Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Publié : sam. 13 avr. 2019 19:56
Además de las súplicas particulares que inspiraban a Domingo las necesidades y los acontecimientos diarios, tenía siempre presente la causa de la Iglesia Universal en su espíritu. Oraba por la extensión de la fe en el corazón de los cristianos, por los pueblos asentados aún en la esclavitud del error, por las almas que sufrían en el Purgatorio por el resto de sus pecados. “Poseía una caridad tan ardiente por las almas - dice uno de los testigos en el proceso de su canonización -, que se extendía no sólo a todos los fieles, sino también a los infieles y hasta aquellos que están sufriendo los dolores del infierno, y por ellos vertía muchas lágrimas.” (“Actas de Bolonia”, declaración de fray Ventura, n. 9) no le bastaban las lágrimas: tres veces cada noche mezclaba su sangre a sus plegarias, satisfaciendo de esta manera, cuánto podía, esta sed de inmolación que constituye la mitad generosa del amor. Se oía cómo castigaba su cuerpo con cadenas de hierro, y la cueva de Segovia, que fue testigo de todos los excesos de su penitencia, guardó durante siglos las señales de la sangre que en ella había derramado. En su corazón dividida esta sangre en tres partes: la primera era por sus pecados; la segunda, por los pecados de los que viven; la tercera, en sufragio de los muertos. Más de una vez obligó a algunos de sus religiosos a que le azotase, con objeto de aumentar la humillación y el dolor de su sacrificio. Llegará un día que, en presencia del Cielo y de la tierra, los ángeles de Dios llevarán al altar del juicio dos copas llenas; una mano irrecusable las pesará, y se sabrá, para gloria eterna de los santos, que cada gota de sangre dada por amor ha ahorrado muchas oleadas.
Cuando Domingo había velado, orado, llorado y ofrecido su cuerpo y su alma como sacrificio durante largo tiempo, si la campana que tocaba a maitines no le anunciaba que los religiosos se despertaban, subía hacerles una visita, como si le hubiese separado de ellos una larga ausencia. Entraba en sus celdas sin hacer ruido, hacía el signo de la cruz sobre ellos y cubría a aquellos cuyas vestiduras se habían desarreglado durante el sueño. Luego volvía al coro a esperarlos. Alguna vez el sueño le sorprendía en los piadosos misterios de su noche; en este caso se le encontraba apoyado en un altar o tendido sobre las losas. Cuando tocaban a maitines se reunía con los frailes; yendo de un lado al otro del coro, los exhortaba a salmodiar con todas sus fuerzas y con gozo. Después del oficio se retiraba a dormir a un rincón de la casa, pues no tenía celda propia, como los demás, y se acostaba vestido en cualquier sitio: sobre un banco, en el suelo, sobre un montón de paja, y algunas veces en la camilla que servía para llevar los cadáveres. Su sueño era tan corto durante la noche, que se dormía con frecuencia durante las comidas.
Dejó en Segovia como Prior a fray Corbalán, y se dirigió a Madrid, donde se encontró que fray Pedro de Madrid, uno de los que Domingo envió España cuando la dispersión de los de los religiosos, había empezado la construcción de un convento. Estaba situado fuera de los muros de la ciudad; pero Domingo cambió su destino, pues en lugar de frailes estableció monjas, dedicándolas a Santo Domingo de Silos. Este nombre de Silos desapareció más tarde, y el convento quedó dedicado a su fundador, en virtud de una transformación insensible, en la que todos pusieron sus manos. Es digno de observación que en España, lo mismo que en Francia y en Italia, el santo patriarca empleaba tanto celo en la creación de casas de religiosas como en las de religiosos, acordándose y siempre Nuestra Señora de Prouille había sido las primicias de su instituto. Por las religiosas de Madrid se conserva una carta que les escribió poco después de su fundación, y que está concebida en estos términos: “fray Domingo, Maestro General de los Predicadores, a la madre priora y a todo el convento de las hermanas de Madrid, salud y perfeccionamiento de la vida en gracia de Dios Nuestro Señor. Nos regocijamos sumamente y agradecemos al Señor vuestro progreso espiritual y el haberos sacado del fango de este mundo. Hijas mías, luchad contra vuestro antiguo enemigo por medio de las oraciones y los ayunos, pues únicamente será coronado aquel que haya luchado. Hasta este día no disfrutabais de una casa conveniente para seguir todas las reglas de nuestra santa religión; pero en esta hora no os queda excusa alguna, puesto que, por la gracia de Dios, gozáis de una casa en la que la observancia regular puede cumplirse con exactitud. Por eso quiero que de hoy en adelante se guarde silencio en todos los lugares señalados por las constituciones, a saber: el coro, el refectorio, los claustros, y que en todos los lugares viváis de acuerdo con vuestras reglas. Que ninguna de entre vosotras salga de la puerta del convento; que ninguna persona entre en él, a no ser un obispo o un prelado para predicar, o bien para hacer una visita pública. No omitáis las disciplinas, las vigilias; sed obedientes a vuestra priora; no perdáis el tiempo en conversaciones vanas. Y puesto que nos es imposible subvenir a vuestras necesidades temporales, no queriendo tampoco agravarlas, prohibimos a cualquier religioso, sea quien fuere, reciba novicias a vuestro cargo; este poder dependerá solamente de la priora, juntamente con el consejo del convento. Ordenamos a nuestro muy amado hermano Manés, que tanto ha trabajado por vuestra casa y os ha establecido en vuestro santo estado, disponga las cosas como le parezca bien para que viváis santa y religiosamente. Le concedemos poderes para que os visite, os corrija y hasta para deponer a la priora, si lo juzgase necesario, pero con el consentimiento de la mayor parte de las religiosas; también podrá concederos dispensas cuando lo estime prudente. Adiós en Cristo.” (Mamachi: “Anales de la Orden de Predicadores”, volumen I, pág. 60 del Apéndice.)
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