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VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : mar. 11 sept. 2018 23:48
par InHocSignoVinces
VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN

Fray Enrique Domingo Lacordaire OP

PRÓLOGO

Al publicar la “Memoria para el restablecimiento de la Orden de Predicadores en Francia” mi
objeto fue poner bajo la protección de la opinión una obra útil, aunque tal vez atrevida.
Posteriormente me he felicitado de ello. Ningún periódico ha señalado contra el libro ni
contra la obra la animadversión del país; no ha habido labios que en público los haya
denunciado desde las alturas de la tribuna; ningún hecho ha revelado desprecio, odio ni
prevención; y, sin embargo, se trataba de santo Domingo y de los dominicos; se trataba de
renovar en el suelo francés una institución calumniada durante largo tiempo en su Fundador y
en sus sucesores. Mas pertenecemos a un siglo colocado en lugar que ofrece puntos de vista
completamente nuevos y que, desde lo alto de las ruinas sobre las cuales le ha dado ser la
Providencia, puede descubrir cosas ocultas a los períodos intermedios y a las pasiones que los
regían. Los tiempos de las vicisitudes políticas permiten todo cuanto está bien y todo cuanto
está mal; con el pasado desarraigan los odios del pasado; convierten al mundo en su campo
de batalla, en que la verdad acampa junto al error, en que Dios desciende al fragor de la
lucha, sabiendo la necesidad que tenemos de Él.

Pero aunque haya de felicitarme por la acogida con que se ha honrado mi “Memoria”
y mi deseo, siento que no he hecho cuanto debía por corresponderle. La gran figura de santo
Domingo es la llave de cualquier escrito destinado a procurar una idea general de la Orden de
Predicadores, y por ello me he dedicado inmediatamente, según me permitían los deberes del
claustro, a trazar con mano resuelta y de la manera más decisiva la vida del santo Patriarca.
Pocos franceses hay que tengan alguna noción sobre el asunto; la mayor parte ignora cuanto
con dicho asunto se relaciona, salvo que inventó la Inquisición y dirigió la guerra de los
Albigenses, ambas cosas tan absolutamente falsas, que sería curioso en la historia de la
inteligencia humana saber cómo se ha llegado a creer tal cosa. Tal vez un día, si hallo
adversarios serios, me vea precisado a examinar esta cuestión y demostrar el origen y
progreso de las causas que han llegado a desfigurar en los oídos de la posteridad la armonía
del nombre de santo Domingo. Por ahora me he limitado a describir los hechos de su vida tal
cual me los han proporcionado los documentos contemporáneos, y por toda polémica me
defiendo tras de esos invencibles monumentos. A quien quiera que hable de santo Domingo
de manera distinta de la que yo hablo, no tendré más que pedirle una línea del siglo XIII, y si
se cree que soy demasiado exigente, me contentaré con una palabra.

Es cuanto tengo que decir del libro; hablemos ahora de la obra.

El 7 de marzo de 1839 salí de Francia con dos compañeros. Íbamos a Roma a tomar el
hábito de la Orden de Predicadores y someternos al año de noviciado que precede a los votos.
Al terminar el año nos arrodillamos dos franceses solamente a los pies de Nuestra Señora de
la Quercia, y, por primera vez después de 50 años, volvió a ver a santo Domingo la Francia
en el banquete de su familia. Hoy habitamos en el convento de Santa Sabina, situado en el
monte Aventino. Somos seis franceses que abandonamos el mundo por diversos motivos,
después de vivir una vida distinta de la que Dios nos concede actualmente. Aquí pasaremos
algunos años aún, si Dios quiere, no por alejar el momento del combate, sino para
prepararnos gravemente a una misión difícil y volver a Francia acompañados con nuestros
derechos de ciudadanos, y además por los que resultan siempre de la abnegación contrastada
por el tiempo. Duro nos es, sin duda, vernos separados de nuestra patria y no poder hacer el
bien que allí nos fuese posible; pero, El que pedía a Abraham la sangre de su único hijo, hizo
de la renuncia a un bien inmediato la condición de un bien mucho mayor. Es preciso que
alguien siembre para que otro coseche. Rogamos a cuantos esperen algo de nosotros nos
perdonen una ausencia necesaria, y no borren nuestro recuerdo de su corazón, ni nos rehúsen
su intercesión cerca de Dios. Los años pasan rápidamente; cuando nos volvamos a encontrar
en los campos de Israel y de Francia, no nos estará mal haber envejecido algo, y la
Providencia sin duda habrá andado también su camino.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : mer. 12 sept. 2018 11:26
par InHocSignoVinces
CAPÍTULO I

Situación de la Iglesia a fines del siglo XII

El siglo XII de la era cristiana alboreó entre magníficos auspicios. La fe y la opinión, fuertemente unidas, gobernaban conjuntamente el Occidente, formando de una multitud de pueblos obedientes y libres una sola comunidad. En la cumbre del orden social se asentaba el Pontífice del mundo, en un trono del cual descendía la majestad para socorrer y defender la ley divina traicionada por la debilidad de la naturaleza, y la justicia, para ayudar a la obediencia, que había llegado a ser intolerable, debido al exceso de poder. Era a la vez Vicario de Dios y de la humanidad, teniendo su brazo derecho sobre Jesucristo y el izquierdo sobre Europa; de esta manera el Pontífice romano alentaba a las generaciones hacia los caminos rectos, teniendo en sí el recurso de una debilidad personal infinita contra los abusos de su plenitud. Jamás la fe, la razón y la justicia se habían abrazado sobre un tan elevado pedestal; el restablecimiento de la unidad en las entrañas desgarradas del género humano nunca había parecido estar tan próximo y ser tan probable. Ya flotaba la bandera de la cristiandad en Jerusalén sobre la tumba del Salvador de los hombres, e invitaba a la Iglesia griega a una gloriosa reconciliación con la Iglesia latina. El islamismo, vencido en España y desterrado de las costas italianas, se veía atacado en el núcleo de su poder, y veinte pueblos marchaban juntos hacia las fronteras de la Humanidad regenerada para defender el Evangelio de Jesucristo contra la brutalidad de la ignorancia y el orgullo de la fuerza, prometiendo a Europa el término de aquellas emigraciones sangrientas, cuyo foco era Asia. ¿Quién podía predecir en dónde se detendrían las vías triunfales que acababan de abrir en Oriente los caballeros cristianos? ¿Quién podía prever lo que iba a suceder en el mundo bajo la dirección de un pontificado que había sabido crear en el interior una unidad tan extensa y un movimiento tan grande en el exterior?

Pero el siglo XII no terminó su carrera de la misma manera que la había comenzado, y al morir de la tarde, al inclinarse sobre el horizonte para acostarse en la eternidad y dormir, la Iglesia pareció inclinarse con él, con la frente cargada por un pesado porvenir. La cruz de Jesucristo no brillaba ya sobre los minaretes de Jerusalén; nuestros caballeros, vencidos por Saladino, conservaban con dificultad algunos pies de tierra en Siria; la Iglesia griega, lejos de haberse aproximado a la Iglesia romana, había sido confirmada en el cisma por la ingratitud y la deslealtad de los suyos ante los cruzados. Todo se había perdido en Oriente.
La Historia ha demostrado más tarde las consecuencias de este desastre: la toma de Constantinopla y la ocupación de una parte del territorio europeo por los turcos otomanos; una dura esclavitud impuesta a millones de cristianos que estaban bajo sus dominios, y sus ejércitos amenazaron al resto de la cristiandad, hasta la época de Luis XVI; tres siglos de incursiones por parte de los tártaros hasta llegar al corazón de Europa; Rusia adoptó el cisma griego, y estaba pronta a caer sobre el Occidente para destruir en él toda ley y toda libertad; Europa, trastornada por el debilitamiento de las razas musulmanas, de la misma manera que lo había sido debido a su encumbramiento, y la división de Asia, luchando con las mismas dificultades con que había tenido que luchar antes de su conquista. Montaigne dijo que “hay derrotas triunfales mejores que victorias”; podemos decir que el mal éxito del plan de Gregorio VII y de sus sucesores, con referencia a Oriente, ha revelado mejor su talento que el cumplimiento más victorioso de sus deseos.

El espectáculo interno de la Iglesia no era menos triste. Todos los esfuerzos de san Bernardo para el restablecimiento de la santa disciplina no sirvieron de nada contra el desbordamiento de la simonía, del fasto y la avaricia en el clero. La fuente de todos los males, pintados con tanta elocuencia por san Bernardo mismo, eran las riquezas de la Iglesia, que habían llegado a ser objeto de codicia universal. A la investidura violenta del báculo y el anillo había sucedido una usurpación sorda, una simonía cobarde y rastrera. “¡Oh gloria vana! - exclamaba Pedro de Blois -. ¡Oh ciega ambición! ¡Oh insaciable apetito por los honores terrenales! ¡Oh deseo de dignidades, que no es sino el gusano roedor de los corazones y el naufragio de las almas! ¿De dónde nos ha venido esta peste? ¿Cómo ha llegado a enardecerse esta presunción, que empuja a los indignos a ambicionar las dignidades, mostrándose más empeñados en conseguirlas cuanto menos merecedores son? Esos desgraciados se precipitan hacia la sede pastoral franqueando todas las puertas, sin preocuparse de sus almas ni de sus cuerpos; esa sede pastoral, que se ha convertido para ellos en sede envenenada, y para todos en causa de perdición.” (Carta al cardenal Octaviano.)

Treinta años antes decía san Bernardo con amarga ironía: “Los colegiales, los adolescentes impúberes, son elevados a las dignidades eclesiásticas a causa de la dignidad de su sangre, y pasan de la férula al gobierno del clero; más gozosos algunas veces por verse sustraídos a los azotes, que por haber obtenido un mandato; más orgullosos por haber escapado al imperio a que estaban sometidos, que por haber llegado al que adquirían ahora.” (Carta XLII, a Enrique, Arzobispo de Sens.)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : jeu. 13 sept. 2018 11:48
par InHocSignoVinces
Tal era la desgracia de la Iglesia. La vemos convertir a precio de su sangre a naciones infieles a la doctrina de Jesucristo; la vemos suavizar sus costumbres, formar su inteligencia, aclarar sus bosques, poblar sus ciudades y soledades de casas de oración; luego, cuando veinte generaciones de santos han atraído hacia esas piadosas moradas las bendiciones del Cielo y de la tierra, entonces, en lugar del rico atraído por Dios, que venía a llorar en ellas sus pecados; en vez del pobre contento de Dios, que plegaba sus fuertes rodillas con el voto de ser más pobre aún; en lugar de los santos, herederos de santos, veíais llegar al pobre que deseaba ser rico, el rico que deseaba ser poderoso, a las almas mediocres que ni llegaban a conocer el alcance de sus deseos. Pronto hizo caer la intriga el báculo episcopal o abacial en manos que no habían sido bendecidas por una pura intención; el mundo tuvo el placer de ver cómo sus favoritos regían la Iglesia de Dios y cómo cambiaban el amable yugo de Jesucristo por el dominio secular. En los claustros resonaba el eco de los perros de caza y el relincho de los caballos. ¿Quién será capaz de discernir entre la verdadera vocación y la falsa? ¿Quién poseerá la ciencia? ¿Quién tendrá el suficiente tiempo para pensar en ella? No se inquietaban por saber la manera cómo las almas han sido engendradas y dedicadas a Jesucristo, sino solamente por conocer su nacimiento carnal. La oración, la humildad, la penitencia, la abnegación, escapan como tímidos pajarillos a quienes se ha perturbado en su nido; los sepulcros de los santos son cosas extrañas en su propia casa.

Ese es el estado miserable a que una ambición sacrílega había reducido un número considerable de iglesias y monasterios de Occidente a fines del siglo XII, y si en muchos lugares no había llegado el mal a ser tan profundo, era grande, sin embargo. La Santa Sede, aunque conturbada por los cismas que había fomentado y sostenido contra ella el emperador Federico I, no había cesado de aportar sus remedios a tan grandes desórdenes: les había opuesto tres Concilios ecuménicos en cincuenta y seis años, pero sin llegar a realizar sino imperfectamente una reforma a que tan dignos acreedores eran los ilustres Pontífices que nacían sin interrupción de las cenizas de Gregorio VII.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : ven. 14 sept. 2018 10:24
par InHocSignoVinces
Un día, hacia 1160, un rico habitante de Lyon, llamado Pedro Valdo, vio caer a su lado, muerto por el rayo, a uno de sus conciudadanos. Ese accidente le hizo reflexionar; distribuyó sus bienes entre los pobres y se consagró al servicio de Dios por completo. Como la reforma de la Iglesia era cosa que preocupaba a las mentes, le fue fácil, precisamente por su desinterés, creer que él era el llamado a desempeñar aquella misión, y reunió cierto número de hombres, a quienes persuadió a abrazar una vida apostólica. ¡Cuán poco difieren algunas veces los pensamientos que forman a los grandes hombres de los que producen perturbadores públicos! Si Pedro Valdo hubiese poseído más virtud y más talento, hubiese llegado a ser un Santo Domingo o un San Francisco de Asís; pero sucumbió a la tentación, que en todo tiempo ha perdido a los hombres de elevada inteligencia. Creyó imposible salvar a la Iglesia por la Iglesia. Declaró que la verdadera Esposa de Jesucristo había sufrido un desfallecimiento en tiempos de Constantino aceptando el veneno de los bienes temporales; que la Iglesia Romana era la gran prostituta descrita en el Apocalipsis, la madre y la señora de todos los errores; que los prelados eran escribas y los religiosos fariseos; que el Pontífice romano y todos los obispos eran homicidas; que el clero no debía poseer diezmos ni tierras; que era un pecado dotar a las iglesias y a los conventos, y que todos los clérigos debían ganarse la vida por medio del trabajo de sus brazos, imitando el ejemplo de los Apóstoles; en fin, creyó que él, Pedro Valdo, venía a restablecer sobre sus primitivos cimientos la verdadera sociedad de los hijos de Dios. Dejo aparte los errores secundarios que necesariamente tenían que desprenderse de los primeros. Toda la fuerza de los valdenses residía en su ataque directo contra la Iglesia y en el contraste real o aparente de sus costumbres con las costumbres mal reguladas del clero de su época. Arnoldo de Brescia, muerto en Roma en la hoguera, fue su precursor. Fue éste un hombre cuya personalidad resalta mucho más en la Historia que la de Pedro Valdo; pero este último gozó de la ventaja de nacer más tarde, cuando el escándalo estaba ya maduro, y por ello tuvo un éxito muy alarmante. Fue el verdadero patriarca de las herejías occidentales, dándoles uno de los grandes caracteres que las distinguen de las herejías griegas; me refiero al carácter más práctico que metafísico.

A favor de las mismas circunstancias que protegían a los valdenses, se introdujo en Alemania una herejía de orden oriental, que también hizo su entrada en Italia y vino a asentar su campo principal en el Mediodía de Francia. Esta herejía, combatida siempre y siempre viva, remontaba su origen a fines del siglo III. Se formó en las fronteras de Persia y el Imperio romano por la mezcla de las ideas cristianas con la vieja doctrina persa, que atribuía el misterio de este mundo a la lucha entre dos principios coeternos, uno de ellos bueno y el otro malo. Esta clase de alianzas entre religiones y filosofías diversas era muy común en aquellos tiempos: es la tendencia de las inteligencias débiles a querer unir lo que es incompatible. Un persa llamado Manés dio su última forma a la mezcla monstruosa de que hablamos. Menos afortunado que los demás heresiarcas, su secta no logró llegar nunca al estado de sociedad pública, es decir, a tener templos, un sacerdocio y un pueblo reconocidos. Las leyes de los emperadores, apoyadas por la opinión, la perseguían con infatigable perseverancia, y esto fue precisamente lo que prolongó su vida. El estado de sociedad pública es una prueba que el error no puede soportar nunca más que durante corto tiempo, y este tiempo es tanto más corto cuanto el error reposa sobre cimientos más contradictorios y acarrea consecuencias más inmorales. Los Maniqueos, rechazados a la luz del sol, tuvieron
que refugiarse en las tinieblas; formaron una sociedad secreta, único estado que permite al error perpetuarse por mucho tiempo. La ventaja de estas asociaciones misteriosas es menor en cuanto a la facilidad de que disfrutan de sustraerse a las leyes, que en cuanto a la que gozan para escapar a la razón pública. Nada impide que algunos hombres, unidos por los dogmas más perversos y las más ridículas prácticas, recluten en la sombra inteligencias mal formadas, atraigan a los espíritus aventureros debido al encanto de sus iniciaciones, les persuadan por medio de una enseñanza sin comprobación; les aprisionen valiéndose de un fin grande y alejado, cuyo culto profundo, según creen ellos, se han transmitido cien generaciones; ligarles por las partes bajas del corazón del hombre, consagrando sus pasiones sobre altares desconocidos para el resto de la Humanidad. Existe hoy día en este mundo alguna sociedad secreta que no cuenta tal vez más de tres iniciados, y que remonta por una sucesión invisible hasta el antro de Trofonio o los subterráneos de los templos de Egipto. Esos hombres henchidos por el orgullo de tan raro depósito, pasan imperturbablemente a través de los siglos con profundo desprecio por todo cuanto tiene lugar, juzgándolo todo a través del prisma de la doctrina privilegiada que ha caído entre sus manos, y preocupados por el único deseo de engendrar un alma que, a su fallecimiento, sea la heredera de su felicidad oculta. Esos son los judíos del error. De esta manera vivieron los Maniqueos, apareciendo en esta o aquella página de la Historia de la misma manera que esos monstruos que siguen en el fondo del Océano caminos ignorados y algunas veces sacan su cabeza secular por encima de las olas. Pero lo maravilloso en su aparición durante el siglo XII fue que por primera vez llegaron a un comienzo de sociedad pública. ¡Espectáculo verdaderamente inaudito! Esos sectarios, a quienes el Bajo Imperio había tenido constantemente a sus pies, se establecían abiertamente en Francia, ante los ojos de esos Pontífices que eran lo suficientemente poderosos para obligar al mismo emperador a respetar la ley divina y la voluntad de las naciones cristianas. Ningún hecho revela con mayor seguridad la reacción sorda que minaba a Europa. Ramón VI, conde de Tolosa, figuraba a la cabeza de los Maniqueos de Francia, vulgarmente llamados albigenses. Era sobrino segundo de aquel famoso Ramón, conde San Gil, cuyo nombre figura entre los más grandes de la primera Cruzada, entre los de Godofredo de Bouillón, Balduino, Robert, Hugues, Boemond. Abdicó la herencia de gloria y de virtud que le habían transmitido sus antepasados para convertirse en jefe de la más detestable herejía nacida en el Oriente, subyugado tanto por los misterios propios de los Maniqueos como por la careta valdense que habían adoptado para penetrar en los pensamientos de Occidente.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : sam. 15 sept. 2018 23:19
par InHocSignoVinces
No fue eso todo. La enseñanza de las escuelas católicas, reinstaurada después del largo interregno, se desarrollaba bajo la influencia de la filosofía de Aristóteles, y la tendencia de este movimiento era hacer prevalecer la razón sobre la fe en la exposición de los dogmas cristianos. Abelardo, hombre célebre por sus pecados, más aún que por sus errores, fue una de las víctimas de este espíritu aplicado a la Teología. San Bernardo le acusó de transformar la fe, fundada sobre la palabra de Dios, en una pura opinión, asentada sobre principios y conclusiones de orden humano. Pero aunque había ganado una fácil victoria, honrada por la sumisión real de su adversario y por un raro ejemplo de reconciliación, no por ello había dejado el mal de continuar su curso. Difícil es, en todo tiempo, resistir a ciertos impulsos cuya fuerza viene de lejos y de arriba. Los tiempos griegos habían quedado grabados en la memoria de los hombres instruidos como el punto más elevado que el genio del hombre había podido alcanzar. El Cristianismo no había tenido descanso suficiente para crear una literatura que pudiese compararse a la de aquellos ni formarse una filosofía y una ciencia propias. El germen de ellas existía, sin duda alguna, en los escritos de los Padres de la Iglesia; pero era cosa mucho más cómoda aceptar un cuerpo filosófico y científico formado ya. Se aceptó, pues, a Aristóteles como representante de la sabiduría. Desgraciadamente, Aristóteles y el Evangelio no estaban siempre de acuerdo, y esto dio origen a tres partidos. Uno de ellos sacrificaba el filósofo a Jesucristo, de acuerdo con estas palabras: “No tenéis sino un solo Maestro, que es Cristo” (San Mateo, Capítulo XXIII, v. 10). El otro sacrificaba Jesucristo al filósofo, fundándose en que la razón era la primera luz del hombre, y por ello debía conservar siempre la primacía. El tercero admitía que había dos órdenes de verdad: el orden de la razón y el orden de la fe, y que lo que era verdad en uno de ellos podía ser falso en el otro.

En resumen: el cisma y la herejía, favorecidos por el mal estado de la disciplina eclesiástica y por la resurrección de las ciencias paganas, conmovía en Occidente la obra de Cristo, mientras el mal resultado de las Cruzadas acababa su ruina en Oriente, abriendo a los bárbaros las puertas de la cristiandad. Los Papas verdaderamente resistían con inmensa virtud los peligros crecientes de esta situación. Dominaron al emperador Federico I, animaron a los pueblos a emprender nuevas cruzadas, convocaban Concilios contra el error y la corrupción, vigilaban la pureza de la doctrina en las escuelas, estrechaban con sus poderosas manos la alianza entre la fe y la opinión europea, y de la sangre conmovida de aquel viejo trono pontificio se vio surgir a Inocencio III. Pero nadie puede sostener por sí solo el peso de las cosas divinas y humanas; los más grandes hombres tienen necesidad del concurso de mil fuerzas, y las que la Providencia había concedido al pasado parecía cedían bajo el peso del porvenir. La obra de Clodoveo, de san Benito, de Carlomagno y de Gregorio VII en pie aún y viviente, animada por los restos de sus talentos, llamaba en su ayuda a una nueva efusión del Espíritu, en el cual y solo en el cual reside la inmortalidad. En estos supremos momentos es cuando hay que estar atento a los consejos de Dios. Trescientos años más tarde abandonará media Europa el error, para en un día sacar del error triunfos cuyo secreto comenzamos a entrever; pero entonces quiso ayudar a su Iglesia por la vía directa de la misericordia. Jesucristo miró sus pies y manos traspasados por nosotros, y con esta mirada de amor nacieron dos hombres: santo Domingo y san Francisco de Asís. La historia de estos dos hombres, tan semejantes y tan diversos, no debería separarse nunca; pero lo que Dios crea de una vez no es capaz de escribirlo una sola pluma. Mucho representa para nosotros poder dar solamente una ligera idea del santo patriarca Domingo a todos aquellos que no hayan estudiado sus actos.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : lun. 17 sept. 2018 0:25
par InHocSignoVinces
CAPÍTULO II

Génesis de santo Domingo

En un valle de Castilla la Vieja, regado por el Duero, no lejos de Aranda, entre ésta y el burgo de Osma, existe un sencillo pueblecito llamado Caleruega en la lengua del país y Calaroga en la lengua más dulce de un gran número de historiadores. En aquel pueblecito nació santo Domingo en el año 1170 de la era cristiana. Debía su vida, después de Dios, a Félix de Guzmán y a Juana de Aza. Aquellos piadosos señores poseían en Caleruega un palacio en el cual vino al mundo santo Domingo, habitación de la que aun hoy se conserva algo. Alfonso “el Sabio”, rey de Castilla, de acuerdo con su esposa, sus hijos y los principales grandes de España, fundó en ella, en 1266, un monasterio de religiosas dominicas. En dicho monasterio pueden verse en departamentos más antiguos que el cuerpo del edificio y extraños a la arquitectura de un convento: una torre de guerra de la Edad Media, en la que se observan incrustadas las armas de los Guzmán; una fuente que lleva su nombre, y otros muchos vestigios, llamados por el pueblo, órgano de la tradición, el “Palacio de los Guzmanes”. La rama castellana de esta ilustre familia poseía su casa principal a algunas leguas de allí, en el castillo de Guzmán; el lugar en que recibían sepultura estaba también cerca de Caleruega, en Gumiel de Izán, en la capilla de una iglesia perteneciente a la Orden de los Cistercienses. Félix de Guzmán y Juana de Aza fueron transportados después de su muerte a esta capilla y enterrados en dos criptas, uno al lado del otro. Pero la misma veneración de que eran objeto no tardó en separarlos. Hacia 1318, el infante de Castilla Juan Manuel transfirió el cuerpo de Aza al convento de los dominicos de Peñafiel, que había edificado. Félix quedó solo en la tumba de sus antepasados, para ser testigo fiel del esplendor de la sangre que había transmitido a santo Domingo, y Juana fue a unirse a la posteridad espiritual de su hijo, para gozar de la gloria que aquél había adquirido prefiriendo la fecundidad que viene de Jesucristo a la fecundidad de la carne y de la sangre. (Consúltese la disertación latina del P. Brémond que lleva por título “De Gusmana stirpe sancti Dominici”; Romæ, 1740. Los continuadores de los “Actos de los Santos”, de los Bollandos, pusieron en duda si realmente santo Domingo pertenecía a la familia de los Guzmán; el padre Brémond les contestó por medio de esa obra.
Las pruebas en que abundaban han decidido por vía de crítica una cuestión que estaba ya decidida por tradición inmemorial).1


Un signo célebre precedió al nacimiento de santo Domingo. Su madre vio en sueños el fruto de sus entrañas en forma de un perro que llevaba una antorcha entre sus dientes y que escapaba de su seno para abrasar toda la tierra. Inquieta por el presagio, cuyo sentido era oscuro, iba con frecuencia a orar sobre el sepulcro de santo Domingo de Silos, que había sido abad de un monasterio que llevaba este nombre y que no estaba muy lejos de la villa de Caleruega; en agradecimiento a los consuelos que allí había alcanzado, dio el nombre de Domingo al niño que había sido objeto de sus plegarias. Era el tercer hijo que salía de sus benditas entrañas. El mayor, Antonio, consagró su vida al servicio de los pobres y honró con su inmensa caridad el sacerdocio, cuyo hábito vestía; el segundo, Manés, murió con el hábito de fraile Predicador.


1. Puede verse sobre esto las “notas” del P. Gettino a la “Vida de Santo Domingo”, por el Beato Jordán de Sajonia.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : mar. 18 sept. 2018 20:22
par InHocSignoVinces
Cuando Domingo fue presentado en la iglesia para recibir el bautismo, un nuevo signo manifestó la grandeza de su predestinación. Su madrina, a quien los historiadores designan solamente con el nombre de noble señora, vio en sueños sobre la frente del bautizado una estrella radiante. Siempre quedó algún vestigio de dicha estrella sobre la faz de Domingo, y se ha observado, como signo singular de su fisonomía, que cierto esplendor surgía de su frente y atraía hacia él, el corazón de cuantos le miraban. La pila de mármol blanco en la que había recibido el baño santo fue transportada en 1605 al convento de los Padres Predicadores de Valladolid, por orden de Felipe III, quien quiso que su hijo fuese bautizado en ella. Hoy está en Santo Domingo el Real, en Madrid, y en ella reciben los infantes de España el sacramento de la regeneración.

Domingo no fue alimentado con leche extraña, pues su madre no quiso que corriese por sus venas otra sangre que no fuese la suya; ella le conservó a su lado, alimentándole de un seno del cual sólo podía sacar un alimento casto, y al alcance de unos labios de los que no podía oír sino palabras de verdad. A lo más, en aquel comercio materno podía temerse solamente la blandura involuntaria de sus pañales y aquella abundancia de cuidados que la ternura más cristiana no sabe contener siempre. Pero la gracia existente en él se rebeló pronto contra tal yugo. Tan pronto pudo mover sus piernas y bracitos a voluntad, salía secretamente de su cunita y se acostaba en tierra. Se podía decir que conocía ya la miseria de los hombres, la diferencia de su destino en este mundo, y que, provisto ya de amor hacia ellos, sufría por tener una cama mejor que el último de entre sus hermanos, o que, iniciado en los secretos de la cuna de Jesucristo, quería tener una parecida a la suya. Nada más se sabe sobre los seis primeros años de su vida.

Cuando cumplió los siete años salió de la casa paterna y fue enviado a Gumiel de Izán, a casa de un tío suyo que desempeñaba en aquella iglesia las funciones de arcipreste. En aquel lugar, cerca del sepulcro de sus abuelos y bajo la doble autoridad de la sangre y del sacerdocio, fue en donde Domingo pasó la segunda parte de su infancia. “Antes que el mundo hubiese tocado este niño, fue confiado, como Samuel, a las lecciones de la Iglesia, a fin de que una disciplina saludable tomase posesión de su corazón, tierno aún; y, en efecto, sucedió que, edificado sobre tan sólidos cimientos, crecía tanto en edad como en inteligencia, elevándose día tras día, progresando felizmente, hasta elevarse a una excelsa virtud”. (Constantino de Orvieto: “Vida de Santo Domingo”, II, 3)

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : ven. 12 oct. 2018 12:35
par InHocSignoVinces
La Universidad de Palencia, en el reino de León, única que poseía en aquel tiempo España, fue la tercera escuela en donde se formó Domingo. Llegó allí la edad de quince años, y, por primera vez en su vida, se vio abandonado a su propia iniciativa, lejos del hermoso valle en que, bajo los techos de Caleruega y Gumiel de Izán, había dejado todos esos dulces recuerdos que rememoran su pueblo natal. La estancia en Palencia duró diez años, consagrando los seis primeros al estudio de las Letras y Filosofía, tal cual se enseñaban en aquella época. “Pero -dice un historiador- el angélico joven Domingo, aunque comprendía fácilmente las cosas humanas no le atraían sin embargo, porque buscaba en vano en ellas la sabiduría de Dios, que es Cristo. Ninguno de los filósofos, en efecto, la ha comunicado a los hombres; ningún príncipe de este mundo la ha llegado a conocer. Por eso, por miedo a consumir en inútiles trabajos la flor y la fuerza de su juventud, y para apagar la sed que le devoraba, fue a beber en las profundas fuentes de la Teología. Invocando y rogando a Cristo, que es la sabiduría del Padre, abrió su corazón a la verdadera ciencia, prestó sus oídos a los doctores de las santas Escrituras; y esta palabra divina le pareció tan dulce, la recibió con tal avidez y con tan ardientes deseos, que, durante los cuatro años que la estudió, pasaba muchas noches casi sin dormir, dando al estudio el tiempo del reposo. Con objeto de beber en aquel río de la sabiduría con castidad más digna aún de ella, se abstuvo de beber vino durante diez años. Era cosa maravillosa y amable ver aquel hombre, en el cual los pocos años de vida acusaban la juventud, pero que por la madurez de su conversación y la fuerza de sus costumbres revelaba al anciano. Superior a los placeres de su edad, solamente buscaba la justicia; estaba atento a no perder tiempo en nada; prefería el seno de la Iglesia, su madre, a los viajes sin objeto, el reposo sagrado de sus tabernáculos, y toda su vida se deslizaba entre una plegaria y un trabajo igualmente asiduos. Dios le recompensó con aquel ferviente amor con el cual guardaba sus mandamientos, inspirándole un espíritu de sabiduría y de inteligencia que le permitía resolver sin dificultades los más difíciles problemas” (Teodorico de Apolda: “Vida de Santo Domingo”, cap. I, n. 17 y 18.)

Dos rasgos nos han quedado de aquellos diez años de vida en Palencia. Durante una plaga de hambre que desolaba a España, Domingo, no contento con dar a los pobres todo cuanto poseía, hasta sus vestidos, vendió sus libros, con notas de su puño, para entregarles lo que sacó de ellos, y al extrañarse algunos de que se privase de los medios de estudio, dijo estas palabras, que fueron las primeras que pronunció que hayan llegado a la posteridad: “¿Podría estudiar yo sobre pieles muertas, cuando hay hombres que mueren de hambre?” (“Actas de Bolonia”, declaración del señor Esteban, n. I.) Su ejemplo cundió, y los maestros y alumnos de la Universidad se vieron impelidos a acudir en auxilio de los desgraciados. Otra vez, al ver a una mujer, cuyo hijo estaba cautivo entre los moros, llorar amargamente por no poder pagar su rescate, le ofreció venderse él mismo para poder restituirle su hijo; pero Dios, que le reservaba para la redención espiritual de muchísimos hombres, no se lo permitió.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : sam. 13 oct. 2018 11:21
par InHocSignoVinces
Cuando un viajero pasa a fines de otoño por un país despojado de todas sus cosechas, encuentra alguna vez colgando de un árbol un fruto escapado a la mano del labrador, y esta reliquia de la fertilidad desaparecida le basta para juzgar los campos desconocidos que atraviesa. De la misma manera, la Providencia, dejando en la sombra del pasado la juventud de su siervo Domingo, ha querido, sin embargo, que la Historia conservase algunos rasgos, revelaciones incompletas, pero conmovedoras, de un alma en que la pureza, la gracia, la inteligencia, la verdad y todas las virtudes eran efecto de un amor a Dios y a los hombres maduros antes de que fuese tiempo.

Llegó Domingo a cumplir los veinticinco años sin que Dios le hubiese manifestado aún lo que quería de él. Para el hombre del mundo la vida no es sino un espacio que hay que franquear, lo más lentamente posible, por el camino más cómodo; pero el cristiano no la considera de esta manera. Sabe que todo hombre es vicario de Jesucristo para trabajar por medio del sacrificio de sí mismo en la redención de la Humanidad, y que en el plan de esta grande obra cada uno de nosotros tiene señalado un lugar eternamente marcado y que dispone de la libertad de aceptarlo o rehusarlo. Sabe que si voluntariamente deserta de este lugar que la Providencia le ofrecía en la milicia de las criaturas útiles, será sustituido por otro mejor que él, y que se verá abandonado a su propia dirección en el ancho y corto camino del egoísmo. Estos pensamientos preocupan al cristiano a quien no ha sido revelada aún su predestinación, y convencido de que el medio más seguro para llegar a conocerla es su deseo de cumplirla, sea cual fuere, está presto a todo cuanto Dios le ordene. No desprecia ninguna de las funciones necesarias a la república cristiana, porque en todas ellas pueden encontrarse tres cosas de las cuales depende su valor real: la voluntad de Dios, que las impone; el bien resultante de su fiel ejercicio, y la abnegación del corazón encargado de desempeñarlas. Cree firmemente que los que reciben menos honores no son los menos elevados, y que la corona de los santos no cae nunca desde el Cielo tan directamente como cuando ha de posarse sobre una cabeza pobre, encanecida por la humildad y aceptada a cambio de un duro servicio. Poco le importa, pues, el lugar que Dios le haya señalado; le basta con conocer su voluntad.

Dios había preparado al joven Domingo un mediador digno de él, quien debía, no solamente manifestarle su vocación, sino abrirle las puertas de su futuro camino y conducirle por los caminos imprevistos en el terreno donde le esperaba la Providencia.

Entre los medios de reforma a que recurrían aquellos que se esforzaban por elevar la disciplina eclesiástica, existía uno particularmente recomendado por los soberanos Pontífices, y al decir esto me refiero al establecimiento de la vida del clero en comunidad. Los Apóstoles vivieron de este modo, y san Agustín, su imitador, había legado sobre este asunto la famosa regla que lleva su nombre. La vida en común no es más que la vida en familia, la vida de amor en su más alto grado de perfección, y es imposible practicarla fielmente sin inspirar a los que a ella se entregan los sentimientos de fraternidad, pobreza, paciencia y abnegación que son el alma del Cristianismo. Desde hacía siglo y medio, aproximadamente, se daba el nombre de canónigos regulares a los sacerdotes que abrazaban este género de vida, No formaban un solo cuerpo bajo un solo jefe, sino que cada casa tenía su prior, que dependía únicamente del obispo. Hay que exceptuar solamente la Orden de los canónigos regulares de Premontré, fundada en 1120 por san Norberto. Ahora bien: el Obispo de Osma, Martín de Bazán, celoso por contribuir a la restauración de la Iglesia, había convertido recientemente a los canónigos de su catedral en canónigos regulares; e instruido sobre el caso de que en la Universidad de Palencia había un joven de gran mérito, oriundo de su diócesis, concibió la esperanza de agregarlo a su Capítulo, así como a sus deseos de reforma. Encargó este asunto al hombre que había sido su principal apoyo en la difícil obra que acababa de llevar a cabo, hombre ilustre, tanto por su cuna como por su ciencia, su talento y la venerable belleza de su vida, pero que más tarde unió a estas cualidades, comunes a los demás, un título que nadie comparte con él. Hace siglos que el español D. Diego de Azevedo descansa bajo una losa que no he visto, y, sin embargo, pronuncio su nombre con un respeto que me conmueve. El fue el mediador escogido por Dios para esclarecer y conducir al patriarca de una dinastía, cuyo hijo soy yo, y cuando remonto la larga cadena de mis ascendientes espirituales le encuentro entre santo Domingo y Jesucristo.

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Re: VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)

Publié : dim. 14 oct. 2018 18:28
par InHocSignoVinces
La Historia no nos ha conservado las primeras conversaciones entre D. Diego con el joven Guzmán; pero fácil es adivinarlas por sus resultados. A los veinticinco años, un alma generosa lo único que busca es encauzar su vida. Lo único que pide al Cielo y a la tierra es una gran causa para entrar a su servicio con grande abnegación; el amor abunda en ella juntamente con la fuerza. Y si esto es así tratándose de un alma que ha recibido su temple de una naturaleza feliz, ¡cuánto más verdad será tratándose de aquella en que el Cristianismo y la naturaleza fluyen al unísono como dos ríos vírgenes de cuyas aguas no se ha desperdiciado una sola gota en vanas pasiones! Sin esfuerzo alguno escucho la conversación habida entre D. Diego y el noble estudiante de Palencia. En pocos momentos le enseñó lo que no se aprende en los libros y en las Universidades: el estado de la lucha entre el bien y el mal en este mundo, las profundas llagas producidas a la Iglesia, la tendencia general de los acontecimientos, y, en fin, todo cuanto forma el nudo secreto de un siglo. Domingo, iniciado en los males de su tiempo por un hombre que los comprendía, sintió, sin duda, la necesidad de aportar el tributo de su cuerpo y de su alma a la cristiandad doliente. Con una mirada tuvo bastante para hacerse cargo de su deber y ocupar su lugar: los vio en el sacerdocio, según la orden de Melquisedec, siguiendo a Jesucristo, único Salvador del mundo, única fuente de toda verdad, de todo bien, de toda gracia, de toda paz, de toda abnegación, y cuyos enemigos son los eternos enemigos del género humano, lleven el nombre que lleven y que hayan adoptado. Vio que este divino sacerdocio, envilecido por manos demasiado indignas, tenía necesidad de ser realzado ante Dios y ante los pueblos, y que únicamente podía serlo por la resurrección de las virtudes apostólicas en aquellos que con ellas se adornaban y a cuyo cargo estaban. El primer paso que hay que dar en toda renovación es que hagamos aquello que queremos hagan los demás; por ello el heredero de los Guzmán consagró su vida a Dios en el cabildo reformado de Osma, bajo la dirección de D. Diego, que era su prior.

“Entonces - dice el bienaventurado Jordán de Sajonia - comenzó a vérsele entre los canónigos, sus hermanos, como la antorcha que brilla, el primero por su santidad y el último de todos por la humildad de su corazón, esparciendo a su alrededor un olor de virtud que daba vida y un perfume parecido al incienso en los días de verano. Sus hermanos admiraban una religión tan sublime; le nombran su subprior, con objeto de que, colocado más alto, sus ejemplos fueran más visibles y más eficaces. En cuanto a él, como un olivo que produce retoños, como un ciprés que se eleva, pasaba el día y la noche en la iglesia, ocupándose sin descanso en la oración, y dejándose ver apenas fuera del claustro por miedo a robar el tiempo a su contemplación. Dios le había concedido la gracia de llorar por los pecadores, por los desdichados y por los afligidos; el llevaba sus males en un santuario interior de compasión, y este amor doloroso le oprimía el corazón, traduciéndose al exterior en forma de lágrimas. Era costumbre suya, interrumpida rara vez, pasar la noche orando, y hablar con Dios, teniendo su puerta cerrada. Algunas veces se oían voces y como rugidos que salían de sus entrañas conmovidas que no podían contenerlos. Pedía con frecuencia a Dios especialmente una cosa, y era le concediese una verdadera caridad, un amor al que nada pareciese mucho tratándose de la salvación de los hombres, persuadido de que no llegaría a ser nunca un verdadero miembro de la familia de Cristo sino cuando se consagrase por entero, en la medida de sus fuerzas, a ganar almas, siguiendo el ejemplo del Salvador de todos, Nuestro Señor Jesucristo, inmolado sin reserva por nuestra redención. Leía un libro que llevaba por título “Conferencias de los Padres”, el cual trata al mismo tiempo de los vicios y de la perfección espiritual, y se esforzaba, al leerlo, por conocer y seguir todos los senderos del bien. Este libro, con la ayuda de la gracia, le elevó a una difícil pureza de conciencia, a una abundante luz en la contemplación y a un grado de perfección grandísimo.” (“Vida de Santo Domingo”, cap. I, número 8 y siguientes.)

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