EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Por esta causa, hija mía, debes estar siempre muy recogida en ti misma, procurando dirigir todas tus acciones a un fin tan excelente y tan noble. Y si alguna vez, pidiéndolo así la disposición interior de tu alma, te movieres a obrar bien por el temor de las penas del infierno, o por la esperanza de la gloria, podrás también en esto proponerte por último fin el agrado y voluntad de Dios, que quiere que no te pierdas ni te condenes, sino que entres en la posesión de la bienaventuranza de su gloria.

No se puede fácilmente decir ni comprender cuán eficaz y poderosa es la virtud de este motivo; pues cualquiera acción, aunque sea vilísima en sí misma, si se hace puramente por Dios, es de mayor excelencia y precio que infinitas otras, aunque sean de mucho valor y mérito en sí mismas, si se obran con otro fin. De este principio nace, que una pequeña limosna dada a un pobre por la sola honra y gloria de Dios, es sin comparación más agradable a sus ojos, que si con otro fin nos despojásemos de todos nuestros bienes; aunque nos moviésemos a esto por la esperanza de los bienes del cielo, bien que este movimiento sea, muy loable en sí mismo, y digno de que nos lo propongamos.

Este santo ejercicio de hacer todas nuestras obras con el solo fin de agradar a Dios, te parecerá difícil en los principios; pero con el tiempo se te hará no solamente fácil, sino gustoso si te acostumbras a buscar a Dios, y a desearlo con los más vivos afectos del corazón, como a tu único y perfectísimo bien, que por sí mismo merece que todas las criaturas lo busquen, sirvan y amen sobre todas las cosas.

Y advierte, hija mía, que cuanto más continua y profundamente entrares en la consideración de su mérito infinito, tanto más tiernos y frecuentes serán los afectos de tu corazón a este divino objeto, y por este medio adquirirás más fácil y prontamente la costumbre de dirigir todas tus acciones a su honor y gloria.

Últimamente te aviso que, para adquirir un motivo tan excelente y elevado, se lo pidas con oración importuna a Dios, y consideres los innumerables beneficios que te ha hecho y te hace continuamente por puro amor y sin algún interés suyo.

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CAPÍTULO XI - De algunas consideraciones que mueven la voluntad a querer en todas las cosas el agrado de Dios.

Para inclinar más fácilmente tu voluntad a querer en todas las cosas el agrado y honra de Dios, deberás considerar que su bondad infinita te ha prevenido con sus beneficios y misericordias, amándote, honrándote, y obligándote en diversos modos.

En la creación, formándote de la nada a su imagen y semejanza, y dando el ser a todas las demás criaturas para que te sirvan (Genes. I). En la redención, enviando no un ángel, sino a su unigénito Hijo (Hebraeor. I. 2.–I Joann. IV, 9), para rescatarte, no a precio de plata ni de oro, que son cosas corruptibles, sino de su propia sangre (I Petr. I). En la Eucaristía, ofreciéndote, en este inefable y augusto Sacramento, el cuerpo de su unigénito amado en comida y alimento de vida eterna (Joann. VI).

Después de esto no hay hora ni momento en que no te conserve y te proteja contra el furor y envidia de tus enemigos, y en que no combata por ti con su divina gracia. ¿No son éstas, hija mía, señales y pruebas evidentes del amor que te tiene este inmenso y soberano Dios?

¿Quién podrá comprender hasta dónde llega la estimación y aprecio que esta Majestad infinita hace de nuestra vileza y miseria, y hasta dónde debe llegar nuestra gratitud y reconocimiento con un Señor tan alto y liberal, que ha obrado y obra por nosotros cosas tan grandes y maravillosas?

Si los grandes de la tierra se juzgan obligados a honrar a los que los honran, aunque sean de humilde condición, ¿qué deberá hacer nuestra vileza con el soberano Rey del universo, que nos da tantas señales de su amor y de su estimación?

Sobre todo, hija mía, debes considerar y tener siempre en la memoria, que esta Majestad infinita merece por sí misma que la amemos, la honremos y sirvamos puramente por agradarle.

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CAPÍTULO XII - Que en el hombre hay dos voluntades que se hacen continuamente guerra.

Dos voluntades se hallan en el hombre: la una superior y la otra inferior; a la primera llamamos comúnmente razón, a la segunda, damos nombre de apetito de carne, de sentido y de pasión. Pero como, hablando propiamente, el ser del hombre consiste principalmente en la razón, cuando queremos alguna cosa con los primeros movimientos del apetito sensitivo, no se entiende que verdaderamente la queremos si después no la quiere y no la abraza la voluntad superior.

Por esta causa toda nuestra guerra espiritual consiste en que la voluntad superior y racional, estando como en medio de la voluntad divina y la voluntad inferior, que es el apetito sensitivo, se halla igualmente combatida de la una y de la otra; porque Dios de una parte, y la carne de la otra, la solicitan continuamente, procurando cada una atraerla a sí, y sujetarla a su obediencia.

Esto causa una pena indecible a los que, habiendo contraído malos hábitos en su juventud, se resuelven finalmente a mudar de vida, y romper las cadenas que los tienen en la esclavitud del mundo y de la carne, para consagrarse enteramente al servicio de Dios; porque entonces su voluntad superior se halla poderosamente combatida a un mismo tiempo de la voluntad divina y del apetito sensitivo, y son tan fuertes y tan violentos los golpes que recibe de una y de otra parte, que no puede resistirlos sin mucha pena y trabajo.

No padecen este combate y lucha interior los que se han habituado ya en la virtud o en el vicio, y quieren vivir siempre de la manera que han vivido; porque las almas habituadas a la virtud se conforman fácilmente con la voluntad de Dios; y las corrompidas por el vicio ceden sin resistencia a la sensualidad.

Pero ninguno presuma que podrá adquirir las verdaderas virtudes, y servir a Dios como conviene, si no se determina generosamente a hacerse fuerza y violencia a sí mismo, y a sufrir y vencer la pena y contradicción que se siente en renunciar, no solamente a los mayores placeres del mundo, sino también a los más pequeños, a que antes tenía apegado el corazón con afecto terreno.

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De aquí procede ordinariamente que sean tan pocos los que llegan a un alto grado de perfección; porque después de haber sujetado los mayores vicios y vencido las mayores dificultades, pierden el ánimo y no quieren continuar en hacerse fuerza a sí mismos; bien que no tengan ya que sostener sino muy fáciles y ligeros combates para destruir algunas flacas reliquias de su propia voluntad, y sujetar algunas pequeñas pasiones que, fortificándose de día en día, se apoderan finalmente de su corazón.

Entre éstos se hallan muchos, por ejemplo, que si bien no roban los bienes ajenos, aman no obstante apasionadamente los propios; si no procuran con medios ilícitos los honores del mundo, no los aborrecen como deberían, ni dejan de desearlos, y algunas veces de pretenderlos por otros caminos que juzgan legítimos; guardan rigurosamente los ayunos de obligación, pero no quieren mortificar la gula, absteniéndose de manjares exquisitos y delicados; son castos y continentes, pero no dejan ciertas conversaciones y pláticas de su gusto, que son de grande impedimento para los ejercicios de la vida espiritual y para la íntima unión con Dios.

Como estas conversaciones y pláticas son peligrosas para todo género de personas, y principalmente para las que no temen sus consecuencias funestas, conviene que cada uno ponga particular cuidado en evitarlas, porque de otra manera será imposible que no haga todas sus obras con tibieza de espíritu, y que no mezcle en ellas muchos intereses, imperfecciones y defectos ocultos, y una vana estimación de sí mismo, y deseo desordenado de ser aplaudido del mundo.

Los que se descuidan en este punto, no solamente no progresan en el camino de la perfección, sino que retroceden con evidente peligro de recaer en sus vicios antiguos, porque no aman ni buscan la verdadera virtud, ni agradecen el beneficio que el Señor les hizo en librarlos de la tiranía del demonio; y no conociendo, como ignorantes y ciegos, el infeliz y peligroso estado en que se hallan, viven siempre en una falsa paz y en una seguridad engañosa.

Aquí debes observar, hija mía, una ilusión tanto más digna de temerse, cuanto es más difícil de descubrirse. Muchos de los que se entregan a la vida espiritual, amándose con exceso a sí mismos (si es que puede decirse que se aman a sí mismos), eligen los ejercicios que se conforman más con su gusto, y dejan los que se oponen a sus propias y naturales inclinaciones y apetitos sensuales, contra los cuales deberían emplear todas sus fuerzas en este espiritual combate. Por esto, hija mía, te exhorto a que te enamores de las penas y dificultades que ocurren en el camino de la perfección, porque cuanto fueren mayores los esfuerzos que hicieres para vencer las primeras dificultades de la virtud, será más pronta y segura la victoria; y si te enamoraras más de las dificultades y penas del combate, que de la victoria misma y de sus frutos, que son las virtudes, conseguirás más en breve y seguramente lo que pretendes.

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CAPÍTULO XIII - Del modo de combatir la sensualidad, y de los actos que debe hacer la voluntad para adquirir el hábito de las virtudes.

Siempre que la voluntad, superior y racional, fuere combatida por una parte, de la inferior y sensual y, por otra, de la divina, es necesario que te excites de muchas maneras para que prevalezca enteramente en ti la voluntad divina, y consigas la palma y la victoria.

Primeramente, cuando los primeros movimientos del apetito sensitivo se levantaren contra la razón, procurarás resistirlos valerosamente, a fin de que la voluntad superior no los consienta.

Lo segundo, cuando hubieren ya cesado estos movimientos, los excitarás de nuevo en ti, para reprimirlos con mayor ímpetu y fuerza.

Después podrás llamarlos a tercera batalla para acostumbrarte a propulsarlos con un generoso menosprecio.

Pero advierte, hija mía, que en estos dos modos de excitar en ti las propias pasiones y apetitos desordenados, no tienen lugar los estímulos y movimientos de la carne, de que hablaremos en otra parte.

Últimamente, conviene que formes actos de virtud contrarios a todas las pasiones que pretendes vencer y sujetar. Por ejemplo: tú te hallas por ventura combatida de los movimientos de la impaciencia; si procuras entonces recogerte en ti misma y consideras lo que pasa en tu interior, verás, sin duda, que estos movimientos que nacen y se forman en el apetito procuran introducirse en tu voluntad, y ganar la parte superior de tu alma.

En este caso, hija mía, conforme al primer aviso que te he dado, deberás hacer todo el esfuerzo posible para detener el curso de estos movimientos; y no te retires del combate hasta tanto que tu enemigo, vencido y postrado, se sujete a la razón.

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Message par InHocSignoVinces »

Pero repara en el artificio y malicia del demonio. Cuando este espíritu maligno ve que resistimos valerosamente alguna pasión violenta, no solamente deja de excitarla y moverla en nuestro corazón, sino que si la halla ya encendida, procura extinguirla por algún tiempo, a fin de impedir que adquiramos con una firme consistencia la virtud contraria y hacernos caer después en los lazos de la vanagloria, dándonos arteramente a entender que, como valientes y generosos soldados, hemos triunfado muy pronto de nuestro enemigo. Por esta causa, hija mía, conviene que en este caso pases al segundo combate, trayendo a tu memoria, y despertando de nuevo en tu corazón, los pensamientos que fueron causa de tu impaciencia; y apenas hubieren excitado algún movimiento en la parte inferior, procurarás emplear todos los esfuerzos de la voluntad para reprimirlos. Pero, como muchas veces sucede que después de haber hecho grandes esfuerzos para resistir y rechazar los asaltos del enemigo, con la reflexión de que esta resistencia es agradable a Dios, no estamos seguros ni libres del peligro de ser vencidos en una tercera batalla; por eso conviene que entres por tercera vez en el combate contra el vicio que pretendes vencer y sujetar, y concibas contra él, no solamente aversión y menosprecio, sino abominación y horror.

En fin, para adornar y perfeccionar tu alma con los hábitos de las virtudes, has de producir muchos actos interiores, que serán directamente contrarios a tus pasiones desordenadas. Por ejemplo: si quieres adquirir perfectamente el hábito de la paciencia, cuando alguno, menospreciándote, te diere ocasión de impaciencia, no basta que te ejercites en los tres combates de que hemos hablado para vencer la tentación; es necesario, además de esto, que ames el menosprecio y ultraje que recibiste, que desees recibir de nuevo, de la misma persona, la misma injuria y, finalmente, que te propongas sufrir mayores y más sensibles ultrajes y menosprecios.

La razón por la cual no podemos perfeccionarnos en la virtud sin los actos que son contrarios al vicio que deseamos corregir, es porque todos los demás actos, por muy frecuentes y eficaces que sean, no son capaces de extirpar la raíz que produce aquel vicio. Así, por no mudar de ejemplo aunque no consientas los movimientos de la ira y de la impaciencia, cuando recibes alguna injuria, antes bien los resistas y los combates con las armas de que hemos hablado; persuádete, hija mía, que si no te acostumbras a amar el oprobio, y a gloriarte de las injurias y menosprecios, no llegarás jamás a desarraigar de tu corazón el vicio de la impaciencia, que no nace en nosotros de otra causa que de un temor excesivo de ser menospreciados del mundo, y de un deseo ardiente de ser estimados. Y mientras esta viciosa raíz se conservare viva en tu alma, brotará siempre y, enflaqueciendo de día en día tu virtud, llegará con el tiempo a oprimirla, de manera que te hallarás en un continuo peligro de caer en los desórdenes pasados.

No esperes, pues, obtener jamás el verdadero hábito de las virtudes, si con sus repetidos y frecuentes actos no destruyes los vicios que le son directamente opuestos. Digo con actos repetidos y frecuentes, porque así como se requieren muchos pecados para formar el hábito vicioso, así también se requieren muchos actos de virtud para producir y formar un hábito santo y perfecto, enteramente incompatible con el vicio. Y añado que se requiere mayor número de actos buenos para formar el hábito de la virtud, que de actos pecaminosos para formar el del vicio; pues los hábitos de la virtud no son ayudados, como los del vicio, de la naturaleza corrompida y viciada por el pecado. Además de esto te advierto que, si la virtud en que deseas ejercitarte no puede adquirirse sin algunos actos exteriores, conformes a los interiores, como sucede en el ejemplo ya propuesto de la paciencia, debes no solamente hablar con amor y dulzura al que te hubiere ofendido y ultrajado, sino también servirle, agasajarle y favorecerle en lo que pudieres. Y aunque estos actos, ya interiores, ya exteriores, sean acompañados de tanta debilidad y flaqueza de espíritu que te parezca que los haces contra tu voluntad, no obstante no dejes de continuarlos; porque, aunque sean muy débiles y flacos, te mantendrán firme y constante en la batalla, y te servirán de un socorro eficaz y poderoso para alcanzar la victoria.

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Vela, pues, hija mía, con atención y cuidado sobre tu interior, y no contentándote con reprimir los movimientos más fuertes y violentos de las pasiones, procura sujetar también los más pequeños y leves; porque éstos sirven ordinariamente de disposiciones para los otros, de donde nacen finalmente los hábitos viciosos. Por la negligencia y descuido que han tenido algunos en mortificar sus pasiones en cosas fáciles y ligeras después de haberlas mortificado en las más difíciles y graves, se han visto, cuando menos lo imaginaban, más poderosamente asaltados de los mismos enemigos y vencidos con mayor daño.

También te advierto, que atiendas a mortificar y quebrantar tus apetitos en las cosas que fueren lícitas, pero no necesarias; porque de esto se te seguirán grandes bienes, pues podrás vencerte más fácilmente en los demás apetitos desordenados; te harás más experta y fuerte en las tentaciones; te librarás mejor de los engaños y lazos del demonio, y agradarás mucho al Señor. Yo te digo, hija mía, lo que siento: no dejes de practicar estos santos ejercicios que te propongo, y de que verdaderamente necesitas para la reformación de tu vida interior; pues si los practicares, yo te aseguro que alcanzarás muy en breve una gloriosa victoria de ti misma, harás en poco tiempo grandes progresos en la virtud, y vendrás a ser sólida y verdaderamente espiritual.

Pero obrando de otra suerte, y siguiendo otros ejercicios, aunque te parezcan muy excelentes y santos, y experimentes con ellos tantas delicias y gustos espirituales que juzgues que te hallas en perfecta unión y dulces coloquios con el Señor, ten por cierto que no alcanzarás jamás la virtud ni verdadero espíritu; porque el verdadero espíritu, como dijimos en el capítulo I, no consiste en los ejercicios deleitables y que lisonjean a la naturaleza, sino en los que la crucifican con sus pasiones y deseos desordenados. De esta manera, renovado el hombre interiormente con los hábitos de las virtudes evangélicas, viene a unirse íntimamente con su Creador y su Salvador crucificado.

Es también indubitable y cierto que así como los hábitos viciosos se forman en nosotros con repetidos y frecuentes actos de la voluntad superior, cuando cede a los apetitos sensuales; así, las virtudes cristianas se adquieren con repetidos y frecuentes actos de la misma voluntad, cuando se conforma con la de Dios, que excita y llama continuamente al alma, ya a una virtud, ya a otra. Como la voluntad, pues, no puede ser viciosa y terrena por grandes esfuerzos que haga el apetito inferior para corromperla, si ella no consiente, así no puede ser santa y unirse con Dios por fuertes y eficaces que sean las inspiraciones de la divina gracia que la excitan y llaman, si no coopera con los actos interiores, a la vez que con los exteriores, si fueren necesarios.

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CAPÍTULO XIV - De lo que se debe hacer cuando la voluntad superior parece vencida de la inferior y de otros enemigos.

Si alguna vez te pareciere que tu voluntad superior se halla muy flaca para resistir a la inferior y a otros enemigos, porque no sientes en ti ánimo y resolución bastante para sostener sus asaltos, no dejes de mantenerte firme y constante en la batalla, ni abandones el campo. Porque has de persuadirte siempre de que te hallas victoriosa, mientras no reconocieres claramente que cediste y te dejaste vencer y sujetar. Pues así como nuestra voluntad superior no necesita del consentimiento del apetito inferior para producir sus actos, así, aunque sean muy violentos y fuertes los asaltos con que la combatiere este enemigo doméstico, conserva siempre el uso de su libertad, y no puede ser forzada a ceder y consentir si ella misma no quiere; porque el Creador le ha dado un poder tan grande y un imperio tan absoluto, que aunque todos los sentidos, todos los demonios y todas las criaturas conspirasen juntamente contra ella para oprimirla y sujetarla, no obstante, podría siempre querer o no querer con libertad lo que quiere o no quiere, tantas veces, y por tanto tiempo, y en el modo, y para el fin que más le agradare.

Pero si alguna vez estos enemigos te asaltasen y combatiesen con tanta violencia que tu voluntad ya oprimida y cansada no tuviese vigor ni espíritu para producir algún acto contrario, no pierdas el ánimo ni arrojes las armas; mas sirviéndote en este caso de la lengua, te defenderás, diciendo: No me rindo, no quiero ni consiento, como suelen hacer los que hallándose ya oprimidos, sujetos y dominados de su enemigo, no pudiendo con la punta de la espada, lo hacen con el pomo. Y así como éstos, desasiéndose con industria de su contrario, se retiran algunos pasos para volver sobre su enemigo, y herirlo mortalmente, así tú procurarás retirarte al conocimiento de ti misma, que nada puedes, y animada de una generosa confianza en Dios, que lo puede todo, te esforzarás a combatir y vencer la pasión que te domina, diciendo entonces: Ayudadme, Señor, ayudadme, Dios mío, no abandonéis a vuestra sierva, no permitáis que yo me rinda a la tentación.

Podrás también, si el enemigo te diere tiempo, ayudar la flaqueza de la voluntad llamando en su socorro al entendimiento, y fortificándola con diversas consideraciones que sean propias para darle aliento y animarla al combate; como, por ejemplo, si hallándote afligida de alguna injusta persecución o de otro trabajo, te sintieres de tal suerte tentada y combatida de la impaciencia, que tu voluntad no pudiese ni quisiese sufrir cosa alguna, procurarás esforzarla y ayudarla con la consideración de los puntos siguientes, o de otros semejantes:

1. Considera si mereces el mal que padeces, y si tu misma diste la ocasión y el motivo, pues si te hubiere sucedido por culpa tuya, la razón pide que toleres y sufras pacientemente una herida que tú misma te has hecho con tus propias manos.

2. Mas cuando no tengas alguna culpa en tu daño, vuelve los ojos y el pensamiento a tus desórdenes pasados, de que todavía no te ha castigado la divina Justicia, ni tú has hecho la debida penitencia; y viendo que Dios por su misericordia te trueca el castigo que había de ser, o más largo en el purgatorio, o eterno en el infierno, en otro más ligero y más breve, recíbelo, no solamente con paciencia, sino también con alegría y con rendimiento de gracias.

3. Pero si te pareciere que has hecho mucha penitencia, y que has ofendido poco a Dios (cosa que debe estar siempre muy lejos de tu pensamiento), deberás considerar que en el reino de los cielos no se entra sino por la puerta estrecha de las tribulaciones y de la cruz (Act. XIV, 21).

4. Considera asimismo que aun cuando pudieres entrar por otra puerta, la ley sola del amor debería obligarte a escoger siempre la de las tribulaciones, por no apartarte un punto de la imitación del Hijo de Dios y de todos sus escogidos, que no han entrado en la bienaventuranza de la gloria sino por medio de las espinas y tribulaciones.

5. Mas a lo que principalmente debes atender y mirar, así en ésta como en cualquier otra ocasión, es la voluntad de Dios, que por el amor que te tiene se deleita y complace indeciblemente de verte hacer estos actos heroicos de virtud, y corresponder a su amor con estas pruebas de tu valor y fidelidad. Y ten por cierto que cuanto más grave fuere la persecución que padeces, y más injusta de parte de su autor, tanto más estimará el Señor tu fidelidad y constancia, viendo que en medio de tus aflicciones adoras sus juicios, y te sujetas a su providencia, en la cual todos los sucesos, aunque nos parezcan muy desordenados, tienen regla y orden perfectísimo.

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CAPÍTULO XV - De algunas advertencias importantes para saber de qué modo se ha de pelear, contra qué enemigos se debe combatir, y con qué virtud pueden ser vencidos.

Ya has visto, hija mía, el modo con que debes combatir para vencerte a ti misma, y adornarte de las virtudes. Ahora conviene que sepas que para conseguir más fácil y prontamente la victoria, no te basta combatir y mostrar tu valor una sola vez; mas es necesario que vuelvas cada día a la batalla y renueves el combate, principalmente contra el amor propio, hasta tanto que vengas a mirar como preciosos y amables todos los desprecios y disgustos que pudieren venirte del mundo.

Por la inadvertencia y descuido que se tiene comúnmente en este combate, sucede muchas veces que las victorias son difíciles, imperfectas, raras y de poca duración. Por esta causa te aconsejo, hija mía, que pelees con esfuerzo y resolución, y que no te excuses con el pretexto de tu flaqueza natural; pues si te faltan las fuerzas, Dios te las dará, como se las pidas.

Considera, además de esto, que si es grande la multitud y el furor de tus enemigos, es infinitamente mayor la bondad de Dios, y el amor que te tiene, y que son más los Ángeles del cielo y las oraciones de los Santos que te asisten y combaten en tu defensa. Estas consideraciones han animado de tal suerte a muchas mujeres sencillas y flacas que han podido vencer toda la sabiduría del mundo, resistir todos los atractivos de la carne, y triunfar de todas las fuerzas del infierno.

Por esta causa no debes desmayar jamás o perder el ánimo en este combate, aunque te parezca que los esfuerzos de tantos enemigos son difíciles de vencer, que la guerra no tendrá fin sino con tu vida, y que te hallas de todas partes amenazada de una ruina casi inevitable; porque es bien que sepas que ni las fuerzas ni los artificios de nuestros enemigos pueden hacernos algún daño sin la permisión de nuestro divino Capitán, por cuyo honor se combate, el cual nos exhorta y llama a la pelea; y no solamente no permitirá jamás que los que conspiran a tu perdición logren su intento, sino más bien combatirá por ti; y cuando será de su agrado, te dará la victoria con grande fruto y ventaja tuya, aunque te la dilate hasta el último día de tu vida.

Lo que desea, hija mía, y pide únicamente de ti, es que combatas generosamente, y que, aunque salgas herida muchas veces, no dejes jamás las armas ni huyas de la batalla. Finalmente, para excitarte a pelear con resolución y constancia, considerarás que esta guerra es inevitable y que es forzoso pelear o morir; porque tienes que luchar contra enemigos tan furiosos y obstinados, que no podrás tener jamás paz ni tregua con ellos.

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CAPÍTUL0 XVI - Del modo cómo el soldado de Cristo debe presentarse al combate por la mañana.

La primera cosa que debes hacer cuando despiertes es abrir los ojos del alma, y consideraste como en un campo de batalla en presencia de tu enemigo, y en la necesidad forzosa de combatir o de perecer para siempre. Imagínate que tienes delante de tus ojos a tu enemigo, esto es, al vicio o pasión desordenada que deseas domar y vencer, y que este monstruo furioso viene a arrojarse sobre ti para oprimirte y vencerte. Represéntate al mismo tiempo que tienes a tu diestra a tu invencible capitán Jesucristo, acompañado de María y de José, y de muchos escuadrones de Ángeles y bienaventurados particularmente, y del glorioso arcángel San Miguel; y a la siniestra, a Lucifer con sus ministros, resueltos a sostener con todas sus fuerzas y la pasión o vicio que pretendes combatir, y a usar de todos los artificios y engaños que caben en su malicia para rendirte.

Asimismo te imaginarás que oyes en el fondo de tu corazón una secreta voz de tu Ángel custodio que te habla de esta suerte: Éste es el día en que debes hacer los últimos esfuerzos para vencer a este enemigo, y a todos los demás que conspiran a tu perdición y ruina; ten ánimo y constancia; no te dejes vencer de algún vano temor o respeto, porque tu capitán, Jesucristo, está a tu lado con todos los escuadrones del ejército celestial para defenderte contra todos los que te hacen guerra, y no permitirá que prevalezcan contra ti sus fuerzas ni sus artificios. Procura estar firme y constante: hazte fuerza y violencia, y sufre la pena que sintieres en violentarte y vencerte. Da voces al Señor desde lo más íntimo de tu corazón, invoca continuamente a Jesús y María; pide a todos los Santos y bienaventurados que te socorran y asistan; y no dudes que alcanzarás la victoria.

Aunque seas flaca y estés mal habituada, y tus enemigos te parezcan formidables por su número y por sus fuerzas, no temas; porque los escuadrones que vienen del cielo para tu socorro y defensa son más fuertes y numerosos que los que envía el infierno para quitarte la vida de la gracia. El Dios que te ha creado y redimido es todopoderoso, y tiene sin comparación más deseo de salvarte que el demonio de perderte.

Pelea, pues, con valor, y entra desde luego con esfuerzo y resolución en el empeño de vencerte y mortificarte a ti misma; porque de la continua guerra contra tus malas inclinaciones y hábitos viciosos ha de nacer, finalmente, la victoria, y aquel gran tesoro con que se compra el reino de los cielos, donde el alma se une para siempre con Dios. Empieza, pues, hija mía, a combatir en el nombre del Señor, teniendo por espada y por escudo la desconfianza de ti misma, la confianza en Dios, la oración y el ejercicio de tus potencias.

Asistida de estas armas provocarás a la batalla a tu enemigo, esto es, a aquella pasión o vicio dominante que hubieres resuelto combatir y vencer, ya con un generoso menosprecio, ya con una firme resistencia, ya con actos repetidos de la virtud contraria, ya, finalmente, con otros medios que te inspirará el cielo para exterminarlo de tu corazón.

No descanses ni dejes la pelea hasta que lo hayas domado y vencido enteramente, y merecerás por tu constancia recibir la corona de manos de Dios, que con toda la Iglesia triunfante estará mirando desde el cielo tu combate.

Vuelvo a advertirte, hija mía, que no desistas ni ceses de combatir, atendiendo a la obligación que tenemos de servir y agradar a Dios, y a la necesidad de pelear; pues no podemos excusar la batalla, ni salir de ella sin quedar muertos o heridos. Considera que cuando, como rebelde, quisieres huir de Dios, y darte a las delicias de la carne, te será forzoso, a pesar tuyo, el combatir con infinitas contrariedades, y sufrir grandes amarguras y penas para satisfacer a tu sensualidad y ambición. ¿No sería una terrible locura elegir y abrazar penas y afanes que nos llevan a otros afanes y penas mayores, y aun a los tormentos eternos, y huir de algunas ligeras tribulaciones que se acaban presto, y nos encaminan y guían a una eterna felicidad, y nos aseguran el ver a Dios y gozarle para siempre?

SIGUE...
¡Dios mío, todo por amor a Vos, y para vuestra mayor gloria! Jesús y María, os amo y os adoro con toda mi alma y con todo mi corazón. ¡Tened piedad de mí!
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