"SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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"Nunca como ahora —escribía yo, allá por los años de 1945, en la introducción a mi libro "DONDE ESTA
PEDRO, ALLÍ ESTA LA IGLESIA"
se impone la difusión de la verdad. Vivimos en una época de lucha
intelectual intensa, en la que las afirmaciones y las negaciones se disputan tenazmente el dominio de las
almas. El cristianismo (mejor diríamos hoy el Catolicismo, para no confundirnos con los hermanos separados), la religión del
Evangelio eterno, se ve violentamente combatido, y toda la concepción cristiana de la vida está amenazada por
los golpes certeros del nihilismo pulverizador. La humanidad enloquecida quiso fabricar, con las decantadas
conquistas de la ciencia moderna, una nueva Babel, para desafiar, desde ella, los poderes divinos; y el castigo,
que ya pesa sobre nosotros y nos abruma, es la confusión, el caos, el desenfreno, que parecen arrastrar a
nuestros pueblos a una barbarie, tanto más destructora, cuanto más refinada. Los hombres hablan y nadie les
entiende. Las palabras cambian constantemente de sentido y la más desconcertante demagogia ha invadido el
mismo santuario de la sabiduría, donde ya no reinan las ¡deas desinteresadas, los principios inmutables, sino
las pasiones violentas y agresivas, convertidas o disfrazadas en sistemas artificiosos y frases vacías de
sentido y de vida, pero llenas de veneno y preñadas de odio, de dolor, de destrucción y de exterminio".


El gran sofisma de esta trágica confusión, dentro del seno mismo de la Iglesia, está en confundir la institución
divina, que Cristo hizo de su Iglesia, con los hombres, que, legítima o ilegítimamente, ocupan los puestos de la
Iglesia.
El no saber precisar la naturaleza y la finalidad de las prerrogativas y poderes, que Cristo dio a los
pastores de la Iglesia, in aedificationem, non in destructíonem Corporis Chrísti (en la edificación, no en la
destrucción del Cuerpo de Cristo).
El no saber reconocer, según la más sólida teología católica, los límites
infranqueables, que esos poderes, esa autoridad, esa dignidad asombrosa de los jerarcas de la Iglesia —sean
Papas, Cardenales u Obispos—, deben necesariamente tener, según el plan y los designios del Altísimo y
según lo exige el dominio absoluto, ilimitado y constante, que Dios tiene y debe tener sobre todos y cada uno
de los hombres, así sean éstos reyes, obispos o papas.

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Una adhesión incondicional e ilimitada a las enseñanzas del Magisterio NO infalible, a las disposiciones de la
Jerarquía, no excluyendo las del Sumo Pontífice, cuando éstas manifiestamente se apartan de las enseñanzas
de la tradición, de las definiciones y decisiones irreformables de los anteriores Papas o Concilios, no está, ni
puede estar de acuerdo con la ortodoxia de los dogmas católicos, una de cuyas características — la principal
seguramente— según nos enseña infaliblemente el Concilio Ecuménico Vaticano I, es su
absoluta inmutabilidad:

"Si quis dixerit, fieri posse, ut dogmatibus ab Ecclesia propositis aliquando, secundum progressum scientiae, sensus tribuendus sit
alius ab eo, quem intelexit et intellegit Ecclesia, anathema sit".


(Si alguno dijere que es posible que a los dogmas propuestos por la Iglesia, según el progreso de las ciencias, haya de dárseles un
sentido distinto de aquel que entendió y entiende la Iglesia, que sea anatema).
(Denzinger 3043). Y, en el Epílogo de la
Constitución dogmática, sess. III, del mismo Concilio leemos:

"itaque, supremi pastoralis Nostri offici debitum exsequentes, omnes Christi f¡deles, máxime vero eos, qu¡ praesunt et docendi
munere funguntur, per viscera Jesu Christi obstestamur, necnon eiusdem Dei et Salvatoris nostri auctoritate iubemus, ut ad hos
errores a Sancta Ecclesia arcendos et eliminandos, atque purissimae fidei lucem pandendam studium et operam conferant"


(Así, pues, cumpliendo el deber de nuestro oficio pastoral, conjuramos a todos los fieles cristianos, pero principalmente a aquéllos,
que gobiernan y enseñan, por las entrañas de Jesucristo; y, con la autoridad de nuestro Dios y Salvador, les ordenamos que
pongan toda diligencia y todo esfuerzo en reprimir y eliminar todos esos errores de la Santa Iglesia, y en hacer resplandecer la luz
de la purísima fe).


Difícilmente pudo el Concilio Vaticano I expresarnos de una Manera más clara, más precisa el punto clave de
la infalibilidad, de la inmutabilidad de los dogmas católicos, que son verdades reveladas por Dios y propuestas
como tales por el Magisterio infalible de la Iglesia. Como si el Vaticano I estuviese ya viendo el derrumbe, la
autodemolición de la Iglesia, por esos innovadores, que, so pretexto de una mejor inteligencia, de un
aggiornamento a la mentalidad del mundo moderno, no sólo han cambiado la "formulación" de los dogmas,
sino que los han desconocido, negado, silenciado, para acomodarse así a las falaces herejías de los teólogos
protestantes y de los rabinos judíos.

Ya desde entonces, la revolución subterránea de la Iglesia hacía ver a los hombres de visión y de talento los
grandísimos peligros que amenazaban a la Iglesia de Cristo, precursores de la catástrofe por la que estamos
hoy pasando. Como ya lo indiqué en mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", para realizar la reforma de
la Iglesia, proyectada por Mons. Juan B. Montini, por Maritain, por Teilhard de Chardin, Congar, Hans Küng,
Rahner, Chenu y demás corifeos, era necesario empezar por negar la absoluta inmutabilidad de los dogmas
católicos. No era precisamente una franca negación —la cual hubiera sido impolítica y peligrosa para hacer
fracasar los planes siniestros del "progresismo"—, sino una adaptación de esas verdades inmutables a los
adelantos de la ciencia moderna, a la mentalidad moderna, a la "nueva economía del Evangelio", según la
expresión del mismo Paulo VI.

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Las gravísimas palabras del Concilio Ecuménico Vaticano I, citadas anteriormente nos están ya diciendo que
aquellos Padres Conciliares de un verdadero Concilio estaban ya conscientes del camino, que los conjurados
adversarios de nuestra Iglesia pensaban tomar, para poder introducirse en las entrañas de la fe, adulterándola,
falseándola, mudándola, o, si era preciso, negándola también. Era indispensable "reformular los dogmas",
quitarles su monolítica interpretación, sembrar la confusión con el equívoco, y hacer así posible el transborde
ideológico, que, insensiblemente y a título de progreso, hiciese posible el cambio de una religión a otra; el
cambio de la inmutabilidad de la Verdad Revelada por el inestable y evolucionista "movimiento ecuménico",
inspirado y conducido por una "pastoral de compromiso, de transacciones, de cambios constantes, que
hicieran más atractivo, de mayor actualidad el show maravilloso de la nueva religión, sin dogmas fijos, sin
moral inmutable ni universal, sin disciplina estable y con una liturgia de teatro".


El Vaticano I exhorta a todos, con palabras de sumo encarecimiento, "por las entrañas de Jesucristo", a
defender la Iglesia de esa amenaza, que pretende destruir la misma fe católica. Y esta exhortación y este
mandato, que "con la autoridad de nuestro Dios y Salvador nos hace" el Concilio Vaticano I, está
especialmente dirigida a "aquéllos que gobiernan y que enseñan", es decir a los sacerdotes, obispos,
cardenales y al mismo Papa, cuya misión principal es la de conservar incólume el Depósito de la Divina
Revelación.

Desgraciadamente, en la espantosa crisis actual de la Iglesia por la que estamos pasando, el problema más
serio lo encontramos en la jerarquía y en los órganos del Magisterio.
Si hemos de hablar claro, yo pienso que,
por los datos que la observación y la experiencia nos suministran, podríamos establecer tres grupos bien
definidos y distintos en la jerarquía.
El primero, quizá más numeroso de lo que muchos piensan, es el de los
cardenales y obispos que han perdido la fe. No creen sino en su poder, en su dinero, en sus juicios y
opiniones, que, por ser de ellos, piensan, son la única y genuina expresión de las verdades de la fe. Fue
necesario que ellos viniesen a ocupar esos puestos supremos de comando; fue necesario establecer el
Vaticano II, para que, removidos los escombros, apareciese diáfana la doctrina evangélica, no según la
tradición apostólica, sino según el juicio certero de los "expertos conciliares". La Iglesia empezó con ellos, con
Juan XXIII y con la interpretación equívoca del Vaticano II.


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El segundo grupo de nuestros prelados es el que está integrado por obispos carentes de la ciencia y la
cabeza necesaria, para poder valorizar en toda su profundidad y comprensión extensa los problemas tan
serios y trascendentes, planteados por esa "pastoral" ecumenista, traición a Dios y al Evangelio, aceptación
implícita de los errores y herejías de los "separados". Sin los conocimientos necesarios, sin tiempo para
estudiar, aconsejados y dirigidos por las Conferencias Episcopales, y por los consejeros de sus presbiterados,
los santos varones, sin darse cuenta, son los que, con mayor eficacia, le están haciendo el juego al enemigo.
Hay obispos y arzobispos en México, por no decir algunos cardenales, que, si hablan el francés, el inglés y el
italiano, parecen ignorar, en cambio los principios fundamentales de la teología, y de la filosofía y del Derecho
Canónico. En su ignorancia se ven en la necesidad de seguir dócilmente, con edificante sumisión, los consejos
desacertados de sus atrevidos cancilleres.

Finalmente, hay otro grupo de prelados de indiscutible fe, de ciencia que supera la mediocridad, de buenas
intenciones, de vida ejemplar, que se dan perfecta cuenta de la tremenda crisis por la cual atraviesa la Iglesia
del Señor; que reprueban en su conciencia todas esas novedades y que, en cuanto pueden, tratan de reprimir
los excesos y desvarios de los reformadores, pero que, temiendo las reacciones de las mayorías y los peligros
que su oposición podría ocasionarles de la Curia Romana, aggiornada y ajustada a las consignas del Pontífice,
prefieren soportar pasivamente esa "autodemolición" de la Iglesia, de la cual tienen ellos plena conciencia.

En otras palabras: al primer grupo le falta fe; al segundo, ciencia, y al tercero, le faltan pantalones.
A todo esto, hay que añadir otra causa importantísima, que justifica o pretende justificar, entre clérigos y laicos,
las reformas, a las cuales se oponen los principios morales y religiosos: es el chantaje intolerable de la mal
entendida "obediencia"
, del que hablaremos después, con la debida calma.

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Message par InHocSignoVinces »

Para evitar malas inteligencias y torcidas interpretaciones, creo oportuno afirmar aquí la doctrina católica,
dogmática e infalible, sobre el Primado de Jurisdicción y las demás prerrogativas, que Cristo quiso dar a Pedro
y a los "legítimos" sucesores de Pedro en el Pontificado Romano. Pero, antes, me parece oportuno el
recordar la aflictiva situación de la Iglesia, durante el gran cisma de Occidente, que duró de 1378 hasta 1417,
en el que el punto central de la unidad eclesiástica se convirtió en motivo de división y desgarramiento de la
Iglesia. Al reafirmar la doctrina católica sobre el Primado de los sucesores de Pedro, demostraré, contra los
escrúpulos de Su Eminencia, Miguel Darío Miranda Gómez y contra los sofismas de su no muy preparado
canciller que el confundir las instituciones con los hombres, el querer santificar al Papa, por el mero hecho de
ser Papa, es ponerse en el peligro de caer en una "Papolatria", muy ajena a la Verdad Revelada; y, al mismo
tiempo, haré ver, con el testimonio de la Historia, el ejemplo de los santos y la más sólida teología que es
posible censurar al Sumo Pontífice, cuando hay motivos públicos, obvios e innegables, sin incurrir por esto en
las censuras que indebidamente quisieron imponerme tan poderosos señores, sin tener para nada en cuenta
los principios fundamentales del Derecho Canónico.


Al recordar esa época trágica, ese cisma doloroso, que dividió a la Iglesia, podemos darnos cuenta que la
asistencia divina, las promesas de Cristo y la permanente "inerrancia" de la Iglesia no hacen imposible, dada la
malicia y el abuso de la libertad humana de los que tienen en sus manos el poder, esa interna demolición,
que programaba Teilhard y lloraba angustiado Paulo VI. Dios, que permitió la pasión y la muerte de su Divino
Hijo, permite también, para castigo nuestro, esas herejías, esos cismas, esas tragedias en su Iglesia, que, a la
postre, hacen brillar el poder y la infinita sabiduría, con que el Señor saca bienes de los mismos males y lleva
adelante sus inescrutables designios a pesar de las mismas perversiones de los hombres.


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Message par InHocSignoVinces »

CAPITULO II (PRIMERA PARTE) - LA SITUACIÓN DE LA IGLESIA EN EL GRAN CISMA DE OCCIDENTE.

El cisma, según el Derecho Canónico y la Historia de la Iglesia, consiste en la separación de la Iglesia Católica
de alguno o algunos de sus miembros, por el hecho de negar la "debida" obediencia al Romano Pontífice,
cabeza visible de la Iglesia y romper, de esta suerte, el vínculo de unión de la misma, que es la sobredicha
sujeción al Vicario de Cristo. Dos cosas presupone un verdadero cisma: la primera que el Romano Pontífice
sea un verdadero y legítimo Papa, pues es evidente que a un Papa espurio, que no representa la persona y
autoridad de Cristo, no se le puede deber la obediencia y sujeción. La segunda es que el mandato de ese
Papa legítimo no sea contrario a la doctrina recibida, ni se oponga a la voluntad santísima de Dios, que nos
consta ciertamente por otros caminos.

Con toda razón escribe en la Revista "SIEMPRE" mi buen amigo Don Nemesio García Naranjo y Elizondo: "El
excomulgado Padre Sáenz no está conforme con su excomunión porque, así como arriba del Presidente de la
República está la Constitución, debe entenderse que arriba del Papa está la doctrina eclesiástica
promulgada per omnia saecula saeculorum. No hay que confundir al poderdante con el apoderado, y hay
que distinguir entre Dios y su Vicario. Dios no es criticable; pero si puede serlo el Papa y, en cualquier caso,
debe haber alguna manera de remediar el abuso o la omisión dañina del representante".


Y estas profundas observaciones de Don Nemesio están en perfecta armonía con las palabras de San
Pablo: "Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os predicase un Evangelio distinto del
que os hemos anunciado, que sea anatema".
(Gálatas 1,8 ).

Como hace notar el Abbé J.P. Rayssignier, en su carta escrita en Roma el 30 de julio de 1970: "Cuando el
Papa, el hombre que ocupa la Silla de Pedro, no toma en cuenta la doctrina invariable de la Iglesia, en sus
dichos, acciones y omisiones, nosotros quedamos no sólo dispensados de la obediencia que se nos exige,
sino que estamos obligados a no obedecer, según aquellas palabras de San Pedro: "Es necesario obedecer
a Dios antes que a los hombres".
(Act. Apos. V, 29).

Es evidente que no está el subdito obligado a obedecer, cuando las órdenes de los superiores, cualesquiera
que ellos sean, rebasan los límites de su autoridad en sus mandatos; cuando los Superiores abusan de su
poder, cuando están animados de una turbia voluntad de poderío. Porque, como enseña Santo Tomás de
Aquino, "los subditos no están sujetos a los superiores en todas las cosas, sin límite alguno, sino en un
dominio determinado, fuera del cual los superiores no pueden intervenir sin abuso y usurpación del poder". (11-
11, q. 104).


¿Qué dirá de toda esta doctrina la ciencia portentosa del exgerente de la Editorial "JUS", el mínimo-teólogo y
sumo sacerdote de la tribu de Leví? Aunque él proteste, debemos decir una vez más que no es doctrina
católica que el Papa, por el hecho de ser Papa, o los obispos, por el hecho de ser obispos, son personalmente
ni impecables, ni infalibles.

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Message par InHocSignoVinces »

Volviendo a nuestro tema, debemos distinguir el "cisma" de la "herejía" —al menos de una manera formal— ;
porque, uno y otra importan división en la Iglesia, pero no de la misma manera la dividen, porque, siendo una
la Iglesia, no sólo por la unidad del régimen, sino principalmente por la unidad de la doctrina, el "cisma", en
cuanto tal, sólo destruye formalmente la primera unidad, mientras que la herejía, por destruir la unidad de la fe,
destruye también la unidad del régimen, ya que la autoridad de la Iglesia, su jurisdicción, es, ante todo,
doctrinal. Toda herejía importa un cisma y los que la profesan se pueden con toda propiedad llamar cismáticos;
pero no todo cisma (al menos antes de las definiciones del Vaticano I sobre las prerrogativas del Papa) importaba una
herejía; y así, no por el hecho de ser uno cismático, era herético.

La manera de ser de la unidad de la Iglesia la explica con admirable precisión León XIII, en su Encíclica
"SATIS COGNITUM" del 29 de junio de 1886, en la que leemos: "Cum Ecclesiam Divinus Auctor fide et
regimine et communione unam esse decrevisset, Petrum eiusque sucesores delegit, in quibus
principium foret ac veluti centrum unitatis"
(Como el Autor Divino de la Iglesia quiso que ésta fuese una por la unidad
de la fe, del régimen y de la comunión escogió a Pedro y a sus sucesores, para que fuesen el principio y el centro de la unidad.
Esto nos enseña San Irineo, San Cipriano, San Jerónimo y casi todos los Padres y Doctores de la Iglesia).


De lo dicho se sigue que será puro cisma, cuando la insubordinación a la cabeza visible de la Iglesia sea tan
sólo en materia de disciplina y no de doctrina, y será mixto, cuando a la insubordinación se junte !a negación
de algún dogma.

Si el cismático quedase en el estado de simple desobediencia contumaz contra el Romano Pontífice como tal,
no sujetándose a él o no queriéndolo reconocer, cuando lo reconoce toda la Iglesia, sin negar el Primado, ni
otro dogma de fe, en este caso, disputan los autores católicos, si por lo mismo queda ya fuera de la Iglesia. El
P. Francisco Suárez, S.J. (t. IX de Fide, si, n.14) encontró muchos autores que lo negaban, y él mismo prefirió
negarlo, pareciéndole que el tal, que conserva la fe y sigue siendo miembro de Cristo, lo será también de la
Iglesia. La opinión de Suárez, con ser de un Doctor tan eximio, no es hoy día tan aceptada por los teólogos
modernos. Sin embargo, es necesario tener presente que, cuando los autores hablan de cisma, como ya
indiqué más arriba, hablan en la hipótesis de que la legitimidad del Papa es incuestionable y que no hay
motivos gravísimos, como los que hoy parecen existir, para poner en duda no sólo la doctrina y las acciones
del Pontífice, sino su misma legitimidad en el Papado. Bien puede ser que tengamos un Papa de iure, pero
no de facto.

Una forma de cisma, varias veces repetida en la Iglesia, es la que nace de una doble o dudosa elección del
Romano Pontífice. Entonces será cismático (objetivamente, aunque, tal vez, no subjetivamente) el individuo o la
comunidad, que se adhiere al Papa ilegítimo; pero, mientras sean ambos Papas dudosos, disputan los
auctores qué se deba hacer; y, en realidad, por pequeña que sea la duda, es muy difícil la situación para todo
católico de recta conciencia, como sucedió en el gran cisma de Occidente.

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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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En la práctica, como dice Benedicto XIV (Deservorum Dei beat. et eor. canonizatione), cada uno puede seguir al que
tiene por legítimo. La prueba de esto es que la Iglesia Católica ha elevado al honor de los altares a insignes
varones, que habían defendido con gran tesón a Papas que no eran legítimos. De aquí parece que podemos
deducir que nuestro juicio individual, fundado en la doctrina de la fe y de la sólida teología, puede justificar
nuestra actitud de aparente desobediencia o de inconformidad con los que tienen el poder, pero no usan de él,
conforme a la doctrina del Señor. Cuando, como en los actuales tiempos, vemos que la tradición apostólica ha
sido menospreciada, cuando no abiertamente negada; cuando circulan impunemente los más graves errores y
herejías, sin que los obispos, ni el mismo Papa reaccionen, enérgica y definitivamente, contra esos atentados
contra la unidad y estabilidad de nuestra fe; cuando estamos palpando los frutos amargos en la
"autodemolición" de la Iglesia, en la claudicación de tantos sacerdotes, en la ruina de la vida religiosa, del
estado de perfección; cuando en los seminarios se está corrompiendo la fe y la moral de los futuros
sacerdotes... tenemos derecho, tenemos el deber de dudar de la legitimidad del Papa Montini, ya que es el
principal responsable de este derrumbe.


Pero, veamos ya las lecciones que nos da el gran cisma del Occidente.

Fue Gregorio XI el último Papa que Francia ha dado a la Iglesia; este Pontífice, gracias a los ruegos,
advertencias y amenazas de Santa Catalina de Sena, puso término a la permanencia de los Papas en Aviñón,
a donde se habían refugiado, en su gigantesca lucha contra los Emperadores, buscando la protección de
Francia. El 27 de marzo de 1378 moría en la Ciudad Eterna este Papa; pero su muerte vino a ocasionar el
cisma más grande, que ha sufrido hasta ahora la Iglesia de Dios, en Occidente.

A su muerte, 16 cardenales, que se reunieron en cónclave, en medio de una agitada revolución popular, que,
con gritos y amenazas, pedía un Papa, no tan sólo italiano, sinto también romano. Cuatro tan sólo eran los
purpurados de origen italiano: los romanos Francisco Tebaldeschi y Jacobo Orsini, el milanés Simón de
Brossano y el florentino Pedro Corsini. Frente a esta minoría italiana estaba la mayoría de 12 cardenales
extranjeros o ultramontanos, de los cuales once eran franceses y uno español.

El cónclave empezó el 7 de abril; y, estando ya encerrados los cardenales, penetró en el palacio una inmensa
muchedumbre, que, en tono amenazador, gritaba exigiendo un Papa romano o, cuando menos, italiano. En el
desorden y los desmanes, la multitud se apoderó de gran parte de las provisiones de boca, preparadas para el
cónclave, y causaron graves daños en el ajuar del palacio, durante las tres horas, que invadieron el recinto
vedado, donde debía celebrarse la elección pontificia.

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Pero, ya antes de que ésta se efectuase, estaba señalado por la mayoría el nombre de Bartolomé Prignano,
napolitano, arzobispo de Bari. El cardenal de Luna escribe: "Luego se fue haciendo más recia la gritería del
pueblo, excitado y verdaderamente poseído del demonio, que clamaba: ¡Queremos un romano! Y con estos
clamores penetraron hombres armados, con las espadas desnudas, hasta la capilla. En estos momentos fue
cuando la libertad y la vida misma de los cardenales se vieron en peligro; sólo que entonces, el Papa estaba
ya elegido
".
Llenos de congoja, los purpurados no se atrevieron a comunicar a los furibundos intrusos el
nombre del elegido; y, para apaciguar a la irritada chusma, designaron como Papa al anciano cardenal
Tebaldeschi. "Aun nosotros, escribe uno de los conclavistas, aclamamos al nombrado cardenal como
realmente elegido; y, por más que se resistía, le pusimos en el trono, vestido con el manto pontificio; y allí le
detuvo casi dos horas el pueblo que había penetrado, Los clamores de! anciano cardenal: 'El Papa no soy
yo; es otro'
no tuvieron por lo pronto atención; y los cardenales aprovecharon, para huir, la terrible confusión
que reinaba en palacio. Algunos se dirigieron al castillo de Sant Angelo, otros a sus habitaciones; cuatro
abandonaron Roma para buscar en los alrededores un seguro refugio; pero, en la misma tarde se esparció por
la ciudad la noticia de la elección de Prignano".


Este admitió el nombramiento, y el 10 de abril fue entronizado por 12 de los cardenales, que pudieron reunirse,
después de la dispersión, tomando el nombre de Urbano VI. Los mismos cardenales notificaron por cartas a
los soberanos la elección. Nadie parecía dudar de la legitimidad de ésta, hasta que el carácter duro y violento
del Papa se ganó en poco tiempo la antipatía de todos los cardenales, que lo habían elegido. Siempre será un
misterio para la historia, la unanimidad con que todos los cardenales, que habían concurrido a la elección,
afirmaron después, de una manera unánime, que ésta no había sido válida, pretextando el temor y los peligros,
con que la furia popular los había dominado durante las elecciones. ¿Podemos admitir que la elección estaba
ya hecha, antes de que el cónclave hubiera empezado, aunque los electores hubiesen manifestado un
consentimiento unánime? ¿Podemos creer que hecha la elección, el miedo de los cardenales llegó a tal grado,
que, ante el pueblo exigente, nombrasen después y entronizasen al anciano cardenal romano Francisco
Tebaldeschi? ¿Podemos admitir que, por muchos que fuesen los defectos y violencias de Prignano, llegasen a
afirmar los cardenales, por unanimidad, que su elección había sido nula, por falta de libertad en los electores?
El 20 de julio del mismo año —pocos meses después de la coronación de Urbano VI— los cardenales no
italianos reunidos en Anaigni, invitaban a los otros a hacer una nueva elección. Se reunieron 13, y el 9 de
agosto declararon nula la elección de Urbano VI. El gran cisma había empezado. El 20 de septiembre,
reunidos los 16 cardenales en Fondi procedieron a una nueva elección. El elegido fue Roberto de Ginebra,
quien tomo el nombre de Clemente VII, siendo coronado el 31 de octubre.

La división de la Iglesia fue espantosa. Inglaterra, Alemania e Italia estaban por Urbano, mientras que Francia,
Castilla y Aragón, con una completa conformidad, dieron su obediencia a Clemente VII. Como era de
suponerse, ambos Papas nombraron nuevos cardenales. Al morir Urbano VI, el 15 de octubre de 1389,
reunidos en Roma 14 cardenales eligieron legítimamente Papa a Pietro Tomacelli, que se llamó Bonifacio IX;
y, así mismo, a la muerte de Clemente VII, ocurrida el 16 de septiembre de 1394, fue elegido el español Pedro
De Luna
, que, persuadido de su legitimidad, al subir al trono pontificio, tomó el nombre de Benedicto XIII.
Hay dos cartas, escritas a los cardenales, que eligieron primero a Urbano VI y después de negarlo, eligieron a
Clemente VII. La primera es de Santa Catalina de Sena a los cardenales italianos, olvidados de sus
juramentos, y la segunda del canciller político Colurcio Salutato.

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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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" ¡Ay de vosotros! —escribía Santa Catalina— ¡a dónde habéis venido a parar, por no haber obrado conforme
a las prescripciones de vuestra dignidad! Estabais llamados a alimentaros a los pechos de la Iglesia; a esparcir
fragancia como flores de su jardín; a sustentar como firmes columnas al Vicario de Cristo y su navecilla; a
servir como antorchas para alumbrar al mundo y para dilatar la fe. ¡Vosotros sabéis bien si habéis cumplido
aquello para que habíais sido llamados y a que estabais obligados! ¿En dónde está vuestro agradecimiento
para con la Esposa que os ha nutrido? ¡Vosotros estáis persuadidos de la verdad, de que Urbano es el
legítimo Papa, el Sumo Pontífice, constituido por una elección legal y, más bien, por divina inspiración, que por
vuestra operación humana! Así nos lo anunciasteis, conforme es verdad, pero ahora habéis vuelto la espalda
como cobardes y miserables caballeros, que teméis de vuestra propia sombra. ¿Cuál es la causa? El veneno
del amor propio, que corrompe al mundo; y vosotros, que erais ángeles en la tierra, os habéis entregado a las
obras diabólicas, y además queréis arrastrarnos a nosotros al daño que sobre vosotros obra, conduciéndonos
a la obediencia del anticristo. ¡Oh, desdichados, que nos anunciasteis la verdad, y queréis ahora brindarnos
con la mentira! Queréis hacernos creer que elegisteis Papa a Urbano por miedo; pero quien tal dice miente. —
Podréis decirnos: ¿Por qué no nos creéis, dado que nosotros los electores conocemos la verdad mejor que
vosotros? Mas, yo os respondo, que vosotros mismos me habéis mostrado de qué manera os apartáis de la
verdad. Si considero vuestra vida, echo de menos en vuestra conducta la virtud y la santidad, que podría, por
respeto de vuestra conciencia, apartaros de la mentira. ¿Qué es lo que me prueba la legítima elección del
Señor Bartolomé, arzobispo de Bari, que hoy es verdaderamente el Papa Urbano VI? La prueba nos la dan la
solemne coronación, el homenaje que le prestasteis, las gracias que solicitasteis de él y en parte recibisteis. Y
vosotros sólo podéis oponer mentiras a esta verdad. lOh, insensatos y dignos de mil muertes! , en vuestra
ceguedad no conoceis vuestra propia afrenta. Si fuera verdad lo que decís, así como es mentira, ¿no nos
hubierais engañado cuando nos disteis a Urbano VI como Papa legítimo? , ¿no seríais ahora reos de simonía,
habiendo solicitado gracias y usado de las que obtuvisteis de aquél, a quien ahora llamáis Papa ilegítimo? ".


Esta carta escrita por una humilde mujer, por una santa, parece que mutatis mutandis, (cambiando nombres y
circunstancias)
, bien podríamos dirigirla a nuestros actuales jerarcas; a tantos cardenales, dominados por un
amor propio desmedido, que anteponen su bienestar, su intereses, su "carrera", a los altísimos intereses de la
gloria de Dios y de la salvación de las almas. Están viendo el desastre impresionante, satánico de la Iglesia, y,
con su silencio, con su aceptación a las consignas, con su deseo de hacer méritos, de conservar sus puestos,
sus prebendas, sus honores, hacen más de lo que les piden las consignas, aunque para hacerlo, tengan que
sacrificar la verdad, la justicia, la caridad y la misma fe.
"Vosotros, que erais ángeles en la tierra, os habéis
entregado a las obras diabólicas".


"Y además queréis arrastrarnos a nosotros a la obediencia del Anticristo."
¡Oh desdichados, que nos anunciasteis la verdad, en otros tiempos, y ahora predicáis la mentira! En otros
tiempos, cumpliendo con vuestra profesión de fe tridentina y con vuestro juramento antimodernista,
anatematizabais en vuestros seminarios, en vuestras cartas pastorales, en vuestros púlpitos, los mismos
errores que ahora pregonáis como el "aggiornamento" de la Iglesia al mundo corrompido en el que encontráis
el "progreso" y la prosperidad de los pueblos. Estabais llamados a ser la luz del mundo y la sal de la tierra.
Vuestra excelsa misión era la de preservar incólume la doctrina evangélica, el Sagrado Depósito de nuestra fe
católica; y, en vez de esto, habéis autorizado con vuestra autoridad la difusión de los errores modernistas,
compendio monstruoso de todas las herejías. Habéis concedido graciosamente vuestro "imprimatur" a los
libros que no sólo atacan los dogmas más sagrados, sino la existencia misma de un Dios trascendente,
Creador de todo cuanto existe; habéis justificado los errores infames de Teilhard de Chardin con el nombre y el
peso del General de los Jesuitas, que parece haberse convertido en el puente entre la verdad y el error, entre
la luz y las tinieblas; y, en cambio, fulmináis las penas supremas de la Iglesia jurisdiccional, contra la que
levantasteis vuestra voz en el Vaticano II, para acallar las voces de los que nos obstinamos en defender
inmutables esos dogmas sagrados, que expresan la Verdad Revelada.


Vuestro deber primario, después de conservar la fe, era la de preservar a las ovejas, que Dios os había confiado, de esa inmoralidad, que se
propaga en los mismos colegios católicos, destruyendo y corrompiendo nuestra niñez y nuestra juventud,
prostituyendo la santidad de la familia cristiana y justificando las más absurdas aberraciones contra la ley
inmutable y universal de la moral cristiana, que es reflejo de la ley eterna del mismo Dios. Os habéis olvidado
de que Cristo vino a este mundo, murió por nosotros e instituyó su Iglesia para la salvación y santificación de
las almas; no para convertir este mundo en la utopía de un paraíso. Habéis consagrado vuestro poder y todas
vuestras actividades en una empresa del todo ajena a vuestro divino ministerio. Veis por todas partes la
profanación del Santuario; habéis aceptado el "Novus Ordo Missae", confeccionado por Bugnini y siete
ministros protestantes. En vez del altar, nos pusisteis la "mesa anglicana"; en lugar del Santo Sacrificio, real y
verdadero, como nos enseña Trento, nos habéis impuesto la "asamblea", con sus innumerables variaciones,
que llegan a veces a sacrilegas e intolerables burlas de los misterios más sagrados. Vuestras "homilías" son
peroratas, que ridículamente emulan los discursos demagógicos de los incitadores a la revolución y la
violencia. ¡Vosotros sabéis muy bien que, a pesar de vuestras múltiples reuniones, conferencias y viajes, a
pesar de los sínodos periódicos, de vuestra mal entendida "colegialídad", la Iglesia se encuentra en una crisis
tan terrible que nos dais la impresión de estar empeñados en eliminar en los pueblos la misma religión.

Vuestros seminarios están vacíos; disminuyen pavorosamente las vocaciones sacerdotales y para la vida
religiosa. Y, cuando vemos lo que, en esos seminarios, se enseña y se permite a los poquísimos alumnos,
preferiríamos verlos cerrados o convertidos en escuelas de artesanías. Aumentan de día en día las
deserciones de los ministros del altar, de vuestros sacerdotes, que, al darse cuenta de vuestra traición a la
doctrina evangélica, a la tradición apostólica, a la Iglesia de dos mil años, han preferido buscar en el tálamo la
fecundidad material, ya que vieron perdida su fecundidad espiritual.


SIGUE...

*Nota de Javier: ¡Bravo, Rev. Padre Sáenz y Arriaga, bravo! Sólo usted supo ver con meridiana claridad el espantoso y trágico desastre que se cernía sobre la Iglesia y la Cristiandad en una época compleja y turbulenta. En mitad de las tinieblas y el humo de Satanás, sólo usted tuvo el valor y la dignidad de gritar abiertamente contra el lobo sanguinario y satánico que desde Roma estaba destrozando al orbe católico. Descanse en paz, valiente sacerdote de Cristo +
¡Dios mío, todo por amor a Vos, y para vuestra mayor gloria! Jesús y María, os amo y os adoro con toda mi alma y con todo mi corazón. ¡Tened piedad de mí!
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