VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

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Además de las súplicas particulares que inspiraban a Domingo las necesidades y los acontecimientos diarios, tenía siempre presente la causa de la Iglesia Universal en su espíritu. Oraba por la extensión de la fe en el corazón de los cristianos, por los pueblos asentados aún en la esclavitud del error, por las almas que sufrían en el Purgatorio por el resto de sus pecados. “Poseía una caridad tan ardiente por las almas - dice uno de los testigos en el proceso de su canonización -, que se extendía no sólo a todos los fieles, sino también a los infieles y hasta aquellos que están sufriendo los dolores del infierno, y por ellos vertía muchas lágrimas.” (“Actas de Bolonia”, declaración de fray Ventura, n. 9) no le bastaban las lágrimas: tres veces cada noche mezclaba su sangre a sus plegarias, satisfaciendo de esta manera, cuánto podía, esta sed de inmolación que constituye la mitad generosa del amor. Se oía cómo castigaba su cuerpo con cadenas de hierro, y la cueva de Segovia, que fue testigo de todos los excesos de su penitencia, guardó durante siglos las señales de la sangre que en ella había derramado. En su corazón dividida esta sangre en tres partes: la primera era por sus pecados; la segunda, por los pecados de los que viven; la tercera, en sufragio de los muertos. Más de una vez obligó a algunos de sus religiosos a que le azotase, con objeto de aumentar la humillación y el dolor de su sacrificio. Llegará un día que, en presencia del Cielo y de la tierra, los ángeles de Dios llevarán al altar del juicio dos copas llenas; una mano irrecusable las pesará, y se sabrá, para gloria eterna de los santos, que cada gota de sangre dada por amor ha ahorrado muchas oleadas.

Cuando Domingo había velado, orado, llorado y ofrecido su cuerpo y su alma como sacrificio durante largo tiempo, si la campana que tocaba a maitines no le anunciaba que los religiosos se despertaban, subía hacerles una visita, como si le hubiese separado de ellos una larga ausencia. Entraba en sus celdas sin hacer ruido, hacía el signo de la cruz sobre ellos y cubría a aquellos cuyas vestiduras se habían desarreglado durante el sueño. Luego volvía al coro a esperarlos. Alguna vez el sueño le sorprendía en los piadosos misterios de su noche; en este caso se le encontraba apoyado en un altar o tendido sobre las losas. Cuando tocaban a maitines se reunía con los frailes; yendo de un lado al otro del coro, los exhortaba a salmodiar con todas sus fuerzas y con gozo. Después del oficio se retiraba a dormir a un rincón de la casa, pues no tenía celda propia, como los demás, y se acostaba vestido en cualquier sitio: sobre un banco, en el suelo, sobre un montón de paja, y algunas veces en la camilla que servía para llevar los cadáveres. Su sueño era tan corto durante la noche, que se dormía con frecuencia durante las comidas.

Dejó en Segovia como Prior a fray Corbalán, y se dirigió a Madrid, donde se encontró que fray Pedro de Madrid, uno de los que Domingo envió España cuando la dispersión de los de los religiosos, había empezado la construcción de un convento. Estaba situado fuera de los muros de la ciudad; pero Domingo cambió su destino, pues en lugar de frailes estableció monjas, dedicándolas a Santo Domingo de Silos. Este nombre de Silos desapareció más tarde, y el convento quedó dedicado a su fundador, en virtud de una transformación insensible, en la que todos pusieron sus manos. Es digno de observación que en España, lo mismo que en Francia y en Italia, el santo patriarca empleaba tanto celo en la creación de casas de religiosas como en las de religiosos, acordándose y siempre Nuestra Señora de Prouille había sido las primicias de su instituto. Por las religiosas de Madrid se conserva una carta que les escribió poco después de su fundación, y que está concebida en estos términos: “fray Domingo, Maestro General de los Predicadores, a la madre priora y a todo el convento de las hermanas de Madrid, salud y perfeccionamiento de la vida en gracia de Dios Nuestro Señor. Nos regocijamos sumamente y agradecemos al Señor vuestro progreso espiritual y el haberos sacado del fango de este mundo. Hijas mías, luchad contra vuestro antiguo enemigo por medio de las oraciones y los ayunos, pues únicamente será coronado aquel que haya luchado. Hasta este día no disfrutabais de una casa conveniente para seguir todas las reglas de nuestra santa religión; pero en esta hora no os queda excusa alguna, puesto que, por la gracia de Dios, gozáis de una casa en la que la observancia regular puede cumplirse con exactitud. Por eso quiero que de hoy en adelante se guarde silencio en todos los lugares señalados por las constituciones, a saber: el coro, el refectorio, los claustros, y que en todos los lugares viváis de acuerdo con vuestras reglas. Que ninguna de entre vosotras salga de la puerta del convento; que ninguna persona entre en él, a no ser un obispo o un prelado para predicar, o bien para hacer una visita pública. No omitáis las disciplinas, las vigilias; sed obedientes a vuestra priora; no perdáis el tiempo en conversaciones vanas. Y puesto que nos es imposible subvenir a vuestras necesidades temporales, no queriendo tampoco agravarlas, prohibimos a cualquier religioso, sea quien fuere, reciba novicias a vuestro cargo; este poder dependerá solamente de la priora, juntamente con el consejo del convento. Ordenamos a nuestro muy amado hermano Manés, que tanto ha trabajado por vuestra casa y os ha establecido en vuestro santo estado, disponga las cosas como le parezca bien para que viváis santa y religiosamente. Le concedemos poderes para que os visite, os corrija y hasta para deponer a la priora, si lo juzgase necesario, pero con el consentimiento de la mayor parte de las religiosas; también podrá concederos dispensas cuando lo estime prudente. Adiós en Cristo.” (Mamachi: “Anales de la Orden de Predicadores”, volumen I, pág. 60 del Apéndice.)

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Otros muchos conventos de España reclaman el honor de haber sido fundados o preparados por Domingo. Los historiadores primitivos callan sobre este asunto; por eso no creemos a propósito recordar estas pretensiones, que no se avienen suficientemente con la brevedad de la estancia de Domingo en España. Mencionaremos únicamente Palencia, donde pasó el santo diez años de su juventud, y en donde estableció el convento denominado de San Pablo.

En Guadalajara, no lejos de Madrid, de regreso a Francia, fue Domingo abandonado por casi todos los que le acompañaban. Sólo tres compañeros le siguieron fielmente; estos fueron fray Beltrán y dos conversos. Domingo se volvió hacia uno de ellos, preguntándole si quería marcharse también, y aquel contestó: “no quiera Dios que abandone la cabeza para seguir a los pies.” (Vicente de Beauvais: “espejo histórico”, lib. XXX, cap. LXXVII.) Esta defección había sido anunciada a Domingo por una revelación. Oró, sin inquietarse por las ovejas perdidas, y tuvo el consuelo de verlas regresar casi todas al redil. Probablemente sería en favor de este grupo lo que hizo al llegar cerca de Tolosa; no tenía qué comer ni beber más que un vaso de vino para los ocho que eran, y él lo multiplicó milagrosamente, “ movido a compasión, según dicen los historiadores, por algunos de ellos que habían sido delicadamente alimentados cuando pertenecieron al mundo.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. V.)

En Tolosa encontró Domingo a Beltrán de Garriga, uno de sus más antiguos discípulos. Juntos emprendieron el camino de París, visitando de paso el célebre lugar de peregrinación de Roc-Amadour, viejo santuario dedicado a la bienaventurada Virgen, situado en una soledad escarpada y Silvestre de Quercy. “Al siguiente día de la noche que habían consagrado a esta devoción se les unieron en el camino algunos peregrinos alemanes, quienes al oírles recitar salmos y letanías le siguieron piadosamente. Al llegar al pueblo próximo, los nuevos compañeros les invitaron a comer, cosa que repitieron los cuatro días sucesivos. Al llegar el quinto día, el bienaventurado Domingo dijo conmovido a Beltrán de Garriga: “ fray Beltrán, me remuerde la conciencia al ver que cosechamos solamente lo temporal de estos peregrinos, sin poder sembrar en ellos lo espiritual; por eso, si os parece bien, nos arrodillaremos y pediremos a Dios la gracia de comprender y hablar su lengua con objeto de poder anunciarles al Señor Jesucristo.” después de haber orado comenzaron a expresarse en alemán, con gran sorpresa de los peregrinos, y durante los cuatro días que estuvieron juntos hasta la llegada a Orleans, hablaron de Nuestro Señor Jesucristo. Al llegar a Orleans, los peregrinos siguieron el camino de Chartres, y dejaron a Domingo y Beltrán en el de París, después de haberse despedido de ellos y haberse encomendado a sus oraciones. Al día siguiente el bienaventurado padre dijo a Beltrán: “hermano, ya llegamos a París; si los demás se enteran del milagro que el Señor ha hecho, nos considerarán como santos, siendo como somos pecadores, y si llega a oídos de la gente del mundo, nuestra humildad correrá gran riesgo; por eso os prohíbo digáis nada de esto a nadie hasta después de mi muerte.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. II, cap. X.)

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Una de las primeras casas que llamaron la atención a Domingo a su entrada en París por la puerta de Orleans fue el convento de Santiago. Este edificio contaba ya con treinta religiosos. El santo patriarca se detuvo en él algunos días, durante los cuales dio el hábito a Guillermo de Monferrato, a quién conoció en Roma en casa del cardenal Ugolino, y qué le prometió ser fraile predicador después de haber estudiado dos años de Teología en la Universidad de París. Cumplió su palabra, entrando a formar parte de la Orden. Domingo encontró también a un bachiller sajón llamado Jordán. Era este un hombre ingenioso, elocuente, amable y amante de Dios. Nació en la diócesis de Paderborn, de la noble familia de condes de Eberstein, y su viaje a París obedecía a su deseo de beber en las fuentes de la ciencia divina. Instigado por Dios, que le destinaba a ser el primer sucesor de Domingo en el gobierno general de la Orden de Predicadores, se sentía atraído hacia el grande hombre, cuyo heredero debía ser un día; le describió las ardientes huellas que Jesucristo había impresionado en su corazón. Domingo, cuyo contacto era ordinariamente tan decisivo, no quiso precipitar los acontecimientos en esta alma predestinada; aconsejo al joven sajón ejercitarse en el yugo del Señor recibiendo la orden de diácono, y le dejó a merced de la inspiración del Cielo, en espera de la mano que debía recogerle cuando llegase a la madurez.

Nada manifiesta mejor el atrevimiento y la rapidez del genio de Domingo como la acción ejercida por su corta estancia en el convento de Santiago. Desde hacía casi un año el trabajo incansable de muchos hombres de mérito había conseguido reunir treinta religiosos, y todo el esfuerzo de esta comunidad de naciente se enderezó aumentar su número, superando toda clase de dificultades. Al llegar Domingo dirigió su mirada hacia el pequeño rebaño francés y lo creyó suficiente para poblar toda Francia de Frailes Predicadores. Siguiendo sus órdenes, Pedro Cellani salió para Limoges; Felipe, para Reims; Guerrio, para Metz; Guillermo, para Poitiers, y algunos se destinaron a Orleans, con la misión de predicar en las ciudades y fundar conventos en ellas. Pedro Cellani objetó su ignorancia, la penuria de libros en que se hallaba; pero Domingo le contestó, con intrépida confianza en Dios: “Ve, hijo mío, ve sin temor; yo pensaré en ti dos veces cada día ante Dios; no tengas dudas. Tú atraerás muchas almas, recogerás muchos frutos, acrecerás y te multiplicarás, y el Señor será contigo.” (Bernard Guidonis: “Catálogo de los Generales de la Orden”.) Pedro Cellani relataba más tarde, en la intimidad, qué tantas veces como se había visto perturbado, tanto interior como exteriormente, se había serenado pensando en aquella promesa, invocando a Dios y a Domingo, y que siempre había salido vencedor.

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Domingo salió de París por la puerta de Borgoña. En Chatillon-sur-Seine volvió a la vida al sobrino de un eclesiástico en cuya casa estaba alojado. El niño cayó del piso alto y le recogieron medio muerto. Su tío dio una gran comida en honor del santo, y al ver Domingo que la madre del niño no comía porque tenía fiebre, le ofreció un poco de anguila que había bendecido, diciéndole comience por la virtud de Dios, y este remedio la curó inmediatamente.

Después de esto el glorioso padre volvió a Italia, acompañado por un hermano converso llamado Juan; este hermano se sintió enfermo súbitamente al cruzar los Alpes lombardos, a causa del hambre, no pudiendo caminar ni aún levantarse del suelo. El piadoso padre le dijo: “¿Qué tienes, hijo mío, que no andas?” él contestó: “Padre santo, es que me muero de hambre.” Entonces el santo le respondió: “Anímate, hijo mío, y andemos un poco más; ya llegaremos algún sitio en donde podamos reparar nuestras fuerzas.” pero al replicar el hermano que le era imposible dar un paso más, el santo, con la bondad y conmiseración de que estaba lleno, recurrió a su refugio acostumbrado, que era la oración. Oró brevemente. Y dirigiéndose al hermano, le dijo: “levántate, hijo mío: dirígete a ese lugar que ves ante nosotros y trae lo que encuentres en él.” el hermano se levantó con gran dificultad, se dirigió hacia el lugar que le había sido indicado, y a distancia de un tiro de piedra encontró un pan de admirable blancura, envuelto en una tela muy blanca; lo trajo, y después de haber recibido permiso del santo, comió hasta que repuso sus fuerzas. Cuando terminó, el siervo de Dios le preguntó si podía andar ya, puesto que había acallado su hambre, y el hermano dijo que sí. “levantaos, pues, y dejad el resto del pan, envuelto en su lienzo, en el mismo lugar en donde lo habéis hallado.” el hermano obedeció, y continuaron su camino. Un poco más lejos, el hermano, concentrándose en sí mismo, se dijo: “¡Oh, Dios mío! ¿Quién ha puesto ese pan allí y quién será el que lo ha traído? ¡Ni he pensado aún en quién pudiera ser!” Entonces dijo al santo: “padre mío, ¿De dónde ha venido ese pan y quién lo ha depositado en aquel lugar?” entonces éste verdadero amante y guardián de la humildad respondió: “hijo mío, ¿No habéis comido tanto cuanto teníais gana?” “Sí”, respondió el otro. “pues ya que habéis comido cuanto habéis querido, dad gracias a Dios, y no os inquietéis más sobre ese asunto.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, libro II, cap. IV.)

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Detengámonos en este sendero de los Alpes lombardos en donde faltó ánimos al compañero de Domingo, y, como viajeros que somos y seguimos tan piadoso rastro, no envidiemos la dicha de considerarlos de más cerca.

Domingo viajaba a pie, con un cayado en la mano y su lío de ropa al hombro. Cuando estaba lejos de los lugares habitados, se quitaba el calzado y caminaba descalzo. Si alguna piedra le hería durante su camino, exclamaba alegre: “esa es nuestra penitencia.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Juan de navarra, n. 3.) una vez, yendo en compañía del hermano Bonvisio, al pasar por un lugar sembrado de guijarros de punta, le dijo: “¡Ah, desgraciado de mí! recuerdo que una vez me tuve que calzar al pasar por este sitio.” y el hermano le preguntó la causa, a lo cual respondió: “porque había llovido mucho.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Bonvisio de Plasencia, n. 2.) Cuando se acercaba a una ciudad o a un pueblo volvía a calzarse hasta haber salido de allí. Cuando encontraba un río o un torrente que era preciso cruzar, hacía la señal de la cruz sobre sus aguas y entraba osadamente el primero, dando ejemplo a sus compañeros. Cuando llovía, cantaba himnos en alta voz: el “Ave Maris Stella”, el “Veni Creator Spiritus”. No llevaba encima ni oro, ni plata, ni cobre, procurando estar siempre a merced de los hombres y de la Providencia. Se alojaba preferentemente en los monasterios, no deteniéndose nunca, sólo llevado de flojedad, sino de acuerdo con el deseo y la fatiga de los que le acompañaban. Comía lo que le presentaban en la mesa, excepto las carnes, pues hasta yendo de camino observaba rigurosamente la abstinencia y los ayunos de la Orden, aunque dispensase el ayuno a sus compañeros. Cuanto peor le trataban, más contento estaba. Estando enfermo se le vio comer legumbres y frutas antes que recurrir a los platos delicados. Cuando tenía que alojarse en casas pertenecientes a la gente del mundo, apagaba la sed antes en una fuente, por miedo a que la necesidad no le hiciese beber ávidamente, cosa inconveniente para la modestia de un religioso, y por temor a escandalizar a los asistentes. Algunas veces mendigaba su panel de puerta en puerta; daba las gracias siempre humildemente a los que le daban, hasta ponerse de rodillas en algunas ocasiones. Se acostaba vestido, y su lecho era paja o tablas.

El viaje no interrumpía nunca ninguna de sus prácticas piadosas. Ofrecía a Dios el santo sacrificio todos los días si encontraba alguna iglesia, acompañándolo con abundantes lágrimas, pues le era imposible celebrar los divinos Misterios sin enternecerse. Cuando el curso de la ceremonia le anunciaba la aproximación de Aquel a quién había amado preferentemente a partir de su más tierna edad, los que estaban presentes se daban cuenta de ello a causa de la emoción que sentía en todo su ser; las lágrimas se sucedían unas a otras sobre aquella cara pálida y radiante. Pronunciaba la oración dominical con un acento seráfico que hacía sensible la presencia del Padre que está en los Cielos. Por la mañana guardaba y hacía guardar silencio a sus compañeros hasta las nueve, y por la noche, después de las completas. En el intervalo, hablaba de Dios, ya en forma de conversación, ya a modo de controversia teológica y de todas maneras imaginables. Algunas veces, y sobre todo en los lugares solitarios, rogaba a sus compañeros anduviesen a alguna distancia de él, diciéndoles graciosamente con el profeta Oseas: “yo le llevaré a la soledad y le hablaré al corazón.” entonces les precedía o les seguía meditando algún pasaje de las Escrituras. Los religiosos observaron que en estas ocasiones tenía la costumbre de hacer algún movimiento con la mano ante su cara, como si quisiese apartar algún insecto importuno, atribuían a estas meditaciones familiares sobre los textos sagrados la maravillosa inteligencia que de ellos había adquirido. Era tan poderosa su costumbre de estar con Dios, que casi no levantaba sus ojos de la tierra. Jamás entraba en la casa en donde le concedían hospitalidad sin haber visitado antes la iglesia para orar, siempre que hubiera una en el pueblo. Después de la comida se retiraba a una habitación para leer el Evangelio de San Mateo o las epístolas de san Pablo, que siempre llevaba consigo. Se sentaba, abría el libro, hacía la señal de la cruz y leía atentamente. Pero pronto la Palabra Divina le producía el éxtasis, gesticulaba como si hablase con alguien; parecía escuchar, discutir, luchar; sonreía y lloraba alternativamente; miraba fijamente, luego bajaba los ojos, hablaba bajo, se golpeaba el pecho. De la lectura pasaba incesantemente a la oración, de la meditación a la contemplación; de cuando en cuando besaba el libro amorosamente, como para agradecerle la dicha que le procuraba, sumergiéndose cada vez más en estas delicias, se cubría la cara con las manos o con la capucha. Cuando llegaba la noche iba a la iglesia a practicar sus vigilias y penitencias acostumbradas, y de no tener iglesia a su disposición se acostaba en alguna habitación apartada, de la cual salían sus gemidos a su pesar, interrumpiendo el sueño de sus acompañantes. Les despertaba a la hora de maitines para recitar el oficio común, y cuando se alojaba en algún convento, aunque fuese extraño a su Orden, se encargaba de llamar a los religiosos, despertándolos, a la hora del coro.

Predicaba a cuantos se presentaban en su camino, en las ciudades, los pueblos, aldeas y hasta en los monasterios. Su palabra era inflamada. iniciado por sus largos estudios en Palencia y Osma en todos los misterios de la Teología cristiana, estos salían de su corazón juntamente con oleadas de amor, que revelaban la verdad aún a los más empedernidos. Un joven le preguntó, encantado por su elocuencia, en qué libros había estudiado y aprendido aquello, y él le respondió: “hijo mío, en el libro de la caridad más que en ningún otro, pues ese libro lo enseña todo.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. II, capítulo XV) También lloraba con frecuencia en el púlpito, y generalmente se le veía presa de aquella melancolía sobrenatural que produce el sentimiento profundo de las cosas invisibles. Cuando veía desde lejos el grupo de viviendas de una ciudad o de una aldea, El pensamiento de las miserias de los hombres y de sus pecados le sumergían en una reflexión triste, cuyo reflejo aparecía prontamente sobre su rostro. Pasaba rápidamente de este modo por las más diversas expresiones de amor, alegría, turbación, serenidad, sucediéndose aquellas en las arrugas de su frente, dándole la majestad del hombre y elevándola hasta una increíble potencia de seducción. “Era amable para con todos - dice uno de los testigos en el proceso de su canonización -: a los ricos, a los pobres, a los judíos y a los infieles, muy numerosos en España, en donde todos le amaban, excepto los herejes y los enemigos de la Iglesia, a quienes convencía con sus controversias y sus predicaciones.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Juan de Navarra, n. 3).

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CAPÍTULO XV - Quinto viaje de Domingo a Roma - Muerte del beato Reginaldo - El beato Jordán de Sajonia entra en la Orden


En la fuerza del verano del año 1219 Domingo descendía otra vez las rampas escarpadas de los Alpes, volviendo a ver la rica y vasta llanura destinada a poseer una de las mayores épocas de su vida. Castilla la Vieja le alimentó durante su infancia y su juventud; el Languedoc devoró los mejores años de su madurez; Roma era el centro a donde le había conducido siempre el ardor de su fe; Lombardía debía ser su sepulcro. Se ignora por qué itinerario vino; los historiadores primitivos callan su itinerario hasta su llegada a Bolonia. Sabemos que fue recibido en el convento de San Nicolás con júbilo inmenso por los muchos religiosos que en el vivían, bajo el priorato de Reginaldo. Su primer acto fue de desinterés. Oderico Gallicani, ciudadano de Bolonia, había dado recientemente a la Orden, en forma legal, tierras de un considerable valor. Domingo rasgó el contrato en presencia del obispo, declarando que quería que los religiosos mendigasen su pan cada día y que no les permitiría nunca tener posesiones. En verdad, ninguna virtud le era más querida que la pobreza. Llevaba siempre una sola túnica, cualquiera que fuese la estación, y de un tejido pobre, con la cual no se afrentaba de presentarse ante los más grandes señores. Quería que sus hermanos fuesen vestidos como él, que habitasen casas pequeñas, que ni aún ante el altar se sirviesen de sedas ni púrpuras, y que, excepto los cálices, no poseyesen ningún vaso de oro ni plata. En la mesa observaba el mismo espíritu de limitación y penitencia. Los demás comían dos platos; él, uno solo. Rodulfo de Faenza, procurador del convento de Bolonia, relataba que, habiendo aumentado alguna vez lo ordinario que servía a los religiosos durante la estancia de Domingo, el santo le llamó y le dijo al oído: “¿Por qué matan a los frailes con esas pitanzas?” (“Actas de Bolonia”, declaración de Rodulfo de Faenza, número 2.)

Cuando faltaba el pan o el vino en el convento de San Nicolás, cosa que sucedía de cuando en cuando, el hermano Rodulfo iba a buscar a Domingo. El santo le ordenaba rezase; el mismo le seguía a la iglesia para orar con él, y la Providencia se portaba tan bien, que procuraba la comida para sus hijos. Un día de ayuno, toda la comunidad estaba sentada a la mesa en el refectorio, cuando el hermano Bonvisio vino a decir a Domingo que no tenían absolutamente nada. El santo levantó los ojos y manos al cielo con gesto alegre, y dio gracias a Dios por ser tan pobre. Inmediatamente entraron en el refectorio dos jóvenes desconocidos, llevando uno de ellos pan y el otro higos secos, que distribuyeron entre los religiosos. Otro día, que únicamente había dos panes en el convento, Domingo ordenó que los cortasen en pequeños trozos; bendijo el cesto que los contenía, y dijo al que servía que diera la vuelta al refectorio dando a cada hermano dos o tres pedacitos. Cuando acabó su vuelta, Domingo le ordenó diese otra, y continuase hasta que todos quedasen satisfechos. Los religiosos ordinariamente bebían agua, pero procuraban tener siempre un poco de vino para los enfermos. Un día del enfermero vino a quejarse ante Domingo, diciéndole que no tenía ya vino para los enfermos, trayéndole la vasija vacía. El siervo de Dios se puso en oración, según su costumbre, exhortando a los demás por humildad a que hiciesen lo mismo, y cuando el enfermero levantó la vasija observó que estaba llena.

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Los historiadores han empleado pocas palabras para dar a conocer el gozo de los religiosos de Bolonia a la llegada de Domingo; pero se consigue sin trabajo el efecto de su presencia entre todos aquellos hombres, que no le conocían aún, no obstante ser sus hijos. Con sus ojos veían al español que les había convertido a Dios por boca de un francés, y que, resucitando las maravillas primitivas de la Iglesia, había reunido en una comunidad de apóstoles cristianos de todas las naciones. Ellos le veían, y sus virtudes, sus milagros, su palabra, su fisonomía, formaban un espectáculo que su misma imaginación no había podido figurarse. Durante el corto tiempo que estuvo entre ellos, Domingo acrecentó aún su santa y numerosa familia por el ascendiente que ejercía, tanto en el interior como en el exterior. Nada hubo tan singular como la toma de hábito de Esteban de España. El mismo nos la relata en estos términos: “mientras estudiaba en Bolonia, el hermano Domingo vino y predicó a los estudiantes, así como a otras personas. Fui a confesarme con él y creí observar que me apreciaba. Una noche, al ponerme a cenar en la fonda con mis compañeros, envío a dos frailes para decirme: “el hermano Domingo quiere veros y desea que vengáis inmediatamente.” yo respondí que iría tan pronto hubiese terminado de cenar. Ellos me contestaron que me esperaba inmediatamente. Me levanté, pues, abandonándolo todo para seguirles, y llegué a San Nicolás, en donde encontré a Domingo en medio de muchos religiosos. Al verme les dijo: “ enseñadle cómo se hace la postración.” cuando me lo hubieron enseñado, me prosterné con docilidad, y me dio el hábito de fraile predicador, diciéndome: “ quiero proporcionaros armas con las cuales podáis luchar contra el demonio durante todo el tiempo que dure vuestra vida.” entonces admiré muchísimo, y nunca he dejado de considerar sin extrañeza, por qué instinto el hermano Domingo me llamó y me revistió con el hábito de fraile predicador, pues nunca le hablé de mi intención de ser religioso; sin duda obró de aquella manera por inspiración o revelación divina.” (“Actas de Bolonia”, declaración de Esteban de España.)

Lo que Domingo había hecho precedentemente en París lo hizo luego en Bolonia; es decir, envió religiosos a las ciudades principales del norte de Italia para que predicasen y fundasen conventos. Nunca se apartaba de su máxima favorita: “Hay que sembrar el grano en lugar de almacenarlo.” Milán y Florencia recibieron entonces colonias de Frailes Predicadores. También juzgó conveniente que Reginaldo saliese de Bolonia para París. Esperaba mucho de su elocuencia y de su fama para acabar de implantar la Orden en Francia. Los religiosos de Bolonia le vieron alejarse con amargo sentimiento, llorando al verse separados tan pronto de los “pechos de su madre”. Esta expresión es del bienaventurado Jordán de Sajonia, quién dice luego: “pero todas estas cosas sucedieron por voluntad de Dios. Había mucho de maravilloso en la manera como el bienaventurado siervo de Dios, Domingo, dispersaba a los suyos por todas las regiones de la Iglesia y de Dios, a pesar de las reprensiones que se le dirigían algunas veces, y sin que su confianza quedase nunca oscurecida por la sombra de la duda. Parecía que conocía de antemano el éxito y que el Espíritu Santo se lo hubiere revelado. En efecto: ¿Quién osaría dudar de ello? en sus comienzos disponía solamente de un reducido número de religiosos, sencillos e iletrados en su mayor parte, a quiénes envío en pequeños grupos por toda la iglesia; de manera que los hijos de aquel siglo, que juzgaban por las trazas de su prudencia, le acusaban de destruir un gran edificio, más bien que de construirlo. Pero acompañaba con sus oraciones a los que enviaba de aquella manera, y la virtud del Señor se complacía en multiplicarles.” (“Vida de Santo Domingo”, capítulo, II, n. 45.)

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Hacia fines del mes de octubre, Domingo salió también de Bolonia; cruzó el Apenino en dirección a Florencia, y se detuvo algún tiempo en la rivera del Arno, en donde su Orden debía más tarde levantar los célebres conventos de Santa María Novella y San Marcos. Los dominicos gozaban entonces de la posición de una iglesia, al lado de la cual vivía una mujer llamada Bené, conocida por lo desordenado de su vida, y a quien Dios había castigado abandonándola a los ataques sensibles del espíritu maligno. Al oír predicar a Domingo, aquella mujer se convirtió, y las plegarias del santo la libraron de las obsesiones que la atormentaban. Pero la misma paz fue para ella ocasión de recaída, y cuando Domingo volvió de nuevo a Florencia un año más tarde, le confesó el mal efecto que le había producido la liberación. Domingo le preguntó bondadosamente si quería volver a su antiguo estado, y al contestarle que se abandonaba a Dios y a él, el santo rogó al Señor hiciese lo que más conviniere para su salvación. Al cabo de algunos días, el espíritu maligno la atormentó de nuevo, y el castigo de sus nuevas culpas fue para ella una fuente de méritos y perfección. Bené tomó más adelante el velo religioso y se la llamó Benedicta. Sobre esta mujer se lee también que se quejó a Domingo, a su vuelta a Florencia, de que un eclesiástico la perseguía a causa de su afecto a la Orden. Este eclesiástico estaba irritado contra ellos porque se les había entregado la iglesia de la cual era él capellán antes. Domingo contestó a Benedicta: “hija, ten paciencia; el que te persigue, pronto será de los nuestros y ha de soportar en la Orden grandes y largos trabajos.” (Constantino d’Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, n. 37.) Esta predicción se realizó tal como había sido anunciada.

Domingo encontró al sumo Pontífice en Viterbo. Honorio III le concedió cartas fechadas el 15 de noviembre de 1219, por las cuales recomendaba sus frailes a los obispos y prelados de España. El 8 de diciembre siguiente extendió esta recomendación a los arzobispos, obispos, abades y prelados de toda la cristiandad. En 17 del mismo mes, estando en Civita-Castellana, hizo donación a Domingo y a los suyos del convento de San Sixto del monte Coelio, pues hasta entonces san Sixto había estado en posesión de la Orden solamente en virtud de concesión verbal. Las hermanas de San Sixto no figuran en el acta, sin duda porque formaban, con los religiosos, una única y misma Orden, cuya administración temporal y espiritual pertenecía al General de la misma.

No era está la primera vez que el santo patriarca estuvo en Viterbo, pues tres años antes, a su vuelta de Francia después de la confirmación de la Orden, vino a dicha ciudad con el cardenal Capocci, que le dio una capilla y un monasterio llamado de la Santa Cruz, situado en una colina próxima a la ciudad, y una iglesia que se edificaba al lado por su mandato. El cardenal había sido advertido en sueños dedicase dicha iglesia a la Santísima Virgen, y la amistad que le unía con Domingo le llevó a ofrecérsela antes de que estuviese terminada, por temor a que el tiempo dejase incumplida su buena voluntad. En efecto: no experimentó la satisfacción de verla terminada; pero aseguro su posesión a la Orden antes de su fallecimiento. Con el nombre de Nuestra Señora de Gradi, este edificio ha llegado a ser uno de los más ilustres conventos de la provincia romana. Allí pueden observarse restos de la antigua capilla de Santa Cruz, en la que Domingo pasó muchas noches, y la cual ostentaba huellas de su sangre hasta el siglo pasado.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

Domingo celebró en Roma el principio del año 1220. Por cierto que uno de sus historiadores nos indica que distribuyó entre las religiosas de San Sixto cucharas de Ébano que les había traído de España. ¡qué sencillez de hombre! El pensamiento de complacer a las pobres religiosas le preocupó en el seno de sus fatigas y los asuntos de un largo viaje, y recorriendo un camino de seiscientas o setecientas leguas, les trajo consigo un recuerdo de su país. Digo consigo, porque nunca permitió que nadie cargarse con su equipaje.

Reginaldo llegó a París y anuncio el Evangelio con toda la autoridad de su elocuencia y de su fe. Después de Domingo, era en aquel tiempo el astro más esplendente de la nueva religión. Todos los religiosos tenían puesto sus ojos en él, y sin prever la muerte, demasiado próxima de su fundador, se daban cuenta de que era el único capaz de sobrellevar la carga de su obra. Pero Dios frustró pronto esos sentimientos de amor y de admiración, pues Reginaldo se vio atacado por una enfermedad mortal en el momento en que inspiraba más esperanzas que nunca. El prior de Santiago, Mateo de Francia, vino a advertirle que la hora de su último combate se aproximaba, y le preguntó si quería le administrase el sacramento de la Extremaunción. “no temo el combate - contestó Reginaldo -; lo espero con alegría. Espero también a la Madre de Misericordia, que me ungió en Roma con sus propias manos y en quien yo confío; pero por temor a que parezca que desprecio la unción eclesiástica, me place recibirla y la deseo.” (Gérard de Frachet, “Vidas de los Hermanos”, lib. V, cap. II.) Los religiosos no sabían entonces, al menos en general, la misteriosa manera como Reginaldo había sido llamado a la Orden pues rogó a Domingo no dijiste nada durante su vida. Pero el recuerdo de aquel insigne favor se presentó en su mente en el momento de su muerte, y no pudo evitar aludir a él; el agradecimiento le arrancó un secreto que su humildad ocultó hasta aquel instante. Precedentemente ya había dicho sobre esto a Mateo de Francia algunas palabras, que la Historia nos ha conservado. Mateo, que le había conocido cuando vivía en el mundo con todas las comodidades propias de la celebridad y la delicadeza le testimonió extrañeza de que hubiese abrazado una Orden tan severa. “no hay mérito en ello de mi parte - le contestó -, puesto que me ha complacido mucho siempre.” (el beato Jordán de Sajonia: “Vida de Santo Domingo”, cap. III, página 46.)

No se sabe el día preciso en que murió; sólo sabemos que tuvo lugar a fines de enero o a principios de febrero del año 1220. Los frailes que no gozaban aún del derecho de sepultura en su casa, le enterraron en la iglesia de Nuestra Señora de los Campos, cercana a Santiago. Sus restos, colocados bajo un mausoleo, obraron milagros, y durante cuatrocientos años fueron objeto de un culto cuya tradición parecía ser imborrable. Pero en el año 1613 la Iglesia de Nuestra Señora de los Campos fue donada a las Carmelitas de la reforma de santa Teresa y las religiosas transportaron al interior de su claustro el cuerpo de Reginaldo, y, a pesar de la veneración hereditaria, su memoria cesó de ser popular poco a poco, viniendo a ser como su sepulcro, un secreto reservado a los que conocían y habitaban en espíritu la antigüedad. Hoy ya no existe ni su tumba, qué desapareció juntamente con la iglesia y el claustro de Nuestra Señora de los Campos y el fundador del convento de Bolonia, aquel a quien los religiosos llamaban “ su báculo”, el que la santa Virgen había llamado a la religión por sus propios labios, el que recibió de sus manos la unción milagrosa de sus miembros, el que había dado su última y sagrada forma a nuestro hábito, el bienaventurado Reginaldo, no goza en parte alguna de culto, ni aún siquiera en la Orden de Predicadores, de la que fue uno de los más bellos ornamentos por la santidad de su vida, el poder de su palabra y el gran número de hijos ilustres que le engendró. Esta fecundidad no se agotó hasta su muerte, pues la misma víspera de su última y corta enfermedad produjo aún su tronco sublimes retoños. Al decir que no se le rinde culto se entiende el culto “ratificado por la Iglesia”, Pues el venerable Reginaldo no ha cesado de gozar en su Orden de un culto verdaderamente eclesiástico que se espera ver confirmado por la Santa Sede. 3

3 Pío IX aprobó su culto y la orden celebra su fiesta el 17 de febrero.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Message par InHocSignoVinces »

Recordaremos el estudiante sajón a quien Domingo conoció en París, y cuya vocación no quiso precipitar, aunque era muy visible. Reginaldo había sido destinado a tomar aquella flor preciosa que la mano de Domingo respetó por una especie de presentimiento delicado, para honrar y consolar el prematuro fin de uno de sus más dignos hijos. Veamos la manera como el beato Jordán de Sajonia relata su entrada en la Orden, así como la de Enrique de Colonia, su amigo:

“La misma noche en que el alma del santo hombre Reginaldo voló hacia el Señor, yo que no era aún hermano por mi hábito, pero que hice voto de tomarlo de sus manos, vi en sueños a los religiosos en un navío. De pronto el navío se sumergió, pero los religiosos no perecieron en el naufragio: creo que aquel hombre era Reginaldo, considerado entonces por los demás como su báculo, como su apoyo. Otro día en sueños una fuente clara que cesó de manar agua súbitamente, y que fue reemplazada por dos surtidores. Suponiendo que aquella visión representase algo real, conozco demasiado mi propia ineptitud para atreverme a dar una interpretación. Lo que sé es que Reginaldo recibió en París la profesión de dos religiosos solamente: la mía y la de fray Enrique, que fue más tarde prior de Colonia, hombre a quien amaba yo en Cristo con un afecto que no he concedido nunca tan enteramente a ningún otro hombre, vaso de honor y de perfección tal, que no recuerdo haber visto en esta vida una tan graciosa criatura. El Señor se apresuró a llamarle a su seno, y por ello no creo inútil decir algo sobre sus virtudes.

Enrique había nacido en el mundo de distinguida familia, y muy joven aún le nombraron canónigo de Utrecht. Otro de los canónigos de la misma iglesia, hombre de bien y muy religioso, le educó durante sus más tiernos años en el santo temor de Dios. Con su ejemplo, le enseñó a vencer al mundo crucificando su carne y practicando buenas obras; le hacía lavar los pies a los pobres, frecuentar la iglesia, huir del mal, despreciar el lujo, amar la castidad, y aquel joven de excelente naturaleza se mostró dócil al yugo de la virtud; las buenas obras se acrecentaron en él al mismo tiempo que sus años y viéndole, se le hubiera podido tomar por un ángel, en quién el nacimiento y la honradez eran una misma cosa. Se dirigió a París, en cuya ciudad el estudio de la Teología no tardó en absorberle más que ninguna otra ciencia, dotado como estaba de talento natural muy vivo y una razón perfectamente ordenada. Nos encontramos en el hospedaje donde yo vivía, y pronto nuestra amistad se convirtió en dulce e íntima unión de almas. Fray Reginaldo, de feliz memoria, vino por la primera época a París, y al oír su excelsa predicación me sentí iluminado por la gracia, y en mi fuero interno hice voto de entrar en su Orden, por creer había encontrado un camino seguro de salvación. Al tomar esta resolución comencé a experimentar el deseo de endilgar con el mismo voto al compañero y amigo de mi alma, en el que veía todas las disposiciones de la naturaleza y de la gracia requeridas en un predicador. Él rehusaba; pero yo no cejaba de importunarle. Obtuve de él que fuese a confesarse con fray Reginaldo, y cuando volvió, abriendo el profeta Isaías a modo de consulta, lee el siguiente pasaje: “el Señor me ha concedido una lengua sabía para que ayude con la palabra al caído; él me despierta por la mañana para que escuche su voz. El Señor Dios me ha dejado oír su voz, y no puedo resistirla, ni retrocederé.” (Capítulo L, v. 4, 5) mientras le interpretaba este trozo, que tan bien respondía al estado de su corazón y que, presentándoselo como un aviso del Cielo, le exhortaba a someter su juventud al yugo de la obediencia, observamos algunas líneas y más abajo estas dos palabras: “continuemos juntos”, que no se advertían no nos separaremos uno del otro y consagrásemos nuestra vida a la misma abnegación. Aludiendo a esta circunstancia, estando él en Alemania y yo en Italia, me escribió un día diciéndome: “¿Dónde está ahora el continuemos juntos? Tú estás en Bolonia, y yo en Colonia.” a esto le contesté diciéndole: “¿Qué mayor mérito, qué más gloriosa corona que hacernos participes de la pobreza de Cristo y de sus Apóstoles y abandonar el mundo por su amor?” pero aunque su razón estaba de acuerdo conmigo, su voluntad le persuadió a resistirse.

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