La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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EL PENSAMIENTO DE PAULO VI


Pero, nos dirán: el papa actual, Paulo VI, ¿qué piensa de eso?

La cuestión es grave y merece examinarse.

Es verdad que el proceder de Paulo VI desconcierta a muchos. En un artículo de Etudes (julio-agosto 1967, p. 81), el P. Rouquette cuenta las palabras de un amigo romano, real o imaginario, según el cual "si bien las palabras de Paulo VI suelen ser advertencias contra los excesos de la reforma, la mayoría de sus decisiones van en el sentido de esa reforma". (Se trata de la reforma de la Iglesia en conjunto, no sólo de la reforma litúrgica.) Esas palabras corresponden a una impresión bastante general.

¿Qué pensar de eso?

Por mi parte, eso me inspira muchas cosas, bastante diversas, y necesitaría muchos matices para expresarlas correctamente.

En primer lugar, es preciso decir que es el papa quien reforma. El no va "en el sentido" de una reforma que le sería propuesta o impuesta. El mismo es el que reforma. El amigo romano del P. Rouquette piensa probablemente en la reforma conciliar, que el papa no tendría más que ejecutar. Pero la reforma conciliar es la del Concilio con el papa, es la de los textos votados por el Concilio y promulgados por el papa. El papa conduce la reforma de punta a punta. El es quien da el sentido de la reforma. No es que se acomode a ese sentido, que le sería indicado por intérpretes calificados a los cuales el papa debería someterse.

Entiendo bien que el amigo romano del P. Rouquette considera que el sentido de la reforma es el de "la mayoría", es decir, en última instancia, aquel que un inmenso aparato de presión entiende hacer prevalecer como la voz del pueblo de Dios y que, por ejemplo, en el terreno de la liturgia llevaría a la abolición total y definitiva del latín así como al trastrocamiento radical de la misa y, más generalmente, al rechazo de toda la tradición católica. El sentido de la reforma sería, en suma, la revolución.

Aquí la verdadera cuestión que se plantea no es saber si Paulo VI va o no en el sentido de la reforma querida por los innovadores, sino cuál es su pensamiento personal y sobre qué carriles se propone llevar a la Iglesia.

Esta cuestión se plantea, sobre todo, a propósito de la extensión de la lengua vernácula a toda la misa. He ahí una reforma que conforma el deseo de los innovadores, pero que contraría el espíritu y la letra de la Constitución sobre la liturgia. Ahora bien, el hecho es que Paulo VI no la ha impedido. Tácitamente, al menos, la ha aprobado, o sea, que en su soberanía pontificia ha abolido parcialmente un texto conciliar. No puede dudarse de su derecho. Pero lo paradójico de la situación es que en su actitud no se ve la plenitud del ejercicio de su derecho: lo que se ve, al contrario, es el triunfo de los reformadores que habrían sido bastante poderosos para someter la voluntad del Papa a su propia voluntad.


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¿El papa ha cedido? ¿O ha realizado una reforma que estaba decidido personalmente a realizar?

Esas preguntas nadie puede responderlas con certeza absoluta. Pero podemos hacer conjeturas. En primer lugar, en lo que me atañe, estoy convencido de que la voluntad del papa no se ha plegado ante ninguna otra voluntad. Esto no es más que una convicción personal, pero plena y total. El papa sabe lo que quiere, y ciertamente ha querido hacer lo que ha hecho.

¿Con qué fin? He ahí, más bien, algo sobre lo que podemos interrogarnos.


En seguida acude a la mente una primera hipótesis. El papa, sin estar de acuerdo personalmente con el abandono del latín y otras medidas revolucionarias del mismo género, estima que no ha llegado el momento de interrumpir una evolución postconciliar cuyos excesos y abusos denuncia por otra parte. Cánovas del Castillo definía la política como el arte de hacer posible lo necesario. Lo necesario no siempre es posible. Para que lo sea, a menudo es menester que los interesados tengan conciencia de ello, lo cual implica tiempo, desórdenes, fracasos. Como jefe responsable de esa gigantesca sociedad que es la Iglesia y que, a la vez que totalmente divina, es también humana, el papa, para gobernar, debe tener en cuenta leyes psicosociológicas que rigen a todos los grupos humanos. Tal vez estime, pues, que es necesario esperar para que un día llegue a ser posible lo que desde ahora es necesario.


La segunda hipótesis surge del temperamento democrático de Paulo VI. Sin hacer concesiones a los dogmas de la democracia —eso se descuenta—, no quiere mostrarse indiferente a las corrientes del número y de la opinión. Sin duda entiende también hacer asumir a las asambleas el sentido de su responsabilidad. Eso se ha visto, al parecer, con la misa normativa. El papa podría haberla prohibido desde el Concilio. Pero ha querido que el Sínodo tuviese la demostración de ello. Y el Sínodo vaciló.


La tercera hipótesis va mucho más lejos.


Jean Guitton se jacta de haber predicho, antes de la elección del cardenal Montini al trono de San Pedro, que si él hubiese sido el elegido habría tomado el nombre de Pablo, porque quería ser el apóstol de los gentiles. En sus Diálogos con Paulo VI, insiste largamente sobre la modernidad de Paulo VI:


“En él se propone al hombre moderno. Eso es extraordinario. Porque los papas, en tanto que guías y cabezas de la humanidad, no tienen la tarea de hacerse semejantes al hombre de su tiempo, sobre todo a ese hombre desconcertado que es el hombre de nuestra época (...)


“Los papas de estos últimos tiempos han podido amar y socorrer al hombre moderno: pero su sensibilidad profunda no se acordaba con la sensibilidad moderna. Pío XI era sólido, cuadrado, montañés; Pío XII tenía la firmeza romana, el ardor místico, el genio humanista: ¿sentía las cosas como un moderno? En cuanto a Juan XXIII, tan moderno en sus perspectivas, no era moderno en sus nervios y su sustancia. Su diario espiritual lo demuestra bien (...)


“No sucede lo mismo con Paulo VI: estamos en presencia de un temperamento moderno. Es la índole de muchos de nuestros pensadores, sobre todo de nuestros artistas: este papa no se contenta con pensar como nosotros, lo cual resulta fácil para una inteligencia, sino que siente, se angustia, sufre como nosotros. Desde este punto de vista, surge su semejanza con San Pablo. San Pablo tenía muchos rasgos de eso que se llama «la modernidad»: se regocijaba de sus debilidades, se confesaba desgarrado, tentado, débil, inseguro. Paulo VI lleva en su naturaleza esa semejanza con el hombre de este tiempo, en su aspiración y también en su tormento.


“Y con eso ya restaura, rehabilita ciertas maneras de pensar y de sentir que eran consideradas sospechosas (...) “Pero la ecumenicidad de la Iglesia Católica implica que permite a todos los temperamentos vivir en su seno y realizarse, así como Ella debe reunir a «todos los pueblos», así como ella reunirá un día a todas las Iglesias. Cada carácter es la imagen de un pueblo.”
(p. 133-134).


¿El retrato se asemeja? Nimis bene de me scripsisti, le dijo Paulo VI a Jean Guitton. En todo caso, encontramos quizás en la vocación paulina del papa el secreto de una audacia voluntaria para lanzar la semilla cristiana en tierra desconocida. Lo que en una primera hipótesis puede aparecérsenos como acto de gobierno, en otra hipótesis puede ser interpretado como puro acto de fe cuya temeridad parece un desafío a toda prudencia de gobierno.


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Se advertirá que la modernidad de Paulo VI, su voluntad de ir al encuentro de los gentiles, su ecumenismo, se vuelven a hallar en su gusto por el diálogo. Jean Guitton también se refiere a eso: "¡El diálogo de Paulo VI es mucho más que diálogo! En él esa palabra se convierte en palabra-espejo de todo, en un sol, un eje, un gozne, una fuente, un hogar, un misterio, una suma de pensamientos, un mundo de posibilidades. Su pontificado ya tiene un rótulo para la historia: suceda lo que sucediere, fracaso o éxito, el pontificado de Paulo VI será el pontificado de un papa que habrá intentado efectivamente dialogar con todos los hombres" (p, 196).


El diálogo, para lo cotidiano de la vida, supone habitualmente un mismo lenguaje común. Pero cuando se convierte en palabra-espejo de todo, sol, eje, gozne, fuente, hogar, misterio, suma de pensamientos, mundo de posibilidades, puede acomodarse a una diversidad de lenguas aun cuando él no lo postule, en que cada pueblo y cada individuo se siente más seguro de sí mismo si su palabra es la de sus orígenes. He ahí, sin duda, la razón por la cual Paulo VI hace prevalecer la diversidad sobre la unidad.


El 7 de marzo de 1965 Paulo VI declaró a los fieles agolpados en la plaza de San Pedro: "La Iglesia realiza un sacrificio al renunciar al latín, lengua sagrada, hermosa, expresiva, elegante. Ha sacrificado siglos de tradición y de unidad de lengua en aras de una aspiración cada vez mayor a la universalidad".


Ese "sacrificio", en el espíritu de Paulo VI, parece definitivo. Dio nuevamente una explicación de eso el 26 de noviembre de 1969 al presentar el nuevo rito de la misa: "Ya no será el latín, sino el lenguaje corriente, la lengua principal de la misa. Para todo aquel que conoce la belleza, la pujanza del latín, su aptitud para expresar las cosas sagradas, resultará por cierto un gran sacrificio verlo reemplazado por la lengua corriente. Perdemos la lengua de los siglos cristianos, nos convertimos en intrusos y profanos en el dominio literario de la expresión sagrada. Perdemos así gran parte de esa admirable e incomparable riqueza artística y espiritual que es el canto gregoriano. Tenemos razón, ciertamente, de experimentar por ello gran pena y casi una perturbación..."


Sus palabras son tan fuertes —deben releerse— que no podemos menos que hacer la pregunta: pero entonces, ¿por qué?


"La respuesta parece trivial y prosaica —dice Paulo VI— pero es buena porque es humana y apostólica. La comprensión de la plegaria es más preciosa que las vestiduras de seda con las que se adorna majestuosamente. Más preciosa es la participación del pueblo, de ese pueblo de hoy que quiere que se le hable claramente, de manera inteligible que pueda traducirse en su lenguaje profano. Si la noble lengua latina nos separaba de los niños, de los jóvenes, del mundo del trabajo y de los negocios, si era una pantalla opaca en lugar de ser un cristal transparente, ¿haríamos un buen cálculo, nosotros los pescadores de almas, conservándole la exclusividad en el lenguaje de la oración y de la religión?"


Por lo tanto, el argumento de la inteligibilidad (fuente de participación) es el que mueve a Paulo VI. Ya hemos dicho qué hay que pensar de eso, y qué pensó de eso la Iglesia durante largos siglos.


Observemos, sin embargo, dos puntos.


En primer lugar, con su manera siempre balanceada, Paulo VI declara, por una parte, que la lengua corriente reemplazará de ahora en adelante al latín en la misa, y, por la otra, que el latín ya no tendrá "la exclusividad" en la oración y en la religión. Se hace mal el cálculo acerca de la parte respectiva de las dos lenguas, aunque la voluntad pontificia no deje lugar a dudas: él quiere la lengua corriente.


En segundo lugar, el papa da su consigna en las alocuciones. Pero alocuciones no son decisiones. El papa indica una preferencia personal, pero no revoca como tiene derecho a hacerlo, la Constitución conciliar sobre la liturgia. Esta sigue siendo la ley, y la ley es necesariamente lo que priva. Por lo tanto, es dable esperar que se volverá a ella.


A CONTINUACIÓN... IMPORTANCIA DEL LATIN
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IMPORTANCIA DEL LATIN


Se trata de una cuestión de extrema importancia en sí misma y de la cual dependen muchas otras. En octubre de 1967, durante el sínodo, hubo en Roma un "congreso de laicos". ¿De dónde venían esos laicos? ¿Quién les había dado representación? ¿Quién les pagaba el viaje? No lo sabemos. Su congreso, si hemos de creer a los periódicos, fue un hermoso espectáculo en el que la política y la revolución ocuparon más lugar que la religión. Pero hubo un momento —siempre según los periódicos— que fue emocionante en ese congreso: cuando los congresistas cantaron juntos el Credo. En medio del desorden de su acción y de sus palabras, volvieron a encontrar en eso la unidad, que era la unidad católica. Sin el Credo no habrían dado, de punta a punta, más espectáculo que la anarquía. Y bien, imaginemos un congreso semejante dentro de diez años: al ritmo actual de la "vernacularización", sólo tendremos la anarquía, ya que ningún congresista sabrá cantar el Credo en latín.


Tal es el beneficio (uno de los beneficios) y tal es la necesidad (una de las necesidades) del latín.


Por eso la observancia del latín (o del griego) parece imponerse prioritariamente para las grandes oraciones comunes: el Kyrie, el Gloria, el Credo, el Sanctus, el Pater, el Agnus Dei. Rezadas o cantadas, esas oraciones deben saberlas todos los católicos, para que sobre toda la superficie de la tierra puedan reconocerse y sentirse en comunión en la misa.


Se toma en demasía la cuestión del latín como caso de gusto personal. No se trata de saber si unos preferimos oír la misa en latín y otros en francés. Se trata de saber qué cosa es mejor.


Algunos piden que en las parroquias haya misas en latín y misas en francés, con el fin de que cada uno pueda asistir a la misa de su gusto. No digo que, en las circunstancias actuales, esta fórmula no sea mejor que tener misas exclusivamente en francés (en contra de la Constitución litúrgica y en contra del deseo de muchos). Pero ésa no puede ser la solución válida que perdure: en efecto, sus inconvenientes son muchos. El principal sería, ante todo, el de reforzar el francés en las misas en francés. A los que quieren el latín se les diría: "Vayan ustedes a las misas en latín" y eso se aprovecharía para impulsar la "reforma" en el sector francés. En las mismas parroquias habría dos categorías de fieles, que correrían el riesgo de desconocerse y hasta de enfrentarse cada vez más, lo cual resultaría desastroso. Todos los fieles tienen derecho al latín, en todas las misas, y deben tenerlo, de acuerdo con la Constitución litúrgica. Además, las misas en latín serían la porción congrua: tal vez se diría una el domingo, una por semana. Eso crearía desde el principio un desequilibrio. Por diversas causas, muchos de los que quisieran asistir a ellas no podrían. Las misas de catecismo, las misas de los jóvenes se dirían en francés. En una palabra, después de unos meses, o de unos años, las escasas misas subsistentes en latín serían poco frecuentadas y ese hecho se consideraría como un plebiscito favorable al francés. "Ustedes quisieron la experiencia. ¡Y bien, miren el resultado! No hay más que tres docenas de retrógrados que van a la misa en latín. La inmensa mayoría, por no decir la unanimidad de los fieles, quiere la misa en francés".


No: no es ésa la solución correcta. La buena solución —y no hay más que una— es el respeto a la Constitución conciliar, es decir, no dar a las lenguas vernáculas más que "el lugar que conviene" y devolver al latín su primer lugar, sobre todo en las grandes oraciones comunes.


Me causa asombro que los católicos franceses no adviertan mejor la catástrofe que sería —que, por desgracia, quizás será— el abandono del latín. ¿No se dan cuenta de que la unidad católica se despedazaría por la supresión de la lengua común que constituye su símbolo a la vez que su expresión y su más firme sostén?


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Se dice que el latín subsistiría para las grandes ceremonias internacionales, en Roma, en las peregrinaciones, en los congresos. Pero ¿cómo habría de subsistir, o de que serviría si ya nadie lo supiese? Los que en Roma, en Lourdes, en Fátima, en Bombay, en Tokio, hoy cantan juntos el Credo, lo cantan porque lo saben; evidentemente, no lo cantarían si no lo supiesen. ¿Y cómo lo sabrían si ya no lo aprendiesen en el catecismo y si no lo cantasen más en sus parroquias y en sus ceremonias nacionales?


Esa ignorancia pasaría, muy naturalmente, de los seglares a los clérigos. Si los sacerdotes ya no dicen la misa en latín, si ya no rezan el breviario en latín, ya no sabrán un latín que, por otra parte, se negarán a aprender. Como igual se necesitaría una lengua internacional en Roma, y como igual se necesitarían teólogos, canonistas, historiadores, exégetas, habría entonces dos cleros, uno sabio y otro ignorante, o uno "clásico" y otro "moderno". Es de imaginar el grado de comunicación, de comprensión y de caridad cristiana que existiría entre esos dos cleros. Por un lado, el cristianismo tradicional; por el otro, el cristianismo evolutivo y evolucionista: ¿qué pasaría con el cristianismo allí dentro?


En cuanto al francés mismo, su promoción correría gran riesgo de convertirse en retroceso. Porque el italiano está apoyado por Roma, el español y el portugués cuentan con imperios lingüísticos, pero el francés, separado del latín, pierde su sitio eminente. Si las lenguas vernáculas han de triunfar, por una parte florecerán en el mosaico de los dialectos nacionales y de las lenguas africanas y asiáticas, y por la otra buscarán un nuevo vehículo internacional que sería probablemente el alemán para Europa y, por cierto, el inglés para el mundo entero, ya que el protestantismo refuerza el uso de esos dos idiomas en el diálogo ecuménico.


No nos hagamos ilusiones: el ataque al latín equivale al ataque a Roma y al catolicismo. Si el latín debe desaparecer de nuestras iglesias, si en ellas no se lo habla más, ni se lo canta más, ni se lo oye más, la liturgia y la doctrina católicas no resistirán la presión del mundo moderno, y su único refugio (provisorio) será el liberalismo protestante.


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Ya sé que también se nos dice que al defender el latín defendemos la civilización occidental y que la Iglesia no está ligada a ninguna civilización.


Esa es una cuestión muy compleja que exigiría extensísimos desarrollos e innumerables distingos para ser tratada como corresponde. Contentémonos con señalar algunos puntos.


Ante todo, podemos decir que de dos mil años a esta parte, la Iglesia ha resuelto definitivamente esta cuestión. El latín —por no hablar más que del latín— ha afirmado su unidad, pero en el sector mismo, muy restringido, en el que dicha unidad debía ser afirmada. En cuanto al resto, dentro de lo que yo sé, los católicos de cada país hablan su propio idioma y se desarrollan en su propia civilización.


El único problema radica en hallar la proporción exacta que debe reinar entre la lengua que hace la unidad y las lenguas que hacen la universalidad, entre los conceptos ligados a la lengua común y los conceptos ligados a las lenguas diversas, entre las estructuras de la sociedad Iglesia y las estructuras de las sociedades y las civilizaciones laicas. Queda abierto el debate acerca de esa proporción, de sus aspectos cuantitativos y cualitativos. Se pueden sostener opiniones diferentes, y las soluciones no tienen por qué ser idénticas ni inmutables. Pero en lo que nos concierne a los europeos y a los franceses, no se plantea ningún problema. O, más vale, se plantea de la manera que hemos descrito al explicar las causas de la subversión litúrgica. Nuestra civilización se ve atacada y debemos volver a templarnos en nuestras fuentes, en nuestros orígenes, en nuestra tradición y nuestra historia. Para afrontar al mundo exterior debemos, ante todo, seguir siendo nosotros mismos, ser nosotros mismos. Debemos hacerlo como occidentales a la vez que como católicos. El problema del latín, que es el problema de nuestra religión, es también el de nuestra civilización. Querer separarnos de ella sería un verdadero suicidio.


Está bien, nos contestarán; pero la Iglesia no está ligada a la civilización occidental; por lo tanto, debe ofrecerse por igual a todas las civilizaciones.


Repetimos que el argumento, así presentado, aboga en favor del latín en nuestros países, ya que, si la Iglesia se ofrece a todas las civilizaciones, ¿por qué querer destruir la nuestra para acoger a la Iglesia? Como ya dijimos, la Iglesia tiene también una historia. El cristianismo tiene una historia. So pretexto de igualdad de civilizaciones, de naciones y de razas, ¿vamos a negarle al pueblo judío su carácter de pueblo elegido? ¿Vamos a discutir que el Evangelio tuvo su cuna en la cuenca mediterránea y que sus estructuras de encarnación intelectual y social fueron Grecia y Roma? ¿Para hacerse accesible a todos y ampliarse hasta abarcar el mundo, la Iglesia debe empezar por romper con su propia historia y, si así puede decirse, con su ser histórico?


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Por otra parte, ¡cuántas confusiones en torno de ese concepto de civilización! Porque, si bien es verdad que en ciertos aspectos hay multiplicidad de civilizaciones, no es menos cierto que en otros aspectos no hay más que una civilización. Lo cual significa que en muchos aspectos las diversidades deben ser respetadas, y que en otros se impone la unidad, lo cual resulta evidente. Ahora bien, se advierte a las claras que en su desarrollo histórico, y sobre todo en nuestros días, la civilización occidental ha tendido y tiende a revelar a cada civilización sus propios caracteres y su propia originalidad, a la vez que invita al conjunto de las civilizaciones a reunirse, mediante ciertos rasgos universales, en una civilización única. Los dos agentes más eficaces de las evoluciones y mutaciones más recientes son América y la U.R.S.S. Una y otra proceden de la civilización occidental, son ramas de la misma, lo cual hace que, en cierta manera, pueda decirse que la civilización occidental hoy en día se extiende por todo el planeta.


Se extiende conflictuada y en contradicción. ¿Acaso, para afirmar mejor su poderío, no se ha entregado a filosofías que con demasiada frecuencia han sacrificado la verdad en aras de la eficacia? La producción, la industria, el dinero, la materia, la ciencia, han usado en provecho propio el amor apasionado de lo bello, lo bueno y lo verdadero. El cristianismo, que ha nutrido a las dos grandes filosofías prevalentes ¿debería, para seguirlos en la conquista del mundo, hacerse comunista ateo por un lado, y liberal protestante por el otro? Más bien le corresponde, a todas luces, hacer que esas dos filosofías y las dos potencias se remonten a su origen, lo cual significa que debe también reafirmarse en todo el vigor de su verdad primigenia, modificando, rectificando y adaptando todo lo que deba ser modificado, rectificado y adaptado, pero con el solo fin de hacer surgir toda la pureza de su mensaje, que no deja de comunicarse al mundo desde hace dos mil años.


Pero volvamos a nuestro tema. ¿Resultaría difícil obtener que los católicos respetasen la Constitución conciliar en lo referente al latín (por no hablar del canto gregoriano)? Resultaría tanto menos difícil cuanto que siempre ha sido así. ¿Por qué, de repente, sería difícil lograr lo que siempre se hizo sin el menor inconveniente durante siglos y hasta hace pocos años? Los fieles no desearán nada mejor. Si se nos objeta que han adoptado el francés y que ya no quieren el latín, responderíamos que eso no es verdad. Están satisfechos con el francés para ciertas oraciones o para ciertos ritos en los que el latín pueda constituir un obstáculo a su participación; pero el rechazo general del latín ni les pasa por el pensamiento que, en este caso, ha sido violado por todos los procedimientos clásicos de la violación de muchedumbres. Si las profundas razones del mantenimiento del latín se les explican, los fieles lo comprenderán en seguida y adherirán con alegría. Hoy en día en que los jóvenes, sobre todo, son tan sensibles a todo lo que pueda unirlos por encima de las rivalidades nacionales, ¿cómo no sentirían el lazo de unidad y de solidaridad constituido por una misma oración rezada en la misma lengua en todos los puntos del globo terráqueo? Si los católicos tienen conciencia de que cuando rezan el Pater, o el Credo, son el mismo Pater y el mismo Credo que se reza en su país y en todos los países del mundo, de que reconocerán las oraciones en todas las iglesias cada vez que viajen, de que podrán rezarlas juntos cuando se encuentren en cualquier lugar que sea para cualquier reunión, manifestación o ceremonia que sea, todo eso hará que coincidan inmediatamente en cuanto al lugar que debe ocupar el latín dentro de su religión.


Resulta espantoso pensar que esas verdades elementales, que siempre fueron evidentes en la Iglesia, tanto para la cumbre de la jerarquía como para el último de los fieles, puedan hoy ser resquebrajadas por una banda de revolucionarios cuyo único propósito es la destrucción del catolicismo, destrucción a la cual arrastran, por desgracia, a tantas almas buenas al presentarla como una renovación.


A CONTINUACIÓN... LEX ORANDI, LEX CREDENDI
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LEX ORANDI, LEX CREDENDI


Hemos hecho extensas consideraciones que por referirse casi únicamente al latín, parecen olvidarse de todo el resto de la liturgia.


No lo olvidan, pero el latín es algo esencial porque está ligado a todo lo demás y permite ver claramente el proceso de disgregación de la liturgia. En efecto, con la supresión del latín se afirma netamente la ruptura con todo el pasado y se deja vía libre a todas las innovaciones. El latín sólo constituye una fortaleza contra las extravagancias. Abatida esa fortaleza, todo se vuelve posible y permitido, y recomendable. Dado que siglos y siglos de uso lo han hecho sagrado, basta abolirlo para instaurar la "desacralización" en todos los terrenos, lo cual es un objetivo abiertamente confesado. Con lo sagrado desaparece también el misterio. El cristianismo debe ser claro, inteligible, comprensible, funcional, racional, racionalista. La fe debe transformarse en razón. Despejemos los obstáculos.


Lex orandi, lex credendi. La ley de la oración es la ley de la fe. Cuando la ley de la oración sea múltiple, diversa, babélica, como las lenguas vernáculas, tendremos esa religión nueva que ya es tiempo de instaurar ahora que el hombre ha llegado a adulto.


En su lección inaugural en el Collége de France, el 3 de noviembre de 1967, Jacques Monod, que nos propone una filosofía del conocimiento objetivo, forma desapasionada del ateísmo científico, dijo al pasar que "la extremada y soberbia rigidez dogmática de ciertas religiones (como el islamismo, el catolicismo o el marxismo), fuente de sus conquistas en una noosfera que ya no es la nuestra, llega hoy a ser causa de debilidad extrema que provocará, si no su desaparición, por lo menos revisiones desgarrantes" (Le Monde, 30 de noviembre de 1967). La idea no es nueva. El identificar las ideologías religiosas con el cristianismo eterno, constituye el corazón mismo del teilhardismo y aflora a la conciencia de numerosos cristianos. Vayamos más lejos: esa idea es la que hace, la que es la crisis misma del cristianismo actual. Se presenta en un abanico extremadamente abierto, que va desde el aggiornamento legítimo, en el sentido de Juan XXIII y el Concilio, hasta la supresión de los dogmas y la proclamación de ese metacristianismo con el que soñaba Teilhard. La crisis de la liturgia no es más que el reflejo de esa crisis general, que va también desde la reforma indicada por la Constitución conciliar hasta las concelebraciones católico-protestantes, que se multiplican a la espera del futuro.


Así está la situación.


A CONTINUACIÓN... El embrollo de la nueva misa. EL NUEVO MISAL ROMANO.
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Re: La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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Sección III - El embrollo de la nueva misa


CAPITULO I - EL NUEVO MISAL ROMANO



No es fácil ubicarse en la Nueva Misa.

Aparentemente, todo es claro. En efecto, como dijimos en nuestra Introducción, disponemos desde hace un tiempo del Misal Romano mismo —el Missale Romanum—, que fue presentado al papa el 11 de mayo de 1970 y que contiene, además del texto de la misa, una extensa Presentación general (Institutio generalis), un Preámbulo (Proemium) y el decreto de promulgación del Cardenal Gut, fechado el 26 de marzo de 1970.

Sin embargo, ese grueso volumen, que podríamos pensar que integra o revoca todo lo anterior, da lugar a incertidumbres sobre lo que se prescribe, se autoriza o se prohíbe en lo concerniente a la misa antigua y a la nueva. Para poner un poco de orden en este embrollo, lo mejor es seguir el orden cronológico y atenerse a lo esencial.


I. LA CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA “MISSALE ROMANUM”

El 3 de abril de 1969 Paulo VI publicó la Constitución apostólica Missale Romanum "promulgando el Misal Romano restaurado por orden del II Concilio Ecuménico del Vaticano".

Esta Constitución figura al frente de la editio typica del Ordo Missae, que apareció poco después.

Aquí es cuando las sorpresas comienzan y se suceden.


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Re: La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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De la primavera de 1968 al invierno 1969-1970 hubo tres "versiones" de la editio typica.

Empleamos la palabra "versión" a falta de otra, En efecto, se trata de la misma editio typica. Nada indica que haya variado. Por casualidad hubo observadores concienzudos que descubrieron las versiones sucesivas, a las que se puede identificar por los asteriscos que figuran en la primera página de cada folio. La primera versión tiene un asterisco; la segunda, dos; la tercera, tres. ¿Esas versiones son diferentes? Las diferencias parecen leves en conjunto —para estar seguros habría que realizar un estudio comparativo extenso y enojoso—, pero al menos hay una diferencia de bulto. En el decreto de promulgación de Paulo VI se ha agregado una frase entre la primera y la segunda versión: "Ordenamos que las prescripciones de esta Constitución entren en vigencia el próximo 30 de noviembre de este año (1969), primer domingo de Adviento".


Así, pues, el decreto que había firmado Paulo VI no indicaba fecha con respecto a la entrada en vigencia del nuevo Ordo Missae. ¡La fecha se fijó después y se incorporó al decreto!

Se dirá que es la rectificación de un olvido. No por eso el procedimiento es menos extraño.

Más curiosa aún es la traducción oficial que se dio al decreto.



El cuarto párrafo antes del final empieza con la siguiente frase: “Ad extremum, ex iis quae hactenus de novo Missali Romano exposuimus quiddam nunc cogere et efficere placet”.

En verdad, es preciso saber bien el latín para comprenderla. Porque efficere y, sobre todo, cogere pueden inducir a error. Sea como fuere, el sentido es el siguiente: "De todo lo que hasta aquí hemos expuesto con respecto al Misal Romano, creemos conveniente extraer ahora, para terminar, una conclusión”. Ahora bien, sorprende leer en la traducción francesa: "Para terminar, queremos dar fuerza de ley a todo lo que antes hemos expuesto sobre el nuevo Misal Romano" (¡!).


Esos detalles resultan reveladores. Indican la clara voluntad de las oficinas de imponer la nueva misa, y al más breve plazo.


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