Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Publié : ven. 09 nov. 2018 22:23
Al entrar en Pamiers, D. Diego encontró al obispo de Tolosa, al de Coserans y un gran número de abades de diversos monasterios, que, advertidos de su marcha, habían venido para saludarle. Su presencia dio lugar a una célebre disputa con los Valdenses, que dominaban en Pamiers bajo la protección del conde de Foix. El conde invitó a comer a los herejes y a los católicos, y les ofreció su palacio para que en él se celebrase la conferencia. Los católicos eligieron por árbitro a uno de sus adversarios más declarados, que pertenecía a la más elevada nobleza de la ciudad. El resultado superó con mucho a cuanto esperaban. Arnoldo de Campranham, que era el árbitro designado, dio su voto en favor de los católicos y abjuró la herejía; otro hereje distinguido, Durando de Huesca, no contento con convertirse en la verdadera fe, abrazó la vida religiosa en Cataluña, adonde fue a retirarse, y fue el padre de una nueva Congregación que llevaba el nombre de “Católicos pobres”. Estos dos abjuraciones, que no fueron las únicas, conmovieron profundamente la ciudad de Pamiers y atrajeron sobre los católicos grandes pruebas de estima y alegría por parte del pueblo. Después de este triunfo, que coronaba dignamente su apostolado, D. Diego se despidió de todos los reunidos para honrarle a su salida de Francia. Se ignora si Domingo le acompañó hasta allí; tal vez se separasen en Prouille y fuera bajo aquel techo amado donde sus ojos se vieran por última vez; pues Dios, en sus impenetrables consejos, tenía decidido que aquella mirada no se renovase entre ellos en este mundo.
Don Diego pasó los Pirineos, y por Aragón, siguiendo siempre a pie su camino, llegó a Osma; ocupó aquella sede episcopal, que no había ocupado desde hacía tres años, y cuando se preparaba de nuevo a salir de su patria, le llamó Dios a la ciudad permanente de los ángeles y de los hombres. Su cuerpo fue enterrado en una iglesia de su ciudad episcopal, bajo una losa que ostentaba grabada esta breve inscripción: “Aquí yace Diego de Azevedo, obispo de Osma. Murió en 1245 de nuestra era”. (La era de España había comenzado treinta y ocho años antes de la era cristiana.) Esta muerte, anunciada a la posteridad con tan poco fausto tuvo, no obstante, un efecto que reveló claramente el fin de un grande hombre. Tan pronto llegó su noticia a la otra parte de los Pirineos, se disipó la obra heroica cuyos elementos había reunido. Los abades y los religiosos del Císter volvieron a tomar el camino de sus monasterios; la mayor parte de los españoles, que D. Diego había dejado bajo las órdenes de Domingo, retornaron a España; de los tres legados, Raúl acababa de morir; Arnoldo no se había dejado ver más que un momento; Pedro de Castelnau estaba en Provenza, en vísperas de perecer víctima de un asesino. Quedaba un hombre que conservase el antiguo pensamiento de Tolosa y de Montpellier, hombre joven aun, extranjero, sin jurisdicción, que sólo se había destacado en segunda línea; sin que pudiese ocupar de pronto el lugar de un hombre como Azevedo, en el cual el episcopado, la antigüedad y la fama sostenían el talento y la virtud. Todo cuanto podía hacer Domingo era no sucumbir bajo el peso tremendo de aquella pérdida, y continuar firme al verse privado de un amigo como aquél. Necesitó ocho años de trabajos para llenar aquel vacío, y nunca hubo hombre que trabajase tan afanosamente para alcanzar su objetivo y que lograse llegar a él con tan maravillosa rapidez.
SIGUE...