La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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4. EL “COMUNITARISMO”

El "comunitarismo" es a la vez magnificación excesiva y alteración del valor de la realidad comunitaria en la liturgia. El pseudo-retorno a las fuentes lo alimenta por una parte. Una emoción sagrada de naturaleza dudosa compensa en él la desacralización. Por último, se hace sentir en él una influencia imprecisa del comunismo.

El "comunitarismo" hoy en día causa estragos en la Iglesia a todos los niveles y bajo todas las formas. Este fenómeno se explica por tres razones. En primer lugar, es una reacción contra el individualismo del siglo pasado. En segundo lugar, corresponde a un movimiento universal. En tercer lugar, encuentra terreno sumamente propicio dada la naturaleza de la Iglesia, que es efectivamente comunitaria, pero que no lo es según las modalidades que observamos hoy en día, en las que los excesos, los abusos y las desviaciones son manifiestas.

Dejaremos a un lado el aspecto institucional del "comunitarismo", que se distingue por la importancia cada vez mayor que se da a los grupos —colegios, asambleas, equipos, asociaciones y reuniones de todo tipo— con el subproducto burocrático y tecnocrático que lo acompaña como una consecuencia necesaria. Nos limitaremos a nuestro terreno citando el deslizamiento a punto de producirse en el acto central de la liturgia: la misa.

Se recordarán enseguida los ágapes holandeses y ésta o aquella ceremonia a la altura de un sabbat, que han deshonrado las iglesias francesas. Pero pasaremos por alto esas excentricidades, pese a su carácter revelador, para dedicarnos más bien a eso que se ha presentado como el modelo de la misa según "el espíritu del Concilio".

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Una pequeña obra del abate Michonneau proporcionará el tema de nuestra reflexión 9.

Al hablar de las extravagancias holandesas, el abate Michonneau nos explica que los obispos de allí están "vigilantes" pero que "no quieren impedir indagaciones auténticas. Sin duda creen que la experiencia revela las soluciones prácticas tanto como las discusiones especulativas" (p. 15). Estamos de acuerdo en que "la experiencia" tenga un sitio en la elaboración de "soluciones prácticas". Pero cuando la experiencia se convierte en desorden puro, como en Holanda, no sólo se opone a las "discusiones especulativas" sino a la ley misma de la Iglesia, de la cual depende exclusivamente la reglamentación de la liturgia.

Cada vez que el abate Michonneau toma por un camino, empezamos a seguirlo porque el camino parece bueno, pero luego nos vemos obligados a detenernos porque vamos a dar a un pantano. Así, nos habla de la Iglesia en tanto "comunidad" y de la excelencia de la "oración comunitaria". ¿Cómo no estar de acuerdo? Pero enseguida opone entre ellas realidades que, lejos de excluirse, son complementarias. La Iglesia es una comunidad, ciertamente, pero Michonneau puntualiza: "En ciertas épocas hubiera sido errado ver en ella una comunidad pura.. Y, sin embargo, no es otra cosa (...) Lo que la distingue, esencialmente, en medio de un mundo societario, es que ella es comunidad" (p. 37).

De una verdad el abate Michonneau hace un error, porque quiere hacer de eso la verdad exclusiva. Por otra parte, no define ni una palabra ni la otra. Pero para contraponerlas les reconoce un carácter diferente y se advierte con facilidad que lo que ve en la comunidad es, primeramente, el sentimiento, la voluntad, el amor, y en la sociedad la estructura, la jerarquía, la ley. Ahora bien, ¿cómo negarle a la Iglesia el carácter de sociedad? Es a la vez comunidad y sociedad. Es, dice Paulo VI, "una sociedad religiosa" y "una comunidad de oración" 10. Que se diga, si se quiere, que es más esencialmente comunidad que sociedad con el fin de subrayar con más fuerza su realidad espiritual; pero negar su carácter societario es negarla a sí misma. Querer hacer de ella una "comunidad pura" equivale a abolir el signo distintivo del catolicismo para reducirla al más vago de los protestantismos.

El resto se sigue, casi necesariamente.

El abate Michonneau habla de la misa con mucha piedad, pero ¿qué es la misa para él? "La misa es la Cena, y la Cena es una comida. Cristo así lo ha querido" (p. 55). "¿Cómo nos atreveríamos a hacer de la misa algo que no fuera un reparto fraternal, una comida de familia, una unión total: la comunión en la oración con Cristo?" (p. 47).

¿Dónde está "el santo sacrificio de la misa" de nuestro catecismo?

Por más que yo he consultado "la letra" de los textos conciliares y he indagado en su "espíritu" para tratar de encontrar en ellos "orientaciones" diferentes de la letra, mi búsqueda ha sido inútil. El Concilio reafirma la enseñanza tradicional de la Iglesia. En el capítulo II, De sacrosancto eucharistiae mysterio, leemos de entrada: "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que lo traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y su Sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz..." ¿Banquete pascual? Sin ninguna duda, pero ante todo, esencialmente, sacrificio.



9 Pour ou contre la liturgie d'aprés-Concile [En pro o en contra de la liturgia posconciliar], de Georges Michonneau y Edith Delamare (ed. Berger-Levrault).

10 Discurso de Paulo VI en la clausura de la segunda sesión del Concilio (4 de diciembre de 1963), sobre la Constitución litúrgica. De la Const. sobre la Liturgia (N. de la T.)


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La instrucción Eucharisticum mysterium, del 25 de mayo de 1967, recuerda que
"la misa, o Cena del Señor, es a la vez e inseparablemente:

"—El sacrificio en el cual se perpetúa el sacrificio de la cruz;
"—El memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, quien prescribe: Haced esto en memoria mía (Luc., 22, 19) ;
"—El convite sagrado en el cual, por la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor, el pueblo de Dios participa de los bienes del sacrificio pascual, reactualiza la nueva alianza sellada, de una vez por todas, por Dios con los hombres en la sangre de Cristo, y, en la fe y la esperanza, prefigura y anticipa el banquete escatológico en el reino del Padre, anunciando la muerte del Señor hasta su vuelta"(art. 3).

—Cf. la Const. sobre la liturgia, nº 6, 10, 47, 106; la Const. Lumen Gentium n° 28; el decreto Presbyterorum Ordinis, n°s 4 y 5.

El "convite" sólo tiene sentido por el "sacrificio" y el "memorial". Por eso un sacerdote celebra la misa aun sin la presencia física de los fieles, mientras que los fieles reunidos participan en la misma por medio de la acción del sacerdote, ministro del sacrificio. Asimismo, una misa celebrada con asistencia de fieles que no comulgan sigue siendo misa auténtica. En Mediator Dei, Pío XII escribe: "Se apartan, pues, del camino de la verdad aquellos que quieren realizar el Santo Sacrificio solamente cuando el pueblo cristiano se aproxima a la sagrada Mesa; y se apartan más los que, al pretender que es absolutamente necesario que los fieles comulguen con el sacerdote, afirman peligrosamente que no se trata sólo de un Sacrificio sino de un Sacrificio y una comida de comunidad fraternal, y hacen de la Comunión realizada en común el punto culminante de toda la ceremonia".

"Tengo la satisfacción —escribe el abate Michonneau— de hallarme del lado del Papa y de los Padres conciliares en el sentido hacia el cual la lglesia quiere llevarnos" (p. 77). Si lo que quiere decir el Papa es lo contrario de lo que dice, si los Padres conciliares quieren decir lo contrario de lo que dicen, y si el sentido en el que la Iglesia quiere llevarnos es el inverso del que nos indica, entonces el abate Michonneau tiene razón al decir lo que dice. En el caso contrario, no.

Cuando la Iglesia exhorta a los fieles a participar consciente y activamente en el sacrificio de la misa, los dirige hacia Dios. Una participación perfecta crea un sentimiento comunitario intenso y del mejor cuño porque lo que liga a los fieles entre sí es su relación con Dios. Una liturgia bien ordenada y respetada hace de la asamblea que ora una comunidad cuyos sentimientos son purificados por las estructuras de la fe que integra la liturgia. Cuando, en cambio, el fervor comunitario es cultivado por sí mismo, se entra en la pendiente de las aberraciones religiosas. ¡Resulta tan fácil exaltar el sentimiento de una multitud!

Aquí nos hallamos en un terreno en el cual es menester considerar las cosas con buena fe y lucidez. Porque nosotros también proclamamos el valor de la realidad comunitaria de la misa, pero bien sabemos que todo agrupamiento puede suscitar la emoción colectiva, sea cual fuere el motivo. La intensidad de un sentimiento no es prenda de su valor. En las manifestaciones religiosas especialmente una vaga aspiración de infinito y una necesidad indefinible de salir de sí mismo halla en la multitud un medio poderoso de evasión religiosa. La reunión de individuos, el canto, el ritmo, el espectáculo, son condiciones de una especie de éxtasis individual y colectivo que puede asumir todas las formas, inclusive las más disparatadas. Todo eso es natural y no tiene por qué resultar sospechoso en sí mismo, Pero justamente porque todo eso es natural, sólo puede ser la materia prima sobre la cual hay que informar en aras de la belleza y de la verdad. La liturgia no tiene otro objeto.

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Los estados de alta tensión comunitaria no pueden ser permanentes. Se relacionan, por lo normal, con momentos en que la comunidad tiene motivos particulares para tener conciencia de sí misma, por ejemplo, cuando está en sus comienzos, o amenazada o perseguida. Porque entonces su diferencia con el ambiente exterior le sirve de afirmación. Se nutre de esa diferencia y en ella alimenta su sentimiento. Las catacumbas y los ghettos son los hogares del sentimiento comunitario más acentuado.

Cuando no hay crecimiento, amenaza o persecución, la comunidad, por darse consistencia, corre el riesgo de verse arrastrada a crear ella misma sus propias condiciones de diferenciación. Se define por oposición. Llegada a un límite, tiende al sectarismo. Su sentimiento comunitario es a la vez auto-exclusión del grupo social más vasto al cual pertenece, proselitismo con respecto a ese grupo y valorización de sus miembros humildemente orgullosos de su predestinación en la comunidad restringida. Todas las comunidades religiosas que cultivan intensamente el sentimiento comunitario presentan esos caracteres.Sus miembros son los elegidos del Señor. Comulgan en el sentimiento de esa elección.

En el catolicismo se dan esos caracteres pero ubicados en su sitio, contenidos, canalizados, orientados por el objeto de la fe y por la arquitectura de la liturgia. La Iglesia no es una religión cerrada, como decía Bergson: es una religión abierta. Está abierta a todos, en todos los lugares y en todos los tiempos. Todo lo que es y todo lo que ofrece tiene, ciertamente, con qué crear el más vivo sentimiento comunitario, pero nos recuerda sin cesar que no debemos confundir nuestros sentimientos con las virtudes teologales. La presencia de Dios no se confunde en modo alguno con el sentimiento de su presencia, y si bien ese sentimiento no es condenado, ni rechazado, ni aun sospechoso, se nos pide que lo aceptemos con agradecimiento pero de ninguna manera como el signo de algún estado privilegiado. La fe de los santos suele ir acompañada de una ausencia total de sentimiento, aun del sentimiento contrario, el del abandono del alma por Dios, cuando no por el de la inexistencia misma de Dios.

Por eso pienso que si el abate Michonneau está en lo cierto al subrayar el valor de la oración comunitaria, se equivoca al considerar la comunidad como el modo casi físico de la relación del hombre con Dios, como si Dios surgiera del agrupamiento de individuos, en lugar de operar ese agrupamiento gracias a la adoración común. En un principio el debate puede afectar sólo a matices, pero al final puede llegarse a poner en tela de juicio a la misa misma. Esa comida fraternal, llena de emoción sagrada, puede terminar por no tener nada en común con la misa católica.

Agreguemos que en esa voluntad de comunitarismo a toda costa asoma un cierto ribete de autoritarismo tiránico 11. Ya no sólo se trata de reunir a la gente, sino que hay que hacerlos aglomerar del modo más compacto posible, con el fin, posiblemente, de que el espíritu comunitario no pueda escaparse por ningún intersticio. "¿Quién de entre nosotros —escribe el abate Michonneau— concebiría una comida en la que cada uno se mantuviera lo más alejado de sus vecinos, dejando sistemáticamente una o dos sillas vacías a cada uno de sus costados? ¿Quién no ha experimentado la dolorosa impresión que deja una silla vacía en torno de la mesa familiar? Sin embargo, eso es lo que se apuran a hacer cantidad de fieles, al venir a misa los domingos (...) Sed amables con el Dueño de casa, acercaos a él; sed amables con vuestros hermanos, colocaos codo a codo con ellos."(p. 55-56)

¡Por supuesto! Pero hay un límite para todo. Todos los fieles no se sienten santos dedicados a codearse con santos. Muchos de ellos experimentan algo del reflejo del publicano. Se mantienen a cierta distancia de los mejores (no necesariamente fariseos), a los que, por otra parte, profesan sincera admiración. Cuando la iglesia está llena, todo el mundo está codo con codo. Cuando no está llena, hay espacios vacíos, y la dispersión obedece a leyes estadísticas que no conozco pero que me parecen muy vigentes. Siempre hay un núcleo de personas, más o menos cerca unas de otras, y luego individuos espaciados hasta aquel que permanece solo al fondo de la iglesia. ¿Ya no hay comunidad? Sin duda que no, si la dispersión es excesiva y si los fieles se alejan demasiado del sacerdote. Pero creo que rara vez se da ese caso. Por lo demás, me parece lógico, y lo apruebo, que se invite a los fieles a acercarse unos a otros, pero dejándoles una libertad personal sin la cual desaparecería la noción misma de comunidad. Querer amontonar a la gente en la iglesia como sardinas en lata indica culto de la masa antes que espíritu de comunidad. Más bien es preludio de acondicionamiento y no de preparación al rezo en común. ¿Las épocas totalitarias que hemos empezado a vivir recomiendan esos métodos a los que todo nos conduce y nos predispone? Pero no hay que exagerar. En manos de un pastor de fe intacta esos métodos pueden encender los ardores cristianos, pero convertidos en técnicas de apostolado y de conversión pronto servirán para vaciar la iglesia al vaciar al cristianismo de su substancia. El incrédulo, al igual que el creyente, siempre verá al sacerdote como ministro de Dios y no como animador de reuniones públicas; para el uno como para el otro la misa seguirá siendo, ante todo, un misterio sagrado en lugar de ser ocasión de palabras, cantos y gestos destinados a crear en la multitud un sentimiento religioso común.


11 En ese estilo cuyo secreto posee, el P. Annibale Bugnini, hablando de innovaciones introducidas por la segunda Instrucción sobre la liturgia, escribe: “Si en algún lugar la aplicación de una regla suscita sorpresa y asombro, el buen sacerdote comprende por sí solo que debe preparar progresivamente a sus fieles antes de introducir la innovación” (Doc. Cath., n 9 1496, 18 de junio de 1967, cal. 1126): ¡Esperemos que el buen sacerdote no tome demasiado a sus fieles por niños retardados y difíciles que hay que manejar con el puntero!

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5. EL CULTO AL HOMBRE

El común denominador de los desórdenes que hoy en día advertimos tanto en el terreno de la fe como en el de la liturgia, lo constituye, en último término, la substitución progresiva del culto a Dios por el culto al hombre. La creencia cristiana de que Dios creó al hombre y de que el Verbo se hizo carne se invierte, para concebir un Dios que no es otra cosa que el hombre mismo a punto de convertirse en Dios. Adoramos al Dios que procede de nosotros. Entre el humanismo de la ciencia y del marxismo y el humanismo de ese neo-cristianismo cuyo profeta es Teilhard de Chardin, no hay más que una diferencia de palabras. El primero anuncia la muerte de Dios, y el segundo su nacimiento, pero el uno y el otro no confiesan más que al hombre, que mañana será la totalidad del universo, bajo su propio nombre o bajo el nombre de Dios.

Ese humanismo tiene como característica esencial —y necesaria— la de ser evolucionista. Eso nos da la clave del misterio. Porque, a pesar de todo, no resulta posible comprender cómo la Constitución litúrgica haya podido ser abolida en pocos años. En vano la leemos y la releemos: nada podemos encontrar en ella que justifique las locuras que estamos presenciando. ¿Cómo, pues, los innovadores se atreven a invocarla? La respuesta es sencilla: para ellos la Constitución no establece principios ni normas, sino que inaugura una nueva era. Allí donde nosotros vemos un monumento que remata —al menos por un tiempo— una restauración iniciada largo tiempo atrás y que indica el rumbo y el espíritu de acuerdo con los cuales deberán hacerse los ajustes para su aplicación, los innovadores ven el comienzo absoluto de una mutación brusca a partir de la cual debe realizarse la evolución de una liturgia modificada en su misma sustancia.

Sobre este tema podrían añadirse infinidad de observaciones, pero eso nos llevaría demasiado lejos. En realidad, habría que ocuparse de la crisis total en la cual se debate la Iglesia. Por lo demás, esto no debe asombrar ya que la liturgia no es otra cosa que la oración de la Iglesia. El clima de deterioro de la liturgia es necesariamente el clima mismo de los trastornos que afectan a la Iglesia.

Culto al hombre, decíamos. También podríamos decir: degradación de la fe. El texto mismo de la Constitución sobre la liturgia no ha bastado para frenar la audacia de los innovadores. Las innovaciones que dicha Constitución autoriza, muy lejos de canalizar las reformas, no han hecho más que abrir las compuertas a todos los desbordes.

Para comprender lo que ocurre hoy en día basta releer la encíclica Mediator Dei de Pío XII, la cual aclara maravillosamente la Constitución litúrgica. Los dos documentos están en perfecta armonía, pero en la encíclica hallamos advertencias —ya hemos citado algunas— que la Constitución no consideró necesario repetir, acerca de los abusos y excesos que deben evitarse. Precisamente se trata de los que hoy en día vemos difundirse por todas partes, al punto de que la encíclica, que data de 1947, resulta ahora mucho más actual que en la época de su promulgación. Decía Pío XII a los obispos: "Cuidado que no se infiltren en vuestro rebaño los errores perniciosos y sutiles de un falso «misticismo» y de un nocivo «quietismo» (...) y que las almas no sufran la seducción de un peligroso «humanismo», o de una doctrina falaz, que altere la noción misma de la fe católica, o, por último, de un excesivo retorno al «arqueologismo» en materia litúrgica".

¿Qué diría Pío XII si volviera a la vida? Pero, en realidad, no diría más que lo que dice Paulo VI, cuyas palabras, día tras día, traducen inquietud y sufrimiento. El 19 de abril de 1967, al dirigirse a los miembros del Consilium para la aplicación de la Constitución litúrgica, expresaba precisamente su "dolor" y su "aprensión" frente a "casos de indisciplina que, en diferentes regiones, se difunden en las manifestaciones del culto comunitario y a veces asumen formas deliberadamente arbitrarias, distintas de las normas vigentes en la Iglesia". Pero, agregaba, "lo que es para Nos causa de aún mayor aflicción es la difusión de la tendencia a «desacralizar» como se atreven a decir, la liturgia (si todavía merece conservar ese nombre) y con ella, fatalmente, el cristianismo. Esa nueva mentalidad, cuyos turbios orígenes sería fácil señalar y sobre la cual esta demolición del culto católico auténtico pretende fundarse, implica tales trastrocamientos doctrinales, disciplinarios y pastorales, que no dudamos en calificarla de aberrante. Lamentamos tener que decir esto, no sólo a causa del espíritu anticanónico y radical que profesa gratuitamente, sino más bien a causa de la desintegración que comporta fatalmente."

"Demolición"..., "trastrocamientos"…, "desintegración"...; nos preguntamos si podrían usarse palabras más fuertes. Pero es el Papa quien las ha pronunciado.

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(*Nota de Javier: Pero Montini-Pablo 6 siempre jugó con esa ambigüedad hamletiana tan calculada y ensayada. Este desgraciado y siniestro personaje, además de ser un hereje apóstata y traidor, siempre bailó al son de lo que sus hermanos de las logias masónicas le dictaban, y un día decía una cosa y al día siguiente se desdecía. Sin olvidar que su tendencia homosexual y sus propios deslices eran de sobra conocidos por sus hermanos de la secta masónica, lo cual pesaba sobre su cabeza y le condicionaba enormemente, haciéndole vulnerable a cualquier chantaje.)
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CAPITULO TERCERO - LA GUERRA, CAUSA DE LA SUBVERSIÓN


Un hecho general se impone al espíritu: la subversión litúrgica, inseparable a este respecto de la crisis que afecta al total de la Iglesia, es resultado directo de la guerra y sus consecuencias. A primera vista, esa relación parece extraña. ¿Cómo pudieron las batallas de 1940-1945 gravitar sobre la manera de celebrar misa, sobre la desaparición del latín y del canto gregoriano, y sobre todos los cambios de esa índole?

Sin embargo, la relación es estrecha e innegable.

La guerra de 1914-1918 sólo fue una guerra civil europea. Fuere cual fuese el número de naciones del mundo que finalmente intervinieran en ella, el conflicto se produjo, sobre todo, en el seno de Europa, y la victoria, por serlo de una coalición, fue más que nada la victoria de Francia, que había dirigido esa coalición y que había soportado el peso de las hostilidades.

En cambio, la guerra de 1940-1945, si bien se originó en Europa, se convirtió poco a poco en guerra mundial, con campos de batalla en el mundo entero. Aunque el triunfo fue también de una coalición, y el eje de ese triunfo fue Inglaterra, sola en un momento dado frente a Alemania, la verdadera nación victoriosa fue Estados Unidos, con el apoyo de la U.R.S.S., país a medias ajeno a Europa por su geografía, su historia y, sobre todo, por el aislamiento en que se hallaba desde 1917.

Sus liberadores, merced a la victoria, fueron sus ocupantes. Ahora bien, toda ocupación de ejércitos victoriosos significa la importación de las ideas del ocupante. Eso ocurre aun cuando el ocupante sea enemigo detestado. Cuando Napoleón ocupó Europa no era querido, pero introdujo en Europa las ideas dela Revolución Francesa. Cuando el ocupante es el liberador, sus ideas se reciben de mejor grado. Este fenómeno no registra excepciones.

Por cierto que hay que distinguir la ocupación soviética, que reemplazó una servidumbre por otra, de la ocupación norteamericana, que fue verdaderamente liberadora. Pero esa diferencia fundamental no hace más que dar aún más relieve al hecho que analizamos. Por una parte, la U.R.S.S. ha dividido a Europa en dos, lo cual ha dado por resultado el debilitamiento de Europa. Por otra parte, la Europa occidental, bajo la influencia directa de los EE.UU., no dejó de sufrir indirectamente la influencia soviética. Esa influencia indirecta es muy débil en Alemania, a causa de la amputación de su territorio y de los recuerdos de la guerra; en cambio, ha sido mucho más notable en Italia y en Francia, países de tradición católica, porque sólo vieron en la U.R.S.S. al país que tuvo parte principal en su liberación y porque las corrientes revolucionarias suscitadas por el traumatismo de una guerra larga y espantosa hallaron naturalmente su punto de referencia en la patria de la revolución comunista.

Agreguemos que, si bien la guerra de 1914-1918 ya había sido la guerra del derecho, la justicia y la libertad, la ideología sólo había sido un revestimiento añadido al patriotismo. Pero la guerra de 1940-1945 tuvo desde el principio un aspecto ideológico internacional. Era la guerra de la democracia contra el
"fascismo". Los Estados Unidos y la U.R.S.S. eran los soldados de la democracia, y Roosevelt veía en el "uncle Joe" a un demócrata caracterizado.

La Europa liberada, la Europa salvada, fue también la Europa vencida. Porque la Europa democrática no se había liberado de la Europa fascista por sus solas fuerzas. Había sido liberada por las fuerzas de la democracia norteamericana y de la democracia soviética. Al confesar de nuevo, a partir de 1945, los valores de la democracia, Europa confesaba los valores de la democracia norteamericana y de la democracia soviética.

Después de la guerra, Europa intentó restaurar sus propios valores. Y como sus valores políticos estaban sumergidos por los de Norteamérica y los de la U.R.S.S., apeló a sus valores más profundos, más antiguos y más seguros: los valores del catolicismo. Ese fue el magnífico esfuerzo de Robert Schuman, de Adenauer y de De Gásperi, que no pudo ser llevado a término. Digamos sencillamente que fracasó.

Mientras que Europa se contraía y se disgregaba en el continente, perdió su imperio mundial. Bajo los golpes conjuntos de Norteamérica y de la U.R.S.S., todas sus colonias, todos sus territorios de ultramar declararon su independencia y se acoplaron, mal o bien, a las potencias liberadoras. Veinte años después de la guerra Europa se halló reducida a su más simple expresión, tanto en lo interno como en lo externo.Comparada con lo que había sido antes, se había convertido, más o menos, en lo que se convirtió Austria con relación al Sacro Imperio.

¿Cómo la Iglesia no habría de sufrir el contragolpe de esa mutación?

Por cierto que el cristianismo trasciende las naciones, los continentes y las civilizaciones. Pero el cristianismo tiene una historia, y esa historia se halla ligada a estructuras. Ahora bien, la historia del cristianismo elaboró sus estructuras a partir de Roma. El cristianismo dio vida a la civilización occidental, que era la civilización de Europa, y desde Europa se expandió al mundo, con la excepción de algunas corrientes primitivas que se perdieron en Asia y en África.

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El catolicismo romano sufrió, pues, la conmoción de Europa. Las ideologías de la U.R.S.S. y de los Estados Unidos lo penetraron al mismo tiempo que penetraron en Europa. ¿Por qué milagro habría de resultar inmune?

La ideología de la U.R.S.S. era el comunismo ateo. En tanto que comunista, servía de vehículo al sentido de lo colectivo, lo comunitario, lo colegiado. Son nociones católicas, pero dentro de otro enfoque, de otra filosofía, de otra doctrina. Las nociones católicas estaban, pues, destinadas a izquierdizarse en contacto con nociones soviéticas. A eso se llegó, en todos los terrenos, en todas las etapas. Resultaba tanto más fatal por cuanto el comunismo, en muchos aspectos, había copiado al catolicismo. Era una especie de catolicismo invertido. Pío XI, al declararlo intrínsecamente perverso, decía que es "una falsificación de la redención de los hombres". Pero es también una falsificación de la Iglesia. Resulta fácil dejarse llevar por las imitaciones, sobre todo cuando ellas pueden jactarse de un poderío técnico extraordinario. Los católicos, sensibles a la condena de la ganancia, admiraron la dirección colegiada de una sociedad tan vigorosa. ¿Por qué no dar a la Iglesia una dirección colegiada? ¿Y por qué la condena evangélica de Mammon no se explicitaría más claramente en la condena del capitalismo, identificado con la civilización occidental? En una palabra, el embeleco del comunismo ha sido tan grande que hemos visto a la Iglesia volverse comunitaria y colegiada de la base a la cumbre, hemos visto el marxismo convertirse en una especie de segunda doctrina social de la Iglesia, hemos visto al sindicalismo cristiano librarse de un epíteto vergonzante para abrazar mejor la lucha de clases, hemos visto a la burocracia y la tecnocracia florecer como en la U.R.S.S. siguiendo las huellas de la colegialidad, hemos visto la revisión de la vida expandirse según el modelo de la autocrítica, hemos visto el movimiento policial "Pax" ensalzado hasta las nubes por la prensa católica oficiosa contra el cardenal Wyzsinsky, hemos visto... ¡qué no hemos visto y vemos día tras día! Hasta en la liturgia, en la cual la misa, para tener más sello de comunitaria, debería inspirarse un poco en el fervor comunista.

En tanto que atea, la ideología comunista se abría paso de ese modo en las conciencias católicas. Si un país que manda cohetes a la luna nos dice que no hay Dios, ¿cómo creer que existe uno? Por lo menos, debe ser muy diferente del Dios de los cristianos. Grave problema sobre el cual los teólogos se inclinan un poco más cada día.

En cuanto a la ideología norteamericana, fue el liberalismo protestante. Admitía al Dios de los cristianos. Admite todos los dioses. Es el Panteón. El Dios de los católicos nunca se acomodó en el Panteón. ¿Rechazaría la libertad? Norteamérica nos traía la libertad religiosa, y, ya que queríamos ser cristianos, el liberalismo protestante.

Ese liberalismo fue tanto mejor acogido cuanto que el protestantismo ya se hallaba fuertemente arraigado en Europa: en Inglaterra, en los países nórdicos, en Alemania y en una parte de Francia. Por la vía del ecumenismo, pues, el protestantismo ha penetrado por la fuerza en el catolicismo. Hace más de dos siglos Montesquieu decía: "La religión católica destruirá a la religión protestante, y luego los católicos se volverán protestantes". La primera parte de su predicción resultó inútil. Los católicos se volvieron directamente protestantes. Por lo menos tomaron del protestantismo todo lo que no afectaba directamente al dogma. El primer signo de la protestantización fue el abandono de la sotana por los sacerdotes. Con todo acierto el traje civil se llamó clergyman. Era confesar cándidamente la importación inglesa y norteamericana. Pero a ese signo exterior se sumaron enseguida signos más sensibles y más cercanos a la vida íntima del catolicismo. La liturgia, sobre todo, se vio invadida por los ritos, las costumbres y las ideas del protestantismo: lengua vulgar, primacía de la palabra, despojo de las iglesias, etc. Paralelamente la teología católica abrió amplias puertas a la teología protestante, primero a la de Lutero, que se convirtió en una suerte de padre de la Iglesia, y luego a la de los modernos, alemanes sobre todo, pero también ingleses y norteamericanos. No se habla más que de Barth, de Bultmann, de Bonhoeffer, de Robinson, de Tillich, en un extraordinario arco iris de ideas que van desde un cristianismo muy cierto hasta el ateísmo puro pasando por todas las fantasías y todas las imaginaciones de cualquier intérprete a su manera de la Biblia o de cualquier fundador de una nueva religión.

Se hubiera podido pensar que la influencia soviética y la influencia norteamericana se neutralizarían parcialmente, dada la aparente oposición de la U.R.S.S. con los Estados Unidos. Pero esa oposición es más bien una rivalidad que se refiere a las formas de la vida política y económica. Por cierto que no es posible identificar a los dos países, pero su filosofía profunda es la misma, por lo menos en cuanto a ser un humanismo democrático. Humanismo ateo en la U.R.S.S., humanismo deísta en los EE.UU.; pero ya Pascal destacaba la semejanza que existe entre el ateísmo y el deísmo sin dogmas. En realidad, entre el materialismo que profesa el ateísmo soviético y el materialismo latente del deísmo norteamericano hay afinidades profundas. El común denominador de sus religiones respectivas es un antropocentrismo caracterizado que se halla en oposición radical con el teocentrismo católico. Una misma doctrina de la inmanencia subyace ese antropocentrismo frente al trascendentalismo cristiano. Teilhard de Chardin simboliza la convergencia de las corrientes soviética y norteamericana. Su monismo inmanentista se aviene con el ateísmo de aquéllas y el deísmo de éstas. Basta cambiar el rótulo del frasco para que el contenido resulte aceptable a los unos y a los otros. Y ese contenido, en razón del rótulo original del autor, parece convenirles a los mismos católicos. En esa confusión estamos inmersos.

Intervino el Concilio, cuyo fin, proclamado por Juan XXIII, era proceder al aggiornamento de la Iglesia, es decir, situarla con referencia a las corrientes nuevas para definirse nuevamente con respecto a ellas y retener de las mismas lo que pudiese ser retenido.

Con tal propósito se prepararon una cantidad de textos que debían ser discutidos por los Padres conciliares.

Ya se sabe lo que ocurrió. Desde la primera sesión, del 13 de octubre de 1962, el cardenal Liénart hizo votar una moción para lograr un plazo de reflexión y de concertación entre grupos de obispos. Los alemanes, los holandeses, los belgas y los franceses se pusieron de acuerdo para presentar listas de relatores preparadas desde tiempo atrás. Consiguieron imponerlas sin mayores dificultades y asumieron la dirección del Concilio.

Para evitar el choque con definiciones dogmáticas, se declaró que el Concilio sería esencialmente "pastoral" y se comenzó por la liturgia.
Lex orandi, lex credendi. Con la modificación de los ritos resultaba fácil introducir cambios de mentalidad sin suscitar problemas atinentes a la fe.

En lo que respecta a la misa, se disponía de cuatro siglos de trabajos preparatorios: los del luteranismo, los del calvinismo, los del anglicanismo y los del jansenismo, que habían hallado su expresión atenuada en 1786 en el sínodo de Pistoia. La bula de Pío VI, Auctorem fidei, condenó las proposiciones del sínodo el 28 de agosto de 1794. Pero en 1962 había llegado la hora. A la luz del protestantismo anglosajón y del comunismo soviético —los triunfadores de la gran guerra— resultaría posible, por fin, consagrar la obra de los precursores sin poner sobre el tapete al Concilio de Trento. Se iniciaba el asedio de la Misa.


A CONTINUACIÓN... Sección II - El abandono del latín

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"Para evitar el choque con definiciones dogmáticas, se declaró que el Concilio sería esencialmente "pastoral" y se comenzó por la liturgia.
Lex orandi, lex credendi. Con la modificación de los ritos resultaba fácil introducir cambios de mentalidad sin suscitar problemas atinentes a la fe".
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Re: La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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Sección II - El abandono del latín

En el terreno litúrgico, el abandono del latín sintetiza la derrota de Roma, consecuencia de la derrota de Europa.

Los católicos franceses tienden a felicitarse de ello. No hay duda de que, al menos hasta hoy, una mayoría aprueba la introducción del francés en la misa. Pero ¿por qué?

Por razones muy sencillas, que se refieren al condicionamiento. Toda la prensa hace campaña por el francés. ¿Dónde encontrar una población que resista a la prensa unánime, por no hablar de la radio y la televisión? Los argumentos que se esgrimen son de los que convencen a las multitudes. Se dice: es el progreso, hay que salir de la Edad Media. ¿Quién querría ponerse contra el progreso? La novedad, el cambio, la moda, resultan siempre una seducción. ¿Quién querría tomar partido por los pasatistas, los retrógrados, los reaccionarios, los tradicionalistas? Evidentemente, más vale estar por la reforma, la revolución, el futuro, el mañana.

También se dice: "es para que la religión sea inteligible, para que ustedes la entiendan y puedan así participar mejor en las ceremonias del culto". ¿Cómo rechazar ese llamado, que halaga a la inteligencia? Si somos adultos, se descuenta que debemos tutear a Dios y hablarle de igual a igual, como personas libres e inteligentes capaces de dialogar al mismo nivel.

Se dice asimismo: "al latín no lo conoce más que una minoría de privilegiados; ahora bien, la Iglesia es la Iglesia de los pobres, su oración es para todo el mundo y no para aquellos que tuvieron la oportunidad de hacer estudios superiores". También allí el argumento es irresistible. Halaga a la vez la tendencia al menor esfuerzo y el sentido de igualdad. En el siglo de la democracia, el latín resulta un desafío al pueblo y a la cantidad.

Todas esas razones parecen tan apremiantes, tan evidentes, que buen número de católicos se asombran de haber podido asistir, hasta hace muy pocos años, a la misa en latín. No se convencen de que sus padres, sus abuelos y sus antepasados hayan podido participar durante siglos en una liturgia que les resultaba —eso creen— tan ajena como incomprensible. Mejor sería que se preguntasen por qué y cómo el catolicismo podía ser tan vivo en la época del latín y si las razones que hacían que el latín no constituyera un obstáculo para la fe no tendrían también algún valor en nuestra época. También podrían preguntarse si la frescura de la novedad que hoy en día presentan (para los que le gusta) las ceremonias todas en francés, no pasará rápidamente, replanteando, en su carácter duradero y fundamental, el problema de la mejor repartición entre el latín y la lengua vernácula en la liturgia.


A CONTINUACIÓN... JUAN XXIII Y EL LATÍN
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Re: La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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JUAN XXIII Y EL LATÍN


¿Por qué el latín? Podríamos explicarlo extensamente. Pero más vale dejar hablar a Juan XXIII, quien lo dijo en la Constitución Veterum Sapientia el 22 de febrero de 1962. He aquí algunos extractos:


“No es sin una disposición de la providencia divina que esta lengua, que durante muchos siglos reunió a una vasta federación de pueblos bajo la autoridad del Imperio romano, se haya convertido en la lengua propia de la Sede apostólica y que, transmitida a la posteridad, haya constituido un estrecho lazo de unión entre los pueblos cristianos de Europa.


“En efecto, el latín, por su misma naturaleza, conviene perfectamente para promover en todos los pueblos todas las formas de cultura. Efectivamente, no suscita celos, es imparcial para con todas las naciones, no es privilegio de ninguna, es aceptado por todas, como un amigo. Además, no hay que olvidar que el latín tiene un sello característico: tiene «un estilo conciso, variado, armonioso, lleno de majestad y dignidad» (Pío XI), que incita de manera inimitable a la precisión y la gravedad.


“Por esas razones la Sede apostólica siempre ha velado celosamente por mantener el latín y siempre ha estimado que «esa espléndida vestidura de la doctrina celestial de las santas leyes» (Pío XI), era digna de ser usada por sus ministros. En efecto, los eclesiásticos, sea cual fuere su nacionalidad, gracias al latín pueden enterarse con facilidad de lo que proviene de la Santa Sede y comunicarse con ella o entre sí.


“Esta lengua está unida a la vida de la Iglesia y «su conocimiento, adquirido por el estudio y el uso, interesa a las humanidades y a la literatura, pero más aún a la religión» (Pío XI), retomando los términos de Nuestro predecesor de inmortal memoria, Pío XI, quien señalaba, al dar argumentos en su favor, tres cualidades que vuelven a esa lengua particularmente adaptada a la naturaleza de la Iglesia: «En efecto, la Iglesia, que agrupa en su seno a todas las naciones, que está destinada a perdurar hasta la consumación de los siglos (...), necesita, por su misma naturaleza, una lengua universal, definitivamente plasmada, que no sea una lengua vulgar».


“Puesto que es necesario que «toda la Iglesia se una» (San Ireneo) a la Iglesia romana, y puesto que los Soberanos Pontífices tienen un poder «verdaderamente episcopal, ordinario e inmediato sobre todas y cada una de las Iglesias, sobre todos y cada uno de los pastores y fieles» (Cod. 1. C.) de cualquier rito, nacionalidad o lengua que sean, parece sumamente conveniente que exista un instrumento de comunicación universal y uniforme, muy especialmente entre la Santa Sede y las Iglesias de rito latino. Por eso, tanto los papas, si quieren transmitir una enseñanza a los pueblos católicos, como los dicasterios de la Curia romana, si tienen que tratar un asunto, o publicar un decreto que interesa a todos los fieles, siempre usan el latín, que numerosas naciones escuchan como la voz de su madre.


“La lengua de la Iglesia no sólo debe ser universal sino también inmutable. En efecto, si las verdades de la Iglesia se confiaran a algunas o a muchas lenguas modernas cambiantes, de las cuales ninguna tiene más autoridad que las otras, resultaría evidentemente tal variedad que el sentido de esas verdades no sería suficientemente claro ni suficientemente preciso para todo el mundo, y, además, ninguna lengua podría servir de regla común y estable para juzgar el sentido de las otras. En cambio el latín, que desde hace mucho está al abrigo de la evolución que el uso cotidiano introduce generalmente en el sentido de las palabras, debe ser considerado como fijo e inmutable, dado que los sentidos nuevos que han cobrado ciertas palabras latinas para responder a las necesidades del desarrollo, de la explicación y de la doctrina cristiana hace ya mucho que se han estabilizado.


“Por último, la Iglesia Católica, puesto que ha sido fundada por Nuestro Señor Jesucristo, sobrepasa grandemente en dignidad a todas las sociedades humanas, y es justo que use una lengua no vulgar sino noble y majestuosa.



CONTINUARÁ...
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Re: La NUEVA MISA, por Louis Salleron

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“Por otra parte, el latín «al cual con todo derecho puede calificárselo de lengua católica» (Pío XI), por haber sido consagrado por el uso ininterrumpido que de él ha hecho la cátedra apostólica, madre y educadora de todas las Iglesias, debe ser considerado como «tesoro inestimable» (Pío XII), y como «puerta que permite a todos acceder directamente a las verdades cristianas transmitidas desde la antigüedad y a los documentos de la enseñanza de la Iglesia» (León XIII): constituye, por lo tanto, un vínculo precioso que une excelsamente a la Iglesia de hoy con la del pasado y con la del futuro...


“...En nuestros tiempos el uso del latín es objeto de controversias en muchos lugares y, en consecuencia, muchos preguntan cuál es el pensamiento de la Sede Apostólica sobre ese punto: por ello hemos decidido adoptar medidas oportunas, enunciadas en este documento solemne, para que el uso antiguo e ininterrumpido del latín sea mantenido plenamente y restablecido allí donde casi haya caído en desuso...


“...Después de haber examinado y pesado mucho todas las cosas, en la conciencia cierta de Nuestro cargo y de Nuestra autoridad, Nos decidimos y ordenamos lo que sigue:


“1.- Los obispos y los superiores generales de las órdenes religiosas velarán porque, en sus seminarios y en sus escuelas, en las que los jóvenes se preparan para el sacerdocio, todos tomen a pecho obedecer la voluntad de la Sede Apostólica sobre ese punto, y observen escrupulosamente Nuestras prescripciones aquí enunciadas.


“II. — Velarán con paternal solicitud para que ninguno de sus subordinados, por afición a la novedad, se exprese en contra del uso del latín, ya sea en la enseñanza de las ciencias sagradas, ya sea en la liturgia, o bien para que, por prejuicio, no atenúe la voluntad de la Sede Apostólica sobre ese punto o no altere su sentido.


“VI. — El latín es la lengua viva de la Iglesia. (...)


...Nos queremos y ordenamos, por Nuestra autoridad apostólica, que todo lo que Nos hemos establecido, decretado y ordenado en esta Constitución quede definitivamente firme y decretado, no obstante todas las cosas contrarias, aun las dignas de mención particular.


“Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta de la Cátedra de San Pedro Apóstol, el 22 de febrero de 1962, el cuarto de nuestro pontificado. — Juan XXIII.



He ahí, pues, lo que dijo el Papa. No un papa de hace mil años, o quinientos años. No un papa del siglo XIX o de comienzos del XX, sino el papa del Vaticano II, Juan XXIII. Y lo decía hace menos de diez años. Y no lo decía al pasar, en una alocución improvisada, sino en una Constitución solemne y que se preocupó de promulgar personalmente, en San Pedro, en presencia de cuarenta cardenales y no sé cuántos obispos, curas y notabilidades romanas.


Entonces ¿qué ha sucedido?


Sucede que siglos de tradición, el pensamiento de todos los papas y de Juan XXIII, el papa del Concilio, y por último el Concilio mismo, cuya Constitución litúrgica prescribe expresamente que "se conservará el uso de la lengua latina, en los ritos latinos, salvo derecho particular" (art. 36), sucede que todo eso se resquebraja bajo la presión de las ideologías que los ejércitos rusos y norteamericanos han introducido en la Europa devastada y en la Iglesia sacudida después de la última guerra.


A CONTINUACIÓN... EL PENSAMIENTO DE PAULO VI
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