Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Publié : ven. 28 déc. 2018 15:05
Veamos el retrato que ha trazado Guillermo de Pedro, abad de un monasterio de Saint-Paul, en Francia, uno de los que le conocieron particularmente durante los doce años de su apostolado en el Languedoc, y que fue oído como testigo en Tolosa durante el proceso de su canonización: “El bienaventurado Domingo poseía una fe ardiente por la salvación de las almas y un celo sin límites para con ellas. Era tan ferviente predicador, que durante el día y la noche, en las iglesias y en las casas, en los campos y en los caminos, no cesaba de anunciar la palabra de Dios. Fue adversario de los herejes, a los cuales se oponía con la predicación y la controversia en cuantas ocasiones se presentaban. Amaba la pobreza hasta el extremo de renunciar a la posesión de granjas, castillos y rentas, con las que había sido enriquecida su Orden en muchos lugares. Era de una frugalidad tan austera, que comía solamente pan y una sopa, excepto en raras ocasiones, por respeto a sus hermanos y las personas que estaban sentadas a la mesa, pues quería que los demás lo tuviesen todo en abundancia, en la medida de lo posible. He oído decir a muchos que era virgen. Rehusó el obispado de Conserans, y no quiso gobernar aquella Iglesia, aunque fue elegido pastor y prelado para ello. Yo no he visto hombre más humilde, que despreciase más la gloria de este mundo y todo cuanto con ella se relaciona. Recibía injurias, maldiciones y oprobios con paciencia y gozo, como si le concediesen una gran recompensa. No le inquietaban las persecuciones; caminaba con frecuencia entre el peligro con intrépida seguridad, y el temor no le hizo abandonar su camino ni una sola vez. Al contrario, cuando le vencía el suelo, se acostaba a lo largo del camino y dormía. Era más religioso que todos cuantos he conocido. Se despreciaba mucho y no se tenía por nada. Consolaba con tierna bondad a sus hermanos enfermos, soportando admirablemente sus debilidades. Si sabía que alguno de ellos era presa de tribulaciones, le exhortaba a la paciencia y le daba ánimos como mejor podía. Celoso de las constituciones, reprendía paternalmente a los que no las cumplían. Era el ejemplo de sus hermanos en todo: en la palabra, las acciones, la alimentación, el vestido y las buenas costumbres. No he conocido nunca un hombre en quien la oración fuese tan habitual, ni que derramase lágrimas con tal abundancia. Cuando estaba orando, lanzaba gritos que se oían desde lejos, y decía a Dios en aquellos quejidos: “Señor, apiadaos de los hombres. ¿Qué será de los pecadores?” Pasaba de esta manera las noches sin dormir, llorando y gimiendo por los pecados de los demás. Era generoso, hospitalario y daba de buena gana a los pobres todo cuanto poseía. Amaba y honraba a los religiosos y a todos los que eran amigos de la religión. No he oído decir ni he sabido pernoctase en sitio que no fuese la iglesia, cuando encontraba una en su camino; si no encontraba iglesia, se acostaba sobre un banco o en tierra, o se tendía sobre las cuerdas del lecho que le habían preparado, después de quitar las sábanas y los colchones. Siempre le vi con túnica generalmente remendada. Llevaba siempre hábitos más viejos que los de sus religiosos. Fue aficionado a los asuntos de la fe y de la paz, y siempre que pudo muy fiel promotor, tanto de la una como de la otra”. (“Actas de Tolosa, número 15.)
El don de los milagros se desarrollaba en Domingo al lado de sus virtudes. Un día, al pasar un río en una canoa, el barquero, cuando se encontraban en la otra orilla, le pidió un dinero por su trabajo. “Soy - dijo Domingo - discípulo y siervo de Cristo; no llevo conmigo ni oro ni plata; Dios os pagará más tarde el precio de mi pasaje.” El barquero, descontento, comenzó a tirar de su capa, diciéndole: “O dejáis la capa o me pagáis lo debido”. Domingo, levantando los ojos al cielo, se reconcentró un momento, y mirando a la tierra, mostró al barquero una pieza de plata que la Providencia acababa de enviarle, y le dijo: “Hermano, ahí tenéis lo que pedís; tomadlo y dejadme ir en paz”. (El B. Humbert: “Vida de Santo Domingo”, n. 39.)
SIGUE...