VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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La Providencia no se apresuraba respecto a Domingo, aunque su vida había de ser de corta duración. Le dejó durante nueve años en Osma para que se preparase para la misión, aun desconocida, que tenía que cumplir. En este intervalo, en 1201, D. Diego de Azevedo sucedió en la sede episcopal a Martín de Bazán. Casi en la misma época Domingo comenzó a anunciar al pueblo la palabra de Dios, pero sin alejarse mucho de Osma, y probablemente continuó en este ministerio, sobre el cual no poseemos ningún detalle, hasta 1203, momento solemne en que salió de España y se encaminó, sin saberlo, a la edad de treinta y cuatro años, hacia el lugar de sus destinos.

Aquí termina la génesis de santo Domingo, es decir, la sucesión de cosas que contribuyeron a formar su cuerpo y su alma y le prepararon para el fin providencial que debía llevar a cabo libremente. Todos los hombres tienen su génesis particular, proporcionada a su servicio futuro en este mundo, y la única cosa que puede explicarnos lo que son es el conocimiento de dicha génesis. La amistad nos abre esos pliegues profundos en los cuales están ocultos los misterios del pasado y del porvenir; la confesión nos los revela en otro sentido; la Historia busca la manera de llegar hasta ellos con objeto de conocer los acontecimientos en sus primeras fuentes y unir el hilo a la mano de quien los inició relatando los hechos bajo infinitas formas. Domingo, llamado por Dios para que fundase una nueva Orden que edificase la Iglesia por la pobreza, la predicación y la ciencia divina, tuvo una génesis cuya relación con esta predestinación es cosa manifiesta. Nació de una familia ilustre, porque la pobreza voluntaria es más conmovedora en aquel que desprecia una fortuna y una jerarquía de las que puede disponer por ser cosas suyas. Nació en España, fuera del país que debía ser teatro de su apostolado, porque uno de los mayores sacrificios del apóstol es abandonar su patria para llevar la luz a otras naciones de las cuales ignora hasta el idioma. Pasó en el seno de una Universidad los diez primeros años de su juventud, con objeto de adquirir en ella la ciencia necesaria para las funciones evangélicas y transmitir su estimación y la cultura de su Orden. Durante nueve años más se amoldó a las prácticas de la vida en comunidad, con objeto de conocer sus recursos, sus dificultades y sus virtudes, y poder imponer un día a sus hermanos el yugo que durante tan largo tiempo había soportado. Ya en la cuna, Dios le había concedido el instinto y la gracia de la sujeción de su cuerpo a una vida dura; pues, lo mismo que el Apóstol, soporta la fatiga de los viajes, el calor, el frío, el hambre, la prisión, los azotes, la miseria; ¿Y cómo podría él sufrir todo esto si desde la primera hora no hubiese sometido su cuerpo al más rudo de los aprendizajes? También le concedió Dios un gusto precoz y ardiente por la oración, pues la oración es un acto potentísimo que pone a disposición del hombre las fuerzas celestes. El Cielo es inaccesible a la violencia; la oración hace que descienda hasta nosotros. Pero, ante todo y por encima de todo, Domingo recibió el don sin el cual nada son los otros dones: el don inmenso de la caridad, que le instaba perentoriamente día y noche a la abnegación en favor de sus hermanos, y le hacía sensible hasta el punto de verter lágrimas apenado por las aflicciones que les aquejaban. Por fin Dios le envió, para iniciarle en los misterios de su siglo, un hombre de fuerte temple, que fue su amigo, su obispo y, como veremos más adelante, su introductor en Francia y en Roma. Estos hechos, poco numerosos, pero continuos y profundos, se entrelazan lentamente en un cielo de treinta y cuatro años, y Domingo, formado por todos ellos, llega inmaculado a la más bella virilidad que pudiera desear un hombre que conozca a Dios.

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CAPÍTULO III

Llegada de santo Domingo a Francia. - Su primer viaje a Roma. - Entrevista de Montpellier.

En aquellos días, el rey de Castilla, Alfonso VIII, tuvo la idea de casar a su hijo con una princesa de Dinamarca. Para las negociaciones escogió al obispo de Osma que, llevando consigo a Domingo, salió a fines del año 1203 para el norte de Alemania. Ambos al pasar a través del Languedoc, pudieron ser testigos del espantoso progreso de los Albigenses, y su corazón sufrió una amarguísima aflicción. Llegados a Tolosa, en cuya ciudad debían pasar una sola noche, Domingo se dio cuenta de que su posadero era hereje. Aunque el tiempo de que disponía era corto, no quiso que su paso fuese inútil para aquel hombre extraviado en cuya casa fueron recibidos. Jesucristo ya dijo a sus apóstoles: “Cuando entréis en una casa, saludadla diciendo: La paz sea en esta casa. Y si esta casa es digna de ella, vuestra paz descenderá sobre ella; si no fuera digna de ella, vuestra paz volverá a vosotros”. (San Mateo, X, 12, 13.)

Los santos para quienes todas las palabras de Jesucristo están siempre presentes, y que saben el poder de una bendición dada hasta a quien la ignora, se consideran como enviados de Dios ante toda criatura que encuentran, y se esfuerzan por no abandonarla sin haber depositado en su seno algún germen de misericordia. Domingo no se contentó con orar en secreto por su hostelero infiel; pasó la noche hablando con él, y la elocuencia imprevista de este extranjero conmovió de tal manera el corazón del hereje, que volvió a la fe antes de que despuntase el nuevo día. Entonces tuvo lugar otra maravilla: Domingo, conmovido por la conquista que acababa de efectuar en favor de la verdad y por el triste espectáculo de la devastación producida por el error, tuvo por vez primera el pensamiento de crear una Orden consagrada a la defensa de la Iglesia por medio de la predicación. Este pensamiento súbito se apoderó de él y no le abandonó ya. Salió de Francia sabedor ya del secreto de su futura carrera, como si Francia, celosa por no haber producido aquel grande hombre, hubiese obtenido de Dios el favor de que no pisara en vano su suelo, y que fuese ella, al menos, la que le diese el consejo decisivo de su vida.

Don Diego y Domingo, llegados, después de muchas fatigas, al término de su viaje, encontraron a la corte de Dinamarca dispuesta a efectuar la alianza que deseaba Castilla. Inmediatamente volvieron para ponerlo en conocimiento del rey Alfonso, retornando prontamente con gran aparato para acompañar a la princesa en su viaje a España, pero la princesa murió en aquellos días. Don Diego, libre de su misión, envió al rey un correo y se dirigió a Roma.

No había en aquellos días cristiano alguno que consintiese morir sin haber posado sus labios sobre el sepulcro de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo. Los pobres venían desde lejanas tierras, haciendo a pie su viaje, a fin de visitar aquellas reliquias y recibir al menos una vez sobre sus cabezas la bendición del Vicario de Jesucristo. Don Diego y Domingo se arrodillaron uno al lado del otro sobre aquel sepulcro que rige al mundo, y al levantar sus frentes del polvo experimentaron una segunda dicha, la más grande que un cristiano puede gozar en este mundo, y fue la de ver en el trono pontificio a un hombre digno de ocuparlo: era Inocencio III. La Historia no nos ha dicho cuáles fueron las sensaciones que experimentaron sus almas ante el espectáculo de la ciudad universal. Los que vienen a Roma por primera vez, trayendo la unción del Cristianismo y la gracia de la juventud, saben la emoción que produce; los que no están en este caso difícilmente la comprenden, y yo gusto de la sobriedad de esos antiguos historiadores que se detienen allí donde acaba el poder de la palabra.

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El obispo de Osma se había propuesto pedir una gracia al Soberano Pontífice. Había resuelto abdicar el episcopado y consagrar el resto de su vida a la predicación de la fe entre los cumanos, población bárbara acampada en los confines de Hungría, célebre por la crueldad de sus costumbres. Inocencio III rehusó acceder a este heroico deseo. Don Diego insistió para que, al menos, le fuese permitido, conservando su episcopado, ir a evangelizar a los infieles; pero el Papa persistió en su negativa y le ordenó volviese a su sede. Los dos peregrinos cruzaron los Alpes durante la primavera del año 1205, con intención de volver inmediatamente a España. No obstante, cedieron a la piadosa voluntad de visitar de paso uno de los más célebres monasterios de la cristiandad, y dando una gran vuelta, fueron a llamar a la puerta de la abadía de los Cistercienses. La sombra de san Bernardo habitaba aún el convento. Si no se veía en aquella casa la misma pobreza de tiempos anteriores, podían observarse restos de virtud bastante bellos para que el Obispo de Osma se prendase de aquello. Expuso a los religiosos el placer que experimentaría en vestir su ilustre hábito. Se lo concedieron al punto, y se consoló algo bajo aquellos hábitos monásticos del dolo que había sufrido al no serle posible convertirse en pobre misionero entre los bárbaros. Domingo se abstuvo de imitar en aquella ocasión a su amigo; pero salió de la abadía llevando consigo la estimación y afecto para con los religiosos de aquella Orden. Ambos, después de breve estancia en la abadía, volvieron a ponerse en camino, y al bajar, cosa probable, a lo largo de las riberas del Saona y el Ródano, llegaron a los poblados de Montpellier.

Tres hombres que han desempeñado un gran papel en los asuntos de la Iglesia en aquella época estaban entonces reunidos dentro de los muros de Montpellier: Arnoldo, abad de los Cistercienses, Raúl y Pedro de Castelnau, monjes de la misma Orden. El Papa Inocencio III les había nombrado legados apostólicos en las provincias de Aix, Arles y Narbona, con plenos poderes para hacer cuanto juzgasen útil para la represión de la herejía. Pero su legación, que llevaba ya más de un año, no había tenido buen éxito. El conde de Tolosa, señor de aquellas provincias, sostenía abiertamente a los herejes: los obispos rehusaron ayudar a los legados: unos por cobardía, otros por indiferencia y otros porque eran también herejes. El clero había llegado a ser despreciado por la gente, “hasta el punto -observa Guillermo de Puy-Laurens- que el nombre de eclesiástico había llegado a convertirse en proverbio como el de judío, y en lugar de decir: “prefiero ser “judío antes que eso”, muchos decían: “prefiero ser “eclesiástico”. Cuando los clérigos aparecían en público tenían el cuidado de arreglarse el cabello de manera que ocultase la tonsura, que llevaban lo más pequeña posible. Rara vez destinaban los caballeros a sus hijos a la carrera eclesiástica; pero presentaban los hijos de sus vasallos en las iglesias cuyos diezmos percibían, y los obispos conferían órdenes a quienes querían”. (“Crónica”, prólogo.) Inocencio III no había disimulado la magnitud del mal a sus legados. En una carta, fechada el 31 de mayo de 1204, les decía: “Aquellos a quienes san Pedro ha llamado para compartir su solicitud para guardar el pueblo de Israel, no vigilan su rebaño durante la noche; por el contrario, duermen y apartan sus manos del combate mientras Israel lucha como Madián. El pastor ha degenerado, convirtiéndose en mercenario; no apacienta su rebaño, sino que se ocupa de sí mismo; busca la leche y la lana de las ovejas; deja que el lobo haga cuanto quiera, que entre en el redil, y no se opone como dique ante los enemigos de la casa del Señor. Como mercenario, huye ante la perversidad que pudiera destruir, y se convierte en protector suyo a causa de su traición. Casi todos han desertado la causa de Dios, y muchos entre los que quedan no reportan ninguna utilidad”. (“Cartas de Inocencio III, lib. VII, carta LXXV.)

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Los tres legados eran hombres de gran fe y gran carácter; pero abandonados por todos, no habían podido obrar ni por la vía de autoridad ni por la de persuasión. Ningún obispo de aquellas provincias había acudido a unirse a ellos para exhortar al conde Ramón VI a que recordase el papel glorioso que habían desempeñado sus antecesores. Sus conferencias con los herejes no habían dado tampoco resultados satisfactorios, pues aquellos les presentaban siempre la vida deplorable del clero y les recordaban las palabras del Señor, que dicen: “por sus frutos los conoceréis”. (San Mateo, XII, 16.). Estaban, pues, como anonadados, a pesar del temple vigoroso de sus almas, y se daban cuenta de que hay cargas imposibles de sobrellevar por el hombre, cuando los pecados acumulados han proporcionado a las pasiones una presa demasiado grande, comparada con la realidad. Bajo el peso de esta impresión deliberaban entonces en Montpellier. Su unánime opinión era presentar al soberano Pontífice un relato exacto de aquel estado de cosas y resignar al mismo tiempo entre sus manos una carga que no podían llevar y un encargo que no podían cumplir con fruto y con honor. Pero lo que es cosa desesperada para los hombres no lo es para Dios. Desde hacía treinta años preparaba la Providencia una respuesta a las quejas de sus servidores y a las injurias de sus enemigos, y había llegado la hora de darla. En el momento en que los legados tomaban tan penosas resoluciones, supieron que D. Diego de Azevedo, Obispo de Osma, llegaba a Montpellier. Inmediatamente enviaron recado rogándole viniese a verlos, y D. Diego acudió a su invitación.

Dejemos la palabra al bienaventurado Jordán de Sajonia: “Los legados le reciben con honores y le piden consejo, sabiendo era hombre santo, maduro y lleno de celo por la fe. Dotado como estaba de circunspección e instruido en los caminos de Dios, comenzó a inquirir sobre los usos y costumbres de los herejes. Observa que atraían hacia su secta por el camino de persuasión, por la predicación y un exterior de santidad, mientras los legados estaban rodeados por un grande y fastuoso aparato de servidores, caballos y trajes. Entonces les dijo: “hermanos míos, no es así como debéis conduciros “me parece imposible atraer a esos hombres con palabras cuando ellos se valen del ejemplo. Por medio del simulacro de “la pobreza y la austeridad evangélica seducen a las almas “sencillas; al presentarles un espectáculo contrario poco podréis edificar: destruiréis muchas cosas y nunca llegaréis a tocar en su corazón. Combatid el ejemplo con el ejemplo; “oponed a la fingida santidad la verdadera religión; no podemos triunfar contra el fasto engañoso de los falsos apóstoles sino por medio de una humildad que salte a la vista. “De esta manera se vio obligado san Pablo a demostrar su virtud, sus austeridades y los continuos peligros de su vida “a quienes presentaban contra él el mérito de sus trabajos”. Los legados le respondieron: “¿Qué consejos nos dais, venerable Padre?”. Y él les contestó: “Haced lo que yo hago”. En aquel instante el espíritu de Dios se apoderó de él; llamó a la gente de su escolta y ordenó que partiese para Osma con sus coches, equipajes y todo el aparato de que iba acompañado. Solamente guardó junto a sí un reducido número de eclesiásticos, y declaró que su intención era detenerse en aquellos países para dedicarse al servicio de la fe. También conservó consigo al subprior Domingo, a quien estimaba mucho y amaba con gran afecto; allí quedó el hermano Domingo, primer fundador de la Orden de los Predicadores, que a partir de aquel momento no se llamaba ya el subprior, sino el hermano Domingo, verdadero siervo del Señor por la inocencia de su vida y el celo que sentía por sus mandamientos. Los legados, conmovidos por el consejo y el ejemplo que se les daba, accedieron al punto. Se deshicieron de sus coches, equipajes y despidieron a sus servidores; y conservando únicamente los libros necesarios para la controversia, partieron a pie, en estado de pobreza voluntaria, y bajo la dirección del obispo de Osma, a predicar la verdadera fe”. (“Vida de Santo Domingo”, capítulo I, n. 16 y siguientes.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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¡Con qué arte y paciencia había preparado Dios este desenlace! En las riberas de un río español, dos hombres, de edad diferente, reciben abundantemente el espíritu de Dios. Un día se encuentran, atraídos uno hacia en otro por el perfume de sus virtudes, como dos árboles preciosos plantados en un mismo bosque que se buscan y se inclinan para entrar en contacto. Después que una larga amistad haya confundido sus días y sus pensamientos, una voluntad imprevista los saca de su país, los pasea por Europa, desde los Pirineos hasta el mar Báltico, desde el Tíber hasta las colinas de Borgoña, y llegan precisamente, sin haber pensado en ello, a tiempo de dar a hombres desfallecidos, a pesar de su gran corazón, un consejo que cambia la faz de las cosas, salva el honor de la Iglesia y le prepara para un porvenir próximo legiones de apóstoles. Los enemigos de la Iglesia no han leído nunca atentamente su historia: de otro modo, hubieren observado la fecundidad invencible de sus recursos y la oportunidad maravillosa de esta fecundidad. La Iglesia se parece a aquel gigante, hijo de la tierra, que en su misma caída adquiría una nueva fuerza; por la desgracia vuelve a las virtudes de su cuna, y recobra su potencia natural al perder el poder prestado que tenía del mundo. El mundo no podrá quitarle lo que ha recibido de él: es decir, la riqueza, la ilustración de la sangre, una parte en el gobierno temporal, privilegios de honor y de protección; vestido tejidos por una mano que no es pura, túnica de Dejanira que la Iglesia no puede llevar sobre su carne sagrada, sino únicamente sobre la estameña de su pobreza natal. Si el oro, en lugar de ser instrumento de la caridad y adorno de la verdad, altera tanto la una como la otra, es preciso que perezca, y el mundo entonces, al despojar a la Iglesia, no hace sido devolverle el traje nupcial que conserva procedente de su divino esposo y que nadie puede quitarle. Pues, ¿Cómo podremos quitar la desnudez a quien la quiere? ¿Cómo podremos quitar el nada a quien de él hace su tesoro? En el despojo voluntario es en donde Dios ha puesto la fuerza de su Iglesia, y ninguna mano puede penetrar en este abismo para tomar algo en él. Por eso los perseguidores hábiles han buscado antes la manera de corromper a la Iglesia que de despojarla. En eso estriba el último grado de la profundidad en el mal, y todo se perdería con esa astucia si Dios permitiese alguna vez que la corrupción fuese universal. Pero la corrupción da nacimiento a la vida, y la conciencia renace de entre sus mismas ruinas: círculo vicioso cuyo secreto posee Dios y por el cual lo domina todo.

¿Qué podría haber de más desesperado en 1205 que el estado religioso del Languedoc? El príncipe era hereje apasionado: la mayor parte de los barones favorecían la herejía; los obispos no mostraban ninguna inquietud ni cuidado por cumplir sus deberes, y algunos, tales como el obispo de Tolosa y el arzobispo de Auch, estaban manchados por crímenes públicos; el clero perdió la estimación; los católicos que habían continuado siendo fieles eran pocos; el error insultaba con el espectáculo de una virtud ficticia a los desórdenes de la Iglesia, y el desaliento había alcanzado hasta aquellos que tenían una fe inquebrantable en un corazón casto y fuerte. Pero dos cristianos de paso bastaron para cambiarlo todo. Realzaron el valor de los legados de la Santa Sede, confundieron a los herejes con un apostolado pobre y austero, afirmaron las almas vacilantes, conservaron a las firmes, arrancaron al episcopado de su apatía, un gran obispo ascendió a la sede de Tolosa, y si el buen éxito no fue decisivo, fue siempre lo bastante notable para manifestar de qué parte estaba la razón, la rectitud, la abnegación y la certidumbre de una causa divina.

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CAPÍTULO IV

Apostolado de santo Domingo desde la entrevista de Montpellier hasta iniciarse la guerra de los Albigenses - Fundación del monasterio de Prouille.

Cuando quedó convenido entre los legados apostólicos y el obispo de Osma fue llevado a cabo sin tardar. El abad de Císter salió para Borgoña, en donde debía presidir el Capítulo General de su Orden, prometiendo traer en su compañía a su regreso algunos de aquella para que le ayudasen en su misión evangélica. Los otros dos legados, D. Diego, Domingo y algunos clérigos españoles emprendieron a pie el camino de Narbona y Tolosa. Durante su viaje se detuvieron en las villas y aldeas en las que, a juzgar por las circunstancias exteriores, creían podía ser útil su predicación, inspirándose siempre en el espíritu de Dios. Cuando resolvían evangelizar algún pueblo residían en él durante el tiempo proporcionado a la importancia del lugar y según la impresión que producían. Predicaban a los católicos en las iglesias y conferenciaban con los herejes en las casas particulares. La costumbre de estas conferencias remonta a muy antiguos tiempos: san Pablo las tenía con frecuencia con los Judíos; san Agustín con los Donatistas y Maniqueos de África. En efecto; si una de las causas del error es la obstinación de la voluntad, la ignorancia es tal vez su causa más general. La mayor parte de los hombres no rechaza la verdad sino debido al desconocimiento que de ella tiene, porque se la representan por medio de imágenes que nada tienen de real. Una de las funciones del apostolado es, pues, la exposición neta de la verdadera fe, desprovista de opiniones particulares que la oscurezcan, y dejando al espíritu del hombre la completa libertad que la palabra de Dios y la Iglesia, su intérprete, le han facilitado. Pero esta exposición no es posible sino cuando atrae a aquellos que la necesitan, y no es completa más que cuando se les respeta el derecho de discutirla, de la misma manera que nos reservamos el derecho de discutir nosotros su propia doctrina. Este es el objeto de las conferencias, palenque honorable en el que los hombres de buena fe llaman a los hombres de buena fe, en el que la palabra es un arma igual para todos y la conciencia el único juez.

Pero si el uso de las conferencias es antiguo, algo hubo de nuevo en los que tuvieron lugar en aquel tiempo con los Albigenses, algo nuevo y atrevido. Los católicos no temían la frecuente elección de sus adversarios como árbitros de la discusión, ni sentían temor alguno por someterse a su juicio. Rogaban a los más notables herejes presidiesen las asambleas, declarando de antemano que aceptarían su decisión sobre el valor de las cosas que se dijesen tanto por una como por la otra parte. Esta confianza heroica les dio buen resultado. Muchas veces obtuvieron el consuelo de ver que su presentimiento sobre la naturaleza del corazón del hombre no había sido equivocado, y adquirieron una prueba sorprendente de todos los recursos que en él están ocultos para hacer el bien.

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Una de las primeras aldeas en donde se detuvieron fue Caramán, no lejos de Tolosa. Anunciaron la verdad con tanto éxito, durante ocho días, que sus habitantes querían de allí a los herejes, y al marcharse nuestros misioneros les acompañaron durante largo trecho. Quince días estuvieron en Beziers. Su pequeño ejército sufrió una disminución a causa de la retirada del legado Pedro de Castelnau, a quien sus amigos suplicaron se alejase a causa del odio particular que contra él mostraban los herejes. Se detuvieron en Carcasona como tercera estación; luego en Verfeil, en los alrededores de Tolosa; más tarde, en Fanjeaux, pueblecito situado sobre una colina entre Carcasona y Pamiers. Fanjeaux es célebre por un hecho milagroso que en él tuvo lugar, y que el bienaventurado Jordán de Sajonia cuenta de esta manera: “Sucedió que en Fanjeaux tuvo lugar una gran conferencia en presencia de una multitud de fieles e infieles que habían sido convocados. Los católicos habían preparado muchas memorias conteniendo razones y autoridades en apoyo de su fe; pero después de haberlas comparado unas con otras, prefirieron la que el bienaventurado siervo de Dios Domingo había escrito, y resolvieron oponerla a la memoria que los herejes presentasen por su parte. Se eligieron tres árbitros de común acuerdo para que juzgasen qué partido presentaba las mejores razones, y, en consecuencia la fe más sólida. Pero después de muchos discursos, dichos árbitros no pudieron llegar a un acuerdo, y decidieron echar al fuego las dos memorias, conviniendo que aquella de las dos que respetasen las llamas, no consumiéndola, sería la que contenía la verdadera doctrina. Entonces encendieron una grande hoguera, echando en ella ambos volúmenes; prontamente fue consumido por el fuego el de los herejes, mientras que el que había escrito el bienaventurado siervo de Dios, Domingo, no sólo quedó intacto, sino que las llamas lo apartaron de la hoguera en presencia de toda la asamblea. De nuevo lo echaron al fuego, repitiendo la operación, y otras tantas veces se reprodujo el acontecimiento, manifestando claramente en dónde estaba la verdadera fe y cuánta era la santidad de quien había escrito el libro”. (“Vida de Santo Domingo”, capítulo I, n. 20.)

El recuerdo de este prodigio, conservado por los historiadores, se conservaba fresco en Fanjeaux, debido también a la tradición, y en 1325 los habitantes de aquella aldea obtuvieron del rey Carlos el deseado permiso para comprar la casa donde había tenido lugar el hecho y edificar una capilla que los soberano Pontífices han enriquecido concediéndole muchas gracias. Más tarde tuvo lugar un milagro parecido en Montreal, pero en secreto, entre los herejes reunidos por la noche para examinar otra memoria del siervo de Dios. Se comprometieron a ocultar este prodigio; uno de ellos, que llegó a convertirse, lo hizo público.

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No obstante, Domingo se dio cuenta de que una de las causas del progreso de la herejía era la habilidad con que los herejes se apoderaban de la educación de las jóvenes de familia noble cuando sus familias eran demasiado pobres para procurarles una educación conveniente a su jerarquía. Ante Dios pensó la manera de aportar remedio a esta seducción, y creyó llegar a ello fundando un monasterio destinado a recoger a las jóvenes católicas cuyo nacimiento y pobreza las expusiesen a los lazos que les preparaba el error. Existía en Prouille, lugar situado en una llanura entre Fanjeaux y Montreal, al pie de los Pirineos, una ermita dedicada a la Santísima Virgen y célebre desde hacía mucho tiempo por la veneración del pueblo. Domingo sentía gran afecto por Nuestra Señora de Prouille, pues con frecuencia había orado allí durante sus viajes apostólicos. Ya ascendiese o descendiese las primeras colinas de los Pirineos, el humilde santuario de Prouille se le presentaba, a la entrada de Languedoc, como un lugar de esperanza y de consuelo. Allí, al lado mismo de la iglesia, fue donde estableció su monasterio, con el consentimiento y ayuda del obispo Foulques, que recientemente había ocupado la sede de Tolosa. Foulques era un monje de la Orden de los Cístercienses, conocido por la pureza de su vida y el ardor de su fe; los católicos de Tolosa le eligieron obispo, después de que su antecesor, Ramón de Rabanstens, fue privado del episcopado por un decreto del soberano Pontífice. Su elevación a una silla episcopal de tal importancia produjo un júbilo universal en la Iglesia, y cuando el legado Pedro de Castelnau, que estaba gravemente enfermo, lo supo, se levantó de la cama y, juntando las manos, dio las gracias a Dios. Foulques no tardó en llegar a ser amigo de Domingo y de D. Diego. Favoreció con todo su poder la erección del monasterio de Prouille, al que concedió el goce, y más tarde la propiedad, de la ermita de Santa María, al lado de la cual lo había edificado santo Domingo. Berenguer, arzobispo de Narbona, le había ya precedido en aquella generosa protección, dando a las religiosas, cuatro meses después de su clausura, la iglesia de San Martín de Limoux, con todas las rentas que de ella dependían. Tiempo después, el conde Simón de Montfort y otros católicos distinguidos hicieron grandes dádivas a Prouille, que llegó a ser una casa de oración floreciente y célebre. Parecía que sobre ella flotaba siempre una gracia particular. La guerra civil y religiosa, que estalló pronto, no se acercó a sus muros sino para respetarlos, y mientras otras iglesias era expoliadas y destruidos otros monasterios por la herejía armada y victoriosa con frecuencia, aquellas jóvenes indefensas podían entregarse tranquilamente a la oración en Prouille a la sombra de su claustro. Y es que las primeras obras de los santos tienen una virginidad que conmueve el corazón de Dios, y Aquel que protege la brizna de hierba contra la tempestad, cuida al lado de su cuna de las cosas grandes.

No se sabe de manera cierta cuáles fueron las costumbres y estatutos de las religiosas de Prouille durante sus primeros tiempos. A su cabeza tenían una priora, pero bajo la autoridad de Domingo, que guardó para sí la administración espiritual y temporal del monasterio, a fin de no separar a sus queridas hijas de la Orden futura que meditaba, procurando fuesen su primer brote. Sin embargo, sus trabajos apostólicos no le permitían residir en Prouille, y se alivió de la administración temporal encargándosela a un habitante de Pamiers que le había tomado afecto y cuyo nombre era Guillermo Claret. También llamó para que le ayudasen en la administración espiritual a uno o dos eclesiásticos, franceses o españoles, cuyos nombres se ignoran. En una parte del monasterio, situada fuera de la clausura, estaba la habitación de Domingo y sus compañeros, a fin de que esta morada, distinta pero bajo el mismo techo fuese una garantía de la unidad que debía existir un día entre los frailes Predicadores y las monjas Predicadoras, dos ramas salidas de su mismo tronco. Cuando terminaron todos los preparativos, el 27 de diciembre de 1206, día de san Juan Evangelista, Domingo tuvo la alegría de abrir las puertas de Nuestra Señora de Prouille a varias señoras y jóvenes que deseaban consagrarse a Dios bajo su dirección.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Tales fueron las primicias de las instituciones dominicanas. Comenzaron por un asilo en favor de la triple debilidad del sexo, del nacimiento y de la pobreza de la misma manera que la redención del mundo comenzó en el seno de una Virgen pobre e hija de David. Nuestra Señora de Prouille, solitaria y modesta, esperó largo tiempo aún al pie de las montañas a los religiosos y religiosas que debían entregársele sin medida y llevar su nombre a todos los extremos de la tierra. Hija mayor de un padre que se educaba lentamente bajo la dirección paciente de Dios, crecía en silencio honrada por la amistad de muchos grandes hombres y como mecida sobre sus rodillas. Domingo añadió entonces a su humilde y suave calificación la de prior de Prouille, de manera que se llamaba “fray Domingo, prior de Prouille”.

Algún tiempo después de esta fundación, Domingo, al predicar en Fanjeaux y quedar en la iglesia para orar, según tenía por costumbre, se vio sorprendido por la presencia de nueve damas nobles que vinieron a postrarse a sus pies, diciéndole: “Siervo de Dios, venid en nuestra ayuda. Si cuanto habéis predicado hoy es verdad, nuestro espíritu hace tiempo que está cegado por el error; pues los que vos llamáis herejes, y que nosotras llamamos “buenos hombres” es en quienes hemos creído hasta hoy y poseían el afecto de nuestro corazón. Ahora no sabemos qué pensar. Siervo de Dios, tened piedad de nosotras y rogad al Señor vuestro Dios que nos dé a conocer la ceguera en que vivíamos, para que muramos en estado de salvación”. Domingo, reconcentrándose en sí mismo y orando, les dijo al cabo de algún tiempo: “Tened paciencia y esperad sin temor; creo que el Señor, que no quiere que se pierda nadie, va a mostrarnos a qué dueño habéis servido hasta ahora”. En efecto, de pronto vieron, en forma de un animal inmundo, al espíritu del error y del odio, y Domingo les dijo tranquilizándolas: “Por la figura que Dios ha hecho aparecer ante vosotras podéis juzgar a quién seguíais en pos de los herejes”. (B. Humbert: “Vida de Santo Domingo”, número 44.) Estas mujeres, dando gracias a Dios, se convirtieron inmediatamente y con firmeza a la religión católica; algunas de ellas llegaron a consagrarse a Dios en el monasterio de Prouille.

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InHocSignoVinces
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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Durante la primavera de 1207 tuvo lugar una conferencia en Montreal entre los Albigenses y los católicos. Estos últimos eligieron entre sus adversarios cuatro árbitros, a los cuales se entregaron, tanto por una parte como por la otra, memorias sobre las cuestiones objeto de la controversia. La discusión pública duró quince días, transcurridos los cuales los árbitros se retiraron sin querer decidir. La conciencia les hacía sentir la superioridad de los católicos, pero no les daba los suficientes ánimos para declararse contra su partido. No obstante, ciento cincuenta hombres abjuraron la herejía y volvieron al seno de la Iglesia. El legado Pedro de Castelnau fue uno de los asistentes a esta conferencia. Pronto llegaron a Montreal también el abad del Císter, como otros doce abades de la misma Orden y unos veinte religiosos, todos gente de corazón, instruidos en las cosas divinas y de una santidad de vida digna de la misión que venían a llevar a cabo. Salieron del Císter al terminar el Capítulo General, y se pusieron en camino sin llevar consigo más que lo estrictamente necesario, de acuerdo con la recomendación del obispo de Osma. Este refuerzo exaltó los ánimos de los católicos. Después de laboriosos años, veían por fin el fruto de sus sudores, y que no habían contado en vano con la ayuda prometida a todos aquellos que trabajan por Dios dentro de la sinceridad de la abnegación. La provincia de Narbona había sido evangelizada por completo, muchas conversiones obtenidas, el orgullo de los herejes humillado por las virtudes que superaban a sus fuerzas; y los pueblos que seguían atentamente este movimiento podían comprender que la Iglesia católica no estaba muerta. El episcopado se había realzado en la persona de Foulques; Navarre, obispo de Conserans, le imitaba; aquellos de sus colegas cuya culpa había sido la debilidad solamente, salían de su aletargamiento. La erección del monasterio de Prouille había dado ánimos a la nobleza pobre y católica. Pero el mayor resultado era el haber reunido tantos hombres eminentes por sus virtudes, su ciencia y su carácter en un pensamiento común, el del apostolado, y haber dado a este apostolado naciente una consistencia inesperada. No obstante, faltaba aún la unidad a aquellos elementos regidos por cuatro autoridades diferentes: la de los legados, la de los obispos, la de los abades del Císter y la de los españoles. Se trataba con frecuencia de la necesidad de establecer una Orden religiosa cuyo oficio fuese la predicación, y la llegada de los Cístercienses a Montreal, confirmando todo cuanto había sido hecho, inspiró el deseo más firme de ir más allá. En el fondo, era el obispo de Osma el que figuraba como jefe de la empresa, aunque en su calidad de simple obispo fuese inferior a los legados, y que, como obispo extranjero, dependía en su acción espiritual de los prelados franceses. Pero por medio de sus consejos había dado el impulso en el momento en que todo parecía desesperar; había sido el primero que había puesto sus manos al servicio de la obra, sin volver nunca la cabeza hacia atrás; hasta había llegado a conquistarse el afecto de los herejes, que decían de él “que era imposible que aquel hombre no hubiese sido predestinado para aquella función, y que, sin duda, había sido enviado para que viviese entre ellos para enseñar la verdadera doctrina”. (Bto. Jordán de Sajonia: “Vida de Santo Domingo”, cap. I n. 1.) Por fin, esa fuerza secreta que coloca a cada hombre en el lugar que debe ocupar le elevó sobre todos. Pensó volver a España para arreglar los asuntos de su diócesis, reunir recursos en favor del convento de Prouille, que los necesitaba; traer nuevos misioneros a Francia y sacar provecho del estado a que las cosas habían llegado. Una vez tomada esta resolución, salió a pie camino de España.

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