VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Ya hemos dicho que Domingo fue durante largo tiempo canónigo de Osma y que en Francia había continuado el uso de su hábito, habiéndolo adoptado también para su Orden. Este hábito consistía en una túnica de lana blanca recubierta por una sobrepelliz de lino, envueltas ambas por una capa y una capucha de lana negra. Pero en el vestido que la Santísima Virgen mostró a Reginaldo, la sobrepelliz de lino estaba reemplazada por un escapulario de lana blanca; es decir, por una simple banda de tela, destinada a cubrir la espalda y el pecho, descendiendo por ambos lados hasta las rodillas. Este vestido no era nuevo. Se habla de él en la vida de los religiosos de Oriente, que lo adoptaron, sin duda, como complemento de la túnica, cuando el trabajo o el calor les obligaba a despojarse del manto. Nacido del sentimiento de pudor, cayendo como un velo sobre el corazón del hombre, el escapulario había llegado hacer en la tradición cristiana el símbolo de la pureza, y en consecuencia, el hábito de María, la Reina de las Vírgenes. Al mismo tiempo que ceñía María en la persona de Reginaldo toda nuestra Orden con el “cíngulo de pureza” y preparaba sus pies para la “predicación del Evangelio de paz”, con el escapulario le daba el signo exterior de esta virtud de los ángeles, sin la cual es imposible sentir y anunciar las cosas celestiales.

Después de este gran acontecimiento, uno de los más famosos de la antigüedad Dominicana, Reginaldo salió para Tierra Santa, de dónde le veremos volver en su día, y la Orden abandonó la sobrepelliz de lino, reemplazándola por el escapulario de lana, convertido en parte principal y característica de su indumentaria. Cuando un religioso predicador hace profesión, su escapulario es lo único que bendice el prior que recibe sus votos, y en ningún caso puede salir de su celda sin haberse revestido con él, ni para que le lleven al sepulcro. La Santísima Virgen manifestó de otra manera también, en la misma época, la ternura materna que sentía por la Orden. “Una tarde que Domingo había quedado orando en la iglesia, salió de ella cuando ya era de noche, y entró en el dormitorio donde los frailes tenían sus celdas y dormían ya. Cuando hubo terminado lo que había venido a hacer, se puso de nuevo a orar en uno de los extremos del dormitorio, y mirando por casualidad al opuesto, vio que se adelantaban tres señoras, entre las cuales, la que iba en el centro parecía la más bella y más venerable. Sus compañeras llevaban, una, un magnífico acetre; la otra, un hisopo, que presentaba a su Señora, la cual roció a los religiosos e hizo la señal de la cruz sobre ellos. Pero al llegar ante cierto religioso, pasó sin bendecirle. Al notar Domingo quién era el interesado, fue hasta la mujer que bendecía y que estaba en mitad del dormitorio, cerca de la lámpara suspendida en aquel lugar; se prosternó a sus pies, y aunque ya la hubo reconocido, la suplicó le dijiste quién era. En aquel tiempo, esa bella y devota antífona “salve Regina”, no se cantaba en el convento de los religiosos y religiosas de Roma; solamente se recitaba de rodillas, después de las completas. La mujer que bendecía respondió al bienaventurado Domingo: “soy aquella a quien invocáis todas las noches y cuando decís eia ergo advocata nostra, me prosterno ante mi hijo por la conservación de esta Orden.” entonces el bienaventurado Domingo se informó sobre quiénes eran aquellas dos jóvenes que la acompañaban. La Santísima Virgen contestó: “una es Cecilia, la otra Catalina.” Domingo preguntó aún porque había pasado uno de los religiosos sin bendecirlo, y le contestó: “porque no estaba de manera conveniente.” y habiendo terminado su ronda, rociado y bendecido al resto de los frailes, desapareció. Domingo volvió a orar al lugar en donde estaba antes, y apenas comenzó su oración, se vio arrebatado en espíritu hasta llegar a Dios. Vio al Señor, que tenía a su derecha a la Bienaventurada Virgen, y le pareció que Nuestra Señora estaba revestida con un manto de color zafiro. Mirando a su alrededor, vio ante Dios religiosos de todas las Ordenes; pero no vio a ninguno de los suyos. Entonces rompió a llorar amargamente, no atreviéndose aproximarse al Señor ni a su Madre. Nuestra Señora le hizo con la mano señal para que se acercase; pero él no osó hacerlo, hasta que el Señor le hizo el mismo signo. Entonces fue y se prosternó ante ellos llorando amargamente. El Señor le dijo: “¿Por qué lloras tan amargamente?” y él respondió: “Lloro porque veo aquí religiosos de todas las órdenes y no veo ninguno de la mía.” Entonces el Señor dijo: “¿Quieres ver tu Orden?”. Domingo respondió temblando: “sí, Señor.” El Señor puso su mano sobre el hombro de la Bienaventurada Virgen, diciendo a Domingo: “yo he confiado tu Orden a mi Madre.” y luego dijo: “verdaderamente, ¿Quieres ver tu Orden?” y él contestó: “sí, Señor.” En aquel momento la Bienaventurada Virgen abrió el manto que la revestía, y extendiéndolo ante los ojos de bienaventurado Domingo, de tal manera que cubriera con su inmensidad toda la patria celestial, vio bajo él una multitud de sus hermanos. Domingo se prosternó para dar gracias a Dios y a la Bienaventurada María, su Madre, y la visión desapareció, volvió en sí, y tocó a maitines. Una vez terminados los maitines, convocó a sus hermanos a capítulo y les pronunció un bello discurso sobre el amor y la veneración que debían sentir hacia la Bienaventurada Virgen, y, entre otras cosas, los relatos su visión. A la salida del capítulo se retiró a solas con el religioso a quien la Bienaventurada Virgen no había bendecido, y le preguntó con dulzura si no le había ocultado algún pecado secreto, pues aquel mismo religioso había confiado al bienaventurado Domingo su confesión general. El aludido contestó: “padre, nada tengo sobre la conciencia, a no ser que esta noche al despertarme me encontrado en la cama sin vestidura alguna.” el bienaventurado Domingo contó está visión a la hermana Cecilia y a las demás hermanas de San Sixto, pero atribuyéndola a otro; pero los religiosos que estaban presentes hicieron una señal a las religiosas para indicar que era a él a quién se había presentado. Aprovechando esta ocasión, el bienaventurado Domingo ordenó a todos que en cualquier sitio que hiciese noche, se acostaste con túnica y calzas.” (relato de sor Cecilia, n. 7.)

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El segundo domingo de Cuaresma siguiente al traslado de las religiosas a San Sixto, Domingo les dedicó un sermón solemne en la iglesia, en presencia de un gran número de gente del pueblo, y lanzó al demonio fuera del cuerpo de una mujer que perturbaba la asamblea con sus gritos. Otra vez, al presentarse en el torno del monasterio, sin que le esperasen, preguntó a la tornera cómo se encontraban las hermanas Teodora, Tedrana y Ninfa, y al decirle que sufrían fiebre, dijo a la tornera: “Vaya a decirles de mi parte que les ordeno que no tengan fiebre.” (relato de sor Cecilia, n. 9.) la tornera fue, y cuando les intimó la orden del santo se encontraron curadas.

Era perpetua costumbre del venerable padre emplear todo el día atrayéndose almas, ya por medio de la predicación, ya confesando, ya con obras de caridad. Por la tarde se dirigía a visitar a las monjas, y, en presencia de los religiosos, les pronunciaba un discurso o una conferencia sobre los deberes de la Orden, pues ellas no tenían otro maestro que las instruyese. Una tarde se entretuvo más que de costumbre, y las hermanas, creyendo que ya no vendría, abandonaron la oración y se dirigieron a sus celdas. Pero de pronto los frailes tocaron la campanilla qué servía de señal a la comunidad cuando el bienaventurado Domingo venía a verlas. Se apresuraron todas a volver a la iglesia, y al abrir la reja, le encontraron ya sentado con los padres esperándolas. El bienaventurado Domingo les dijo: “hijas mías, vengo de pescar, y el Señor me ha enviado un pez muy grande.” esto lo decía por fray Gaudión, a quién había recibido en su Orden, y que era hijo único de cierto señor llamado Alejandro, ciudadano romano y hombre magnífico. Después les dio una gran conferencia, que les produjo gran consuelo. Luego les dijo: “Bueno será que tomemos un refrigerio.” y llamando al hermano Roger, que era el despensero, le ordenó fuese a traer vino y una copa. El hermano los trajo, y el bienaventurado Domingo le ordenó llenase la copa hasta el borde. Luego la bendijo y bebió él primero, después de lo cual vivieron todos los demás presentes. Eran en número de veinticinco, contando los sacerdotes y los legos, y todos bebieron cuanto quisieron, sin que la copa bajase del nivel. Cuando hubieron bebido todos, el bienaventurado Domingo dijo: “quiero que todas mis hijas beban también.” y llamando a la hermana Nubia, le dijo: “Vete al torno, toma la copa y da de beber a todas las religiosas.” Aquélla fue con una compañera y tomó la copa, llena hasta su borde, no cayendo ni una sola gota. La priora bebió la primera, y luego todas las hermanas tanto como quisieron, mientras el bienaventurado Domingo les repetía frecuentemente: “bebed cuanto queráis, hijas mías.” Eran el número de ciento cuarenta, y todas bebieron cuanto quisieron; no obstante la copa seguía estando llena, como si no se hiciese otra cosa más que verter vino en ella, y cuando la trajeron de nuevo estaba aún llena hasta su borde. Una vez hecho esto, el bienaventurado Domingo dijo: "el Señor quiere que vaya a Santa Sabina.” Pero fray Tancredo, prior de los religiosos; fray Odón, prior de las monjas, y todos los religiosos y la priora con sus hermanas, se esforzaron por retenerle, diciéndole: “Padre santo, la hora ha pasado; es cerca de medianoche, y no está bien que se retiren ustedes.” Él, sin embargo, rehusaba acceder a sus súplicas, y decía: “el Señor quiere absolutamente que me marche; Él nos enviará su ángel para que nos acompañe.” Tomó, pues, por compañero a fray Tancredo, prior de los religiosos, y a fray Odón, prior de las hermanas, y se puso en camino. Al llegar a la puerta de la iglesia para salir, de acuerdo con la promesa de Domingo, un joven de gran belleza se ofreció para acompañarles; llevaba un bastón en la mano, y rompió la marcha. entonces el bienaventurado Domingo hizo pasar delante a sus compañeros; El joven iba delante, y él el último, Llegando de esta manera hasta la puerta de la iglesia de Santa Sabina, que encontraron cerrada. El joven que les precedía se apoyó sobre un lado de la puerta, y aquélla se abrió inmediatamente; entró él primero, luego los frailes, y tras ellos el bienaventurado Domingo. Después el joven salió y la puerta se cerró inmediatamente. Fray Tancredo dijo al bienaventurado Domingo: “Padre santo, ¿Quién es ese joven que ha venido con nosotros?” “Hijo mío, - contestó aquél - , es un ángel del Señor, a quien el Señor ha enviado para que nos guardase.” Tocaron a maitines entonces, y los padres descendieron al coro, sorprendidos al ver en él al bienaventurado Domingo, e inquietos por saber la manera cómo había entrado estando las puertas cerradas. Había en el convento un joven novicio, ciudadano romano, llamado el hermano Santiago que, descarriado por una violenta tentación, había resuelto abandonar la Orden después de los maitines, cuando abriesen las puertas de la iglesia. Domingo, que había recibido la revelación, mandó llamar al novicio a la salida de maitines, advirtiéndole dulcemente no cediese a las astucias del enemigo; al contrario, persistiese animosamente en el servicio de Cristo. El joven, insensible a sus consejos y súplicas, se quitó el hábito, diciéndole que había tomado la irrevocable resolución de salir. El muy misericordioso padre, conmovido por la compasión, le dijo: “hijo mío, espera un poco; después ya harás lo que quieras”, y se puso a orar prosternado en tierra. Entonces se vio cuáles eran los méritos de Domingo cerca de Dios y cuán fácilmente podía obtener lo que deseaba. En efecto: aún no había terminado su plegaria, cuando el joven se echó a sus pies anegado en llanto, conjurándole para que le devolviese el hábito que se había quitado movido por la violencia de la tentación, prometiéndole no abandonar nunca la Orden. El venerable Domingo le devolvió el hábito, no sin aconsejarle aún continuase firme en el servicio de Cristo; esto se cumplió, pues éste religioso vivió mucho tiempo en la Orden, siendo su conducta edificante. Al siguiente día, por la mañana, el bienaventurado Domingo volvió a San Sixto con sus compañeros, y los religiosos relataron en su presencia a sor Cecilia y a las demás hermanas lo que había sucedido, y el bienaventurado Domingo confirmó sus discursos, diciendo: “hijas mías, el enemigo de Dios quería quitarnos una oveja del rebaño; Pero el Señor la ha libertado de sus manos.” (relato de Sor Cecilia, n. 6.)

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En el año 1575, durante el pontificado de Gregorio XIII, las religiosas de San Sixto, ahuyentadas de su retiro por el aire febril de la campiña romana, vinieron a establecerse en el quirinal, en el nuevo monasterio de Santo Domingo y San Sixto, llevando consigo en su emigración la imagen de la Santísima Virgen. San Sixto, despojado y abandonado, quedó bajo la guardia de sus recuerdos. Nada quedó en él: ni mármoles preciosos, ni bronces cincelados, ni columnas tomadas por el cristianismo a la antigüedad profana, ni cuadros pintados sobre el alabastro inmortal; nada, en fin, que atrajese la vista de nadie. Cuando el forastero, después de visitar la tumba de Cecilia Metella y el bosque de la ninfa Egeria, vuelve a Roma por la vía Apia, descubre antes sí, a su derecha, una especie de caserón grande y triste, coronado por uno de esos campanarios afilados, tan raros en los puntos de vista romanos; pasa por allí sin preguntar qué es aquello. ¿Qué le importa “San Sixto El Antiguo”? hasta aquellos que buscan amorosamente la pista de los santos, desconocen el tesoro oculto entre aquellos muros, al que el tiempo ha respetado su humildad. Pasan sin que nada les advierta el lugar que habitó uno de los más grandes hombres del cristianismo, y en dónde obró tantas maravillas. El patio exterior, la iglesia, los cuerpos del monasterio, el cercado, existen aún, y hasta la Revolución Francesa los generales de la Orden conservaron una habitación. El Papa Benedicto XIII, durante el siglo último, tenía la costumbre de pasar algunos días de la primavera y el otoño, y restauró la iglesia, que amenazaba la ruina. Actualmente ocupa el cuerpo del monasterio una oficina del estado, excepto aquella famosa sala del capítulo, en la que Domingo resucitó tres muertos. Se ha levantado un altar en el lugar mismo en donde ofreció el santo sacrificio por el joven Napoleón. La iglesia queda como una de las estaciones del sacerdocio romano, que el miércoles de la tercera semana de Cuaresma viene a celebrar allí el oficio solemne del día.

Santa Sabina ha sido más dichosa. Desde el año 1273, durante el pontificado de Gregorio X, dejó de ser residencia del Maestro General, que se trasladó al centro de Roma, al convento de Santa María sopra Minerva. el Aventino ha quedado tan solitario como la vía Apia, y los pájaros, que fueron sus primeros habitantes, no lo habitan ya. Pero una colonia de hijos de Domingo no ha cesado de vivir a la sombra de los muros de Santa Sabina, protegida también por la belleza de su arquitectura. En la iglesia, sobre un trozo de columna, se ve una gruesa piedra negra, que la tradición afirma lanzó el demonio contra Domingo para interrumpir sus meditaciones por la noche. El convento posee también la estrecha celda en la que se retiraba alguna vez, la sala en donde dio el hábito a san Jacinto y al bienaventurado Ceslao, y, en un rincón del jardín, un naranjo, plantado por él, ofrece hojas y fruto a la piadosa mano del ciudadano o del viajero.

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CAPÍTULO XIII - Fundación de los conventos de Santiago de París y san Nicolás de Bolonia

Los religiosos que Domingo había enviado a París después de la asamblea de Prouille se dividieron en dos grupos. El primero estaba integrado por Manés, Miguel de Fabra y Oderico, y llegó a su destino el 12 de septiembre. El segundo lo formaban Mateo de Francia, Beltrán de Garriga, Juan de Navarra y Lorenzo de Inglaterra, y llegó tres semanas más tarde. Se alojaron en el centro de la ciudad, en una casa que alquilaron cerca del hospital de Nuestra Señora, a las puertas del arzobispado. Excepto Mateo de Francia, que pasó parte de su juventud en las escuelas de la universidad, ninguno de ellos era conocido en París. Así vivieron diez meses en extrema necesidad, animados por el recuerdo de Domingo y una revelación que había recibido Lorenzo de Inglaterra sobre el lugar futuro de su establecimiento.

Por aquel tiempo, Juan de Barastre, decano de San Quintín, capellán del rey y profesor de la Universidad de París, fundó cerca de una de las puertas de la ciudad, denominada de Narbona o de Orleans, un hospicio para los extranjeros pobres. La capilla del hospicio estaba dedicada al apóstol Santiago, tan celebrado en España, y cuyo sepulcro atrae a los fieles, constituyendo una de las grandes peregrinaciones del mundo cristiano. Sea que los frailes españoles se hubieren presentado en el hospital por devoción, o debido a otra causa, el resultado fue que Juan de Barastre supo que en París había nuevos religiosos dedicados a predicar el Evangelio de la misma manera que lo hicieron los apóstoles. Les conoció, les admiró, les tomó afecto, y comprendiendo, sin duda, la importancia de su institución, el 6 de agosto de 1218 les puso en posesión de dicha casa de Santiago, que había destinado a Jesucristo, representado por los extranjeros pobres. Jesucristo, agradecido, le envío más ilustres huéspedes que aquellos a quienes esperaba recibir, y el modesto asilo de la puerta de Orleans se convirtió en vivienda de apóstoles, escuela de sabios y tumba de reyes. El 3 de mayo de 1221, Juan de Barastre confirmó con un acta auténtica la donación que había hecho a los religiosos, y la Universidad de París, a ruegos de Honorio III, abandonó los derechos que poseía sobre estos lugares, estipulando, sin embargo, que sus doctores, al fallecer, serían honrados con los mismos sufragios espirituales que los miembros de la Orden, a título de cofradía.

Disponiendo ya de un alojamiento estable y público, los religiosos comenzaron a darse a conocer. La gente venía a escucharles, y obtenían adeptos entre los innumerables estudiantes que, de todos los puntos de Europa, traían a París el ardor común de su juventud y el diverso genio de sus naciones. A partir del verano de 1219, el convento de Santiago contaba con treinta religiosos. Entre los que tomaron el hábito en aquella época, el único cuyo recuerdo ha llegado hasta nosotros es Enrique de Marburgo. Había sido enviado a París hacía muchos años por uno de sus tíos, piadoso caballero que habitaba en la ciudad de Marburgo. Habiendo fallecido, se le apareció en sueños y le dijo: “toma la cruz para expiar mis culpas y pasa el mar. Cuando vuelvas de Jerusalén encontrarás en París una Orden nueva de Predicadores, a la que te entregarás. No temas su pobreza y no desprecies su reducido número, pues llegarán a formar un pueblo y se fortalecerán con la salvación de muchos hombres.” (Gérard de Frachet: “Vidas de los Hermanos”, lib. IV, cap. XIII.) Enrique pasó el mar, y de vuelta a París en los días en que los frailes comenzaban a establecerse en aquella ciudad, abrazo su institución sin vacilar. Fue uno de los primeros y más célebres Predicadores del convento de Santiago. El rey san Luis le tomó afecto, Llevándole consigo a Palestina en el año 1254. Murió a la vuelta del viaje.

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He aquí un rasgo que acostumbraba a contar, refiriéndose a los primeros tiempos de los dominicos en París: “sucedió que dos religiosos “en camino” no habían comido nada aún al dar las tres de la tarde, y se preguntaban cómo podrían apaciguar el hambre en un país desconocido que cruzaban. Mientras estaban en esto, un hombre en traje de viajero se les presentó y les dijo: “¿Qué estáis hablando, hombres de poca fe? Buscad primeramente el reino de Dios, y lo demás ya os será dado con abundancia. Habéis mostrado bastante fe al sacrificaros y dedicaros a Dios, ¿Y ahora teméis que no cuide de alimentaros? Pasad este campo, y cuando entréis en el valle que está más abajo, encontraréis un pueblecito; entrad en su iglesia, el párroco os invitará; llegará a un caballero que querrá que vayáis su casa casi por fuerza; pero el patrono de la iglesia intervendrá, y os conducirá al párroco, al caballero y a vosotros mismos a su casa, en donde os tratará magníficamente. Tened confianza en el Señor, excitad la confianza en él entre vuestros hermanos.” Dicho esto desapareció; luego todo sucedió como había sido predicho. Los religiosos, al volver a París, relataron lo sucedido a fray Enrique y al corto número de religiosos que había entonces allí.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I. Capítulo V)

Esta extremada penuria de los religiosos había sido probablemente la causa de que dos de entre ellos, Juan de Navarra y Lorenzo de Inglaterra, fuesen a Roma a vivir con Domingo. El santo, desde el momento de su llegada en el mes de enero de 1218, ordenó a Juan de Navarra partirse para Bolonia, acompañado de otro fraile que los historiadores llaman Beltrán, para distinguirlo de Beltrán de Garriga. Poco después les envío a Miguel de Uzero y Domingo de Segovia, vueltos de España; otros dos frailes, Ricardo y Cristino, y el lego fray Pedro. Esta pequeña colonia obtuvo en Bolonia, como sabemos, no se sabe cómo, una casa y una iglesia llamadas Santa María de Mascarella. Pero tocante a lo demás vivía en una profunda miseria, sin poder sobrellevar el peso de una ciudad grande, en la que tanto la religión como los negocios y los placeres tienen su curso regulado, y en la cual la novedad no conmueve sino en condiciones difíciles. Todo cambió de aspecto a llegar un hombre. Reginaldo apareció en Bolonia el 21 de diciembre de 1218, a su vuelta de Tierra Santa, y muy pronto se vio la ciudad conmovida hasta sus cimientos. Nada puede compararse con este éxito de la elocuencia divina. En 8 días Reginaldo se adueñó de la ciudad de Bolonia. Los eclesiásticos, los jurisconsultos, los alumnos y los profesores de la Universidad entraban en grupos a formar parte de una Orden que aún era desconocida la víspera. Grandes talentos llegaron a temer oír la palabra del orador por miedo a que le sedujese. “Cuando fray Reginaldo, de santa memoria, deán que fue de Orleans - nos dice un historiador - predicaba en Bolonia, y atraía hacia la Orden a los eclesiásticos y doctores afamados, maese Moneta, que enseñaba entonces las Artes y era famoso en toda Lombardía, al ver la conversión de tan gran número de hombres, comenzó a temer por sí mismo. Por eso evitaba con cuidado encontrarse con fray Reginaldo y apartaba a sus discípulos de su camino. Pero el día de la fiesta de san Esteban sus alumnos le hicieron ir a la iglesia para que escuchase el sermón, y al no poder sustraerse a la asistencia a la fiesta, ya por ir entre ellos o debido a otra cualquier razón, les dijo: “vamos primeramente a San Próculo a oír misa; no una, sino tres.” Moneta deseaba que pasase el tiempo expresamente para no asistir a la predicación. No obstante, sus alumnos le dieron prisa, y por fin acabó por decirles: “vamos, pues.” cuando llegaron a la iglesia el sermón no había terminado aún, y la concurrencia era tan numerosa, que Moneta se vio obligado a oírlo desde el umbral de la puerta. Apenas prestó atención, quedó convencido. El orador exclamaba en aquel momento: “¡veo el Cielo abierto! sí, el Cielo está abierto para quien quiere ver y para quien desea entrar; las puertas están abiertas para quien quiera franquearlas. No cerréis vuestro corazón, vuestra boca, ni vuestras manos por temor a que el Cielo se os cierre también. ¿Por qué tardáis tanto en venir? os he dicho que el Cielo está abierto.” Tan pronto bajo Reginaldo del púlpito, Moneta, conmovido por Dios, fue a buscarle; le expuso su estado y sus ocupaciones e hizo voto de obediencia ante él. Pero como un sinfín de compromisos le privaban de su libertad, continuó vistiendo el traje mundano durante un año, cosa que le aconsejó fray Reginaldo; sin embargo, trabajó con todas sus fuerzas para procurarle oyentes y discípulos, y cada vez que le traía un adepto parecía tomar el hábito juntamente con él. (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I, capítulo III.)

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Otro hermano, Juan de Bolonia, relataba que los que cultivaban la viña de San Nicolás habían visto frecuentemente luces y apariciones de esplendor. Fray Claro recordaba que durante su infancia, al pasar un día cerca de dicha viña, su padre, a quien acompañaba, le dijo: “ hijo mío, en este lugar se ha oído con frecuencia el canto de los ángeles, y esto es un gran presagio para el porvenir.” y al decir el niño que tal vez fuesen hombres lo que se había oído, su padre contestó: “ hijo mío, la voz de los hombres es muy distinta a la de los ángeles, y no puede confundirse con ella.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I, cap. III)

Los dominicos transferidos a San Nicolás durante la primavera del año 1219 continuaron aumentando en número, gracias a las predicaciones de Reginaldo, al buen olor de sus virtudes y a una protección de Dios, que se manifestaba de cuando en cuando por maravillosos relatos. Veamos la manera cómo fue llamado a la Orden un estudiante de la universidad: “una noche, durante su sueño, se creyó sólo en un campo y sorprendido por una tempestad. Corrió hacia la primera casa que encontró; llamó, pidió hospitalidad, y una voz le contestó: “yo soy la justicia, y puesto que tú no eres justo, no entrarás en mi casa.” llamó a otra puerta, y le contestaron: “yo soy la verdad, y no te recibo porque la verdad no ayuda más que a los que la aman.” llamó a otras puertas, y le rechazaron diciéndole: “yo soy la paz; no hay paz para el impío, sino únicamente para el hombre de buena voluntad.” Por fin se dirigió a otra puerta, y, al abrirla, le dijo una persona: “yo soy la misericordia. Si quieres salvarte de la tempestad, ve al convento de San Nicolás, que habitan los frailes Predicadores, y allí encontrarás el establo de la penitencia, el pesebre de la continencia, la hierba de la doctrina, el asno de la sencillez, el buey de la discreción. Allí está María, que te iluminará; José, que te ayudará, y Jesús que te salvará.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. I, cap. III.) El estudiante, al despertar de este sueño, creyó era una advertencia del Cielo y se conformó.

Ningún atractivo humano cooperó en estas conversiones de jóvenes y hombres ya avanzados en la carrera de los empleos públicos. Nada era más duro que la vida de los frailes. La pobreza de una Orden naciente se dejaba sentir con toda clase de privaciones; su cuerpo, lo mismo que su espíritu, fatigado por el trabajo de la propagación evangélica, encontraba como reparación el ayuno y la abstinencia; una noche corta, acostados sobre una cama austera, sucedía a las largas horas del día. Las más pequeñas faltas contra la regla eran severamente castigadas. Habiendo aceptado un hermano converso, sin permiso, no recuerdo qué tela grosera, Reginaldo le ordenó descubrirse sus espaldas, según la costumbre, para recibir la disciplina en presencia de los demás. El culpable rehusó cumplir la orden; Reginaldo hizo que los otros le descubriesen, y, levantando los ojos, arrasados por las lágrimas, al cielo, dijo: “¡Oh Señor Jesucristo, qué habéis dado a vuestro siervo Benito poder para echar al demonio del cuerpo de sus monjes por medio de los azotes de la disciplina! concededme la gracia de vencer la tentación de este pobre hermano por este medio.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. IV, cap. II) Luego le golpeó con tal fuerza, que los presentes se conmovieron, derramando lágrimas.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Se concibe que la naturaleza estuviese vencida en hombres capaces de someterse a tales tratamientos. Y esta victoria que obtenían sobre sí mismos con la represión sangrienta del orgullo y de los sentidos la cedían gloriosamente al mundo. Pues, ¿Cómo podía influir el mundo en estos corazones, fortalecidos de tal manera contra la afrenta y el dolor? cosa admirable es que tal religión se sirva para elevar a los hombres de los mismos medios de que se vale el mundo para envilecerlos. La religión devuelve al hombre la libertad por medio de las prácticas de la servidumbre; ella le hizo rey crucificándole. Las penitencias del claustro no constituían, ni mucho menos, la más ruda prueba a que eran sometidos los novicios jóvenes e ilustres que se apresuraban a pasar las puertas de San Nicolás de Bolonia. La tentación principal de las obras nacientes está en su novedad misma, en ese oscuro horizonte en donde flotan las cosas que no se han consolidado aún. Cuando un establecimiento cuenta siglos de existencia, de sus piedras se desprende un aroma de estabilidad que conforta al hombre en las dudas de su corazón. Duerme sobre ellas con la misma confianza del niño que duerme en las viejas rodillas de su abuelo; en ellas se mece de la misma manera que el grumete en un bajel que ha cruzado cien veces el océano. Pero las obras nuevas tienen una triste armonía con los lados débiles del corazón humano: se trastornan recíprocamente. San Nicolás de Bolonia no fue el abrigo contra esas sordas tempestades que, según la ley de la Providencia, deben probar y purificar todas las obras divinas en las que el hombre es colaborador. “En los tiempos en que la Orden de Predicadores era solamente un pequeño rebaño - nos dice un historiador -, una especie de vivero reciente, despertó entre los frailes del convento de Bolonia tal tentación de desaliento, que muchos de ellos consultaban respecto a la Orden a que debían pasar luego, persuadidos de que la suya, tan reciente y tan débil, no podría durar mucho tiempo. Dos de los religiosos más considerados habían llegado hasta obtener de un legado apostólico permiso para entrar en la Orden del Císter, y presentaron sus Cartas al beato Reginaldo, que había sido deán, en otro tiempo, de San Aniano Orleans, vicario entonces del bienaventurado Domingo. Habiendo reunido capítulo el beato Reginaldo y expuesto el asunto con gran dolor, los asistentes rompieron a sollozar y una tribulación increíble se apoderó de sus almas. Fray Reginaldo, mudo y con sus ojos dirigidos al cielo, miró a Dios, en quien depositaba toda su confianza. Fray Claro de Toscana se levantó para exhortar a los demás; era este un hombre bueno y de gran autoridad, enseñó en otro tiempo Artes y Derecho canónico, y que después fue prior de la provincia romana, penitenciario y capellán del Papa. Apenas terminó su discurso dieron entrar al maestro Rolando de Cremona, doctor excelente y afamado, qué enseñaba filosofía en Bolonia, y que fue el primero entre los padres que profesó Teología en París. Se encontraba más bien ebrio de alegría que transportado por el espíritu de Dios, y sin mediar otras palabras, pidió tomar el hábito. El padre Reginaldo, fuera de sí, se quitó su escapulario y se lo puso al cuello al recién llegado. El sacristán tocó la campana y los frailes entonaron el “ Veni creator spiritus”; mientras cantaban con voz apagada por las lágrimas y sollozos, acudió la gente, inundando la iglesia una muchedumbre de hombres, mujeres y estudiantes; la ciudad entera se conmovió ante los rumores que corrían por ella sobre el asunto; la devoción que sentían por los religiosos se renovó; todas las tentaciones se desvanecieron, y los sobredichos, que habían tomado y la resolución de abandonar la Orden, se precipitaron el medio del capítulo, renunciando a la licencia apostólica que habían obtenido y prometiendo perseverar hasta su muerte.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib.I, cap. IV.)

Tales fueron los comienzos de San Nicolás de Bolonia y Santiago de París, las dos piedras angulares del edificio dominicano. Allí, en el foco de las más sabias universidades de Europa, vino a formarse un vivero de Predicadores y doctores; allí se reunían alternativamente todos los años, de acuerdo con el texto primitivo de las constituciones, los diputados de todas las provincias de la Orden allí vivieron; siglo tras siglo hombres a quienes no pudo superar ninguno de sus contemporáneos, y que perpetuaban entre los pueblos el respeto a la institución que les había nutrido. San Nicolás de Bolonia tuvo la gloria de poseer a Domingo durante sus últimos años y de ser su sepulcro; Santiago de París llegó a ser un panteón famoso por otras razones. Amado tiernamente por el rey san Luis, recibió bajo sus mármoles las vísceras y el corazón de una multitud de príncipes de sangre francesa. Roberto, sexto hijo del rey santo y vástago de la casa de Borbón, fue bautizado en su pila por el bienaventurado Humberto, quinto General de la Orden, y enterrado en dicha iglesia. Su hijo, su nieto y su bisnieto fueron también enterrados allí, en la misma sepultura, sobre la cual se grabó este epitafio: “aquí está la estirpe de los borbones. Aquí está enterrado el primer príncipe de su nombre. Este sepulcro es la cuna de los reyes.” (“Hic stirps Borbonidum. Hic primus de nomine princeps conditur. Hi tumuli velut incunabula regum.” Esta inscripción es de Santeuil.) ¡Singular destino! el convento de Santiago, en el cual había sido bautizada la familia de Borbón en la persona de su fundador y en la que reposaban sus cuatro primeras generaciones, fue el lugar de dónde salieron los golpes que la derribaron del trono de Francia. (no fue precisamente en el convento de Santiago en donde el grupo de jacobinos se reunía, sino en otro convento de dominicos situado en el centro de la calle San Honorato) los más implacables destructores de la monarquía celebraban sus sesiones en un claustro desolado, y el nombre que llevaron los dominicos franceses salía sangrando de la boca de los pueblos. Hoy día, Santiago no llega a ser ni una ruina: un conjunto de casas y casuchas cubre sus restos con su innoble sombra, y es probable que la casa de Borbón no sepa que fue la tumba de sus primeros antepasados por la completa indiferencia con que ha sido tratado.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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CAPÍTULO XIV - Viaje de santo Domingo a España y Francia - Vigilias en la cueva de Segovia - manera como viajaba y vivía

Cuando Domingo hubo fundado San Sixto y Santa Sabina, después de un año de trabajo, volvió sus ojos hacia las lejanas comarcas sobre las que había dispersado sus primeros hijos. Experimentó el deseo de verlos, de fortalecerlos con su presencia y bendecir a Dios con ellos por los males y los bienes que les había concedido. En el otoño del año 1218 partió, acompañado por algunos religiosos de su Orden y un religioso menor llamado Alberto, que se unió a ellos en el camino. Cuando llegaron a cierto lugar de la Lombardía se detuvieron en una posada y se sentaron a la mesa con algunos viajeros que allí estaban. Sirvieron carne; pero Domingo y los suyos rehusaron comerla. La posadera, viendo que se contentaban con comer pan y beber un poco de vino, montó en cólera contra el santo y le llenó de injurias. En vano intentó Domingo desarmarle con su paciencia y sus buenas palabras: ni él ni los presentes pudieron detener el torrente de maldiciones que salía de aquella boca. Por fin, Domingo le dijo con dulzura: “hija mía, para que aprendáis a recibir caritativamente a los siervos de Dios por respeto a su Maestro, a quien sirven, ruego al Señor os imponga silencio.” (Pedro Cali: “Vida de Santo Domingo”, n. 20.) apenas hubo terminado, cuando la hostera quedó muda. Ocho meses después, cuando el santo volvió a pasar por el mismo lugar en su viaje hacia España, aquella mujer le reconoció, y echándose a sus pies le pidió perdón anegada en lágrimas. Domingo le hizo sobre la boca la señal de la Cruz, y su lengua se soltó inmediatamente. Fray Alberto, a quién se debe este relato, cuenta también que un perro desgarró su túnica y que el santo juntó los trozos con un poco de barro, remendándola.

Al cruzar Domingo se encontró en los caminos del Languedoc, que tan familiares le eran, hallándolo todo muy cambiado. No pudo alcanzar el consuelo de orar sobre el sepulcro de su magnánimo amigo el conde de Montfort, porque sus restos habían sido transferidos a la abadía de Fontevraud, lejos de aquella tierra en que había sido coronado duque y conde y en la que su espada, que desapareció con él, no podía proteger ya su féretro. Después de una rápida visita a San Román de Tolosa y a Nuestra Señora de Prouille, Domingo se apresuró a volver a su patria, cuyo suelo no había pisado desde hacía quince años. Cuando salió de España era simplemente canónigo de Osma; volvía a ella siendo apóstol, taumaturgo, fundador de una orden, legislador, patriarca, martillo de las herejías de su tiempo y uno de los más poderosos siervos de la iglesia y de la verdad. Toda esta gloria constituía su equipaje y su carga. Quien le encontrarse entre las gargantas de los pirineos con el rostro mirando a España, le hubiera tomado por algún mendicante extranjero que venía a vivir bajo el rico sol de Iberia. ¿Hacia dónde dirigió primeramente sus pasos? ¿Fue hacia el valle del Duero? ¿Le esperaban en el Palacio de donde la muerte había hecho salir a sus padres? ¿Fue a orar sobre su tumba a Gumiel de Izán, y sobre la de Azevedo en Osma? ¿Se le vio arrodillado sobre las losas de la abadía de Santo Domingo de Silos, en donde su madre recibió consuelo por medio de presagios enigmáticos? Nada nos dice la Historia sobre todo esto, y nada tiene que decirnos, porque el corazón del santo nos lo cuenta todo. Había aprendido de Jesucristo la manera de elevar todos los sentimientos naturales, sin destruir ninguno de ellos. El primer lugar en donde ciertamente le encontramos a su regreso a España es una prueba de la ternura que había conservado por su país natal. Fue en Segovia, ciudad entonces una de las principales de Castilla la Vieja; en esa ciudad es donde la Historia le vuelve a poner en escena. Se alojó en casa de una pobre mujer, que muy pronto comprendió el tesoro que en su casa tenía. A partir del día de su llegada al Languedoc, Domingo había contraído de la costumbre de llevar un rudo cilicio sobre su cuerpo, unas veces de lana, otras de crin. Estando en Segovia en casa de aquella pobre mujer, se quitó la camisa de lana que llevaba interiormente para ponerse otra de un tejido un poco más áspero. Su hostelera se dio cuenta de ello, y, debido a un sentimiento de veneración, escondió en un cofre la túnica de que el santo se había despojado. Poco tiempo después la habitación se prendió fuego, estando ella ausente, quemándose todos los muebles, excepto el cofre que contenía, juntamente con la reliquia, sus más preciadas cosas.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Otro milagro excitó el agradecimiento público del pueblo de Segovia. Se acercaba en las fiestas de Navidad del año 1218; una sequía persistente había impedido hasta entonces la siembra de las tierras. Todo el pueblo se hallaba reunido en las afueras de la ciudad para pedir a Dios, con una rogativa, terminase aquella plaga. Domingo apareció el medio de la muchedumbre, y después de algunas palabras que no disiparon la inquietud general, exclamó: “cesad, hermanos míos, en vuestros temores: confiad en la misericordia de Dios; pues hoy mismo os enviará una abundante lluvia, y vuestra tristeza se trocará en alegría.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. IV.) Aunque no hubo signo precedente alguno de cambio de tiempo, el cielo no tardó en obscurecerse, las nubes se acumularon y el discurso del santo fue interrumpido por una violenta lluvia que dispersó a la asamblea. Los habitantes de Segovia consagraron el recuerdo de este milagro edificando una capilla en el mismo sitio en que había tenido lugar aquel prodigio.

Otra vez fue Domingo a un consejo en el que se hallaban reunidos los principales habitantes de la ciudad, y después de haber leído las cartas del rey, tomo la palabra en estos términos: “ ya acabáis, hermanos míos, de oír la voluntad del rey terrenal y mortal; escuchad ahora los mandamientos del Rey Celeste e Inmortal.” Al oír estas palabras, uno dijo en alta voz, encolerizado: “ese hablador quiere tenernos aquí todo el día y no dejarnos ir a comer.” Y al mismo tiempo tiró de la brida de su caballo para marcharse a casa. El siervo de Dios le dijo: “os retiráis ahora; pero no pasará un año sin que en el mismo sitio en que estáis en este momento falte el caballo a su caballero para escapar de sus enemigos, y en vano huiréis a resguardaros en la torre que habéis construido en vuestra casa.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. VIII.)La profecía se realizó tal cual se había anunciado pues antes de fines de aquel año fue muerto aquel señor, juntamente con su hijo y uno de sus parientes, precisamente en el mismo sitio en que se encontraba cuando Domingo le dirigió la palabra.

Segovia está situada entre dos colinas separadas por un río; en la del Norte, al exterior de las murallas de la ciudad, encontró Domingo una gruta silvestre adecuada a los misterios de la penitencia y de la contemplación. Allí fue en donde puso los cimientos de un convento al que dio el nombre de Santa Cruz. Mientras levantaban las paredes en las humildes proporciones que tanto amaba el santo, hizo de la cueva su oratoria nocturno, pues tenía la costumbre de consagrar una parte de la noche a la oración y a toda clase de ejercicios misteriosos. El día lo consagraba a los hombres, a la predicación, a los viajes, a los asuntos, y cuando el sol se ponía e invitaba a todos al reposo, él abandonaba el mundo y buscaba en Dios el descanso necesario a su alma y a su cuerpo. Se quedaba en el coro a la salida de las completas, después de haber tenido cuidado de que ninguno de sus hijos le imitase, ya por no quererles imponer un ejemplo superior a sus fuerzas, ya por un santo pudor que le hiciese temer el descubrimiento de los secretos de sus relaciones con Dios. Pero la curiosidad venció más de una vez a sus precauciones: algunos de ellos se ocultaban en la oscuridad de la iglesia para espiar sus vigilias, y de esta manera llegaron a saber algunos detalles conmovedores.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Cuando se sentía solo, protegido en su amor por la sombra y el silencio, abría su pecho a Dios de una manera inefable. El templo, símbolo de la ciudad permanente de los ángeles y de los santos, se convertía para él en un ser viviente, al que conmovía con sus lágrimas, sus gemidos y clamores. Llevaba a cabo una especie de ronda, deteniéndose en cada uno de los altares para orar, ya inclinado profundamente, prosternado, o arrodillado. Ordinariamente comenzaba a reverenciar a Jesucristo con una profunda inclinación, como si el altar, signo y memoria de su sacrificio, hubiese sido su persona; luego se prosternaba, tocando la tierra con la frente, y se le oía decir estas palabras: “Señor, ten piedad de mí; de mí, que soy un pecador”; y las de David cuando decía: “mi alma está pegada al suelo; concededme la vida según vuestra promesa”, y otras frases semejantes. Cuando se había levantado miraba fijamente al crucifijo; luego doblar las rodillas cierto número de veces, mirándolo y adorándolo al mismo tiempo. De cuando en cuando, esta contemplación muda quedaba interrumpida por exclamaciones, y decía: “Señor, yo os he llamado; no os apartéis de mí, no me neguéis vuestra palabra”, y otras expresiones sacadas del Evangelio. Algunas veces su genuflexión se prolongaba; la palabra no llegaba de su corazón a sus labios y parecía entrever el Cielo con su mente, y enjugaba las lágrimas en sus mejillas; su pecho se veía anhelante como el del viajero que se acerca a su patria. Otras veces estaba de pie, con las manos abiertas ante sí como un libro, pareciendo que leía atentamente, o levantaba los brazos a la altura de los hombros, como un hombre que escucha, o se cubría los ojos con las manos para meditar profundamente. También se le veía sobre la punta de los pies, con el rostro hacia el cielo, juntas las manos por encima de la cabeza en forma de flecha; luego las separaba, como haciendo una súplica, y las volvía a unir, como si hubiera conseguido lo que pedía, y en este estado, en el que parecía no tocaba la tierra, tenía la costumbre de decir: “Señor, escuchadme mientras os dirijo mis ruegos, mientras elevo mis manos hacia vuestra sagrada mansión.” Tenía una manera de orar, que raras veces empleaba, cuando quería obtener de Dios alguna gracia extraordinaria: se ponía en pie, con los brazos muy extendidos en cruz, imitando a Jesucristo moribundo y elevando hacia su Padre aquellos clamores potentes que salvaron al mundo. En estos casos decía con voz grave y clara: “Señor, yo os he implorado, he tendido mis brazos hacia Vos todo el día; mi alma está ante Vos como una tierra sedienta; escuchadme prontamente.” De esta manera oró cuando resucitó al joven Napoleón; pero los que presenciaron aquel acto no entendieron las palabras que pronunciaba, y no se atrevieron nunca a preguntarle lo que había dicho.

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