitado con frecuencia otras veces, se apoderó de él por completo. Conducido por su padre ante el obispo de Asís para que renunciase a todos sus derechos de familia, el heroico joven se despojó de los vestidos que llevaba y los puso a los pies del obispo diciendo: “Ahora podré decir con más verdad que nunca: “Padre nuestro, que estás en los Cielos”. (San Buenaventura. “Vida de san Francisco”, cap. II.) Algún tiempo después, asistiendo al sacrificio de la Misa, oyó leer el Evangelio en que Jesucristo recomienda a sus Apóstoles no posean ni oro ni plata, no lleven dinero en sus cintos, ni siquiera una alforja por el camino; ni dos túnicas, ni zapatos, ni palo. Al oír aquellas palabras experimentó un goce indecible; se quitó el calzado, dejó su bastón, arrojó con horror el poco dinero que poseía, y durante el resto de su vida únicamente tuvo para cubrir y ceñir su desnudez unos calzoncillos, una túnica y una cuerda. Aun sentía temor por estas riquezas; y antes de morir se hizo poner desnudo en el suelo por sus hermanos, de la misma manera que al principio de su perfecta conversión a Dios se había desnudado ante el obispo de Asís. Todo esto tenía lugar mientras Domingo evangelizaba el Languedoc con peligro de su vida y aplastaba a la herejía con el espectáculo de su apostolado. Sin saberlo se había establecido una maravillosa correspondencia entre aquellos dos hombres, y la fraternidad de su carrera subsistió hasta en acontecimientos que siguieron a su fallecimiento. Domingo tenía doce años más; pero preparado de manera más sabia para su misión, fue alcanzado a tiempo por su joven hermano, que no había tenido necesidad de ir a las Universidades para aprender en ellas la ciencia de la pobreza y del amor. Casi en la misma época en que Domingo ponía en Nuestra Señora de Prouille los cimientos de su Orden, al pie de los Pirineos, Francisco colocaba las bases de la suya en Nuestra Señora de los Ángeles, al pie de los Apeninos. Un antiguo santuario de la bienaventurada Virgen, Madre de Dios, había sido para ambos la humilde y dulce piedra angular de su edificio. Nuestra Señora de Prouille era el lugar amado entre todos por Domingo: Nuestra Señora de los Ángeles era el rincón de tierra al que Francisco había reservado un sitio de afecto en la inmensidad de su corazón, apartado de todo lo visible. Ambos comenzaron su vida pública por una peregrinación a Roma; tanto el uno como el otro volvieron a ella para solicitar del soberano Pontífice la aprobación de sus Órdenes. Inocencio III les rechazó al principio; pero la misma visión le obligó a conceder a ambos la aprobación verbal y provisional. Domingo, como Francisco, encerró en la flexibilidad austera de su regla a los hombres, las mujeres y gente del mundo, haciendo de tres Órdenes una sola potencia, que combatía por Jesucristo con todas las armas de la naturaleza y de la gracia. Domingo comenzó por las mujeres, y Francisco por los hombres. El mismo Pontífice, Honorio III, confirmó sus institutos con bulas apostólicas; el mismo Gregorio IX les canonizó. Por fin los dos más grandes doctores de todos los siglos florecieron sobre sus sepulcros: santo Tomás, sobre el de Domingo; san Buenaventura, sobre el de Francisco.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Sin embargo, estos dos hombres, cuyos destinos ofrecían al Cielo y a la tierra tan admirables armonías, no se conocían. Ambos habitaron en Roma por el tiempo del concilio de Letrán, y no parece que el nombre del uno hubiese llegado nunca al oído del otro. Una noche, Domingo, que estaba orando como de costumbre, vio a Jesucristo irritado contra el mundo, y a su Madre que le presentaba dos hombres para apaciguarle. Él se reconoció en uno de ellos; pero no sabía quién era el otro, y mirándole atentamente, su imagen no se borró nunca de su espíritu. Al día siguiente, en una iglesia, se ignora cuál fue, vio bajo el hábito de mendicante, la figura que le había sido mostrada la noche precedente, y corriendo hacia aquel pobre, le apretó entre sus brazos con santa efusión, entrecortada por estas palabras: “Sois mi compañero; caminaréis conmigo; sostengámonos, y nada podrá prevalecer contra nosotros”. (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. I, cap. I.) Luego le contó la visión que había tenido, y sus corazones se fundieron uno en otro entre estos abrazos y discursos.

El abrazo de Domingo y Francisco se ha transmitido de generación en generación en las personas de su posteridad. Una franca amistad que une hoy día aún a ambas Órdenes de Predicadores y Menores. Se han encontrado en iguales oficios en todos los puntos del globo; han edificado sus conventos en los mismos lugares; han ido a mendigar a las mismas puertas; su sangre, derramada por Jesucristo, se ha mezclado mil veces en el mismo sacrificio y la misma gloria; han cubierto con su librea los hombros de príncipes y princesas, han poblado el Cielo con sus santos; sus virtudes, su poder, su fama, sus necesidades, se han aproximado sin cesar en todos los sitios, y nunca una sombra de celos ha empañado el cristal sin mácula de su amistad, seis veces secular. Se han esparcido juntos por el mundo, de la misma manera que se extienden y entrelazan las ramas gozosas de dos troncos parecidos en edad y fuerza; han adquirido y compartido el afecto de los pueblos, como dos hermanos gemelos reposan sobre el seno de su única madre; se han dirigido a Dios por los mismos caminos, como dos perfumes preciosos ascienden libremente hasta el mismo punto del cielo. Todos los años, cuando llega en Roma la fiesta de santo Domingo, salen las carrozas del convento de Santa María de la Minerva, en donde reside el General de los dominicos, y van a buscar al convento de “Ara-Coeli” al General de los franciscanos. Este llega acompañado por gran número de sus hermanos. Los dominicos y franciscanos, reunidos en dos hileras se dirigen al altar mayor de la Minerva, y después de haberse saludado recíprocamente, los primeros van al coro; los últimos quedan en el altar para celebrar el oficio del amigo de su Padre. Sentados luego a la misma mesa, parten juntos el pan, que no les ha faltado nunca desde hace siglos; y una vez terminada la comida juntos, el cantos de los franciscanos y el de los dominicos entonan, en medio del refectorio, esta antífona: “El seráfico Francisco y apostólico Domingo nos han enseñado vuestra ley, ¡oh Señor!” El cambio de estas ceremonias tiene lugar en el convento de “Ara-Coeli” cuando llega la fiesta de san Francisco; y lo mismo sucede en todo el mundo, allí en donde hay un convento de dominicos y un convento de franciscanos cercano uno al otro y que permitan a sus habitantes exteriorizar un signo visible del piadoso y hereditario amor que les une.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO VIII - Reunión de santo Domingo y sus discípulos en Nuestra Señora de Prouille - Regla y Constituciones de la Orden - Fundación del convento de San Román de Tolosa

Dios, durante la ausencia de Domingo, bendijo y multiplicó su rebaño. En vez de los seis discípulos que había dejado en Tolosa en casa de Pedro Cellani, encontró a su vuelta quince o dieciséis. Después de las cordialidades propias de la primera entrevista, los citó en Nuestra Señora de Prouille para deliberar, de acuerdo con las órdenes del Papa, sobre el asunto de la elección de una regla. Hasta entonces, es decir, hasta la primavera de 1216 su comunidad había tenido solamente una forma provisional e indeterminada, y Domingo se había ocupado más de obrar que de escribir, imitando a Jesucristo, que preparó a sus apóstoles para su misión por medio de la palabra y el ejemplo, pero no con reglamentos escritos. Pero había llegado la hora de crear la legislación de la familia dominicana; pues es preciso que las leyes secunden las costumbres, a fin de perpetuar la tradición. Domingo, que ya era padre, iba a convertirse en legislador. Después de haber sacado de su seno una generación de hombres parecidos a él iba a ocuparse de su fecundidad y armarlos contra el porvenir con la fuerza misteriosa que procura la duración. Si la perpetuación de una raza por la carne y por la sangre es una obra maestra de virtudes y de habilidad; si la fundación de los imperios es el primer grado del genio humano, ¿Qué no será establecer una sociedad puramente espiritual, que no debe su vida a los afectos de la naturaleza ni encarga su defensa a la espada y la coraza? Los antiguos legisladores, poseídos por sus deberes, asentaron las naciones, con un engaño que no tenía de ello más que la apariencia, sobre el pedestal de la Divinidad. Nacido en tiempo de Jesucristo, cuando la plenitud de la realidad había ocupado el lugar de las ruinas y las ficciones, Domingo no había tenido necesidad de engañar para ser verídico. Antes que atreverse a trazar una ley con sus manos mortales, había ido a ponerse a los pies del representante de Dios implorar de la más elevada paternidad visible la bendición, que es el germen de las largas posteridades. Retirado más tarde a su soledad, bajo la protección de aquella que fue su Madre sin cesar de ser Virgen, rogó a Dios ardientemente le comunicase una parte de aquel espíritu que ha procurado a la Iglesia Católica inquebrantables cimientos.

Dos hombres nacidos con un siglo de intervalo, san Agustín y san Benito, fueron en Occidente los patriarcas de la vida religiosa; pero ni uno ni otro se propuso el mismo fin que Domingo. San Agustín, recién convertido, se encerró en una casa de Tagaste, su ciudad natal, para dedicarse con algunos amigos al estudio y a la contemplación de las cosas divinas. Elevado más tarde al sacerdocio, se procuró en Hipona otro monasterio, que, como el primero, no era sino una reminiscencia de aquellos famosos institutos cenobíticos de Oriente, cuyos arquitectos fueron san Antonio y san Basilio. Cuando sucedió al anciano Valerio en la silla episcopal de Hipona, cambió su punto de vista, sin variar el ardiente amor que le conducía a encadenar su vida entre los lazos de la fraternidad. Abrió su casa al clero de Hipona, y formó con sus cooperadores una sola comunidad, siguiendo el ejemplo de san Atanasio y san Eusebio de Verielli, imitadores, a su vez, de los Apóstoles. Este monasterio episcopal fue el que sirvió de modelo y de punto de partida a los canónigos regulares, como el de Tagaste sirvió a los religiosos conocidos con el nombre de Ermitaños de san Agustín. En cuanto a san Benito, su obra era aún más manifiestamente extraña al fin que se proponía Domingo, pues no hizo sino resucitar la pura vida claustral, compartida entre el canto del coro y el trabajo manual.

Obligado a elegir por antepasado uno de aquellos dos grandes hombres, Domingo prefirió a san Agustín. Las razones de esto son fáciles de comprender. Aunque el ilustre Obispo no hubiese tenido la idea de instituir una Orden apostólica, había sido un apóstol y doctor y pasó sus días anunciando la palabra de Dios y defendiendo su integridad contra todos los herejes de su tiempo. ¿Bajo qué patrono más natural se podía colocar la naciente Orden de Frailes Predicadores? Para Domingo no era un patronato nuevo; durante largos años había formado parte del Cabildo regular de Osma, y las tradiciones de su pasada carrera concertaban al hacer esta elección con las conveniencias de su vocación actual. La regla de san Agustín, hay que tenerlo presente, reunía sobre las demás la ventaja inapreciable de ser la simple exposición de los deberes fundamentales de la vida religiosa. No se trazaba ninguna forma de gobierno; no se prescribía observancia alguna, excepto la comunidad de bienes, la oración, la frugalidad, la vigilancia de los religiosos en cuanto a sus sentidos, la mutua corrección de sus defectos, la obediencia al superior del monasterio y, por encima de todo, la caridad, cuyo nombre y unción llenan esas admirables y demasiado breves páginas. Domingo, al someterse a sus prescripciones, no aceptaba, pues, hablando con propiedad, sino el yugo de los consejos evangélicos: su pensamiento se encontraba bien en aquel cuadro hospitalario, esbozado por una mano que parecía haber intentado crear una ciudad en lugar de un claustro. En aquella ciudad común lo que faltaba construir, bajo la protección de sus viejas murallas, era el edificio de la Orden de Predicadores.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Pero se presentó una cuestión previa: ¿Debía adoptar una Orden destinada al apostolado la tradición de las costumbres monásticas, o aproximarse a la existencia más libre del sacerdocio secular, abandonando la mayor parte de los usos claustrales? No se podían comprender en esta duda los tres votos de pobreza, castidad y obediencia, sin los cuales no se consigue ninguna sociedad espiritual, de la misma manera que no se concibe un pueblo sin la pobreza del impuesto, la castidad del matrimonio y la obediencia a las mismas leyes y a los mismos jefes. Pero ¿Convenía al fin del apostolado conservar costumbres tales como la recitación pública del oficio divino, la abstinencia perpetua de la carne, los largos ayunos, el silencio, el capítulo llamado de culpas, las penitencias por las faltas en contra de la regla y el trabajo manual? Toda esta rigurosa disciplina, adecuada a la formación del corazón solitario del Monje y a santificar el descanso de sus días, ¿Era compatible con la heroica libertad de un apóstol que emprende derecho su camino, sembrando a derecha e izquierda el buen grano de la verdad? Domingo lo creyó así. Creyó qué reemplazando el trabajo manual por el estudio de la ciencia divina, mitigando ciertas prácticas, haciendo uso de dispensas para con los religiosos más estrictamente ocupados en la enseñanza y la predicación, sería posible reconciliar la acción apostólica con la observancia monástica. Tal vez ni se presentase a su talento la idea de la separación, pues el apóstol no es solamente un hombre que sabe y enseña por medio de la palabra; es un hombre que predica el Cristianismo con todo su ser, y cuya sola presencia es ya una aparición de Jesucristo. Pero ¿Qué hay de mejor para imprimirle los sagrados estigmas de este parecido que las austeridades del claustro? ¿No era el mismo Domingo la mezcla íntima del monje y el apóstol? El estudio, la oración, la predicación, el ayuno, dormir en tierra, caminar descalzo, pasar del acto de la penitencia al del proselitismo, ¿No constituía esto su vida diaria? ¿Y quién mejor que él podía conocer todas las afinidades del desierto y el apostolado?

Las tradiciones monásticas fueron recibidas en Prouille con algunas modificaciones, entre las cuales la primera y la más general era ésta: “Que cada prelado tenga en su convento el poder de dispensar a los religiosos de las comunes observancias, cuando lo juzgue útil, sobre todo en las cosas que pudieren oponer obstáculos al estudio o la predicación, o al bien de las almas; pues nuestra Orden ha sido instituida especialmente y desde su origen para la predicación y la salvación de las almas, y todos nuestros esfuerzos deben tender sin cesar hacia el provecho espiritual del prójimo”. (“Constituciones de la Orden de Padres Predicadores”, prólogo.)

Por eso quedó instituido que el oficio divino se diría en la iglesia breve y sucintamente, para no disminuir la devoción de los religiosos y quitarles tiempo para el estudio; que durante los viajes, quedaran exentos de ayunos regulares, excepto por todo el Adviento, en ciertas vigilias y el viernes de cada semana; que podrían comer carne fuera de los conventos de la Orden; que el silencio no sería absoluto; que la comunicación con los extraños se permitiría en interés de los mismos conventos, exceptuando las mujeres; que cierto número de estudiantes serían enviados a las más famosas universidades; que se recibirían títulos científicos; que se establecerían escuelas: siendo todo esto constituciones que, sin destruir en el fraile predicador al hombre monástico, le elevarían a la jerarquía del hombre apostólico.

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