En la imposibilidad de proyectar la luz divina de esta Encíclica inspirada, sobre los errores del progresismo clerical y laical, que hoy nos invade quiero reproducir aquí unas palabras de San Pío X, referentes a
la "evolución de la religión", de la que hoy tanto se habla:
"Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que, en su doctrina, es casi lo capital, a saber: la evolución". Aquí tenemos ya la explicación de "ese cambio", que ha transformado de tal manera nuestra fe, que bien podemos afirmar que la religión del progresismo no es ya la religión de nuestros padres.
"Si, pues, no queremos -prosigue San Pío X explicando el pensamiento modernista— que el dogma, que la Iglesia, el culto sagrado, los libros que, como santos, reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la evolución. Ni esto sorprenderá si se tiene en cuenta lo que de oída una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la razón de la evolución. Y, en primer lugar, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. La hizo progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. El mismo progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente restando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de la familia o linaje; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; de donde la noción de lo divino se agrandó e ilustró y el sentimiento religioso resultó más exquisito. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe, hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, de los que el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso, que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas y no vistas experiencias, que respondían a las necesidades de los tiempos. Mas, el progreso del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto el esfuerzo perpetuo para penetrar mejor en cuanto sea posible en los arcanos que en la fe se contienen.
Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe, fue
creciendo insensiblemente y por grados, hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios. En la evolución del culto
contribuye principalmente la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y
también la de disfrutar de la virtud, que ciertos actos han recibido del uso. En fin, la Iglesia encuentra la razón
de su desenvolvimiento en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas
públicamente introducidas del régimen civil. Así los modernistas hablan de cada cosa en particular. Aquí
empero, antes de ir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o
indigencias (la necesidad de Dios), pues ella es como la base y fundamento, no sólo de lo que hemos visto, sino además de aquel famoso método, que denominan histórico". ¿No serán éstos los Signos de los Tiempos?
"Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe particularmente advertirse que, aunque la indigencia o
necesidad impulsan a la evolución, todavía la evolución regulada no más que por ella, traspasando fácilmente
los fines de la tradición y arrancada, por tanto, de su primitivo principio vital, se encaminaría más bien a la
ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución
proviene del conflicto de dos fuerzas, de las que la una estimula el progreso, la otra pugna por la conservación.
La fuerza de la conservación florece en la Iglesia y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad
religiosa, y eso, tanto por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como por el uso,
puesto que, retirada de las mudanzas de la vida, pocos o ningún estímulo siente que lo induzca al progreso. Al
contrario, ocúltase y se agita, en las conciencias de los individuos, una fuerza que los arrebata en pos del
progreso y responde a interiores necesidades, sobre todo en las conciencias de los particulares, de aquéllos
especialmente que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí.
Venerables Hermanos, que yergue su cabeza aquella doctrina ruinosísima que ingiere en la Iglesia a los
laicos como elementos de progreso. De esta especie de convenio y pacto entre las dos fuerzas,
conservadora y progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, proceden el
progreso y mudanzas. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran en la conciencia
colectiva; ésta, a su vez, en las autoridades, obligándolas a pactar y a mantener el pacto. De lo dicho se
entiende, sin trabajo, por qué los modernistas se admiran tanto cuando conocen que se les reprende o se les
castiga. Lo que se les achaca como culpa tienen ellos por deber religioso. Nadie, mejor que ellos, comprende
las necesidades de las conciencias, pues más íntimamente las penetran que las autoridades eclesiásticas.
Tales necesidades, por consiguiente, las recogen como en sí, y, por eso, se sienten obligados a hablar y
escribir públicamente. Castiguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y, por
íntima experiencia, saben que se les deben alabanzas y no represiones. Están convencidos que ni el progreso
se hace sin luchas, ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y de
Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que cumplen con su cargo.
Se quejan sólo de que no se les oiga, porque así retrasan el adelantamiento de las almas, llegará, no obstante,
la hora de destruir esas andanzas, ya que las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo
quebrantarse. Van adelante en el camino comenzado, y aun reprendidos y condenados van adelante,
encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus
cervices, pero, con la obra e intención prosiguen más atrevidamente lo que emprendieron. Pues así proceden
a sabiendas, tanto porque creen que la autoridad debe ser empujada y no echada por tierra, como porque les
es necesario morar en el recinto de la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; en lo cual no advierten que confiesan que disiente de ellos la conciencia colectiva, no teniendo, por consiguiente,
derecho alguno de presentarse como sus intérpretes". He aquí la imagen infernal del jesuíta apóstata Pierre
Teilhard de Chardin, que quiso quedarse en la Iglesia, para destruirla desde dentro.
SIGUE...