"SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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¡El Papa dispensa! ¡El Papa da el permiso! ¡La Congregación de la Doctrina de la Fe ha autorizado ya a los
obispos y a las Conferencias Episcopales el facilitar y abreviar los expedientes para reducir los clérigos
insatisfechos al estado laical, con las necesarias dispensas, para que esos sacerdotes puedan casarse; y no
se dan cuenta que todas esas facilidades son una complicidad con el pecado, un aliciente a la tentación del
pobre sacerdote, que nunca debería olvidar que su carácter sacerdotal es indeleble!


No menos dura es la carta de Coluccio Salutato: "¿Quién no ve -escribe a los cardenales— que vosotros no
buscabais un verdadero papa, sino tan sólo un francés..." "Fue malo el que por miedo hayáis elegido al Sumo
Pontífice; peor el haber confirmado lo que hicisteis; pero pésimo el que después de todo le hayáis prestado la
debida reverencia, confirmando así vuestra elección pasada. Fue torpe el presentarlo a los fieles al que no era
verdadero Pontífice, como Vicario de Cristo; anunciarlo con cartas, mayor torpeza; pero torpeza suma, ocultar
por tanto tiempo la verdad. Fue peligroso hacer sentar en la Sede a aquél que no había entrado por la puerta;
más peligroso tolerar por tanto tiempo al intruso, pero el sumo peligro está en oponer ahora un Pontífice a otro
Pontífice".


También estas palabras de Salutato, mutatis mutandis, (cambiando las circunstancias de asuntos, tiempos, lugares y
personas)
podrían dirigirse a nuestros jerarcas, que tomaron parte en el Vaticano II y que han seguido
aceptando después los cambios continuos de la Iglesia, olvidados de que una cosa es el progreso, in
aedificationem Corporis Christi
y otra cosa muy distinta el pretender hacer la religión como algo evolutivo,
inestable y variable. Si se combina con la idea de la evolución universal se puede llegar a sistemas, más o
menos coherentes, tales como el monista materialista de Haeckel o el teológico-lírico de Teilhard de Chardin;
pero la doctrina de Cristo, la Verdad Revelada, perdida su estabilidad inconmovible, pasaría a ser una mera
elucubración de la mente humana, que huye de Dios y de la verdad.

Fue malo el aceptar, ya desde los comienzos del Concilio, la idea de un Concilio, cuyos resultados se preveían
y con temor se esperaban; fue peor el haber rechazado el esquema, debidamente preparado por los teólogos
del Santo Oficio; pero fue pésimo el dejar en manos de los llamados "expertos" la dirección equívoca, que
desde el principio asumió el Concilio Pastoral. Fue torpe el querer abarcar en tan poco tiempo los ingentes
proyectos propuestos por los "expertos"; fue mayor torpeza el asumir, desde los principios, esa actitud de
"ecumenismo", de transacción, de componendas; pero, suma torpeza fue el atreverse a tocar lo que era ya
intangible, lo que la voz infalible del Magisterio había ya antes definido. Fue peligroso el invitar a los
"observadores" de otras religiones, que ciertamente no mostraban estar convencidos de sus errores y herejías;
más peligroso colocar a la Iglesia Católica al nivel de las otras sectas que se dicen cristianas; pero el sumo
peligro estuvo y está en querer rectificar ahora las condenaciones definitivas de Concilios anteriores, para
facilitar así, no la verdadera unión, sino un sincretismo religioso, que necesariamente acabará con destruir
todas las creencias.


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La esencia de la mentalidad postconciliar —como nos dice el Dr. Julio Garrido— "es la introducción de la
noción de cambio, de movimiento y, por lo tanto, de inestabilidad en todos y cada uno de los capítulos de la
teología y en todos y cada uno de los aspectos de la vida religiosa".
Subrayamos todos y cada uno, porque
la teología católica y la vida religiosa están tan bien trabadas y constituyen un edificio tan sólido y coherente,
que, así como la alteración de sus partes fundamentales tiene repercusiones desastrosas sobre el conjunto del
edificio, también el dejar incólume uno solo de sus elementos básicos permite reconstruir lógicamente el
edificio tradicional. Y esto lo saben muy bien los "neo-teólogos" y, por esto todas y cada una de las partes del
edificio
han sido objeto de sus ataques. Si todas y cada una de las partes del edificio son atacadas, no nos
encontramos ante un nuevo edificio, más bonito o más feo, más o menos cierto, sino ante un edificio en
descomposición, en el que cada una de sus partes está derrumbándose, y resulta un agnosticismo integral
religioso, que guarda cierto recuerdo de su estructura anterior, pero en el que ninguna de sus partes tiene
consistencia segura, ya que está sujeta a muy variadas interpretaciones, a gusto de cada uno de los que
todavía, por costumbre, se continúan llamando "teólogos".

"El agnosticismo religioso integral —prosigue el Doctor Garrido—, se encuentra en el polo opuesto de la
religión católica. No trata de discutir una u otra verdad, o de poner en duda algún dogma determinado, lo que
es propio de las herejías (que han sido a veces beneficiosas, pues han permitido precisar el pensamiento ortodoxo). No se
trata tampoco de estructurar una nueva religión definida, sino de la negación, disimulada o descarada,
de toda verdad religiosa invariable.


"Sea cual fuere la autoridad que nos propusiese tales tesis emparentadas con este agnosticismo religioso
integral, sean cuales fuesen las razones aducidas en pro de esta nueva visión, distinta de la tradicional, no
podemos menos de decir: ésta no es la religión de la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica; esto es algo
diferente
y si la Iglesia se equivocó durante veinte siglos, ¿con qué autoridad nos propondrían ahora un grupo
de inconscientes neoteólogos (o de miembros de la Jerarquía doctrinalmente corrompidos) unos cambios y unas
variaciones, que atentan contra el edificio estable y definitivo de la doctrina católica?


Hasta aquí el Doctor Julio Garrido, que en su profundo raciocinio nos confirma en la aplicación de la carta de
Salutato a los cardenales que iniciaron el cisma de Occidente, que tan grandes daños trajo para la Iglesia.
Volvamos a ese cisma. La división de la Iglesia era espantosa. El rey Carlos II de Francia inclinó todo el peso de
su poderío en favor de Clemente VII, convencido, a lo que parece, de su legitimidad. Inglaterra, Alemania e
Italia, aunque con división y dudas de los ánimos, estaban por Urbano, mientras Francia, Castilla y Aragón, con
más compacta conformidad, prestaban su obediencia a Clemente. Al morir Urbano VI, al 15 de octubre de
1389, reunidos en Roma 14 cardenales eligieron legítimamente Papa a Pietro Tomacelli, que se llamó
Bonifacio V, así mismo, a la muerte de Clemente VII, ocurrida el 16 de septiembre de 1394, antes que pudiese
intervenir Francia para impedir una nueva elección, era elegido, tras juramento de procurar la unión por medio
de la renuncia, el español Pedro de Luna, que, al subir al trono pontificio, persuadido de su legitimidad, tomó el
nombre de Benedicto XIII.

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Benedicto XIII no creía que la renuncia fuese el camino apropiado para terminar el cisma; antes confiaba que
en una entrevista convencería a su adversario, a quien llamaba "el intruso". Francia quería, ante todo, la
renuncia, y, tras una embajada de los duques de Berry, de Bourgogne y de Orleáns, que con este objeto envió
a Aviñón, le quitó la obediencia, en lo que le imitó Castilla, quedando Benedicto XIII, en realidad, preso de los
franceses. Bonifacio IX, tan persuadido... en Roma de su derecho, como Benedicto del suyo en Aviñón, no
toleraba la sola idea de renuncia o de concilio.

Con esta actitud de los dos contrincantes al papado, Francia, por decreto del 28 y 30 de mayo de 1403, se vio
obligada a devolver su obediencia a Benedicto XIII. Bonifacio IX murió el 1 de octubre de 1404. Su
sucesor Inocencio VII reinó sólo cuatro años, y siguióle Gregorio XII, con el mismo compromiso de renunciar,
que tenía Benedicto XIII, si así convenía para la paz de la Iglesia.

Desde un principio se había pensado en Francia y en España en un concilio que dirimiese la cuestión.
Deseábalo, sobre todo, la Universidad de París, cuyos miembros, en especial el canciller Pedro d'Ailly y su
discípulo Gerson, aunque veían la dificultad que ningún Papa quería convocarlo, pretendían salvarla con la
opinión errónea de que el poder del concilio estaba por encima del poder del Papa. Se convocó, pues, un
concilio, apoyado por Francia; luego que hubo cardenales de una y otra parte, separados de sus respectivos
Papas, nada más fácil que acudir a este medio. En 1409 se reunieron en Pisa, llegándose a juntar allí 24
cardenales, muchos obispos y, sobre todo, muchos doctores. Después de lamentables discursos sobre los
crímenes de los dos papas, se creyeron facultados para deponer a entrambos, los cuales, al mismo tiempo,
protestaban y reunían otros sínodos en Aquileya y en Perpiñán. Pero, aunque fuera de Francia, las otras
naciones, como tales, no se habían adherido al conciliábulo de Pisa, fue la desdichada idea de elegir un nuevo
papa, Pedro Filardo, cardenal arzobispo de Milán que tomó el nombre de Alejandro V, lo que complicó todavía
más la situación.

Juan XXIII, que sucedió a Alejandro V, en Roma, convocó un concilio general en Constanza. Se comenzó
dando a Juan XXIII los honores del papado, pero, desde que se sentaron a principios de 1415 los embajadores
de Clemente XII, ya casi abandonado de todos, se pensó en hacerlo renunciar. Sus mismos cardenales
Guillermo de Fulastre y d'Ailly se lo propusieron con la evidente razón de que era imposible que los partidarios
de los otros dos se conformasen en abandonarlos sin este sacrificio. La admisión de los doctores a votar, a
propuesta de los mismos cardenales, desconcertó los planes de Juan XXIII, que fue depuesto; con igual
derecho con que fue elegido su predecesor en Pisa. Mientras tanto Gregorio XII había renunciado; pero, Pedro
de Luna, a pesar de ir en persona Segismundo, rey de Romanos y el Rey de Aragón a suplicarle que
renunciase, conforme a sus compromisos, no quiso ceder nada de la dudosa autoridad de que estaba
revestido. Pero, abandonado de casi todos, el concilio procedió a una solemne deposición del mismo el 26 de
julio de 1417. Para la nueva elección se convino, tras inacabables disputas, en que a los cardenales se les
unieran seis delegados de cada nación o grupo, alemanes, españoles, franceses, ingleses e italianos,
debiendo juntar el elegido las dos terceras partes de los cardenales y de los electores de cada nación. El 8 de
noviembre de 1417 entraron en cónciave 23 cardenales y los otros 30 electores, y en la tarde fue elegido el
cardenal Otón Colonna, el cual se llamó Martín V. El cisma había terminado.

Vemos, pues, que esa espantosa crisis de la Iglesia, en la que desfilaron varios papas, y en la que hubo
momentos en que tres distintos elegidos reclamasen la sucesión legítima de Pedro, duró del 9 de agosto de
1378 hasta el 8 de noviembre de 1417. Es evidente que durante el cisma la sucesión de Pedro, que
legítimamente había recibido en su elección Urbano VI, residió únicamente en los Papas legítimos, sus
sucesores, pero la situación era tan caótica, que grandes santos y varones esclarecidos por su ciencia
sostuvieron proposiciones que se alejaban de la doctrina revelada en la tradición.

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"En el último tercio del siglo XIV, precisamente en la desdichada época del cisma -escribe el historiador
Ludovico Pastor- alcanzó esta agitación su período álgido en Alemania; y no sólo en el sur de ella y en las
comarcas del Rhin, que habían sido los dos principales focos de la agitación herética de la Edad Media, había
caído una gran parte de la población en los errores de los Valdenses, sino también habían penetrado éstos en
el norte y hasta el más remoto oriente del imperio... El movimiento revolucionario contra la Iglesia y el clero, en
muchos conceptos profundamente relajado, que había invadido las masas populares en diferentes provincias
de Alemania, ha sido todavía muy poco investigado; el hecho es que se dejaban oír voces claras concitando a
una pública apostasía de la Iglesia, y a una revolución social estrechamente combinada con ella. Una crónica
de Maguncia refiere, en 1401, que, lo que andaba hacía ya tiempo en las bocas de todos, había llegado a ser
entonces la general consigna: "Que había que zurrar a la clerigalla".
*

"A qué extravíos condujera la oposición herética, lo muestra la secta panteística del espíritu libre, que ahora
apareció de nuevo en diferentes sitios de Alemania. De las actuaciones contra un adepto de aquella secta,
verificadas en Eichstatt, en el año 1381... aparece claramente el terrible peligro que por este lado amenazaba
a todo orden, así eclesiástico como social; pues aquel hereje afirmaba que por una ardiente devoción y
penetración dentro de la divinidad, había alcanzado hacerse uno con Dios, enteramente perfecto e incapaz de
pecar. Y de esta imaginaria perfección sacaba el acusado consecuencias, que son muy a propósito para
justificar ciertas acusaciones de los escritores medioevales contra los sectarios de entonces, algunas de las
cuales se habían tenido hasta ahora por injustas e increíbles. Conforme a la opinión de dicho acusado, no sólo
los mandamientos de la Iglesia, sino también las leyes de la moral común, dejan de ser obligatorias para los
agraciados con el espíritu de libertad y perfección. Aun los más grandes delitos contra el sexto mandamiento
no son para él pecado alguno, mientras sigan sólo el instinto de la naturaleza; y hasta tal punto se cree con
derecho de poder hacer 'lo que le dé la gana' que declara que le es permitido matar a quienquiera que se le
oponga, aun cuando fueran mil personas.

"De mucha mayor importancia que los demás movimientos heréticos del mismo género, violentamente
reprimidos por la Inquisición, fue el sistema de Juan de Wiclef, muerto en Inglaterra en 1384. Todos los
errores que habían aparecido entre los apocalípticos, los Valdenses, Marsilio y otros, se juntaron en la secta
por él fundada, la cual sirvió de punto de transición de la antigua herejía a la nueva dirección herética universal
del protestantismo. Su doctrina fundamental era un exagerado realismo panteísta y un predestinacionismo,
que amenazaba toda la moral. Todo es Dios. Todo lo enseñorea una necesidad incondicional, aun las acciones
divinas. Hasta lo malo sucede por necesidad, y Dios fuerza a cada una de las criaturas agentes a todos y cada
uno de sus actos; así son unos predestinados para la gloria y otros para su condenación; y la oración de estos
desgraciados no tiene valor ninguno, mientras que a los predestinados ningún daño les hacen los pecados, a los
cuales Dios los induce con necesidad. Sobre dicha teoría de la predestinación, edifica Wiclef su Iglesia; la cual
es, para él, la comunidad de los elegidos. Con esto queda, en principio, suprimida la Iglesia como sociedad, y
se convierte en una comunidad puramente interior de los espíritus, sin que nadie pueda saber quién pertenece
a ella o no. Sólo es cierto para la fe, que en todo tiempo existe la Iglesia en la tierra, en algún lugar, aunque,
por ventura, sólo en unos pocos pobres legos, que moran esparcidos en diversos lugares. El Papa, a quien
Wiclef había reconocido, al principio aunque condicionalmente, no le parecía, más adelante, Vicario de Cristo,
sino el anticristo; y la veneración que al Papa se tributa —dice— es, por consiguiente, una tanto más
aborrecible y blasfema idolatría, cuando por ella se atribuye honores divinos a un miembro de Lucifer, y a un
ídolo mucho más abominable que un tarugo pintado, por cuanto encierra en sí tan grande maldad. La iglesia —
enseña más adelante Wiclef— no puede tener ningunos bienes temporales y ha de restituirse a la simplicidad
de los tiempos apostólicos; hay que arrebatarle toda posesión y señorío. La Biblia es la única fuente de fe; en
ninguna manera la tradición. Ningún superior seglar o eclesiástico, tiene autoridad, si permanece endurecido
en estado de culpa mortal.
Adelante siempre en sus errores, rechazó Wiclef las indulgencias, la confesión, la
extremaunción, la confirmación, el orden sacerdotal, y aun llegó a atacar el punto central de todo el culto
católico: La Divina Eucaristía".

"Estas doctrinas, que encerraban en sí una revolución, no sólo de las relaciones eclesiásticas, sino también de
las políticas y sociales, alcanzaron rápida difusión en Inglaterra; numerosos discípulos, 'Sacerdotes
Pobres'
que enviaba Wiclef, en oposición a la 'Iglesia rica y entregada al diablo' esparcieron sus errores por
todo el país y, en un tiempo relativamente corto, provocaron tal agitación contra los bienes temporales de la
Iglesia, contra el Papa y los obispos, que hizo temer los mayores excesos".


* La clerigalla = el clero

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Su sucesor fue Juan Hus. Lo mismo que los errores de Wiclef, las doctrinas del maestro de Praga "debían
necesariamente conducir a una revolución cuyo fin no podía verse de antemano..."
Sólo los creyentes; esto
es, los partidarios de Hus, tenían derecho a poseer en propiedad, y aun esto, sólo por el tiempo en que sus
convicciones estuvieran conformes con las que dominaban en el país. No se necesitan muchas explicaciones
para entender que tales teorías significaban la supresión de todo derecho de propiedad, y para comprender
cuan espantosas consecuencias debía producir la sola tentativa de aplicar estos principios (aparentemente
derivados de las doctrinas de la religión cristiana)
como criterio, en la constitución de un nuevo orden social. La
posterior guerra de los husitas recibió, en gran parte, su carácter extraordinariamente sangriento, precisamente
del intento de realizar semejantes teorías. Si, por una parte, declaraba Hus la guerra al orden social, por otra
parte, ponía en duda toda autoridad pública, por cuanto defendía la máxima wiclefista que ningún hombre que
persevere endurecido en pecados mortales puede ser señor temporal, obispo o señor, "porque entonces su
señorío temporal o eclesiástico, su cargo o dignididad, no reciben la aprobación de Dios."


¿No hay acaso una semejanza, un cierto paralelismo entre las doctrinas, que hoy circulan, con la de Wiclef y
las de Hus? ¿No se asemeja el panteísmo de estos dos herejes con el panteísmo de Teilhar de Chardin? ¿No
se anticipó Wiclef a la "Iglesia de los Pobres" de los tiempos modernos? ¿No se adelantó al protestantismo y al
modernismo liberal de nuestra época, al rechazar la tradición como fuente de revelación? ¿No fue uno de los
postulados de la reforma del Vaticano II el volver a la simplicidad de los tiempos apostólicos como lo predicaba
Wiclef? ¿No estamos viendo ahora, como en esos antiguos tiempos de herejía, el menosprecio de las
indulgencias, la eliminación de la confesión sacramental, la solapada negociación del Orden Sacerdotal y la
negación práctica de los misterios eucarísticos?


Y, como entonces, estas doctrinas anticatólicas, disolventes, heréticas encierran en sí no sólo una verdadera
revolución religiosa dentro de la Iglesia, sino también, eliminados los frenos de la conciencia, de la ley santa de
Dios y destruida la base de toda autoridad, esa revolución ideológica y religiosa tiende a convertirse en una
revolución de orden político y social, que necesariamente habrá de producir un derramamiento de sangre entre
los oponentes. Las guerras religiosas son siempre las guerras más sangrientas y prolongadas. Por eso la
guerra de los husitas, en la que estaban involucradas la propiedad y los derechos fundamentales del hombre,
fue tan cruel, tan violenta y tan extraordinariamente sangrienta. Y, con el derecho de propiedad, cayó el
principio de autoridad, que no subsiste, cuando el hombre pretende suplantar con sus criterios absurdos y
egoístas la base de toda autoridad, de toda ley, que sólo existe en el reconocimiento sincero y profundo de
nuestra dependencia total y absoluta del mismo Dios, nuestro Creador, nuestro Señor y Dueño.


En verdad que, al leer esa crisis tenebrosa del gran cisma de Occidente, y al comparar la situación actual que
en la Iglesia vemos, encontramos, sin duda, muchos puntos parecidos, idénticos; pero, la diferencia enorme
está en que entonces las autoridades eclesiásticas, por indignas y pecadoras que fuesen, combatieron
enérgicamente esas herejías; jamás hicieron pactos con la iniquidad. Mientras que ahora, — ¡dolor causa
decirlo! — el mal está dentro; la infiltración es manifiesta y la tolerancia con los errores y herejías es
considerada como un progreso en las ciencias sagradas.


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Por más que queramos disimular esta verdad amarga; por mucho que tratemos de encubrir la situación, que
hoy destruye la Iglesia, tenemos que llegar a las alturas; tenemos que reconocer que si anda mal el clero, si
los seminarios se han convertido en focos de irreligiosidad y corrupción, se debe no tan sólo a los superiores
de esos planteles, sino al descuido, a la condescendencia, a la manifiesta tolerancia de los Obispos, ya que
uno de sus más sagrados deberes pastorales está en preparar, con la mayor prudencia, vigilancia y solidez
posible a los futuros sacerdotes, que han de ser sus colaboradores jerárquicos, en su misión sublime de la
gloria de Dios y la salvación de las almas. Y este descuido, este silencio, esta condescendencia, esta
tolerancia, con que los prelados ven un punto tan importante y trascendente; esta pasividad ante los errores
que se predican y se enseñan; este silencio inexplicable de no hablar cuando deben hacerlo; ese impedir la
defensa de la verdad; ese empeñarse en creer que su dignidad de obispos los hace "casi" infalibles e
impecables, aunque sus injusticias, sus debilidades, sus secretas miserias les deberían provocar grandísimos
remordimientos de conciencia, pensando en la cuenta que tienen que dar a Dios, según aquellas terribles
palabras de la Escritura: "Pues los que ejercen potestad sobre otros serán juzgados con extremo rigor.
Porque con los pequeños se usará de compasión; mas los grandes sufrirán grandes tormentos. Que
no exceptuará Dios persona alguna, ni respetará la grandeza de nadie... si bien a los más grandes
amenaza mayor suplicio"
(Sap. VI, 6-8 ); toda esa autosuficiencia con que, por ser obispos, se sienten
incapaces de equivocarse, de caer en falta alguna contra la justicia y contra la caridad, contra la ley de Dios y
la misma ley de los hombres, debería ser la preocupación constante de un gobierno eclesiástico que teme al
Señor.

He aquí la gran responsabilidad del Papa Montini, suponiendo su gran talento, su habilidad política, su buena y
sincera voluntad, al no reprimir el mal cuando puede y debe hacerlo, cuando sabe muy bien y tiene de ello
plena conciencia que cuando Dios elige a un hombre para ser Papa, para ser el fundamento de la Iglesia, el
sucesor de Pedro, el Vicario de Cristo en la tierra, él debe, con sumo cuidado, con completa dedicación,
dedicarse totalmente al cumplimiento de sus altísimos deberes, de cuyo cumplimiento depende, en lo humano,
la gloria de Dios y la salvación de las almas. La aparente timidez de Paulo VI, que muchos alegan como una
excusa de su gobierno desastroso, no es una excusa, es un agravante.

No es contra la verdad católica, no es injuriar al Papa —suponiendo que sea un verdadero Papa— no es
presunción ni soberbia al estudiar los cambios que nos han impuesto y que nos quieren imponer, contra la
doctrina de la fe, contra la tradición apostólica, contra los dictámenes de nuestra propia conciencia. Como nos
dice en su amable crítica de mi libro "LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA", mi buen amigo don Nemesio García
Naranjo y Elizondo, señalando el punto crucial de la presente controversia: "El P. Sáenz critica otros muchos
aspectos de la conducta de la Iglesia en los últimos tiempos. Le choca la actitud ambigua de Paulo VI en
problemas como el control de la natalidad y del celibato del clero. El resultado de esa ambigüedad ha sido que
cada quien interpreta las normas como le viene en gana. Los creyentes carecen ahora del freno que antes
tenían para regir su conducta, a la vez que frailes y monjas fácilmente brincan las trancas del claustro para
dedicarse —como dice con encantadora ingenuidad don Joaquín— 'a disfrutar de los deleites del tálamo' ...


"Y poco más arriba escribe en el mismo artículo don Nemesio: "NO HAY QUE CONFUNDIR AL
PODERDANTE CON EL APODERADO, Y HAY QUE DISTINGUIR ENTRE DIOS Y SU VICARIO. DIOS NO ES
CRITICABLE, PERO SI PUEDE SERLO EL PAPA". "Y, EN CUALQUIER CASO, DEBE HABER ALGUNA
MANERA DE REMEDIAR EL ABUSO O LA OMISIÓN DAÑINA DEL REPRESENTANTE".


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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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Sí la hay; sí existen en la Iglesia, como lo demuestra su antiquísima jurisprudencia y la ciencia de teólogos
eminentes, varias maneras para remediar el mal, cuando la cabeza visible de la Iglesia, sujeta a las humanas
debilidades, o a los compromisos adquiridos anteriormente, o a las presiones de fuerzas extrañas y nocivas,
descuida, soslaya o se niega a cumplir sus más altos deberes papales. El cisma de Occidente, humanamente
hablando, no hubiera tenido, al parecer, solución, si no hubiera sido por la elección espuria de Baltasar Cossa,
el antipapa Juan XXIII, y por la intervención enérgica de Segismundo rey de romanos. Dios escribe derecho,
como diría Santa Teresa, con renglones torcidos.

A pesar de que el conciliábulo de Pisa había sido un fracaso, por no haber sido convocado por un Papa
legítimo, la opinión general, ante lo desesperado de la situación, seguía pensando en que sólo un Concilio
Universal podía acabar con la perturbación de las cosas eclesiásticas. Hay un escrito, atribuido falsamente por
algunos a Gerson, cuyo probable autor es Dietrich de Niehein y cuyo título: "De la manera de unir y
reformar la Iglesia en un Concilio Universal"
, el cual, pese a las buenas intenciones, que tal vez tengan sus
promotores, nos está demostrando la confusión ideológica, que el cisma había provocado en las conciencias
de los católicos. Dietrich, a la manera de los wiclefistas, distingue dos Iglesias: la particular y privada Iglesia
Apostólica, y la Universal, que, como comunidad de todos los fieles, ha recibido de Dios inmediata mente el
poder de las llaves. "Esta Iglesia Universal está representada por el Concilio Universal que está por encima del
mismo Papa, el cual tiene obligación de obedecerle, pudiendo el Concilio limitar su poder, despojarle de sus
derechos y ordenar su deposición. Si la existencia de la Iglesia vuelve a ponerse en peligro, prosigue Dietrich,
la necesidad dispensa aun de los preceptos morales. El fin de la unidad santifica todos los medios: la astucia,
el fraude, la violencia, el soborno,el encarcelamiento, la muerte; pues todo el orden ha sido establecido para el
bien de la comunidad y cualquier particular ha de ceder ante el bien común".
Y prosigue: "Mientras no haya un
emperador o un rey de romanos justo y severo, a quien todos deben obedecer, no sólo durará el cisma, sino
hemos de temer que cada día se haga más espantoso".


Todo lo dicho hasta aquí nos está demostrando, en varios puntos de suma importancia, la similitud que tiene
ese cisma con la actual situación, mucho más terrible y dolorosa, por la que está pasando la Iglesia de
nuestros días. Notemos algunos de ellos:

1) En la Iglesia, a pesar de las promesas y asistencia de Cristo, a pesar también de la acción del Espíritu
Santo, los hombres, que entonces la regían, como los hombres que la rigen ahora, los que representaban y
representan a Cristo pueden por sus pasiones, por sus equivocaciones, por las presiones extrañas, conducir a
la Iglesia a un estado caótico, en el que un pontificado tricípite, desgarre la unidad, no tan sólo de la disciplina,
sino de los mismos dogmas.

2) Humanamente hablando, la crisis del cisma no parecía tener remedio; y esta incertidumbre, este caos
pernicioso hacía que varones, como Gerson, de cuya ortodoxia y virtud no podemos negar, incurriesen en
errores muy graves en la misma búsqueda de una urgente y decisiva solución.

3) Todos o casi todos pensaban en un Concilio, como la única solución viable para terminar aquel prolongado
cisma, pensando que estando, como estaba el mal en la cabeza, la Iglesia Universal, la obra de Cristo para
salud de los hombres, que evidentemente está por encima de la jerarquía y de las prerrogativas que El quiso
darle, que el mismo Divino Fundador instituyó, para preservar y llevar adelante su obra salvífica, debe haber
un camino, un medio seguro dentro de la ortodoxia, en el que puedan compaginarse y salvarse tanto la
inerrancia y estabilidad de la Iglesia, como las prerrogativas con que Cristo enriqueció a Pedro y a sus
sucesores para bien de la Iglesia Universal, como de los poderes que también concedió, dependientes de
Pedro, el Divino Fundador a los obispos, sucesores de los Apóstoles en el gobierno de las Iglesias locales.

En el caso del cisma, del que venimos hablando, si los tres pontífices se hubieran obstinado en mantener los
que ellos creían sus legítimos derechos; si, sobre los altísimos intereses de la gloria de Dios, de la salvación
de las almas y de la misma existencia de la Iglesia, hubieran todos y cada uno defendido su suprema
jerarquía, ¿qué remedio hubiera podido excogitarse en lo humano para restablecer la unidad de la Iglesia, la
paz en las conciencias? No faltaron quienes pensasen en admitir la pacífica coexistencia de los diversos
papas, según las exigencias y humanas conveniencias; pero tal solución hubiera indiscutiblemente destruido la
misma institución de Cristo, con nuevas "estructuras", que necesariamente tendrían que hacer una completa
transformación en la Iglesia de Dios.

La idea del Concilio, en tan difíciles y peligrosísimas condiciones, no parecía, pues, del todo descabellada, ya
que, sobre los hombres que ocupan los puestos de mando, está, sin duda alguna, la institución y permanencia
divina que suponen esos puestos, según la intención del Salvador, no en beneficio de los hombres, que
habrían de ocupar esos puestos de mando, sino para la conservación y acrecentamiento del Reino de Dios
sobre la tierra.

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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

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4) Evidentemente, en circunstancias normales, la plenitud de la Jurisdicción y del Magisterio, instituidos por
Cristo, lo mismo que la plenitud del Sacerdocio Jerárquico reside en el Papa, legítimamente elegido. Pero,
cuando, como en el gran cisma de Occidente, había tres personas, que se disputaban a un mismo tiempo los
derechos de una elección legítima, ¿qué remedio quedaba, humanamente hablando, para salvar el Primado de
Jurisdicción y la supremacía del Magisterio, que confió Cristo a Pedro y a sus legítimos sucesores, los
Romanos Pontífices? En tales circunstancias no parecía fuera de la ortodoxia el congregar un Concilio, por
quienes en la Iglesia tienen o han tenido la episcopal dignidad, como legítimos sucesores de los Apóstoles,
para resolver este problema fundamental, sin que, por eso, la misión de ese Concilio extraordinario pudiera
tener otra actividad extra, por así decirlo, antes de que hubiere declarado quién era el legítimo Papa, o hubiere
hecho la elección del legítimo Papa ; y sólo entonces, restituida la unidad de la Iglesia, bajo un solo pastor,
éste determinase si el Concilio debía continuar, para resolver otros problemas o si debía suprimirse.

5) Segismundo supo utilizar hábilmente la disposición de los ánimos, que había hallado su general expresión
en el escrito de Niehein; supo vencer también las grandes dificultades que se oponían al Concilio; y a su
infatigable y grandiosa actividad hay que agradecer principalmente la reunión de aquella asamblea y el que
ésta se viera tan frecuentada... Fue Juan XXIII, quien en Lodi firmó la bula de invitación para un Concilio
Universal prometiendo él mismo asistir a él. Segismundo ganó para el Concilio a Inglaterra, a los Estados
orientales de Europa y a la mayoría de los Estados Italianos. En Francia, la Universidad de París y los más de
los prelados simpatizaban con el plan del Concilio; pero el Gobierno tomó respecto de él una actitud muy poco
complaciente; España y Escocia, que antes y después se mostraron favorables a Benedicto XIII, y los
partidarios de Gregorio XII en Italia se declararon por entonces enemigos del Concilio.

6) Convocado el Concilio de Constanza, por Baltasar Cossa —el antipapa Juan XXIII, elegido y coronado en
Pisa a la muerte de Alejandro V, y por Segismundo, rey de romanos— es manifiesto que, a lo menos, en su
convocatoria y en sus principios no fue un verdadero Concilio. Juan XXIII, Papa ilegítimo, convocó este nuevo
Concilio, consciente de su situación insegura, esperando adquirir, por ser él el convocador del Concilio y por el
auxilio de muchos prelados italianos, sus amigos, un cierto derecho a la dirección del mismo. Para asegurarse
de toda contingencia de sus numerosos y potentes enemigos, nombró el 15 de octubre de 1404, al valiente y
ambicioso duque Federico del Tirol, capitán general de las tropas de la Iglesia, con un sueldo anual de 6.000
ducados de oro. Medida inútil, ya que el ambiente de Constanza estuvo, desde un principio, del todo adverso a
la legitimidad de su elección y a su misma persona, a la que se imputaban enormes delitos. El porvenir del
Papa Juan se presentaba cada vez más sombrío, especialmente por un memorial entregado a algunos padres
del Concilio, que contenían las más graves acusaciones contra el Papa de Pisa. Por miedo a un proceso
judicial, formado contra él por el Concilio, prometió solemnemente restituir la paz de la Iglesia con una
incondicional renuncia al papado, si sus oponentes, Gregorio XII y Benedicto XIII también lo hacían.

7) Entretanto, el lenguaje del partido reformista era cada vez más resuelto, y Juan, a quien sus espías tenían
perfectamente enterado de lodo, no se sintió ya personalmente seguro. Temiendo medidas violentas de parte
de Segismundo, y creyendo finalmente ya que sólo podía salvarle una resolución rápida y atrevida, huyó, en la
noche del 20 al 21 de marzo de 1415, hacia Schffhausen, disfrazado de mozo de cuadra y montado en
pequeño caballo.

8 ) La huida de Juan XXIII produjo una gran conmoción en la asamblea de Constanza. En ese tiempo de
universal excitación, obtuvo la supremacía aquel partido que sólo creía factibles la terminación del cisma y la
reforma de la Iglesia por medio de una limitación de los derechos papales. El Concilio Universal debía imponer
esta limitación, y, por consiguiente, el Papa había de someterse entonces al juicio del Concilio y, según el juicio
de muchos quedar definitivamente sujeto a él.

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Message par InHocSignoVinces »

CAPITULO II (SEGUNDA PARTE) - SEMEJANZA DE ESTA SITUACIÓN CON LA ACTUAL CRISIS


Una vez más debemos hacer resaltar aquí la semejanza de la situación caótica de la Iglesia, durante esos días
pavorosos del cisma de Occidente, con las pretensiones inauditas, que los expertos del Vaticano II y varios de
los mismos obispos tenían para la que ellos juzgaban la inaplazable reforma de la Iglesia preconciliar. Hans
Kung el teólogo, cuya influencia ha sido y es de las más perniciosas en el Concilio, antes y después de él,
escribió principalmente dos libros, que causarón enorme sensación en los medios protestantes: "Concile et
Retour a l'Unité"
(El Concilio y el Retorno a la Unidad) y "Le Concile, Epreuve de l'Eglise" (El Concilio, prueba de la
Iglesia)
. En un alarde de franqueza, con intolerable presunción y jactancia, el teólogo tubigense impugna todas
las tradiciones, todos los dogmas, todo lo mas precioso y sagrado de nuestra religión: "Toda institución, dice él,
incluso la más santa (por ejemplo, la celebración de la Eucaristía), toda constitución, (por ejemplo, la preeminencia del
Papa), pueden, en el proceso de formación y de deformacion histórica, llegar a ser tales que tengan necesidad
de una reformacion, y, en consecuencia, deben reformarse y renovarse".


Küng pide al Concilio, para que tenga éxito "una conciencia radical en sólo el Evangelio, en la perspectiva
práctica de nuestra época y para nuestra época". "El Concilio, debe tener en cuenta las legitimas
pretensiones
de los protestantes, de los ortodoxos, de los anglicanos y de los liberales".
Se regocija de
que "Juan XXIII, por vez primera, después de 400 años, haya echado por tierra, de manera decisiva las
barreras de la incomprensión, de la pasividad, del aislamiento; y que haya instaurado un activo y vigoroso
espíritu de comprensión, hacia nuestros hermanos separados". "La Iglesia tiene derecho a exigir grandes
sacrificios al Ministerio de Pedro (del Papa), si ella quiere recobrar su unidad".


Küng quiere que se hable más de los deberes del Papa que de sus derechos; y que se hable más sobre los
derechos de los obispos que sobre sus deberes. El ministerio apostólico de los obispos debe, dice, recobrar el
espíritu del Nuevo Testamento. "La inerrancia del Papa se integra naturalmente en la estructura de la
Iglesia".


En aquel tiempo de universal excitación y turbación inconcebibles, durante ese preludio del Concilio de
Constanza, obtuvo la supremacía aquel partido que "sólo tenía por posible la terminación del cisma y la
reforma de la disciplina eclesiástica por medio de una limitación de los derechos papales; el Concilio Universal
debía imponer esta limitación, y, por consiguiente el Papa había de someterse entonces al juicio del Concilio y,
según el parecer de muchos, quedar para siempre sujeto a él".


Con estas resoluciones querían los de Constanza, como quieren ahora los "progresistas" establecer como
suprema en la Iglesia una potestad, que no había sido instituida como tal por Cristo, la potestad del Concilio, la
colegialidad o la corresponsabilidad, que proclama Suenens.

En la mente de muchos de los Padres del Concilio Vaticano II el plan era el de balancear las enseñanzas del
Vaticano I sobre el Primado de jurisdicción y la supremacía del Magisterio del Vicario de Cristo, con una
doctrina explícita de la "colegialidad episcopal". El Papa tenía que ser menos Papa, y los obispos tenían que
ser más obispos. Así como la doctrina del Primado Papal esclarece el derecho del Papa para gobernar él solo
la Iglesia Universal, así también la "colegialidad" debía establecer el derecho de los obispos para gobernar la
Universal Iglesia en unión del Papa. Era de esperarse que la "colegialidad" debería ser necesariamente
interpretada de modo diverso por los distintos grupos que se habían formado dentro del Concilio.

Entre los adherentes de la "Alianza Europea", especialmente algunos teólogos, llegaron a propugnar por
imponer al Papa la obligación en conciencia de consultar a los obispos antes de tomar cualquier decisión en
las grandes materias. Tal decisión hubiera acabado definitivamente con la definición del Vaticano I y con la
misma vida de la Iglesia, destruido su fundamento.

El último día de la discusión, el martes 15 de octubre, los cardenales moderadores anunciaron que, al día
siguiente, serían presentados por escrito cuatro puntos, para determinar los cuatro principales argumentos del
capítulo 2 del esquema de "Iglesia". La votación se haría un día después. Al día siguiente del anuncio, los
moderadores tuvieron que retractar su anterior aviso, diciendo que la distribución de esos cuatro
puntos "tendría lugar otro día". Fue hasta el día 29 de octubre cuando los cuatro puntos impresos fueron al fin
distribuidos entre los conciliares.

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Re: "SEDE VACANTE" del R.P. Joaquín Sáenz y Arriaga

Message par InHocSignoVinces »

En el texto se preguntaba a los Padres Conciliares si aprobaban que el capítulo 2 del esquema de Iglesia
declarase:

1) Que la consagración episcopal era el más alto grado del sacramento del Orden Sacerdotal.

2) Que cualquier obispo, legítimamente consagrado y en comunión con los otros obispos y con el Romano
Pontífice, su cabeza y principio de unidad, fuese un miembro del Colegio Episcopal.

3) Que este Colegio Episcopal es sucesor del Colegio de los Apóstoles, en su misión de enseñar, santificar y
conducir las almas; y que este Colegio juntamente con el Romano Pontífice su cabeza, y nunca sin él (cuya
primacía sobre todos los obispos y fieles permanece completa e intacta)
gozan de pleno y supremo poder sobre toda
Iglesia Universal;
y

4) Y que este poder pertenece, por derecho divino al Colegio de Obispos, unido con su cabeza.

Una adjunta nota informaba a los Padres del Concilio que los anteriores puntos debían ser puestos a votación
al día siguiente. Y advertíales ademas que con sus votos los Padres Conciliares "ni aprobarían ni
rechazarían ningún texto"
contenido en el esquema, ya que esa votación no tenía otra finalidad que "hacer
posible a la comisión teológica el pulsar los sentimientos de la asamblea sobre los puntos propuestos".
La
Comisión, a su vez, según las reglas del Concilio, expresamente se obligaba a "dar la debida consideración a
las intervenciones individuales de los Padres del Concilio"
; todavía más, el texto del esquema, ya corregido,
sería nuevamente sometido a votación de los Padres Conciliares, en una Congregación General. Los
"moderadores" añadían que se habían visto obligados a dar este paso, a petición de numerosos Padres
Conciliares y también de muchas Conferencias Episcopales.

Esta fraseología, tan esmeradamente escogida, para expresar el sentido y alcance de la votación anunciada,
nos está expresando, sin género de duda, que algunos influyentes padres conciliares temían, y con razón, que
ese voto fuese usado por la poderosa ala liberal del Concilio, en la comisión teológica, como una razón para
ignorar todos los argumentos, orales o escritos, que en su contra pudieran presentarse, de parte de los
tradicionalistas. La votación, que tuvo lugar el día 30 de octubre, fue una brillante victoria para el ala liberal. En
el primer punto de los arriba señalados, los liberales alcanzaron 2123 votos, contra 34 de los conservadores.
En el 2o.) 2049 contra 104. En el 3o.), 1808 contra 336; y, finalmente, en el 4o.) 1717 contra 408.

El Obispo Wright, actual cardenal y Secretario de la Sagrada Congregación del Clero, un destacado miembro
liberal de la comisión teológica, expresó que aquella votación tenía suma importancia porque era una prueba
de la abrumadora mayoría de los Padres Conciliares, que "participaban las tendencias del Concilio en tan
importante materia".


El 5 de noviembre se puso a decisión el esquema de los obispos y del gobierno de las diócesis; y, por lo
menos, seis de los Padres demostraron dificultad en entenderlo, ya que era palpable la ignorancia que había
entre los conciliares de la misma noción de "colegialidad". Al día siguiente, el Cardenal Browne, de la Curia
Romana, Vicepresidente de la comisión teológica dijo que las objeciones presentadas el día anterior carecían
de base "porque la noción de la Colegialidad no había sido precisamente definida por los teólogos de la
Comisión".
Dos días después, el cardenal Frings calificó de "divertidas" las observaciones del cardenal
Browne. "Esas observaciones - dijo- parecerían implicar que la Comisión teológica tiene entrada a verdades
desconocidas por el resto de los demás Padres". "Esas observaciones, añadió, pierden de vista el hecho de
que las comisiones del Concilio fueron establecidas únicamente para servir como instrumentos de las
Congregaciones Generales y para ejecutar la voluntad de los Padres del Concilio."


En otra parte de su discurso, el mismo cardenal Frings pidió una clara distinción entre la práctica administrativa
y judicial de la Curia Romana. "Esta distinción —dijo—debería aplicarse también al Santo Oficio". "Sus
métodos, en muchos casos, no corresponden ya a las condiciones modernas y, como una consecuencia,
muchos son los que se escandalizan".
La tarea de salvaguardar la fe es extremadamente dificultosa, añadió;
pero, aún en el Santo Oficio, "ninguno debería ser juzgado y condenado, sin habérsele oído o sin darle una
oportunidad para corregir su libro y su acción".


El Cardenal Ottaviani estaba en la lista de los oradores de ese día. Con la fortaleza que le caracteriza, con la
claridad de pensamiento que le es propia y con la solidísima teología que posee, dijo en tono severo: "Yo debo
protestar enérgicamente contra esas acusaciones, que acaban de hacerse contra el Santo Oficio, cuyo
Presidente es el Sumo Pontífice"; "esas palabras se han dicho con un absoluto desconocimiento —y no quiero
usar otra palabra para no ofender a nadie— de los procedimientos del Santo Oficio".
Explicó que todos los
expertos de las Universidades católicas de Roma eran siempre llamados para estudiar con cuidado los
diversos casos, a fin de que los cardenales, que forman parte de la Congregación del Santo Oficio, tuvieran
una base para juzgar conforme a la verdad. Sus resoluciones eran sometidas después al Sumo Pontífice para
su aprobación.

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