EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XVII - Del orden que se debe guardar en el combate contra las pasiones y vicios

Importa mucho, hija mía, que sepas el orden que se debe guardar para combatir como se debe y no, acaso, por costumbre, como hacen muchos, que por esta causa pierden todo el fruto de su trabajo.

El orden de combatir contra tus vicios y malas inclinaciones es recogerte dentro de ti misma, a fin de examinar con cuidado cuáles son ordinariamente tus deseos y aficiones, y reconocer cuál es la pasión que en ti reina; y a ésta particularmente has de declarar la guerra como a tu mayor enemigo. Pero si el maligno espíritu te asaltare con otra pasión o vicio, deberás entonces acudir sin tardanza a donde fuere mayor y más urgente la necesidad, y volverás después a tu primera empresa.

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CAPÍTULO XVIII - De qué manera deben reprimirse los movimientos repentinos de las pasiones

Si no estuvieres acostumbrada a reparar y resistir los golpes repentinos de las injurias, afrentas y demás penas de esta vida, conseguirás esta costumbre previéndolas con el discurso y preparándote de lejos a recibirlas.

El modo de preverlas es que, después de haber examinado la calidad y naturaleza de tus pasiones, consideres las personas con quienes tratas, y los lugares y ocasiones donde te hallas ordinariamente; y de aquí podrás fácilmente conjeturar todo lo que puede sucederte. Pero si bien en cualquiera accidente imprevisto te aprovechará mucho el haberte preparado contra semejantes motivos y ocasiones de mortificación y pena, podrás no obstante servirte también de este otro medio:

Apenas empezares a sentir los primeros golpes de alguna injuria, o de cualquiera otra aflicción, procura levantar tu espíritu a Dios, considerando que este accidente es un golpe del cielo que su misericordia te envía para purificarte, y para unirte más estrechamente a sí. Y después que hayas reconocido que su bondad inefable se deleita y complace infinitamente de verte sufrir con alegría las mayores penas y adversidades por su amor, vuelve sobre ti misma, y reprendiéndote dirás: ¡Oh cuán flaca y cobarde eres! ¿por qué no quieres tú sufrir, y llevar una cruz que te envía, no esta o aquella persona, sino tu Padre celestial? Después, mirando la cruz, abrázala, y recíbela no solamente con sumisión, sino con alegría, diciendo: ¡Oh cruz que el amor de mi Redentor crucificado me hace más dulce y apetecible que todos los placeres de los sentidos! Úneme desde hoy estrechamente contigo, para que por ti pueda yo unirme estrechamente con el que me ha redimido, muriendo entre tus brazos.

Pero si prevaleciendo en ti la pasión en los principios, no pudieres levantar el corazón a Dios, y te sintieres herida, no por esto desmayes, ni dejes de hacer todos los esfuerzos posibles para vencerla, implorando el socorro del cielo.

Después de todo esto, hija mía, el camino más breve y seguro para reprimir y sujetar estos primeros movimientos de las pasiones, es quitar la causa de donde proceden. Por ejemplo: si por tener puesto tu afecto en alguna cosa de tu gusto, observas que te turbas, te enojas y te inquietas cuando te tocan en ella, procura desnudarte de este afecto, y gozarás de un perfecto reposo. Mas si la inquietud que sientes procede, no de amor desarreglado a algún objeto de tu gusto, sino de aversión natural a alguna persona, cuyas menores acciones te ofenden y desagradan, el remedio eficaz y propio de este mal es que, a pesar de tu antipatía, te esfuerces por amar a esta persona, no solamente porque es una criatura formada de la mano de Dios, y redimida con la preciosa sangre de Jesucristo, de la misma suerte que tú, sino también porque sufriendo con dulzura y paciencia sus defectos, puedes hacerte semejante a tu Padre celestial, que con todos es generalmente benigno y amoroso (Matth V, 45).

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CAPÍTUL0 XIX - Del modo cómo se debe combatir contra el vicio deshonesto

Contra este vicio has de hacer la guerra de un modo particular, y con mayor resolución y esfuerzo que contra los demás vicios. Para combatirlo como conviene, es necesario que distingas tres tiempos:

El primero, antes de la tentación;
El segundo, cuando te hallares tentada;
El tercero, después que se hubiere pasado la tentación.

1. Antes de la tentación, tu pelea ha de ser contra las causas y personas que suelen ocasionarla. Primeramente has de pelear no buscando ni acometiendo a tu enemigo, sino huyendo cuanto te sea posible de cualquiera cosa o persona que te pueda ocasionar el mínimo peligro de caer en este vicio; y cuando la condición de la vida común, o la obligación del oficio particular, o la caridad con el prójimo te obligaren a la presencia y conversación de tales objetos, procurarás contenerte severamente dentro de aquellos límites que hace inculpable la necesidad, usando siempre de palabras modestas y graves, y mostrando un aire más serio y austero que familiar y afable. No presumas de ti misma, aunque en todo el decurso de tu vida no hayas sentido los penosos estímulos de la carne; porque el espíritu de la impureza suele hacer en una hora lo que no ha podido en muchos años. Muchas veces ordena y dispone ocultamente sus máquinas para herir con mayor ruina y estrago; y nunca es más de recelar y de temer que cuando más se disimula y da menos sospechas de sí.

La experiencia, nos muestra cada día que nunca es mayor el peligro que cuando se contraen o se mantienen ciertas amistades en que no se descubre algún mal, por fundarse sobre razones y títulos especiosos, ya de parentesco, ya de gratitud, ya de algún otro motivo honesto, ya sobre el mérito y virtud de la persona que se ama; porque con las visitas frecuentes y largos razonamientos se mezcla insensiblemente en estas amistades el venenoso deleite del sentido; el cual, penetrando con un pronto y funesto progreso hasta la médula del alma, oscurece de tal suerte la razón, que vienen finalmente a tenerse por cosas muy leves el mirar inmodesto, las expresiones tiernas y amorosas; las palabras libres, los donaires y los equívocos, de donde nacen tentaciones y caídas muy graves.

Huye, pues, hija mía, hasta de la mínima sombra de este vicio, si quieres conservarte inocente y pura. No te fíes de tu virtud, ni de las resoluciones o propósitos que hubieres hecho de morir antes que ofender a Dios; porque si el amor sensual que se enciende en estas conversaciones dulces y frecuentes se apodera una vez de tu corazón, no tendrás respeto a parentesco, por contentar y satisfacer tu pasión; serán inútiles y vanas todas las exhortaciones de tus amigos; perderás absolutamente el temor de Dios; y el fuego mismo del infierno no será capaz de extinguir tus llamas impuras. Huye, huye, si no quieres ser sorprendida y presa, y lo que es más, perderte para siempre.

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2. Huye de la ociosidad, procura vivir con cautela, y ocuparte en pensamientos y en obras convenientes a tu estado.

3. Obedece con alegría a tus superiores, y ejecuta con prontitud las cosas que te ordenaren, abrazando con mayor gusto las que te humillan y son más contrarias a tu voluntad y natural inclinación.

4. No hagas jamás juicio temerario del prójimo, principalmente en este vicio; y si por desgracia hubiere caído en algún desorden, y fuere manifiesta y pública su caída, no por eso lo menosprecies o lo insultes; mas compadeciéndote de su flaqueza, procura aprovecharte de su caída humillándote a los ojos de Dios, conociendo y confesando que no eres sino polvo y ceniza, implorando con humildad y fervor el socorro de su gracia, y huyendo desde entonces con mayor cuidado de todo comercio y comunicación en que pueda haber la menor sombra de peligro.

Advierte, hija mía, que si fueres fácil y pronta en juzgar mal de tus hermanos y en despreciarlos, Dios te corregirá a tu costa permitiendo que caigas en las mismas faltas que condenas, para que así vengas a conocer tu soberbia, y humillada, procures el remedio de uno y otro vicio.

Pero, aunque no caigas en alguna de estas faltas, sabe, hija mía, que si continúas en formar juicios temerarios contra el prójimo, estarás siempre en evidente peligro de perecer.

Últimamente, en las consolaciones y gustos sobrenaturales que recibieres del Señor, guárdate de admitir en tu espíritu algún sentimiento de complacencia o vanagloria, persuadiéndote de que has llegado ya al colmo de la perfección, y de que tus enemigos no se hallan ya en estado de hacerte guerra, porque te parece que los miras con menosprecio, aversión y horror; pues si en esto no fueres muy cauta y advertida, caerás con facilidad.

En cuanto al tiempo de la tentación, conviene considerar si la causa de donde procede es interior o exterior.

Por causa exterior entiendo la curiosidad de los ojos y de los oídos, la delicadeza y lujo de los vestidos, las amistades sospechosas, y los razonamientos que incitan a este vicio.

La medicina en estos casos es el pudor y la modestia que tienen cerrados los ojos y los oídos a todos los objetos que son capaces de alborotar la imaginación; pero el principal remedio es la fuga, como dije.

La interior procede, o de la vivacidad y lozanía del cuerpo, o de los pensamientos de la mente que nos vienen de nuestros malos hábitos, o de las sugestiones del demonio.

La vivacidad y lozanía del cuerpo se ha de mortificar con los ayunos, con las disciplinas, con los cilicios, con las vigilias y con otras austeridades semejantes; mas sin exceder los límites de la discreción y de la obediencia.

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Por lo que mira a los pensamientos, sea cual fuere la causa o principio de donde nacieren, los remedios y preservativos son éstos: la ocupación en los ejercicios que son propios de tu estado, la oración y la meditación.

La oración se ha de hacer en esta forma: apenas te vinieren semejantes pensamientos, y empezares a sentir su impresión, procura luego recogerte dentro de ti misma, y poniendo los ojos en Jesucristo, le dirás: ¡Oh mi dulce Jesús, acudid prontamente a mi socorro para que yo no caiga en las manos de mis enemigos! Otras veces, abrazando la cruz de donde pende tu Señor, besarás repetidas veces las sacratísimas llagas de sus pies, diciendo con fervor y confianza: ¡Oh llagas adorables! ¡Oh llagas infinitamente santas! Imprimid vuestra figura en este impuro y miserable corazón, preservándome de vuestra ofensa.

La meditación, hija mía, yo no quisiera que en el tiempo en que abundan las tentaciones de los deleites carnales, fuese sobre ciertos puntos que algunos libros espirituales proponen como remedios de semejantes tentaciones. Así, por ejemplo, el considerar la vileza de este vicio, su insaciabilidad, los disgustos y amarguras que lo acompañan, y las ruinas que ocasiona en la hacienda, en el honor, en la salud y en la vida; porque no siempre éste es medio seguro para vencer la tentación, antes bien puede acrecentarla más; pues si el entendimiento por una parte arroja y desecha estos pensamientos, y los excita y llama por otra, pone a la voluntad en peligro de deleitarse con ellos y de consentir en el deleite.

Por esta causa el medio más seguro para librarte y defenderte de tales pensamientos, es apartar la imaginación, no solamente de los objetos impuros, sino también de los que les son contrarios; porque esforzándote a repelerlos por los que les son contrarios, pensarás en ellos aunque no quieras, y conservarás sus imágenes. Conténtate, pues, en éstos, con meditar sobre la pasión de Jesucristo; y si mientras te ocupas en este santo ejercicio volvieren a molestarte y afligirte con más vehemencia los mismos pensamientos, no por esto pierdas el ánimo ni dejes la meditación, ni para resistirlos te vuelvas contra ellos; antes bien menospreciándolos enteramente como si no fuesen tuyos, sino del demonio, perseverarás constante en meditar con toda la atención que te fuere posible sobre la muerte de Jesucristo. Porque no hay medio más poderoso para arrojar de nosotros el espíritu inmundo, aun cuando estuviere resuelto y determinado a hacernos perpetuamente la guerra.

Concluirás después tu meditación con esta súplica o con otra semejante: ¡Oh Creador y Redentor mío! Libradme de mis enemigos por vuestra infinita bondad, y por los méritos de vuestra sacratísima Pasión. Pero guárdate, mientras dijeres esto, de pensar en el vicio de que deseas defenderte, porque la menor idea será peligrosa.

Sobre todo no pierdas el tiempo en disputar contigo misma para saber si consentiste o no consentiste en la tentación; porque este género de ensayo es una invención del demonio, que con pretexto de un bien aparente o de una obligación quimérica, pretende inquietarte y hacerte tímida y desconfiada, o precipitarte en algún deleite sexual con estas imaginaciones impuras en que ocupa tu espíritu.

Todas las veces, pues, que en estas tentaciones no fuere claro el consentimiento, bastará que descubras brevemente a tu padre espiritual lo que supieres, quedando después quieta y sosegada con su parecer, sin pensar más en semejante cosa. Pero no dejes de descubrirle con fidelidad todo el fondo de tu corazón, sin ocultarle jamás alguna cosa, o por vergüenza, o por cualquiera otro respeto; por que si para vencer generalmente a todos nuestros enemigos es necesaria la humildad, ¿cuánta necesidad tendremos de esta virtud para librarnos y defendernos de un vicio que es casi siempre pena y castigo de nuestro orgullo?

Pasado el tiempo de la tentación, la regla que deberás guardar es ésta: aunque goces de una profunda calma y de un perfecto sosiego, y te parezca que te hallas libre y segura de semejantes tentaciones, procura, no obstante, tener lejos de tu pensamiento los objetos que te las causaron, y no permitas que vuelvan a entrar en tu espíritu con algún color o pretexto de virtud, o de otro bien imaginado; porque semejantes pretextos son engaños de nuestra naturaleza corrompida, y lazos del demonio que se transforma en ángel de luz (II Cor. XI, 14) para inducirnos a las tinieblas exteriores, que son las del infierno.

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CAPÍTULO XX - Del modo de pelear contra el vicio de la pereza

Importa mucho, hija mía, que hagas la guerra a la pereza, porque este vicio no solamente nos aparta del camino de la perfección, sino que nos pone enteramente en las manos de los enemigos de nuestra salud.

Si quieres no caer en la mísera servidumbre de este vicio, has de huir de toda curiosidad y afecto terreno, y de cualquiera ocupación que no convenga a tu estado. Asimismo serás muy diligente en corresponder a las inspiraciones del cielo, en ejecutar las órdenes de tus superiores, y en hacer todas las cosas en el tiempo y en el modo que ellos desean.

No tardes ni un breve instante en cumplir lo que se te hubiere ordenado, porque la primera dilación o tardanza ocasiona la segunda, y la segunda la tercera y las demás, a las cuales el sentido se rinde y cede más fácilmente que a las primeras, por haberse ya aficionado al placer y dulzura del descanso; y así, o la acción se empieza muy tarde, o se deja como pesada y molesta.

De esta suerte viene a formarse en nosotros el hábito de la pereza, el cual es muy difícil de vencer, si la vergüenza de haber vivido en una suma negligencia y descuido no nos obliga al fin a tomar la resolución de ser en lo venidero más laboriosos y diligentes.

Pero advierte, hija mía, que la pereza es un veneno que se derrama en todas las potencias del alma, y no solamente inficiona la voluntad, haciendo que aborrezca el trabajo, sino también el entendimiento, cegándole para que no vea cuán vanos y mal fundados son los propósitos de los negligentes y perezosos; pues lo que deberían hacer luego y con diligencia, o no lo hacen jamás, o lo difieren y dejan para otro tiempo.

Ni basta que se haga con prontitud la obra que se ha de hacer, sino que es necesario hacerla en el tiempo que pide la calidad y naturaleza de la misma obra, y con toda la diligencia y cuidado que conviene, para darle toda la perfección posible; porque, en fin, no es diligencia sino una pereza artificiosa y fina hacer con precipitación las cosas, no cuidando de hacerlas bien, sino de concluirlas presto, para entregarnos después al reposo en que teníamos fijo todo el pensamiento. Este desorden nace ordinariamente de no considerarse bastantemente el valor y precio de una buena obra, cuando se hace en su propio tiempo, y con ánimo resuelto a vencer todos los impedimentos y dificultades que impone el vicio de la pereza a los nuevos soldados que comienzan a hacer guerra a sus pasiones y vicios.

Considera, pues, hija mía, que una sola aspiración, una oración jaculatoria, una reflexión, y la menor demostración de culto y de respeto a la Majestad divina, es de mayor precio y valor que todos los tesoros del mundo; y cada vez que el hombre se mortifica en alguna cosa, los Ángeles del cielo le fabrican una bella corona en recompensa de la victoria que ha ganado sobre sí mismo. Considera, al contrario, que Dios quita poco a poco sus dones y gracias a los tibios y perezosos, y los aumenta a los fervorosos y diligentes para hacerlos entrar después en la alegría y gozo de su bienaventuranza.

Pero si al principio no te sintieres con fuerza y vigor bastante para sufrir las dificultades y penas que se presentan en el camino de la perfección, es necesario que procures ocultártelas con destreza a ti misma, de suerte que te parezcan menores de lo que suelen figurarse los perezosos. Por ejemplo, si para adquirir una virtud necesitas ejercitarte en repetidos y frecuentes actos, y combatir con muchos y poderosos enemigos que se oponen a tu intento, empieza a formar dichos actos como si hubiesen de ser pocos los que has de producir, trabaja como si tu trabajo no hubiese de durar sino muy breve tiempo, y combate a tus enemigos, uno en pos de otro, como si no tuvieses sino uno solo que combatir y vencer, poniendo toda tu confianza en Dios, y esperando que con el socorro de su gracia serás más fuerte que todos ellos. Pues si obrares de esta suerte, vendrás a librarte del vicio de la pereza y a adquirir la virtud contraria.

Lo mismo practicarás en la oración. Si tu oración debe durar una hora, y te parece largo este tiempo, proponte solamente orar medio cuarto de hora, y pasando de este medio cuarto de hora a otro, no te será difícil ni penoso el llenar, finalmente, la hora entera. Pero si al segundo o tercero medio cuarto de hora, sintieres demasiada repugnancia y pena, deja entonces el ejercicio para no aumentar tu desabrimiento y disgusto; porque esta interrupción no te causará ningún daño, si después vuelves a continuarlo.

Este mismo método has de observar en las obras exteriores y mentales. Si tuvieres diversas cosas que hacer, y, por parecerte muchas y muy difíciles, sientes inquietud y pena, comienza, siempre por la primera, con resolución, sin pensar en las demás, porque haciéndolo así con diligencia, vendrás a hacerlas todas con menos trabajo y dificultad de lo que imaginabas.

Si no procuras, hija mía, guardar esta regla, y no te esfuerzas a vencer el trabajo y dificultad que nace de la pereza, advierte que con el tiempo vendrá a prevalecer en ti de tal manera este vicio, que las dificultades y penas, que son inseparables de los primeros ejercicios de la virtud, no solamente te molestarán cuando estén presentes, sino que desde luego te causarán disgusto y congojas, porque estarás siempre con un continuo temor de ser ejercitada y combatida de tus enemigos, y en la misma quietud vivirás inquieta y turbada.

Conviene, hija mía, que sepas que en este vicio hay un veneno oculto que oprime y destruye no solamente las primeras semillas de las virtudes, sino también las virtudes que están ya formadas; y que como la carcoma roe y consume insensiblemente la madera, así este vicio roe y consume insensiblemente la médula de la vida espiritual; y por este medio suele el demonio tender sus redes y lazos a los hombres, y particularmente a los que aspiran a la perfección.

Vela, pues, sobre ti misma dándote a la oración y a las buenas obras, y no aguardes a tejer el paño de la vestidura nupcial para cuando ya habías de estar vestida y adornada de ella para salir a recibir al esposo (Matth. XXII et XXV).

Acuérdate cada día de que no te promete la tarde quien te da la mañana, y quien te da la tarde no te asegura la mañana (Véase en la 2a. part. trat. 4o. capítulo XIV).

Emplea santamente cada hora del día como si fuese la última; ocúpate toda, en agradar a Dios y teme siempre la estrecha y rigurosa cuenta que le has de dar de todos los instantes de tu vida.

Últimamente te advierto que tengas por perdido aquel día en que, aunque hayas trabajo con diligencia, y concluido muchos negocios, no hubieres alcanzado muchas victorias contra tu propia voluntad y malas inclinaciones, ni hubieres rendido gracias y alabanzas a Dios por sus beneficios; y principalmente por el de la dolorosa muerte que padeció por ti, y por el suave y paternal castigo que te da, si por ventura te hubiese hecho digna del tesoro inestimable de alguna tribulación.

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CAPÍTULO XXI - Cómo debemos gobernar los sentidos exteriores y servirnos de ellos para la contemplación de las cosas divinas

Grande advertencia y continuado ejercicio pide el gobierno y buen gusto de los sentidos exteriores; porque el apetito sensitivo, de donde nacen todos los movimientos de la naturaleza corrompida, se inclina desenfrenadamente a los gustos y deleites, y no pudiendo adquirirlos por sí mismo, se sirve de los sentidos como de instrumentos propios y naturales para traer a sí los objetos, cuyas imágenes imprime en el alma; de donde se origina el placer sensual, que por la estrecha comunicación que tienen entre sí el espíritu y la carne, derramándose desde luego en todos los sentidos que son capaces de aquel deleite, pasa después a inficionar, como un mal contagioso, las potencias del alma, y viene finalmente a corromper todo el hombre.

Los remedios con que podrás preservarte de un mal tan grave, son éstos:

Estarás siempre advertida y sobre aviso de no dar mucha libertad a tus sentidos, y de no servirte de ellos para el deleite, sino solamente para algún buen fin, o por alguna necesidad o provecho; y si por ventura, sin que tú lo adviertas, se derramaren a vanos objetos para buscar algún falso deleite, recógelos luego y réglalos de suerte que se acostumbren a sacar de los mismos objetos grandes socorros para la perfección del alma, y no admitir otras especies que las que puedan ayudarla para elevarse por el conocimiento de las cosas creadas a la contemplación de las grandezas de Dios, la cual podrás practicar en esta forma:

Cuando se presentare a tus sentidos algún objeto agradable, no consideres lo que tiene de material, sino míralo con los ojos del alma; y si advirtieres o hallares en él alguna cosa que lisonjee y agrade a tus sentidos, considera que no la tiene de sí, sino que la ha recibido de Dios, que con su mano invisible lo ha creado, y le comunica toda la bondad y hermosura que en él admiras.

Después te alegrarás de ver que este Ser soberano e independiente, que es el único Autor de tantas bellas cualidades que te hechizan en las criaturas, las contiene todas en sí mismo con eminencia, y que la más excelente de aquéllas no es sino una sombra de sus infinitas perfecciones.

Cuando vieres o contemplares alguna obra excelente y perfecta de tu Creador, considera su nada, y fija los ojos del entendimiento en el divino Artífice que le dio el ser, y poniendo en Él solo toda tu alegría, le dirás: ¡Oh esencia divina, objeto de todos mis deseos y única felicidad mía; cuánto me alegro que tú seas el principio infinito de todo el ser y perfección de las criaturas!

De la misma suerte, cuando vieres árboles, plantas, flores o cosas semejantes, considera que la vida que tienen no la tienen de sí, sino del espíritu que no ves y las vivifica, al cual podrás decir: 'Vos sois, Señor, la verdadera vida, de quien, en quien y por quien viven y crecen todas las cosas. ¡Oh única alegría de mi corazón!'

Asimismo, de la vista de los animales levantarás el pensamiento a Dios que les ha dado el sentido y movimiento, y le dirás: '¡Oh gran Dios, que moviendo todas las cosas en el mundo, sois siempre inmóvil en Vos mismo! ¡Cuánto me alegro de vuestra perpetua estabilidad y firmeza!'

Cuando sintieres que se inclina tu afecto a la belleza de las criaturas, separa luego lo que ves de lo que no ves; deja el cuerpo, y vuelve el pensamiento al espíritu. Considera que todo lo que parece hermoso a tus ojos viene de un principio invisible, que es la hermosura increada, y te dirás a ti misma: Estos no son sino destellos o arroyuelos de aquella fuente increada, o gotas de aquel piélago infinito de donde manan todos los bienes. ¡Oh cómo me alegro en lo íntimo del corazón pensando en la eterna belleza, que es origen y causa de todas las bellezas creadas!

Cuando vieres alguna persona en quien resplandezca la bondad, la sabiduría, la justicia o alguna otra virtud, distingue igualmente lo que tiene de sí misma, de lo que ha recibido del cielo, y dirás a Dios: ¡Oh riquísimo tesoro de todas las virtudes! Yo no puedo explicar la alegría que siento cuando considero que no hay algún bien que no proceda de Vos, y que todas las perfecciones de las criaturas son nada en comparación de las vuestras. Yo os alabo y bendigo, Señor, por éste y por todos los demás bienes que os habéis dignado comunicar a mi prójimo. Acordaos, Señor, de mi pobreza, y de la necesidad que tengo de tal y tal virtud.

Cuando hicieres alguna cosa, considera que Dios es la primera causa de aquella obra, y que tú no eres sino un vil instrumento; y levantando el pensamiento a su divina Majestad, le dirás: '¡Oh soberano Señor del mundo! Yo reconozco con alegría indecible que sin Vos no puedo obrar cosa alguna, y que Vos sois el primero y principal Artífice de todas.'

Cuando comieres alguna vianda que sea de tu gusto, harás esta reflexión: que sólo el Creador es capaz de darle este gusto que encuentras, y que te es tan agradable; y poniendo en Él solo todas tus delicias, te dirás a ti misma: 'Alégrate, alma mía, de que, como fuera de Dios no hay verdadero ni sólido contento, así en solo Dios puedas verdaderamente deleitarte en todas las cosas.'

Cuando percibieres algún olor suave y agradable no te detengas en el deleite o gusto que te causa; mas pasa con el pensamiento al Señor, de quien tiene su origen aquella fragancia, y con una interior consolación le dirás: 'Haced, Dios y Señor mío, que así como yo me alegro de que de Vos proceda toda suavidad, así mi alma, desasida de los placeres sensuales, no tenga cosa alguna que le impida elevarse a Vos, como el humo de un agradable incienso.'

Finalmente, cuando oyeres alguna suave armonía de voces e instrumentos, volviéndote con el espíritu a Dios, dirás: '¡Oh Señor, Dios mío, cuánto me alegro de vuestras infinitas perfecciones, que unidas forman una admirable armonía y concierto, no solamente en Vos mismo sino también en los Ángeles, en los cielos y en todas las criaturas!'

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XXII - Cómo podrán ayudarnos las cosas sensibles para la meditación de los misterios de la vida y pasión de Cristo nuestro Señor.

Ya te he mostrado, hija mía, cómo podrás elevarte de la consideración de las cosas sensibles a la contemplación de las grandezas de Dios. Ahora quiero enseñarte el modo de servirte de estas mismas cosas para meditar y considerar los sagrados misterios de la vida y pasión de Jesucristo nuestro Redentor.

No hay cosa alguna en el Universo que no pueda servirte para este efecto.

Considera en todas las cosas a Dios, como única y primera causa que les ha dado el ser, la hermosura y la excelencia que tienen. Después admirarás su bondad infinita; pues siendo único principio y señor de todo lo creado, quiso humillar su dignidad y grandeza hasta hacerse hombre y vestirse de nuestras flaquezas, y sufrir una muerte afrentosa por nuestra salud, permitiendo que sus mismas criaturas lo crucificasen.

Muchas cosas podrán representarte particular y distintamente estos santos misterios, como armas, cuerdas, azotes, columnas, espinas, cañas, clavos, tenazas, martillos y otras cosas que fueron instrumentos de la sacratísima Pasión.

Los pobres albergues nos traerán a la memoria el establo y pesebre en que quiso nacer el Señor. Si llueve podremos acordarnos de aquella divina lluvia de sangre que en el huerto salió de su sacratísimo cuerpo y regó la tierra. Las piedras que miráremos nos servirán de imágenes de las que se rompieron en su muerte. La tierra nos representará el movimiento que entonces hizo. El sol, las tinieblas que lo oscurecieron. Cuando viéremos el agua, podremos acordarnos de la que salió de su sacratísimo costado; y lo mismo digo de otras cosas semejantes.

Si bebieres vino u otro licor, acuérdate de la hiel y vinagre que a tu divino Salvador presentaron sus enemigos. Si te deleitare la suavidad y fragancia de los perfumes, figúrate en tu imaginación el hedor de los cuerpos muertos que sintió en el Calvario. Cuando te vistieres, considera que el Verbo eterno se vistió de nuestra carne para vestirnos de su divinidad. Cuando te desnudares, imagínate que lo ves desnudo entre las manos de los verdugos para ser azotado y morir en la cruz por nuestro amor. Cuando oyeres algunos rumores o gritos confusos, acuérdate de las voces abominables de los judíos cuando, amotinados contra el Señor, gritaban que fuese crucificado: Tolle, tolle, crucifige, crucifige.

Todas las veces que sonare el reloj para dar las horas, te representarás la congoja, palpitación y angustias mortales que sintió en su corazón Jesús en el huerto, cuando empezó a temer los crueles tormentos que se le preparaban; o te figurarás que oyes los duros golpes de los martillos que los soldados le dieron cuando lo clavaron en la cruz. En fin, en cualesquiera dolores y penas que padecieres o vieres padecer a otro, considerarás que son muy leves en comparación de las incomprensibles angustias que penetraron y afligieron el cuerpo y el alma de Jesucristo en el curso de su pasión.

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XXIII - De otros modos de gobernar nuestros sentidos según las ocasiones que se ofrecieren

Después de haberte mostrado cómo podemos levantar nuestros espíritus de las cosas sensibles a las cosas de Dios, y a los misterios de la vida de Jesucristo, quiero también enseñarte otros modos de que podemos servirnos para diversos manjares con que puedan satisfacer a su devoción. Esta variedad será de grande utilidad y provecho, no solamente para las personas sencillas, sino también para las espirituales, porque no todas van por un mismo camino a la perfección, ni tienen el espíritu igualmente pronto y dispuesto para las más altas especulaciones.

No temas que tu espíritu se embarace y confunda con esta diversidad de cosas, si te gobiernas con la regla de la discreción y con el consejo de quien te guiare en la vida espiritual, cuya dirección deberás seguir siempre, así en éstas como en todas las demás advertencias que te haré.

Siempre que mirares tantas cosas hermosas y agradables a la vista, y que el mundo tiene en grande aprecio y estimación, considera que todas son vilísimas y como de barro en comparación de las riquezas y bienes celestiales, a que solamente (despreciando el mundo) debes aspirar de todo corazón.

Cuando miras el sol, imagina y piensa que tu alma, si se halla adornada de la gracia, es más hermosa y resplandeciente que el sol y que todos los astros del firmamento; pero que sin el adorno y hermosura de la gracia, es más oscura y abominable que las mismas tinieblas del infierno.

Alzando los ojos corporales al cielo, pasa adelante, con los del entendimiento, hasta el empíreo, y considera que es lugar prevenido para tu feliz morada por una eternidad, si en este mundo vivieres cristianamente.

Cuando oyeres cantar los pájaros, acuérdate del paraíso, donde se cantan incesantemente a Dios himnos y cánticos de alabanza (Apoc. XIX); y pide al mismo tiempo al Señor que te haga digna de alabarle eternamente en compañía de los espíritus celestiales.

Cuando advirtieres que te deleita y hechiza la belleza de las criaturas, imagina que debajo de aquella hermosa apariencia se oculta la serpiente infernal, pronta, a morderte para inficionarte con su veneno, y quitarte la vida de la gracia; y con santa indignación le dirás: Huye, maldita serpiente, en vano te ocultas para devorarme. Después, volviéndote a Dios, le dirás: Bendito seáis, Señor, que os habéis dignado descubrirme mi enemigo y salvarme de sus asechanzas. Y luego retírate a las llagas de tu Redentor como a un asilo seguro, y ocupa tu espíritu con los dolores incomprensibles que padeció en su sacratísima carne para librarte del pecado, y hacerte odiosos los deleites sensuales.

Otro medio quiero enseñarte para defenderte de los atractivos de las hermosuras creadas, y es que pienses y consideres qué vendrán a ser, después de la muerte, estos objetos que te parecen ahora tan hermosos. Cuando caminares, acuérdate de que a cada paso que das te acercas a la muerte. El vuelo de un pájaro, el curso de un río impetuoso, te advierten que tu vida corre y vuela con mayor velocidad a su fin.

En las tempestad de vientos, relámpagos y truenos, acuérdate del tremendo día del juicio; y postrándote profundamente en la presencia de Dios, lo adorarás pidiéndole con humildad que te conceda gracia y tiempo para disponerte y prepararte, de suerte que puedas comparecer entonces con seguridad delante de su altísima Majestad.

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InHocSignoVinces
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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

Message par InHocSignoVinces »

En la variedad de accidentes a que está sujeta la vida humana; te ejercitarás de esta manera: Si, por ejemplo, te hallares oprimida de algún dolor o tristeza, si padecieres calor o frío o alguna otra incomodidad, levanta tu espíritu al Señor, y adora el orden inmutable de su providencia, que por tu bien ha dispuesto que en aquel tiempo padezcas aquella pena o trabajo; y reconociendo con alegría el amor tierno y paternal que te muestra, y la ocasión que te da de servirle en lo que más le agrada, dirás dentro de tu corazón: Ahora se cumple verdaderamente en mí la voluntad de Dios, que tan benigna y amorosamente dispuso en su eternidad que yo padeciese esta mortificación. Sea para siempre bendito y alabado.

Cuando se despertare en tu alma algún buen pensamiento, vuélvete luego a Dios, y reconociendo que debes a su bondad y misericordia este favor, le darás con humildad las gracias.

Si leyeres algún libro espiritual y devoto, imagínate que el Señor te habla en aquel libro para tu instrucción, y recibe sus palabras como si saliesen de su divina boca.

Cuando miras la cruz, considérala como el estandarte de Jesucristo, tu Capitán; y entiende que si te apartas de este sagrado estandarte, caerás en las manos de tus más crueles enemigos; pero si lo sigues constantemente, te harás digna de entrar algún día en triunfo en el cielo, cargada de gloriosos despojos.

Cuando vieres alguna imagen de María santísima, ofrece tu corazón a esta Madre de misericordia, muéstrale el gozo y alegría que sientes de que haya cumplido siempre con tanta diligencia y fidelidad la voluntad divina; de que haya dado al mundo a tu Redentor, y lo haya sustentado de su purísima leche; y en fin, dale muchas bendiciones y gracias por la asistencia y socorro que da a todos los que la invocan en este espiritual combate contra el demonio.

Las imágenes de los Santos te representarán a la memoria aquellos dignos y generosos soldados de Jesucristo, que combatiendo valerosamente hasta la muerte, te han abierto el camino que debes seguir para llegar a la gloria.

Cuando vieres alguna iglesia, entre otras devotas consideraciones, pensarás que tu alma es templo vivo de Dios (I Cor. II id. IV), y que como estancia y morada suya, debes conservarla pura y limpia. En cualquier tiempo que se tocare la campana para la Salutación angélica, podrás hacer alguna nueva reflexión sobre las palabras que preceden a cada Ave María.

En el primer toque o señal darás gracias a Dios por aquella célebre embajada que envió a María santísima, y fue el principio de nuestra salud. En el segundo, te congratularás con esta purísima Señora de la alta dignidad a que la sublimó Dios en recompensa de su profundísima humildad. En el tercero, adorarás al Verbo encarnado, y al mismo tiempo darás a tu bienaventurada Madre y al arcángel San Gabriel el honor y culto que merecen. En cada uno de estos toques será bien que se incline un poco la cabeza en señal de reverencia, y particularmente en el último.

A más de estas breves meditaciones, que podrás practicar igualmente en todos tiempos, quiero, hija mía, enseñarte otras de que podrás servirte por la tarde, por la mañana y al mediodía, y pertenecen al misterio de la pasión de nuestro Señor; porque todos estamos obligados a pensar frecuentemente en el cruel martirio que entonces padeció nuestra Señora, y sería en nosotros monstruosa ingratitud el no hacerlo.

Por la tarde pensarás en el dolor y pena de esta purísima Señora, por el sudor de sangre, prisión en el huerto, y angustias interiores de su santísimo Hijo en aquella triste noche.

Por la mañana, compadécete de la aflicción que tuvo cuando con tanta ignominia presentaron a su Hijo ante Pilato y Herodes, y cuando lo condenaron a muerte, y obligaron a llevar la cruz sobre sus espaldas para ir al lugar del suplicio.

Al mediodía considera aquella espada de dolor que penetró el alma de esta Madre afligida por la crucifixión y muerte del Señor, y por la cruel lanzada que recibió, ya difunto, en su sacratísimo costado.

Estas piadosas reflexiones sobre los dolores y penas de nuestra Señora, las podrás hacer desde la tarde del jueves hasta el mediodía del sábado; las otras, en los otros días. Pero en éstos seguirás siempre tu devoción particular, según te sintieres movida de los objetos exteriores.

Finalmente, para explicarte en pocas palabras el modo como debes usar de los sentidos, sea para ti regla inviolable el no dar entrada en tu corazón al amor o a la aversión natural de las cosas que se te presentaren, reglando de tal suerte todas tus inclinaciones con la voluntad divina, que no te determines a aborrecer o amar sino lo que Dios quiere que aborrezcas o ames.

Pero advierte, hija mía, que aunque te doy todas estas reglas para el buen uso y gobierno de tus sentidos, no obstante, tu principal ocupación ha de ser siempre estar recogida dentro de ti misma en el Señor, el cual quiere que te ejercites interiormente en combatir tus viciosas inclinaciones, y en producir actos frecuentes de virtudes contrarias. Solamente te las enseño y propongo para que sepas gobernarte en las ocasiones en que tuvieres necesidad; porque has de saber que no es medio seguro para aprovechar en la virtud el sujetarnos a muchos ejercicios exteriores, que aunque de sí son loables y buenos, no obstante muchas veces no sirven sino para embarazar el espíritu, fomentar el amor propio, entretener nuestra inconstancia, y dar lugar a las tentaciones del enemigo.

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