VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Montfort estaba en Fanjeaux cuando se enteró de que el ejército confederado, compuesto por cuarenta mil infantes y dos mil caballos habían avanzado hacia Muret, plaza importante situada al sur del Garon, a tres leguas más arriba de Tolosa. Este fue el momento sublime de su vida. Solamente contaba en su servicio ochocientos caballos y un reducido número de infantes; súbitamente salió para Muret una mañana, acompañado por sus hombres de armas y los obispos de Tolosa, Nomes, Uzés, Lodéve, Beziers, Agde, Comminges y tres abades Cístercienses. Al llegar el mismo día al monasterio de Bolbonne, perteneciente a la Orden del Císter, entró en la iglesia, orando en ella largo rato, y poniendo su espada sobre el altar, la recogió luego, diciendo a Dios: “¡Oh, Señor, que me habéis escogido, aunque indigno, para hacer la guerra en nombre vuestro; hoy tomo mi espada de este altar, a fin de recibir mis armas de vuestras manos, puesto que es por Vos por quien voy a combatir!” (Pedro de Vaulx-Cernay: “Historia de los Albigenses”, capítulo LXXI.)

Luego marchó a Saverdún, pasando allí la noche; al día siguiente se confesó, redactó su testamento y lo envió al abad de Bolbonne, rogándole lo transmitiese al soberano Pontífice, si perecía en el combate. Por la tarde franqueó el Gerona por un puente sin verse inquietado, y se encontró tras las torres de Muret, guardadas por una treintena de caballeros. Era el miércoles 12 de septiembre de 1213. Antes de poner pie en la ciudad se le unieron los
obispos, quienes le dejaron para ir al campo enemigo a pedir la paz; pero el rey de Aragón les contestó que no valía la pena que un rey y los obispos entrasen en conferencia por un puñado de gladiadores. A pesar del poco éxito de esta tentativa, cuando despuntó el alba, los obispos encargaron a un religioso fuese y dijera que ellos y todas las órdenes eclesiásticas vendrían descalzos a conjurarle para que tomase mejores soluciones. ¡Cuán pesaroso estaría el conde de Tolosa por sus perjurios y sus humillaciones sin fruto! ¡Cómo se acusaría entonces de no haber recurrido desde el comienzo a una guerra leal y valerosa, en lugar de dejar aplastar a sus amigos y deshonrar su causa! Pero se equivocaba: la guerra, como el artificio, debía serle funesta. Dios veía el corazón de aquel príncipe y no se compadecía de su suerte.

Los obispos se disponían a salir de Muret en acto de suplicaciones, cuando un cuerpo de caballeros enemigos se precipitó hacia sus puertas. Montfort dio orden a los suyos para que se dispusiesen en formación de batalla en la parte baja de la ciudad; él mismo revistió su armadura, después de haber orado en una iglesia, en la que el obispo de Uzés ofrecía el santo sacrificio de la misa. Volvió cuando estuvo armado, y, al doblar la rodilla, los lazos que unían la parte baja de su armadura se rompieron. Se pudo observar que en el momento en que colocaba el pie en el estribo, su caballo levantó la cabeza y le hirió. Estos presagios no conmovieron el corazón del caballero, aunque se da el caso que los hombres de su temple se muestren sensibles ante estas cosas. Se dirigió hacia sus tropas seguido de Foulques, obispo de Tolosa quien llevaba en sus manos el crucifijo. Los caballeros echaron pie a tierra para adorar a su Salvador y besar su imagen; pero el obispo de Comminges, viendo que el tiempo pasaba, tomó el crucifijo de manos de Foulques, y desde un lugar elevado arengó al ejército con pocas palabras y le bendijo. Después de esto, todos los eclesiásticos presentes se retiraron a la iglesia para orar, y Montfort salió de la ciudad a la cabeza de ochocientos caballos, sin infantería.

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El frente de los confederados se extendía sobre una llanura al occidente de la ciudad. Montfort, que había salido por una puerta opuesta, como si hubiese querido huir, dividió su gente en tres escuadrones y se dirigió rectamente hacia el centro del enemigo. Su esperanza después de la que ponía en Dios, era cortar las líneas confederadas, producir el desorden y el espanto por lo atrevido del ataque y aprovecharse de todos los azares que la vista de los grandes capitanes descubre en el horror de un cuerpo a cuerpo. Esto fue lo que sucedió. El primer escuadrón rompió la vanguardia enemiga; el segundo penetró hasta sus últimas filas, en donde se hallaba el rey de Aragón rodeado de lo más escogido de los suyos; Montfort, que seguía de cerca con el tercero, tomó de flanco a los aragoneses, ya sorprendidos. La fortuna vaciló unos momentos; el tiempo era precioso, pues los batallones tan felizmente franqueados más bien estaban sorprendidos que vencidos y podían atacar a Montfort por retaguardia. Un golpe, que dio con el rey de Aragón muerto en tierra, decidió la jornada. Los gritos y la huída de los aragoneses arrastró a los demás. Los obispos, que oraban con angustia en la iglesia de Muret, unos prosternados en el suelo, otros levantando sus manos al cielo hacia Dios, fueron prontamente atraídos hacia los muros por los ecos de la victoria, y pudieron ver la llanura cubierta por soldados que huían, perseguidos por la mano terrible de los cruzados. Un cuerpo de soldados que intentaba tomar la ciudad por asalto lanzó las armas a tierra y fue destruido en su huída. Mientras tanto, Montfort volvía de su persecución tras los vencidos, y al cruzar el campo de batalla encontró en tierra al rey de Aragón, ya despojado y desnudo. Bajó del caballo y besó llorando los restos magullados de aquel príncipe desgraciado. Pedro II, rey de Aragón, era un bravo caballero, amado por sus súbditos, católico sincero y digno de no morir de aquella suerte. Los lazos que unían sus dos hermanas con Ramón le obligaron a ir en ayuda de una causa que estimaba no ser ya la de la herejía, sino la de la justicia y el parentesco. Sucumbió por un secreto juicio de Dios; tal vez por haber despreciado las súplicas de los obispos y abusado en su corazón de una victoria que consideraba segura. Montfort, después de haberse ocupado de darle sepultura, entró en Murat descalzo, subió a la iglesia para dar gracias a Dios por su protección, y dio a los pobres el caballo y la armadura con los que había combatido. Esta memorable batalla, fruto de una conciencia que se creía segura de luchar por Dios, figurará siempre entre los bellos actos de fe llevados a cabo por los hombres en este mundo.

Domingo estaba en Muret con los siete obispos que hemos mencionado y los tres abades del Císter. Algunos historiadores antiguos han escrito que iba a la cabeza de los combatientes, con la cruz en la mano; en la casa de la Inquisición de Tolosa se enseñaba un crucifijo agujereado por las flechas, diciendo que era el que había llevado Domingo en la batalla de Muret. Pero los historiadores modernos no dicen nada parecido; por el contrario, afirman que Domingo quedó en la ciudad orando, juntamente con los obispos y los religiosos. Bernardo Guidonis, uno de los autores que han escrito sobre su vida y que habitó en la Inquisición de Tolosa desde 1308 hasta 1322, no hace referencia alguna sobre el crucifijo que se ha visto allí más tarde.

La batalla de Muret dio un golpe mortal a los asuntos del conde de Tolosa. Sus aliados y los habitantes de su capital ofrecieron sumisión al soberano Pontífice, el cual encargó al cardenal Pedro de Benevento les reconciliase con la Iglesia y obligase al conde de Montfort a enviar a España al nuevo rey de Aragón, niño de corta edad que conservaba rehén desde que su padre se lo había enviado para educarlo y casarlo con su hija. El cardenal cumplió su doble misión en el invierno de 1214. Hasta llegó, cosa verdaderamente notable, a conceder la absolución al conde de Tolosa; pero este acto de misericordia no sirvió al vencido para sus intereses temporales. En el mes de diciembre siguiente se reunió un concilio en Montpellier para decidir a quién pertenecía la soberanía del país conquistado. El concilio acordó unánimemente que pertenecía al conde de Montfort, cuya brillante y fuerte espada había fallado los destinos de la guerra; sin embargo el soberano Pontífice, en carta del 17 de abril de 1215 (véase “Concilios de Labbé”, t. XIII, pág. 888), declaró que Montfort conservaría en depósito su conquista hasta que el concilio ecuménico de Letrán, al que había reservado esta cuestión, pronunciase su sentencia definitiva. Era éste un último esfuerzo por parte de Inocencio III para salvar la casa de Tolosa. El conde Ramón, abandonado por todos, se había retirado a la corte de Inglaterra con su hijo.

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El día 11 de noviembre de 1215, al salir el sol y bañar los Apeninos, encontró en la solitaria iglesia de San Juan de Letrán la asamblea más augusta del mundo. En ella tomaron asiento setenta y dos primados y metropolitanos, cuatrocientos doce obispos, más de ochocientos abades y priores de monasterios, una multitud de procuradores de abadías y obispados ausentes; los embajadores del rey de los Romanos, el emperador de Constantinopla, de los reyes de Francia, Inglaterra, Hungría, Aragón, Jerusalén y Chipre; los diputados de una infinita multitud de príncipes, ciudades y señores, y sobre todos ellos la venerable figura de Inocencio III. El abad del Císter, arzobispo de Narbona, sobresalía entre los asistentes; el conde Simón de Montfort estaba representado por su hermano Guy de Montfort; los dos Ramones vinieron personalmente, como los condes de Foix y de Comminges. El día señalado para juzgar esta grande causa de la cruzada albigense, los dos Ramones entraron en la asamblea, juntamente con los condes de Foix de Comminges, prosternándose los cuatro al pie del trono apostólico. Al levantarse, expusieron la manera cómo habían sido despojados de sus feudos, a pesar de su completa sumisión a la Iglesia romana y la absolución que les había concedido el legado Pedro de Benevento. Un cardenal tomó la palabra en su favor con mucha fuerza y elocuencia; el abad de Saint-Tibêre y el chantre de la iglesia de Lyón hicieron lo mismo; este último, sobre todo, pareció conmover al Papa. Pero la mayor parte de los obispos, especialmente los franceses, votaron en contra de los que suplicaban, protestando y diciendo que la religión católica desaparecería del Languedoc si se les restituían sus posesiones, y que toda la sangre vertida por aquella causa sería sangre y abnegación perdidas. El concilio declaró, pues, al conde Ramón desposeído de sus feudos, que se le transferían con ello definitivamente al conde de Montfort, asignándole una pensión de cuatrocientos marcos de plata, con la condición de que viviría fuera de sus antiguos dominios; su mujer, Leonor, conservaría los bienes que constituían su dote. El marquesado de Provenza se reservaba al joven Ramón, su hijo, para que entrase en posesión al llegar a su mayor edad si era fiel a la Iglesia. En cuanto a los condes de Foix y de Comminges, su causa fue diferida para examen más maduro. Es digno de observar que el marquesado de Provenza, destinado al joven Ramón, estaba constituido por ciudades que su padre había abandonado a la Santa Sede, en el caso en que dejase de cumplir las promesas hechas en San Gil; varias veces se había propuesto al soberano Pontífice las reuniese al dominio apostólico; pero nunca quiso consentir en ello, y no se valió de los derechos que había adquirido sino para conservarlos a la casa de Tolosa.

Después de la clausura del concilio, el joven Ramón, que se había granjeado la estimación de todos por su noble conducta, fue a despedirse del Papa. No le ocultó que se creía injustamente privado del patrimonio de sus antepasados, y le dijo, con una firmeza ingenua y respetuosa, que aprovecharía todas las ocasiones para recobrar gloriosamente lo que había perdido sin culpa. Inocencio, conmovido por la desgracia y los ánimos de aquel joven de dieciocho años, le concedió esta bendición profética: “Hijo mío, Dios quiera que en todos vuestros actos podáis comenzar bien y terminar mejor”. (“Historia General del Languedoc”, t. III.)

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Investido Montfort por Felipe Augusto con los títulos de duque de Narbona y conde de Tolosa, no gozó mucho tiempo del poder que había adquirido tan laboriosamente. El año 1216 no había terminado aún cuando el joven Ramón era dueño ya de una parte de Provenza. Tolosa, por otra parte, cansada ya del yugo de su nuevo conde, llamó al viejo Ramón, haciéndole venir del refugio que había buscado en la corte de Inglaterra, y le abrió sus puertas. Gran número de señores, al recibir las noticias de este cambio de fortuna, se apresuraron a prestar juramento de fidelidad a su antiguo señor. El vencedor de Muret pudo comprender entonces que no era suficiente ganar batallas, ni conquistar ciudades por asalto, para adquirir el prestigio que gobierna a los pueblos; se había enfrentado, por desgracia, con aquella fuerza honrada existente en la humanidad, y que hace que no se pueda reinar sobre los hombres cuando no se reina sobre sus corazones. Arrojado de Tolosa, a la cual en vano había desarmado y aterrado por medio de suplicios, puso cerco tristemente ante sus muros, que no debía ya franquear. La larga duración del cerco, la incertidumbre del porvenir, los reproches que le dirigía por su inacción el cardenal Bertrand, legado apostólico, así como también el desaliento que causan los reveses cuando llegan tarde, produjeron en el esforzado caballero una melancolía que llegó hasta hacerle pedir a Dios que le llamase a su seno. El 25 de junio de 1218 le dijeron, muy temprano, que los enemigos estaban emboscados en los fosos del castillo. Pidió sus armas y, después de revestirlas, fue a oír misa. Ya estaba comenzada cuando se le advirtió que las máquinas de guerra habían sido asaltadas y en peligro de quedar destruidas. “Permitidme - dijo - que vea el sacramento de nuestra redención.” Llegó otro mensajero y le anunció que sus tropas no podían resistir. “No iré hasta que no haya visto a mi Salvador.” (Pedro de Vaul-Cernay. “Historia de los Albigenses”, capítulo LXXXVI.) Al fin, al elevar la hostia el sacerdote, Montfort, de rodillas en tierra y elevando sus brazos al cielo, pronunció estas palabras: “NUNC DIMITTIS”, y salió. Su presencia en el campo de batalla hizo retroceder al enemigo hasta los fosos de la plaza; pero aquella fue su última victoria. Recibió una pedrada en la cabeza; se golpeó el pecho, se encomendó a Dios y a la bienaventurada Virgen María y cayó muerto.

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La fortuna continuó favoreciendo a los Ramones. De los dos hijos que había dejado el conde de Montfort, el más joven murió ante los muros de Castelnaudary. Cuatro años de malos éxitos persuadieron al mayor de que no era capaz de estar al frente de la herencia que le había dejado su padre y cedió todos sus derechos en favor del rey de Francia. El viejo Ramón, tranquilo en Tolosa bajo la protección de las victorias de su hijo tuvo aún tiempo para volver sus ojos hacia Dios, que le había castigado y restablecido luego en sus dominios. El día 12 de julio de 1222, al volver de orar a la puerta de una iglesia, pues continuaba excomulgado, se sintió enfermo, y envió buscar apresuradamente al abad de San Sernín para que le reconciliase con la Iglesia. El abad le encontró ya sin poder hablar. El viejo conde, al verle, levantó los ojos al cielo y le tomó ambas manos entre las suyas hasta que exhaló el último suspiro. Su cuerpo fue transportado a la iglesia de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, cuyo lugar había elegido para que le diesen sepultura; pero no se atrevieron a enterrarle a causa de su excomunión. Le dejaron allí en un féretro abierto y tres siglos más tarde se le podía ver aún acostado, sin que mano alguna fuese lo suficientemente atrevida para clavar una tabla sobre aquella madera consagrada por la muerte y el tiempo. La cuestión de su inhumación, a petición de su hijo, fue agitada durante los pontificados de Gregorio IX e Inocencio IV. Numerosos testimonios aseguraron que antes de morir había dado verdaderas pruebas de arrepentimiento: sin embargo, se temía remover aquellas cenizas, concediéndoles honores demasiado tardíos.

Ramón VII sobrevivió veintiséis años a su padre. Supo defenderse hasta contra las armas de Francia; pero demasiado débil para sostener continuamente tal esfuerzo, convino un tratado con san Luis en 1228, tratado que terminó aquella larga guerra. El matrimonio de su única hija con el conde de Poitiers, uno de los hermanos del rey con la cesión del condado de Tolosa como dote; el abandono de algunos territorios; la promesa de ser fiel a la Iglesia y de servirse de su autoridad contra los herejes, tales fueron las condiciones principales de la paz. La Iglesia la confirmó, devolviendo su comunión al joven conde, que, como penitencia, prometió servir a la cristiandad en Palestina durante cinco años. Veinte años después pensó seriamente en cumplir lo prometido y salió para Tierra Santa. Pero Dios le detuvo en el camino. Se sintió enfermo en París, no lejos de Rodez, desde donde, al hacerse transportar a Milhaud, murió el 26 de septiembre de 1248, rodeado de los obispos de Tolosa, Agen, Cahors y Rodez; de los cónsules de Tolosa y una multitud de señores, llegados todos para recibir el adiós de un príncipe a quien amaban, y en el cual se extinguió, en su línea masculina, la rama mayor de una ilustre raza. Cuando trajeron el santo Viático al conde, se levantó de su lecho y se puso de rodillas en tierra ante el cuerpo de su Señor, realizando a su muerte, como en su vida, el voto que Inocencio III había expresado en otro tiempo, dirigiéndose a él, al bendecirle en su juventud, diciéndole: “Hijo mío, Dios quiera que en todos vuestros actos podáis comenzar bien y terminar mejor”.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO VI - Apostolado de santo Domingo desde el principio de la guerra de los Albigenses hasta el cuarto concilio de Letrán. - Institución del Rosario. - Reunión de santo Domingo y de sus primeros discípulos en una casa de Tolosa.

El momento en que estalló la guerra de los Albigenses fue precisamente aquel en que se reveló toda la virtud y todo el genio de Domingo. Tenía que temer dos escollos: abandonar su misión en un país regado por la sangre y lleno de alarmas, o tomar en la guerra la misma participación que los religiosos del Císter. En ambos casos dejaba de cumplir su destino. Si huía, desertaba del apostolado; y si se mezclaba en la cruzada, privaba a su vida y a su palabra del carácter apostólico. Por eso no hizo ni una cosa ni otra. Tolosa era, en Europa, la capital de la herejía; era, pues, en Tolosa en donde debía procurar obrar preferentemente, imitando a los primeros apóstoles, quienes, lejos de huir del mal, iban siempre a buscarlo precisamente en el foco de su gravedad. San Pedro fijó primeramente su residencia en Antioquía, la reina de Oriente, enviando a su discípulo san Marcos a Alejandría, una de las ciudades más ricas y más comerciales del mundo; san Pablo habitó durante largo tiempo en Corinto, afamado entre las ciudades griegas, a causa del esplendor de su corrupción; ambos, sin haberse puesto de acuerdo, vinieron a morir en Roma. “No está bien que un profeta, decía Jesucristo, perezca fuera de Jerusalén.” (San Lucas, XIII, 33.) - Era, pues, en Tolosa, foco y faro de todos los errores, en donde convenía a Domingo levantar su tienda, fuese cual fuera el cariz de los asuntos. Los hombres de poca fe esperan la paz, según dicen ellos, para obrar; el Apóstol siembra en la tempestad para cosechar cuando llega el buen tiempo. Recuerda las palabras de su Maestro que dicen: “Oiréis hablar de batallas y ruido de batallas; procurad no perder la serenidad”. (San Mateo, XXIV.) Pero al perseverar en su misión a pesar de los terrores de la guerra, Domingo comprendió que entonces menos que nunca debía alterar la fisonomía pacífica y abnegada. Por muy justo que sea desenvainar la espada contra aquellos que imprimen a la verdad con la violencia, es cosa difícil que la verdad no sufra por esta protección y no se ha haga cómplice de los excesos inseparables de todo conflicto sangriento. La espada no se detiene precisamente en el límite del derecho; es naturaleza suya volver a su vaina con dificultad una vez caldeada en manos del hombre. Para combatir al lado de la justicia hay que ser ángeles, pues el espíritu humano siente retrocesos tan rápidos, que los opresores vencidos pudieran tener la esperanza de encontrar asilo en la parcialidad de la compasión. Era de importancia soberana que Domingo continuase fiel al plan del magnánimo Azevedo, y que al lado de la caballería armada para defender la libertad de la Iglesia apareciese el hombre evangélico, fiado solamente en la fuerza de la gracia y de la persuasión. En Polonia, cuando el sacerdote recitaba el Evangelio en el altar, el caballero desenvainaba su espada hasta su mitad y escuchaba en esta apostura militar la dulce palabra de Cristo. He aquí las verdaderas relaciones de la ciudad del mundo con la ciudad de Dios, representada por el sacerdote, habla, ruega, bendice y se ofrece en sacrificio; la ciudad del mundo, representada por el caballero, escucha en silencio, unida a todos los actos del sacerdote, y empuña su espada atenta, no para imponer la fe, sino para asegurar su libertad. El sacerdote y el caballero cumplen en el misterio del Cristianismo dos funciones que no deben confundirse nunca, entre las cuales la primera debe ser siempre más visible que la segunda. Mientras el sacerdote canta en voz alta el Evangelio ante el pueblo y a la luz de los cirios, el caballero retiene su espada desenvainada hasta su mitad, porque la misericordia le habla al mismo tiempo que la justicia y porque el Evangelio mismo, por el que está preparado, le dice al oído: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra”. (San Mateo, V. 4.)

Domingo y Montfort fueron los dos héroes de la guerra de los Albigenses: el uno como caballero, el otro como sacerdote. Ya hemos visto la manera cómo Montfort cumplió su deber; veamos ahora cómo cumplió el suyo Domingo.

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Se habrá observado, sin duda, que no se le nombra en parte alguna en los actos de esta guerra. Estaba ausente de los concilios, de las conferencias, de las reconciliaciones, de los asedios, de los triunfos; no se hace mención de él en ninguna de las cartas que se enviaban o venían de Roma. Le encontramos una sola vez en Muret, orando en una iglesia en el momento en que tenía lugar una batalla. Este silencio unánime de los historiadores es tanto más significativo cuanto que aquéllos pertenecen a escuelas diferentes: unos, religiosos; otros, laicos; unos favorables a los cruzados; otros, amigos de Ramón. No es posible creer que si Domingo hubiese desempeñado un papel cualquiera en las negociaciones y los hechos militares de la Cruzada, todos estos historiadores lo hubiesen callado de común acuerdo. Nos han legado respecto a él acciones de otro orden; ¿Por qué razón callar las otras? He aquí los fragmentos que nos han conservado de su vida en aquella época:

“Después de la vuelta del obispo Diego a su diócesis - dice el bienaventurado Humberto - , santo Domingo, que quedó casi solo con algunos compañeros que no le estaban sometidos por ningún voto, sostuvo durante diez años la fe católica en diversos lugares de la provincia de Narbona, particularmente en Carcasona y Fanjeaux. Se había entregado por completo a la salvación de las almas por medio de la predicación, y sufrió con resignación grande muchas afrentas, ignominias y angustias por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo.” (“Crónica”, n.2.)

Domingo había escogido Fanjeaux por residencia porque desde esta ciudad, situada sobre una altura, se descubría en la llanura el monasterio de Nuestra Señora de Prouille. En cuanto a Carcasona, que tampoco estaba alejada de aquel retiro, dio otra razón de su preferencia. Interrogado un día a qué razón se debía no vivir en Tolosa y en su diócesis, respondió. “Porque en la diócesis de Tolosa encuentro mucha gente que me honra con su amistad, mientras que en Carcasona todos están en contra mía”. (Constantino d’Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, n. 44.) En efecto, los enemigos de la fe insultaban, valiéndose de todos los pretextos, al siervo de Dios; le escupían en la cara, le lanzaban pellas de barro, le echaban pajas a la capa para burlarse de él; pero él, superior a todo, como el Apóstol, se sentía dichoso de ser juzgado digno de sufrir oprobios en nombre de Jesús. Los herejes pensaron hasta en quitarle la vida. Una vez que le amenazaron con ello, les respondió: “No soy digno del martirio, pues aun no merezco tal muerte”. (Constantino d’Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, n. 12.) Por eso, teniendo que pasar una vez por un lugar en donde sabía se le había preparado un lazo, no sólo pasó por allí, sino que lo hizo intrépidamente cantando con alegría. Extrañados por su constancia, los herejes le preguntaron otra vez, para tentarle, qué hubiese hecho si hubiese caído en sus manos, y él contestó: “Os hubiese rogado no me mataseis de un solo golpe, sino que me cortaseis los miembros uno por uno, y, después de haber puesto los pedazos ante mí, acabaseis por sacarme los ojos, dejándome medio muerto en mi sangre o acabándome de matar a placer”. (Constantino d’Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, n. 12.)

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Teodorico de Apolda cuenta el siguiente rasgo: “Sucedió que debía tener lugar una conferencia solemne con los herejes; un obispo se disponía a acudir a ella con gran pompa. Entonces el humilde heraldo de Cristo le dijo: “No es “de ese modo, padre mío, no es de esa manera como hay que obrar contra los hijos del orgullo. Los adversarios de “la verdad deben convencerse por medio de ejemplos de humildad, paciencia, religión y todas las virtudes, pero no “por el fausto de la grandeza y la ostentación de la gloria secular. Armémonos con la oración, y, dejando que brillen en nosotros los signos de la humildad, avancemos descalzos al encuentro de los Goliats”. El obispo hizo caso de aquel piadoso consejo, y todos se descalzaron. Como no conocían el terreno tuvieron que seguir a un hereje que encontraron en su camino, hereje a quien creyeron ortodoxo, y que les prometió conducirles directamente a su destino. Pero por malicia les hizo pasar por un bosque lleno de espinas, con las que se hirieron los pies, corriendo pronto la sangre a lo largo de sus piernas. Entonces el atleta de Dios, paciente y gozoso, exhortó a sus compañeros a dar gracias por lo que sufrían diciéndoles: “Confiad en el Señor, amados míos; tenemos la victoria asegurada, puesto que estamos expiando nuestros pecados a costa de nuestra sangre”. El hereje conmovido por aquella admirable paciencia, confesó su malicia y abjuró la herejía. (“Vida de Santo Domingo”, capítulo II, n. 35.)

Había en los alrededores de Tolosa algunas damas nobles a quienes la austeridad de los herejes había alejado de la fe. Domingo, al principio de una Cuaresma, fue a pedirles hospitalidad, con la intención de atraerlas al seno de la Iglesia. No entró en controversia alguna con ellas, pero durante toda la Cuaresma comió y bebió solamente pan y agua, tanto él como su compañero. Cuando quisieron prepararles las camas la primera noche, pidieron dos tablas para acostarse y hasta Pascua no durmieron en otro lecho, contentándose con un corto sueño, que interrumpían para orar. Ésta elocuencia muda fue tan poderosa para aquellas mujeres, que reconocieron el amor en el sacrificio y la verdad en el amor.

Se recordará que en Palencia quiso venderse Domingo para rescatar de la esclavitud al hijo de una pobre mujer. La misma voluntad demostró en el Languedoc respecto a un hereje que le confesó que si se inclinaba del lado de la herejía era a causa de su miseria; resolvió venderse para procurarle el sustento, y así lo hubiese hecho si la Divina Providencia no hubiese procurado a aquel desgraciado otros medios de existencia.

Un hecho aún más singular todavía nos prueba los recursos de su bondad. “Algunos herejes - dice Teodorico de Apolda - , apresados y convictos en tierras de Tolosa, fueron enviados al juicio secular porque rehusaban volver a la fe, el cual les condenó a la hoguera. Domingo dirigió su vista hacia uno de ellos, con un corazón iniciado en los secretos de Dios, y dijo a los oficiales del tribunal: “Poned a éste aparte, y guardaos de quemarle”. Luego, volviéndose hacia el hereje, con gran dulzura le dijo: “Yo sé, hijo mío, que necesitáis algún tiempo, pero que por fin seréis bueno y santo”. ¡Cosa amable como maravillosa! Aquel hombre vivió aún veinte años en la herejía, al cabo de los cuales, tocado por la gracia, pidió el hábito de la Orden, en la que vivió y murió con fidelidad.” (“Vida de Santo Domingo, cap. IV, número 54.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Constantino d’Orvieto y el bienaventurado Humberto, al citar este mismo rasgo, añaden una circunstancia que exige alguna explicación. Dicen que los herejes de que se trata habían sido “convencidos” por Domingo antes de ser entregados al brazo secular. Estas son las únicas palabras del siglo XIII por las que se haya creído poder inducir la participación del santo en los procedimientos criminales. Pero los historiadores de la guerra de los Albigenses nos dicen muy claramente lo que era aquella “convicción” de los herejes. Los herejes no estaban en estado de sociedad secreta en el Languedoc; estaban armados y combatían por sus errores a la luz del sol. Cuando la suerte de la guerra ponía alguno de ellos en manos de los cruzados, se les enviaba gente de la Iglesia para exponerles los dogmas católicos y hacerles sentir la extravagancia de los suyos. A aquello se llamaba “convencerles”, no de ser herejes, puesto que no lo ocultaban ni mucho menos, sino de estar en un camino falso, opuesto a las Escrituras, la tradición y la razón. Se les suplicaba de la manera más perentoria abdicasen de su herejía, prometiéndoles el perdón a este precio. Los que accedían a este llamamiento eran perdonados, y los que se resistían hasta el fin eran entregados al brazo secular. La “convicción” de los herejes era, pues, un oficio de abnegación, en el cual la fuerza del talento y la elocuencia de la caridad estaban animadas por la esperanza de arrancar a los desgraciados a la muerte. Que santo Domingo haya desempeñado este oficio al menos una vez no es posible dudarlo, puesto que dos historiadores contemporáneos lo afirman; pero valerse de estos textos para acusarle de rigor contra los herejes es confundir al sacerdote que asiste al criminal con el juez que le condena o el verdugo que le mata.

Tal vez se extrañe alguien de que Domingo tuviese autoridad bastante para arrancar un hereje al suplicio por medio de una simple predicción. Pero además de la fama de su santidad, que debía atraer toda la confianza a su palabra, había sido investido por los legados de la Santa Sede con el poder de “reconciliar” a los herejes con la Iglesia. De esto poseemos la prueba en dos cédulas, ambas sin fecha, pero que no pueden dejar de pertenecer a esta época de su vida.

Una de ellas está concebida en estos términos: “A todos los fieles a Cristo a quienes llegaren las siguientes líneas, el hermano Domingo, canónigo de Osma, humilde ministro de la predicación: ¡salud y caridad sincera en el Señor! Damos a conocer a vuestra discreción que hemos permitido a Ramón Guillermo d’Hauterive Pélagianire reciba en su casa de Tolosa, para que viva su vida ordinaria, a Guillermo Huguecion, que nos ha dicho llevó en otro tiempo el hábito de los herejes. Se lo permitimos hasta que recibamos órdenes contrarias o las reciba él directamente de parte del cardenal, y esta cohabitación no será considerada como perjudicial ni deshonra”. (Echard: “Escritores de la Orden de Predicadores”, t.I, página 9, nota.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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La otra cédula dice lo que sigue. “A todos los fieles a Cristo a quienes llegaren las siguientes líneas, el hermano Domingo, canónigo de Osma: ¡salud en Cristo! Por autoridad del señor abad de Citeaux, “que nos ha encargado este oficio”, hemos “reconciliado” con la Iglesia al portador de la presente, Ponce Roger, convertido por la gracia de Dios de la herejía a la fe, y ordenamos, en virtud del juramento que ha prestado ante nos, que durante tres Domingos o días festivos vaya desde la entrada del pueblo hasta la iglesia desnudo hasta la cintura, siendo azotado por el sacerdote. Le ordenamos también que se abstenga en todo tiempo de carne, huevos, queso y todo cuanto tenga origen carnal, excepto los días de Pascua, Corpus y Navidad, en los cuales podrá comer todo eso, como protesta contra sus antiguos errores. Hará tres cuaresmas cada año, ayunando y absteniéndose de pescado, a menos que la enfermedad de su cuerpo o los calores del verano exijan dispensa. Vestirá los hábitos religiosos, tanto en su forma como en su color, a los cuales les agregará en sus extremos exteriores dos crucecitas. Todos los días, si puede, oirá misa y asistirá a vísperas los de fiesta. Recitará diez “Pater Noster” siete veces al día y veinte más a medianoche. Observará la castidad, y una vez cada mes, por la mañana, presentará esta cédula al cura del pueblo de Céré. Ordenamos a esta capellán ponga gran cuidado en que su penitente observe una buena vida, y este último observará todo cuanto acabamos de decir, hasta que el Señor legado ordene otra cosa. Si descuidase, con desprecio en cuanto a su observancia, cuanto acabamos de decir, se le tendrá por excomulgado, perjuro y hereje, y se le separará de la sociedad de los fieles.” (Echard. Escritores de la Orden de Predicadores, t. I, página 8, nota.)

A los que encontraren estas prescripciones excesivas y extrañas a las penitencias canónicas de la Iglesia primitiva, les remito a los usos penitenciarios de los claustros y a las prácticas que voluntariamente se imponían en público muchos cristianos de la Edad Media para expiar sus faltas. Todo el mundo sabe, por citar un solo ejemplo, que Enrique II, rey de Inglaterra, se hizo azotar por algunos monjes con vergajos sobre la tumba de Thomas Becket, Arzobispo de Cantorbery, a cuyo asesinato había dado lugar. Hoy mismo, en las grandes basílicas de Roma, el sacerdote, después de haber absuelto al penitente, le da un pequeño golpe en la espalda con una larga vara. Santo Domingo se conformaba, naturalmente, a las costumbres de su siglo, y, para cuantos las conocen, existe en las actas que se acaban de leer un notable espíritu de bondad.

Su desinterés no era menor que su caridad y su dulzura. Rehusó los obispados de Beziers, Conserans y Comminges, que le habían sido ofrecidos, y dijo una vez que huiría por la noche con su cayado antes que aceptar el episcopado u otra dignidad, cualquiera que fuese.

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