VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN (Fray Enrique Domingo Lacordaire OP)
Publié : mar. 11 sept. 2018 23:48
VIDA DE SANTO DOMINGO DE GUZMÁN
Fray Enrique Domingo Lacordaire OP
PRÓLOGO
Al publicar la “Memoria para el restablecimiento de la Orden de Predicadores en Francia” mi
objeto fue poner bajo la protección de la opinión una obra útil, aunque tal vez atrevida.
Posteriormente me he felicitado de ello. Ningún periódico ha señalado contra el libro ni
contra la obra la animadversión del país; no ha habido labios que en público los haya
denunciado desde las alturas de la tribuna; ningún hecho ha revelado desprecio, odio ni
prevención; y, sin embargo, se trataba de santo Domingo y de los dominicos; se trataba de
renovar en el suelo francés una institución calumniada durante largo tiempo en su Fundador y
en sus sucesores. Mas pertenecemos a un siglo colocado en lugar que ofrece puntos de vista
completamente nuevos y que, desde lo alto de las ruinas sobre las cuales le ha dado ser la
Providencia, puede descubrir cosas ocultas a los períodos intermedios y a las pasiones que los
regían. Los tiempos de las vicisitudes políticas permiten todo cuanto está bien y todo cuanto
está mal; con el pasado desarraigan los odios del pasado; convierten al mundo en su campo
de batalla, en que la verdad acampa junto al error, en que Dios desciende al fragor de la
lucha, sabiendo la necesidad que tenemos de Él.
Pero aunque haya de felicitarme por la acogida con que se ha honrado mi “Memoria”
y mi deseo, siento que no he hecho cuanto debía por corresponderle. La gran figura de santo
Domingo es la llave de cualquier escrito destinado a procurar una idea general de la Orden de
Predicadores, y por ello me he dedicado inmediatamente, según me permitían los deberes del
claustro, a trazar con mano resuelta y de la manera más decisiva la vida del santo Patriarca.
Pocos franceses hay que tengan alguna noción sobre el asunto; la mayor parte ignora cuanto
con dicho asunto se relaciona, salvo que inventó la Inquisición y dirigió la guerra de los
Albigenses, ambas cosas tan absolutamente falsas, que sería curioso en la historia de la
inteligencia humana saber cómo se ha llegado a creer tal cosa. Tal vez un día, si hallo
adversarios serios, me vea precisado a examinar esta cuestión y demostrar el origen y
progreso de las causas que han llegado a desfigurar en los oídos de la posteridad la armonía
del nombre de santo Domingo. Por ahora me he limitado a describir los hechos de su vida tal
cual me los han proporcionado los documentos contemporáneos, y por toda polémica me
defiendo tras de esos invencibles monumentos. A quien quiera que hable de santo Domingo
de manera distinta de la que yo hablo, no tendré más que pedirle una línea del siglo XIII, y si
se cree que soy demasiado exigente, me contentaré con una palabra.
Es cuanto tengo que decir del libro; hablemos ahora de la obra.
El 7 de marzo de 1839 salí de Francia con dos compañeros. Íbamos a Roma a tomar el
hábito de la Orden de Predicadores y someternos al año de noviciado que precede a los votos.
Al terminar el año nos arrodillamos dos franceses solamente a los pies de Nuestra Señora de
la Quercia, y, por primera vez después de 50 años, volvió a ver a santo Domingo la Francia
en el banquete de su familia. Hoy habitamos en el convento de Santa Sabina, situado en el
monte Aventino. Somos seis franceses que abandonamos el mundo por diversos motivos,
después de vivir una vida distinta de la que Dios nos concede actualmente. Aquí pasaremos
algunos años aún, si Dios quiere, no por alejar el momento del combate, sino para
prepararnos gravemente a una misión difícil y volver a Francia acompañados con nuestros
derechos de ciudadanos, y además por los que resultan siempre de la abnegación contrastada
por el tiempo. Duro nos es, sin duda, vernos separados de nuestra patria y no poder hacer el
bien que allí nos fuese posible; pero, El que pedía a Abraham la sangre de su único hijo, hizo
de la renuncia a un bien inmediato la condición de un bien mucho mayor. Es preciso que
alguien siembre para que otro coseche. Rogamos a cuantos esperen algo de nosotros nos
perdonen una ausencia necesaria, y no borren nuestro recuerdo de su corazón, ni nos rehúsen
su intercesión cerca de Dios. Los años pasan rápidamente; cuando nos volvamos a encontrar
en los campos de Israel y de Francia, no nos estará mal haber envejecido algo, y la
Providencia sin duda habrá andado también su camino.
SIGUE...