VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Al entrar en Pamiers, D. Diego encontró al obispo de Tolosa, al de Coserans y un gran número de abades de diversos monasterios, que, advertidos de su marcha, habían venido para saludarle. Su presencia dio lugar a una célebre disputa con los Valdenses, que dominaban en Pamiers bajo la protección del conde de Foix. El conde invitó a comer a los herejes y a los católicos, y les ofreció su palacio para que en él se celebrase la conferencia. Los católicos eligieron por árbitro a uno de sus adversarios más declarados, que pertenecía a la más elevada nobleza de la ciudad. El resultado superó con mucho a cuanto esperaban. Arnoldo de Campranham, que era el árbitro designado, dio su voto en favor de los católicos y abjuró la herejía; otro hereje distinguido, Durando de Huesca, no contento con convertirse en la verdadera fe, abrazó la vida religiosa en Cataluña, adonde fue a retirarse, y fue el padre de una nueva Congregación que llevaba el nombre de “Católicos pobres”. Estos dos abjuraciones, que no fueron las únicas, conmovieron profundamente la ciudad de Pamiers y atrajeron sobre los católicos grandes pruebas de estima y alegría por parte del pueblo. Después de este triunfo, que coronaba dignamente su apostolado, D. Diego se despidió de todos los reunidos para honrarle a su salida de Francia. Se ignora si Domingo le acompañó hasta allí; tal vez se separasen en Prouille y fuera bajo aquel techo amado donde sus ojos se vieran por última vez; pues Dios, en sus impenetrables consejos, tenía decidido que aquella mirada no se renovase entre ellos en este mundo.

Don Diego pasó los Pirineos, y por Aragón, siguiendo siempre a pie su camino, llegó a Osma; ocupó aquella sede episcopal, que no había ocupado desde hacía tres años, y cuando se preparaba de nuevo a salir de su patria, le llamó Dios a la ciudad permanente de los ángeles y de los hombres. Su cuerpo fue enterrado en una iglesia de su ciudad episcopal, bajo una losa que ostentaba grabada esta breve inscripción: “Aquí yace Diego de Azevedo, obispo de Osma. Murió en 1245 de nuestra era”. (La era de España había comenzado treinta y ocho años antes de la era cristiana.) Esta muerte, anunciada a la posteridad con tan poco fausto tuvo, no obstante, un efecto que reveló claramente el fin de un grande hombre. Tan pronto llegó su noticia a la otra parte de los Pirineos, se disipó la obra heroica cuyos elementos había reunido. Los abades y los religiosos del Císter volvieron a tomar el camino de sus monasterios; la mayor parte de los españoles, que D. Diego había dejado bajo las órdenes de Domingo, retornaron a España; de los tres legados, Raúl acababa de morir; Arnoldo no se había dejado ver más que un momento; Pedro de Castelnau estaba en Provenza, en vísperas de perecer víctima de un asesino. Quedaba un hombre que conservase el antiguo pensamiento de Tolosa y de Montpellier, hombre joven aun, extranjero, sin jurisdicción, que sólo se había destacado en segunda línea; sin que pudiese ocupar de pronto el lugar de un hombre como Azevedo, en el cual el episcopado, la antigüedad y la fama sostenían el talento y la virtud. Todo cuanto podía hacer Domingo era no sucumbir bajo el peso tremendo de aquella pérdida, y continuar firme al verse privado de un amigo como aquél. Necesitó ocho años de trabajos para llenar aquel vacío, y nunca hubo hombre que trabajase tan afanosamente para alcanzar su objetivo y que lograse llegar a él con tan maravillosa rapidez.

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Varios milagros honraron el sepulcro de Azevedo. Más tarde, en la misma iglesia en donde reposaban sus restos, erigieron una capilla a santo Domingo, y la piedad los aproximó, transportando el cuerpo del uno y colocándolo bajo la imagen del otro. Pero como si Domingo no hubiese podido sufrir la vista a sus pies del que había sido su mediador en la tierra, una mano respetuosa levantó el cuerpo venerable en que había habitado el pensamiento de su amigo, y lo dio al convento de religiosos Predicadores de Málaga 2. A pesar de estos homenajes, la memoria de Azevedo no ha igualado a su mérito. Francia solamente le vio de paso; España le vio muy poco, y murió sin haber consumado nada. Dios le había destinado solamente a ser el precursor de un hombre más santo y más extraordinario que él: papel difícil que supone un corazón perfectamente desinteresado. Azevedo cumplió este fin con la misma sencillez con que pasaba los Pirineos a pie: se olvidaba siempre de sí mismo; pero la posteridad de santo Domingo guarda para él un recuerdo tan grande como era su humildad, y en cuanto a mí, debo confesar que me separo de él con la piedad de un hijo que acaba de cerrar los ojos a su padre.

Todo había sido dispensado por la muerte del Obispo de Osma; Domingo se encontró casi solo. Los dos o tres cooperadores que no le abandonaron eran solamente afectos a su persona por su buena voluntad, y podían marcharse de su lado de un momento a otro. Pronto dejó de ser la soledad la única desgracia de su situación; una guerra terrible vino a aumentar la amargura y las dificultades.

2. Desaparecida la comunidad por la exclaustración, hoy sólo se conserva la parte superior del cráneo en el convento de dominicos del Ángel

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El legado Pedro de Castelnau había dicho con frecuencia que la religión no volvería a florecer en el Languedoc sino después que este país hubiese sido regado por la sangre de un mártir, y rogaba a Dios ardientemente le concediera la gracia de ser él la víctima. Sus deseos fueron cumplidos. Se había dirigido a San Gil, por invitación urgente del conde de Tolosa, a quien había castigado con la excomunión, y que quería, según decía, reconciliarse sinceramente con la Iglesia. El abad del Císter se unió a su colega para asistir a aquella entrevista, a la que ambos fueron con un deseo extremado de paz. Pero el conde no hizo más que burlarse de ellos, y parece que su deseo era obtener por medio del terror se le levantase la excomunión; amenazó a los legados con la muerte si se atrevían a salir de San Gil sin haberle absuelto. Los legados despreciaron sus amenazas y se retiraron con una escolta que los magistrados de la ciudad les habían prestado. Durmieron a orillas del Ródano, y al siguiente día por la mañana, despidiéndose de la gente que le acompañaba, se dispusieron a pasar el río. Entonces dos hombres se aproximaron, y uno de ellos hundió una lanza en el cuerpo de Pedro de Castelnau. El legado, herido de muerte, dijo a su asesino: “Que Dios te perdone como yo te perdono”. (Pedro de Vaulx-Cernay: “Historia de los Albigenses”, capítulo VIII.) Repitió varias veces aquellas palabras, y tuvo aún tiempo para exhortar a sus compañeros a servir a la Iglesia sin temor y sin descanso, y exhaló su último suspiro. Su cuerpo fue transportado a la abadía de San Gil. Fue asesinado en 15 de enero de 1208.

Esta violencia fue la señal de una guerra, en la que Domingo no tomó parte alguna, pues sólo fue para él una fuente de tribulaciones en el ejercicio de su apostolado. Sin embargo, los acontecimientos de aquella guerra estaban ligados a los de su vida, y es preciso que rápidamente tracemos su historia.

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CAPÍTULO V - Guerra de los Albigenses

(Los principales historiadores contemporáneos de la guerra de los Albigenses son: Pedro de Vaulx-Cernay, monje de Citeaux, y Guillermo de Puy-Laurens, capellán del conde Ramón VII. La “Colección de cartas de Inocencio III” contiene preciosas referencias sobre este asunto. También puede consultarse la “Historia General de Languedoc”, por los Benedictinos de San Mauro y la “Historia del Papa Inocencio III y sus contemporáneos”, por Hurter, presidente del consistorio de Schaffausen).

La guerra es el acto por medio del cual un pueblo resiste la injusticia a precio de su sangre. Allí donde exista la injusticia hay causa legítima de guerra hasta obtener satisfacción. Luego la guerra es, después de la religión, el primero de los oficios humanos: ésta nos enseña el derecho, aquélla lo defiende; la religión es la palabra de Dios, la guerra su brazo. “Santo, Santo, Santo es el Señor, el Dios de los ejércitos”; es decir, el Dios de la justicia, el Dios que envía al fuerte en ayuda del débil oprimido, el Dios que echa por tierra la dominación soberbia, que crea a Ciro en contra de Babilonia, rompe en favor de los pueblos las puertas de bronce, transforma al verdugo en soldado y al soldado en víctima. Pero la guerra, lo mismo que las cosas santas, puede emplearse contra su propio fin, y en este caso se convierte en instrumento de opresión. Por eso, para juzgar su valor en un caso particular, es preciso conocer su objeto. Toda guerra de liberación es sagrada, toda guerra de opresión es maldita.

Hasta la época de las Cruzadas, la defensa del territorio y del gobierno legítimo de cada pueblo fue lo que ocupó casi por entero la santidad de la espada y lo que le servía de temple. El soldado moría en las fronteras de su patria, y éste era el nombre más excelso que inspiraba su corazón en los momentos de la batalla. Pero cuando Gregorio VII despertó en la mente de sus contemporáneos la idea de la república cristiana, el horizonte de abnegación se extendió juntamente con el de fraternidad. Europa, confederada por la fe, comprendió que todo pueblo católico oprimido, fuese quien fuese su opresor, tenía derecho a ser socorrido y podía poner la mano sobre el puño de su espada. De aquí nació la caballería; la guerra llegó a ser no sólo un servicio cristiano, sino un servicio monástico al mismo tiempo, y se vio a batallones de monjes cubiertos por el cilicio y la adarga ocupar los puestos avanzados en Occidente. Todas las almas que habían recibido el bautismo comprendieron claramente que eran siervas del derecho contra la fuerza, y que la obra de Dios, que escucha la menor queja de sus hijos, debía estar pronta al primer grito de apuro. De la misma manera que el cazador, en pie y armado, escucha junto a un árbol de qué lado viene el viento, Europa en aquellos tiempos con la lanza empuñada y el pie en el estribo, escuchaba atentamente de qué lado llegaba el ruido de la injuria. Ya descendiese del trono o de la torre de un simple castillo, ya se precisara pasar los mares para alcanzarlo o simplemente montar a caballo, el tiempo, el lugar, el peligro, la dignidad no detenían a nadie. No se calculaba si había en ello beneficio o pérdida: la sangre, o se da sin calcular su precio, o no se da. La conciencia nos paga en este mundo, y Dios en el otro.

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Entre los débiles que la caballería cristiana había tomado bajo su amparo había uno sagrado entre todos los demás, y era la Iglesia. Como la Iglesia no disponía de soldados ni baluartes para defenderse, había estado siempre a merced de los perseguidores. Cuando un príncipe no la quería bien, podía hacer cuanto quisiese contra ella. Pero cuando se hubo instalado la caballería, tomó bajo su protección la ciudad de Dios, primeramente, porque la ciudad de Dios era débil, y en segundo lugar, porque la causa de su libertad era la causa misma del género humano. Como oprimida, la Iglesia tenía derecho como los demás a gozar de la ayuda de los caballeros; por su título de institución fundada por Jesucristo para perpetuar la obra de liberación terrestre y la salvación eterna de los hombres, la Iglesia era la madre, la esposa, la hermana de cuantos poseyesen una buena sangre y una buena espada. Estoy persuadido de que no hay nadie hoy día incapaz de apreciar este orden de sentimientos; la gloria de nuestro siglo, entre tantas miserias, es el conocimiento de que hay intereses más elevados, más universales que los intereses de familia y de nación. La simpatía de los pueblos franquea de nuevo sus fronteras, y la voz de los oprimidos encuentra un eco en este mundo. ¿Qué francés dejaría de acompañar con sus votos, si no iba en persona, a un ejército de caballeros que partiese a través de Europa para ir a ayudar a Polonia? ¿Qué francés, aun no siendo creyente, no considerara crimen, entre los muchos de que es objeto aquel ilustre país, la violencia contra su religión, el destierro de sus sacerdotes y obispos, la expoliación de los monasterios, el rapto de las iglesias, la tortura de las conciencias? Si la detención arbitraria y el encarcelamiento del arzobispo de Colonia ha causado en la Europa Moderna tan viva emoción, ¿Cuál no sería la emoción causada en Europa en el siglo XIII al saber que un embajador apostólico acababa de ser asesinado a traición, matándole con una lanza?

No era, ni mucho menos, el primer acto de opresión por el cual la cristiandad tenía que pedir cuentas al conde de Tolosa. Desde hacía mucho tiempo no había seguridad alguna para los católicos en el país que dependía de su dominio. Los monasterios habían sido devastados, las iglesias robadas, y algunas las había convertido en fortaleza; había arrojado de sus sillas a los obispos de Carpentras y de Vaison; un católico no podía alcanzar justicia cuando se las había con un hereje: todas las empresas del error estaban bajo su custodia, y afectaba por la religión un desprecio patente, que al tratarse de un príncipe puede considerarse como tiranía. Un día que el obispo de Orange vino a suplicarle no arruinase los lugares sagrados y se abstuviese, al menos en Domingo y fiestas, de permitir los males con que aniquilaba entonces la provincia de Arles, tomó la mano derecha del prelado y dijo: “Juro por esta mano no tener en cuenta ni los Domingos ni las fiestas y no sentir compasión por las personas ni las cosas eclesiásticas”. (“Cartas de Inocencio III”, lib. X, carta LXIX.) Francia, en aquellos tiempos, estaba infestada por gente guerrera sin ocupación, que, agrupada en bandas numerosas llenaba los caminos robando y asesinando. Perseguidos por Felipe Augusto, encontraron en tierras del conde de Tolosa, su vasallo, una impunidad segura, debida al ardor con que ellos cooperaban a sus deseos con sus predaciones y crueldades sacrílegas. Quitaban los vasos sagrados de los tabernáculos, profanaban el cuerpo de Jesucristo, arrancaban a las imágenes de los santos los ornamentos para cubrir con ellos a las mujeres de vida licenciosa; destruían las iglesias, no dejando piedra sobre piedra; mataban a los sacerdotes, azotándolos con vergajos o apaleándolos; muchos de ellos fueron desollados vivos. Una execrable traición del príncipe dejaba a sus súbditos sin defensa contra las persecuciones de los asesinos. Cuando, después de tantos crímenes de que era autor o cómplice, el conde de Tolosa recibió entre el número de sus amigos al asesino de Pedro de Castelnau, a quien colmó de favores, esto agotó la paciencia y llegó el momento en que la tiranía se desplomó debido a su exceso.

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Nos engañaríamos si creyésemos que era fácil a la cristiandad castigar al conde de Tolosa. Su posición era formidable, y bien lo probaron los acontecimientos. Ramón VI murió victorioso sobre sus enemigos, después de catorce años de guerra; al morir transmitió a su hijo el patrimonio de sus antepasados, patrimonio que disfrutó hasta el momento de su muerte, y aquel gran feudo no entró a formar parte de la corona de Francia sino a consecuencia del matrimonio de un hermano de san Luis con la hija única del conde Ramón VII. La fuerza de esta casa era debida a muchas causas. Poseía latifundios en el país desde antiguos tiempos, y una ilustración merecida la recomendaba al amor de los pueblos. La herejía, al llegar a ser casi general, había servido entre el príncipe y sus súbditos de nuevo lazo de unión, separándoles del resto de la cristiandad, dando de esta manera a sus relaciones el nervio de una liga religiosa. Los vasallos de todas las jerarquías compartían los errores de sus soberanos y la codicia sentida por los bienes del clero los unía, tanto por sustentar las mismas ideas como por tener los mismos intereses. El número de católicos existente no era ni lo bastante fervoroso ni lo bastante importante para debilitar aquel haz tan bien ligado cuyo nudo era el conde de Tolosa. Además tenía por aliados fieles de su causa a los condes de Foix y de Comminges, al vizconde de Béarn, al rey de Aragón Pedro II, cuya hermana había tomado por esposa, y estaba tranquilo en cuanto a La Guyana, que poseían los ingleses. Felipe Augusto, su soberano, ocupado en sus dominios por sus querellas con Inglaterra y el Imperio, no podía ser jefe de la Cruzada y sin este jefe, el único a quien podía temerse, el ejército de los cruzados, compuesto por bandas mal unidas, solamente podía prometerse frágiles victorias y una disolución natural más rápida aún que los reveses. Dueño de toda la línea de los Pirineos, teniendo a sus espaldas a Aragón para apoyarle, dos mares inofensivos, uno a la derecha, otro a la izquierda, rodeado por una multitud de plazas fuertes defendidas por vasallos afectos, el conde Ramón gozaba de mil probabilidades de superioridad sobre sus enemigos. La guerra de los Albigenses era pues, una guerra seria, en la que las dificultades morales superaban a las dificultades estratégicas. Porque ¿qué se podría hacer con aquel país una vez vencido? Ya veremos como el sentido exquisito y generoso de Inocencio III decayó bajo el peso de sus aflicciones antes de morir como un soldado, pues no dejó nunca de comprender que allí había un abismo y un gran capitán que había comenzado venciendo.

Tan pronto se enteró Inocencio III de la muerte de Pedro de Castelnau, escribió una carta a los nobles, condes, barones, caballeros de las provincias de Narbona, Arles, Embrun, Aix y Viena, en la cual, después de haber pintado elocuentemente la muerte de su legado, declaraba castigado con la excomunión al conde de Tolosa, a sus vasallos y súbditos, desligados de su juramento de obediencia, sus personas y sus tierras proscritos de la cristiandad. Tenía en cuenta, sin embargo, el caso en que el conde se arrepintiese de sus crímenes, y le dejaba una puerta abierta para que pudiese entrar en paz con la Iglesia. Esta carta fue escrita el 10 de marzo de 1208. El soberano Pontífice escribía en términos semejantes a los arzobispos y obispos de las mismas provincias, al arzobispo de Lyón, al de Tours y al rey de Francia. (Libro XI, cartas XXVI, XXVII y XXVIII) Asoció al abad del Císter, único de sus legados que aún vivía, con Navarre, obispo de Conserans, y Hugo, obispo de Riez; y encargó particularmente al abad del Císter predicase la cruzada ayudado por sus religiosos. Los preparativos ocuparon todo el resto del año y la primavera del siguiente.

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Sin embargo, atemorizado por cuanto pasaba, y sabiendo que los obispos de la provincia de Narbona habían diputado para que visitasen al Papa sus colegas de Tolosa y Conserans, a fin de que le informasen detalladamente de los males de sus iglesias, el conde Ramón envió por su parte a Roma al arzobispo de Auch y al antiguo obispo de Tolosa, Rabenstens. Estos personajes debían quejarse amargamente del abad Císterciense, y decir al soberano Pontífice que su señor estaba dispuesto a someterse y a dar a la Santa Sede toda clase de satisfacciones; si se le concedían legados más equitativos. Inocencio III consintió, y mandó salir con destino a Francia al notario apostólico Milón, hombre de prudencia consumada, con la especial misión de escuchar y juzgar la causa del conde. Milón convocó en Valencia a una asamblea de obispos, en la que Ramón, que acudió a ella, aceptó las condiciones de paz que se le habían presentado y propuesto. Estas condiciones eran las siguientes: que arrojaría a los herejes de sus tierras, quitaría a los judíos todo empleo público, repararía los perjuicios y daños que había causado a los monasterios y a las iglesias, restablecería en sus sedes a los obispos de Carpentras y de Vaison, vigilaría la seguridad de los caminos, no exigiría impuestos contrarios a los usos y costumbres antiguos del país, y purgaría sus dominios de las bandas armadas que los infestaban. Como prenda de su sinceridad, Ramón puso en manos del legado al conde de Melgueil y siete ciudades de Provenza que le pertenecían, con la condición de perder su soberanía sobre ellas si faltaba al cumplimiento de su palabra. Se convino que su reconciliación solemne con la Iglesia tendría lugar en San Gil, según las formas usuales en aquellos tiempos. Si el conde de Tolosa obraba de buena fe, la penitencia pública a que se sometía, lejos de rebajarle ante sus contemporáneos y la posteridad, sería para él un título respetable ante todos los cristianos. Teodosio no perdió nada de su gloria por dejarse detener por san Ambrosio a las puertas de la catedral de Milán; lo que deshonra es el crimen, pues la expiación voluntaria, en un soberano sobre todo, es un homenaje que se rinde a Dios y a la Humanidad, que realza al que es capaz de rendirlo y le hace partícipe del honor invencible existente en Jesucristo crucificado. Tal vez el orgullo no comprenda lo que digo: pero ¿qué importa? Hace largo tiempo que la cruz es dueña del mundo, sin que la soberbia haya podido adivinar el por qué. Dejemos a este ciego de nacimiento, y repitamos a quienes pueden comprenderlas las palabras de Aquel que ha conquistado la tierra y el Cielo por medio de un suplicio voluntariamente sufrido: “Porque el que se ensalzare será humillado, y el que se humillare será ensalzado”. (San Mateo, capítulo XXIII, 12.) Si el conde de Tolosa hubiere obrado de buena fe, la penitencia que había aceptado hubiese hecho se interesasen por él en todas partes. Los hombres desgraciados no conocerán nunca lo bastante el poder del arma que tienen entre sus manos. Pero el conde de Tolosa no obraba de buena fe; la política solamente era lo que le había arrancado las promesas que no sentía voluntad de cumplir; y cuando a las puertas de la abadía de San Gil, después de haber jurado sobre las reliquias de los santos y sobre el mismo cuerpo del Señor cumplir todo cuanto había prometido, presentó sus espaldas desnudas a la disciplina del legado, esto no dejó de ser una indigna escena de perjurio y de ignominia. Lo que no hubiere debido sufrir en último extremo, lo soportaba este hombre sin sacar la espada. Una memorable circunstancia vino a agravar su castigo y darle una gran ejemplaridad. Cuando quiso salir de la iglesia, la muchedumbre estaba tan apiñada, que no pudo dar un solo paso; se le franqueó una salida secreta a través de los subterráneos consagrados a los sepulcros, y pasó desnudo y acardenalado ante la tumba de Pedro de Castelnau.

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Algunos días después de haber tenido lugar esta escena, es decir, el 18 de junio de 1209, el legado Milón fue a reunirse en Lyón al ejército de los cruzados. Este ejército llevaba a su cabeza al duque de Borgoña, los condes de Nevers, de San Pablo, de Bar, de Montfort; muchos otros señores notables, y algunos prelados. Inocencio III había ordenado, en caso de absolución del conde de Tolosa, que se respetase su dominio directo, pero que se marchase contra sus vasallos y sus aliados para obtener su sumisión. El ejército avanzó, pues, hacia el Languedoc, y apenas había llegado a Valencia, el conde Ramón se presentó en persona llevando la cruz. Pusieron cerco a Beziers, que, tomado por asalto de improviso, fue víctima del furor de los soldados, sin distinción de edad, sexo ni religión. Los legados, en sus cartas al soberano Pontífice, estimaron el número de muertos en cerca de veinte mil. Esta carnicería, que no había sido ni voluntaria ni prevista, fue uno de los acontecimientos que han dado a la guerra de los Albigenses un color que ningún historiador ha podido borrar. La toma de Carcasona siguió pronto a la de Beziers. Los habitantes se rindieron y salvaron sus vidas; la ciudad fue abandonada al saqueo, con premeditación. Difícil era inaugurar de peor manera una guerra justa en su principio.

Hasta aquel momento la Cruzada no tuvo por alma y jefe más que al abad del Císter. Después del éxito de Beziers y de Carcasona, los cruzados, entre los cuales muchos pensaban ya en la retirada, creyeron útil elegir un jefe militar. La elección fue puesta en manos de un consejo compuesto por el abad Císterciense, dos obispos y cuatro caballeros, que no juzgaron a nadie más digno del mando que al conde Simón de Montfort. Este guerrero descendía de la casa de Hainaut; había sido fruto del matrimonio de Simón III, conde de Montfort y de Evreux, con una hija de Roberto, conde de Leicester, y había tomado por esposa a Alicia de Montmorency, mujer heroica como su nombre. No podía decirse que existiese un capitán más atrevido ni un caballero más religioso que el conde de Montfort y si hubiese unido a las eminentes cualidades que brillaban en su persona un fondo mayor de desinterés y de suavidad, ninguno de los cruzados de Oriente hubiese podido superarle en gloria. Tan pronto fue nombrado para mandar como General, se vio casi abandonado por todos. El conde de Nevers, el de Tolosa, el duque de Borgoña, se retiraron uno tras otro, dejando con Montfort una treintena de caballeros y un pequeño número de soldados. Fue esto un cambio de fortuna ordinario en esta clase de expediciones, a las que cada uno se adhiere libremente y se retira de la misma manera.

Como se verá, lo único que quiero trazar es la intención general de la guerra y de las negociaciones. El nudo no es cosa fácil de deshacer, porque se disputaban la dirección dos planes: el del abad del Císter y el del Papa.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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El plan del abad del Císter, de concierto con los principales obispos de Languedoc y de los países vecinos, era deshacer por completo la casa de Tolosa. Este plan era injusto e impolítico. Era injusto, porque si Ramón IV merecía su ruina, y era imposible fiarse de él en el porvenir, no ocurría lo mismo con su hijo, niño de doce años, que no era cómplice de los crímenes de su padre, ni incapaz de recibir una educación cristiana bajo una tutela desinteresada. Era impolítico, porque de esta manera se mezclaba a la cuestión religiosa, sobre la cual estaba de acuerdo la cristiandad, una cuestión de familia que pudiera dividir a aquélla; era también dar un color de ambición a una guerra emprendida por motivos más puros. Verdad es que el abad del Císter había tenido la rara felicidad de encontrar en el conde de Montfort un hombre formado expresamente para su plan, y tal vez no fue hasta después de haberle visto obrar cuando se le ocurrió la idea de aniquilar la casa de Tolosa. Pero las cualidades guerreras del conde de Montfort no eran para los súbditos y vasallos de aquella casa sino las cualidades de un enemigo, y el abad del Císter, que quería obrar con rapidez por miedo a no disponer siempre de las fuerzas necesarias a una cruzada, hubiese debido tener en cuenta que el tiempo, del cual desconfiaba, era necesario para sustituir en el gobierno de un país una familia vieja por una nueva; también hubiera debido tener en cuenta el temor de transformar una guerra católica en guerra personal entre los Ramón y los Montfort. El abuso que hizo de su autoridad para sostener un mal plan fue la causa de las culpas y violencias que quitaron a la Cruzada contra los Albigenses el carácter de santidad que desde otros puntos de vista poseía.

Inocencio III era un hombre distinto del abad del Císter. Ante todo ocupaba aquella silla privilegiada que, además de gozar de la ayuda eterna del Espíritu Santo, tiene la ventaja de ser extraña, por su misma excelsitud, a las pasiones que llegan a insinuarse hasta en la mejor de las causas. Mientras con demasiada frecuencia el celo inconsiderado quiere perder a los hombres juntamente con los errores, el papado se esforzó siempre por salvar a los hombres al matar los errores. Inocencio III no sentía deseo alguno de deshacer la casa de Tolosa; no llegó a desesperar de que el viejo conde Ramón volviese a los dignos sentimientos de sus padres. En las cartas de excomunión había previsto formalmente el caso de su arrepentimiento, y tan pronto tuvo noticia de los actos de San Gil se apresuró a obligar a que no tocasen sus tierras. Pero el Papa no tenía a nadie en Francia para secundarle en sus generosas intenciones; no pudo luchar contra la fuerza de los acontecimientos, y sus vanos esfuerzos únicamente sirvieron para honrar su memoria. El conde Ramón, al abandonar el sistema práctico que había adoptado al principio, contribuyó al triunfo de los enemigos de su familia, y fue preciso que una mano suprema interviniese para cambiar de repente el aspecto de las cosas.

Aunque Montfort quedó con poca gente, no dejó de avanzar, tomar ciudades, perderlas y volverlas a tomar, mientras el conde de Tolosa, tranquilo por su reconciliación con la Iglesia, no parecía inquietarse por la caída de sus aliados y vasallos. Pero un concilio celebrado en Avignon por los metropolitanos de Viena, Arles, Embrun y Aix, bajo la presidencia de los dos legados Hugo y Milón, vino a hacerle perder su seguridad. El concilio que se inauguró el 16 de septiembre de 1208, le dio un plazo de seis semanas para cumplir las promesas que había hecho en San Gil, y de no cumplirlas quedaría excomulgado. Ramón, al recibir estas noticias, salió para Roma. Admitido en audiencia por el Padre Santo, que le recibió con testimonio de afecto, se quejó del rigor de los legados para con él, presentó testimonios auténticos de varias iglesias a las que había indemnizado y se declaró preparado a cumplir el resto de sus juramentos pidiendo también justificarse de la muerte de Pedro de Castelnau y de las inteligencias con los herejes de que se le acusaba. El Papa le animó en estos sentimientos y ordenó se reuniese un nuevo concilio de obispos en Francia para hacerse cargo de su justificación, con esta cláusula expresa: que si era culpable, se reservaría la sentencia a la Santa Sede. Ramón, al salir de Roma, visitó la corte del emperador y la del rey de Francia con la esperanza de obtener alguna ayuda, pero sin éxito. Le fue preciso, pues, presentarse ante el concilio que tenía que juzgar su causa, y que debía tener lugar en San Gil hacia mediados de septiembre del año 1210. Quiso justificarse en él de las dos acusaciones de inteligencia con los herejes y complicidad en el asesinato de Pedro de Castelnau; el concilio rehusó escucharle sobre estos dos puntos, requiriéndole sencillamente a que cumpliese su palabra purgando sus dominios de herejes y de la mala gente que los llenaba. Sea que Ramón no pudiese dar satisfacción a esta exigencia o que no sintiese voluntad para ello, el caso es que volvió a Tolosa persuadido de que el artificio era inútil y que desde aquel momento nada tenía que esperar de ninguna parte, sino confiarlo todo a la suerte de las armas. El concilio se abstuvo, no obstante, de castigarle con la excomunión, porque el soberano Pontífice se había reservado la sentencia e Inocencio III se contentó con escribirle una carta urgente y afectuosa, en la que le exhortaba, sin amenaza alguna, a cumplir lo que había prometido. (Lib. XIII, carta LXXXVIII.)

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InHocSignoVinces
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

El rey de Aragón intervino por su parte con objeto de evitar una ruptura definitiva, teniendo lugar dos conferencias sobre este asunto en el invierno de 1211, una en Narbona y la otra en Montpellier. En la primera el conde de Tolosa rechazó abiertamente las condiciones que le habían sido impuestas en San Gil; en la segunda pareció que consentía al principio, pero más tarde se retiró de repente sin despedirse. El rey de Aragón, irritado por esta conducta, pidió en matrimonio una hija del conde Montfort, que a la sazón contaba tres años, para su hijo, niño de la misma edad, entregando éste a los cuidados del conde para que le educase bajo su dirección. Pero poco después se arrepintió, dando a su hermana en matrimonio al único hijo de Ramón, reforzando con esta alianza los lazos, muy estrechos ya, que le unían a la causa de la herejía.

Por fin el abad del Císter lanzó la excomunión, y envió al Papa un diputado con el fin de obtener fuese confirmada. Inocencio III la confirmó y Ramón se preparó para la guerra, asegurándose la fidelidad de sus súbditos y la ayuda de diversos señores, particularmente los condes de Foix y de Comminges. Rechazó a Montfort, que se había presentado ante los muros de Tolosa, y el ejército albigense fue a acampar ante Castelnaudary, cuyo sitio se vio obligado a levantar después de una sangrienta batalla. Los cruzados alcanzaron victorias tomando varias ciudades; el país de Foix y de Comminges se vieron invadidos, y Ramón se dirigió a España para implorar el socorro del rey de Aragón.

Lo que tuvo lugar entonces demuestra cuán incierto y combatido estaba el Papa. El rey de Aragón, antes de recurrir a las armas para proteger a su cuñado, juzgó a propósito intentar primero la vía de las negociaciones, enviando una embajada al soberano Pontífice para quejarse del conde de Montfort, que se apoderaba de los feudos pertenecientes a su corona, y de los legados apostólicos, que rehusaban en absoluto admitir la penitencia del conde de Tolosa. Inocencio III, prevenido por estas quejas, escribió reprochándolas a sus legados y ordenándoles reuniesen un concilio, compuesto de obispos y señores del país, para ver de procurar los medios sobre los que se pudiere asentar la paz. (Lib. XV, carta CCXI).

Pero mientras estas cartas, fechadas a principios del año 1213, estaban en camino, se reunió un concilio en Lavaur, a petición del rey de Aragón, quien por medio de solicitud escrita había suplicado a los legados y obispos devolviesen a los condes de Tolosa, de Comminges y de Foix, lo mismo que al vizconde de Béarn, las tierras que se les había quitado y levantarles la excomunión de la Iglesia a precio de la satisfacción que se les exigiese. En caso de rechazo en cuanto al viejo Ramón, el rey solicitaba para su hijo la justicia del concilio. El concilio decidió que no se debía admitir al conde de Tolosa ninguna justificación por haber violado su palabra constantemente; pero que se recibiría la penitencia de los condes de Foix y de Comminges y del vizconde de Béarn tan pronto la deseasen. El rey de Aragón, juzgando que tal respuesta manifestaba una decisión premeditada contra la casa de Tolosa, declaró solemnemente que apelaba a la clemencia de la Santa Sede contra el inexorable rigor de los legados y obispos, y que tomaba bajo su real protección al conde Ramón y a su hijo. Aquel príncipe no podía ser sospechoso de hereje: había sometido su reino a la Iglesia romana en calidad de feudo apostólico y había servido valientemente a la cristiandad contra los moros en España. El peso de su nombre y de su espada hacía peligrosa la empresa. Por ello el concilio de Lavaur se apresuró a enviar cuatro diputados al soberano Pontífice, con una carta, con objeto de persuadirle de que la causa católica estaba perdida si no se privaba para siempre al conde de Tolosa de sus dominios, tanto a él como a sus herederos. Los arzobispos de Arles, Aix y Burdeos; los obispos de Maguelonne, Carpentras, Vaison, Bazas, Beziers y Periguex, escribieron en el mismo sentido al Padre Santo. Inocencio III se quejó de haber sido engañado por el rey de Aragón; le envió a decir desistiese de su empresa y pactase una tregua con el conde de Montfort, esperando la llegada de un cardenal que iba a enviar a aquellos lugares. (Lib. XVI, carta XLVIII.) Pero la suerte había sido ya decidida. El rey reunió un ejército en Cataluña y Aragón, y, pasando los Pirineos, vino a unir sus tropas con las de los condes de Tolosa, Foix y Comminges.

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