EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XLIII - Cuán poderosas son en nosotros nuestra mala inclinación, y la instigación del demonio, para inducirnos a juzgar temerariamente del prójimo y del modo de hacerles resistencia.

La vanidad y propia estimación producen en nosotros un desorden más perjudicial que el juicio temerario, que nos hace concebir y fomentar una baja idea del prójimo. Como este vicio nace de nuestra soberbia, con ella también se sustenta y fomenta, a medida que crece y va aumentando en nosotros, nos hacemos presuntuosos y vanos, y susceptibles de las ilusiones y engaños del demonio; porque venimos a formar insensiblemente tanto más alta opinión de nosotros mismos cuanto es más baja la que concebimos de los otros, persuadiéndonos que nos hallamos libres de las imperfecciones que les atribuimos.

Cuando el enemigo de nuestra salud reconoce en nosotros esta maligna disposición, usa de todos sus artificios para hacernos vigilantes y atentos al cuidado de observar y examinar los defectos ajenos. No es creíble cuánto se esfuerza en ponernos y representarnos a cada instante, delante de los ojos, algunas ligeras imperfecciones de nuestros hermanos, cuando no puede hacer que observemos defectos graves y considerables.

Pues ya que es tan solícito de nuestra ruina este astuto enemigo, y tan aplicado a nuestra perdición, no seamos nosotros menos vigilantes y atentos para descubrir y evitar sus lazos. Apenas te representare algún vicio o defecto del prójimo, procura desechar este pensamiento; y si continuare en persuadirte y solicitarte a formar algún juicio injurioso, guárdate de escuchar sus gestiones malignas. Considera que tú no tienes la autoridad necesaria para juzgar; y que aun cuando la tuvieres, no eres capaz de formar juicio recto, hallándote cercada de infinitas pasiones, y muy inclinada a pensar mal de la vida y de las acciones de los otros sin justa causa.

Para remediar eficazmente un mal tan peligroso, te advierto que tengas un espíritu enteramente ocupado en tus propias miserias; porque hallarás tantas cosas que corregir y reformar dentro de ti misma, que no tendrás tiempo ni gusto para pensar en las de tu prójimo, o no pensarás en ellas sino movida de una santa y discreta caridad. Fuera de que si te ocupas en considerar tus propios defectos, curarás fácilmente los ojos interiores del alma de cierta especie de malignidad, que es la fuente y origen de todos los juicios temerarios; porque quien juzga sin razón que su hermano está sujeto a algún vicio, puede pensar de sí mismo con fundamento, que padece el mismo defecto; pues siempre juzga un hombre vicioso que los demás son como él.

Todas las veces, pues, que te sintieres pronta y dispuesta a condenar ligeramente las acciones de alguna persona, te debes vituperar interiormente a ti misma y darte esta justa reprensión: "¡Oh ciega y presuntuosa! ¿Cómo eres tú tan temeraria, que te atrevas a censurar las acciones de tu prójimo, cuando tienes los mismos y aún más graves defectos." Así, volviendo contra ti misma tus propias armas en lugar de herir y ofender a tus hermanos, curarás tus propias llagas.

Pero si la falta que condenamos es verdadera y pública, excusemos por caridad al que la ha cometido: creamos que tiene algunas virtudes ocultas, que por ventura no hubiera podido conservar si Dios no hubiese permitido en él esta caída; creamos que un pequeño defecto que Dios le deje por algún tiempo, acabará de destruir en él la estimación y buen concepto en que se tiene a sí mismo; que siendo menospreciado se hará más humilde, y que por consiguiente su ganancia será mayor que su pérdida.

Mas si el pecado es, no solamente público, sino enorme, si el pecador es impenitente o está endurecido y obstinado, levantemos nuestro espíritu al cielo; entremos en los secretos juicios de Dios; consideremos que muchos hombres después de haber vivido largo tiempo en la iniquidad, han venido a ser grandes Santos; y que otros, al contrario, habían llegado al grado más sublime de la perfección y han caído infelizmente en un abismo de desórdenes y miserias.

Con estas reflexiones comprenderás, hija mía, que no debes temerte menos a ti misma, que a los demás; y que si sientes en ti inclinación y facilidad a juzgar favorablemente del prójimo, el Espíritu Santo es quien te da esta feliz inclinación; y que al contrario, cualquier desprecio, aversión o juicio temerario contra, el prójimo, nace únicamente de la propia malignidad, y de la sugestión del demonio. Si pues, alguna imperfección, o defecto ajeno hubiere hecho en ti alguna impresión, no descanses ni sosiegues hasta tanto que la hayas desterrado enteramente de tu corazón.

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CAPÍTULO XLIV - De la oración

Si la desconfianza de nosotros mismos, la confianza en Dios, y el buen uso de nuestras potencias son armas necesarias en el combate espiritual, como hasta aquí se ha mostrado; la oración, que es la cuarta arma propuesta, es todavía más necesaria e indispensable. Pues por la oración obtenemos de Dios, no solamente las virtudes, sino generalmente todos los bienes de que estamos faltos. Es como el canal por donde se nos comunican todas las gracias que recibimos del cielo. Con la oración, si la ejercitares como debes, pondrás la espada en manos de Dios para que combata por ti y te alcance la victoria. Para servirnos como conviene de un modo tan esencial e importante, conviene que observemos las reglas siguientes:

En primer lugar debemos tener un verdadero deseo de servir a Dios con fervor, del modo que le sea más agradable. Este deseo se encenderá fácilmente en nuestro corazón, si consideramos tres cosas: la primera, que Dios merece infinitamente ser servido y adorado a causa de la excelencia de su ser soberano, de su bondad, hermosura, sabiduría, poder y todas sus perfecciones inefables; la segunda, que este mismo Dios se hizo hombre, y trabajó continuamente por espacio de treinta y tres años por nuestra salud, y curó con sus propias manos las llagas horribles de nuestros pecados, ungiéndolas y lavándolas, no con aceite y vino, sino con su sangre preciosa (Luc. X, 34.– Apoc. I, 5), y carne purísima, toda despedazada con azotes, espinas y clavos; la tercera, que nada nos importa tanto como el guardar su ley, y cumplir todas nuestras obligaciones; pues éste es el único medio de hacernos señores de nosotros mismos, victoriosos del demonio e hijos de Dios.

Lo segundo, debemos tener una fe viva y una firme confianza de que Dios no nos negará los auxilios necesarios para servirlo con perfección, y para obrar nuestra salud. Un alma llena de esta santa confianza es como un vaso sagrado, donde la divina misericordia derrama los tesoros de su gracia; y cuanto mayor es su confianza, tanto mayor es la abundancia de las bendiciones celestiales que atrae sobre sí con la oración. Porque ¿cómo será posible que un Dios, a quien nada es difícil, deje de comunicarnos sus dones, cuando su Bondad misma nos solicita y persuade que se los pidamos, y nos promete su Santo Espíritu (Luc. XI, 13), como lo imploremos con fe y perseverancia?

Lo tercero, debemos entrar siempre en la oración por sólo el motivo o fin de hacer lo que Dios quiere, y no lo que nosotros queremos. De manera que no hemos de aplicarnos jamás a este santo ejercicio sino solamente porque Dios nos lo manda, ni debemos desear ser oídos, sino en cuanto fuere de su divino beneplácito; en fin, nuestra, intención ha de ser unir y conformar nuestra voluntad con la divina, sin pretender jamás inclinar la divina a la nuestra. La razón es porque nuestra voluntad, como inficionada y pervertida del amor propio, yerra muchas veces, y no sabe lo que pide; pero la voluntad divina no puede errar, siendo esencialmente justa y santa; y así debe ser la regla de cualquiera otra voluntad. Tengamos, pues, particular cuidado de no pedir a Dios sino las cosas que son de su agrado; y hubiere algún motivo o fundamento para temer que lo que deseamos no es conforme a su voluntad, no se lo pidamos sino con una entera sumisión a las órdenes de su Providencia. Pero si las cosas que deseamos alcanzar no pueden dejar de serle agradables, como las virtudes, pidámoslas más por agradarle y servirle que por cualquier otra consideración, aunque sea muy espiritual.

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Lo cuarto, si deseamos obtener lo que pedimos, conviene que nuestras obras se conformen con nuestras palabras: conviene que antes y después de la oración procuremos con todas nuestras fuerzas hacernos dignos de la gracia que deseamos alcanzar, porque el ejercicio de la oración debe andar siempre unido y acompañado con el de la mortificación interior; pues sería tentar a Dios pedir una virtud, y no aplicar los medios para conseguirla.

Lo quinto, antes de pedir a Dios cosa alguna, debemos darle muy rendidas gracias por todos los beneficios que hemos recibido de su Bondad. Podremos decirle: 'Señor mío y Dios mío, que después de haberme creado me habéis redimido por vuestra misericordia, y me habéis librado infinitas veces del furor de mis enemigos, ayudadme y socorredme ahora; y olvidando mis ingratitudes pasadas, no me neguéis la gracia que os pido.'

Y si cuando deseamos obtener alguna virtud en particular, fuéremos tentados del vicio contrario, no dejemos de alabar y bendecir a Dios por la ocasión que nos da de ejercitar esta virtud, porqué no es éste, hija mía, un favor pequeño.

Lo sexto, como la oración recibe toda su eficacia y fuerza de la suma bondad de Dios, de los merecimientos de la vida y pasión de su unigénito Hijo, y de las promesas de oírnos que nos ha hecho (Jerem, XXXIII, 3), podremos concluir siempre nuestras peticiones con alguna de las oraciones siguientes: 'Yo os pido, Señor, que por vuestra divina misericordia me otorguéis esta gracia.' 'Concededme por los méritos de vuestro unigénito Hijo lo que os pido.' 'Acordaos, Dios mío, de vuestras promesas, y oíd mis ruegos.'

Algunas veces podremos pedir también las gracias que deseamos por los méritos de la Virgen Santísima y de los Santos; porque es grande el poder que tienen en el cielo, y Dios se deleita de honrarlos en la proporción del honor y gloria que le han dado en el curso de su vida mortal.

Lo séptimo, conviene también perseverar en este ejercicio, porque el Todopoderoso no puede resistir a una humilde perseverancia en la oración; pues si la importunidad de la viuda del Evangelio pudo doblar y vencer la dureza de un juez inicuo (Luc. XVIII, 5), ¿cómo podrán nuestros ruegos dejar de mover a un Dios infinitamente bueno? Y así, aunque el Señor tarde en oírnos, y nos parezca que no quiere escucharnos, no debemos perder la confianza, que tenemos en su divina Bondad, ni dejar de continuar la oración; porque su divina Majestad tiene en un grado infinito todo lo que es necesario para poder y para querer enriquecernos y colmarnos de sus beneficios; y si de nuestra parte no hubiere alguna falta, podremos estar ciertos y seguros de que obtendremos infaliblemente la gracia que le pedimos, u otra que nos sea más útil y provechosa, y por ventura ambas gracias juntamente.

Sobre todo debemos estar siempre advertidos en este punto: que cuanto más nos pareciere que el Señor no nos escucha ni admite nuestros ruegos, tanto más hemos de procurar humillarnos y concebir menosprecio y odio de nosotros mismos. Pero en esto, hija mía, debemos gobernarnos de suerte que, considerando nuestras miserias, no perdamos jamás de vista su divina misericordia, y que en lugar de disminuir nuestra confianza la aumentemos en nuestro corazón, íntimamente persuadidos de que cuanto más viva y constante fuere en nosotros esta virtud, cuando se halla combatida, tanto mayor será nuestro merecimiento.

Finalmente, no dejemos jamás de dar a Dios humildes y rendidas gracias. Alabemos y bendigamos igualmente su sabiduría, su bondad y su caridad, ya nos niegue o ya nos conceda la gracia que le pedimos; y en cualquier suceso procuremos conservarnos siempre tranquilos y contentos, y enteramente rendidos a su providencia.

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CAPÍTULO XLV - Qué cosa es la oración mental

Oración mental es una elevación del espíritu a Dios, con actual o virtual súplica de lo que deseamos.

La actual se hace cuando con palabras mentales se pide a Dios alguna gracia en esta o semejante forma: 'Señor mío y Dios mío, concededme esta gracia para honra y gloria vuestra'; o de este otro modo: 'Dios mío, creo firmemente que será de vuestro agrado y de vuestra gloria, que yo os pida y alcance esta gracia: cúmplase, pues, en mí, vuestra divina voluntad.'

Cuando te hallares combatida por tus enemigos, orarás así: 'Ayudadme presto, Dios mío, para que no me rinda a mis enemigos.' O de este modo: 'Dios mío, refugio mío, fortaleza mía, pues veis mi fragilidad y flaqueza, socorredme prontamente para que no caiga.'

Si continuare la batalla, prosigue orando de la misma forma, resistiendo siempre animosamente al enemigo, que te hace la guerra.

Después que se hubiere pasado lo fuerte del combate, vuélvete al Señor, y pidiéndole que considere de una parte las fuerzas de tu enemigo, y de otra, tu suma flaqueza, le dirás: 'Veis aquí, Señor, a vuestra criatura: veis aquí la obra de vuestras manos: veis aquí el alma que Vos habéis redimido con vuestra preciosa sangre; mirad cómo vuestro enemigo os la procura robar para perderle. A Vos, Dios mío, recurro; en Vos solo pongo mi confianza; porque Vos solo sois infinitamente bueno, e infinitamente poderoso. Vos conocéis mi debilidad y la prontitud con que caerá en manos de mis enemigos sin el socorro de vuestra gracia. Ayudadme, pues, oh dulce esperanza mía, única fortaleza de mi alma.'

La súplica virtual se hace cuando elevamos nuestro espíritu a Dios para obtener alguna gracia, representándole nuestra necesidad, sin decir palabra alguna, ni hacer otra consideración; como cuando yo elevo la mente a Dios, y en su presencia reconozco que de mí mismo no soy capaz de defenderme del mal, ni de obrar el bien, y encendido de un ardiente deseo de servirle, fijo la vista en su Bondad, esperando su socorro con humildad y confianza. Este conocimiento de mi flaqueza, este deseo de servir a Dios, y este acto de fe, producido en su divina presencia, es una oración con que virtualmente pido lo que necesito; cuanto más puro fuere el conocimiento, cuanto más abrasado el deseo, y cuanto más viva la fe, tanto mayor será la eficacia de la oración para obtener la gracia suspirada.

Hay también otra especie de oración virtual más reducida y breve, la cual se hace con una simple vista del alma, que expone a los ojos del Señor su indigencia para que la socorra y esta vista no es otra cosa que un tácito recuerdo y súplica de aquella gracia que anteriormente le hemos pedido.

Es necesario, hija mía, que te acostumbres a esta especie de oración, y que te la hagas muy familiar para servirte de ella en todo lugar y tiempo; porque la experiencia te mostrará que así como no hay cosa más fácil, tampoco la hay más útil ni más excelente.

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CAPÍTULO XLVI - De la oración por vía de meditación

Si quieres detenerte por algún tiempo en este santo ejercicio de la oración, como por media hora o por una hora entera, añadirás la meditación de la vida y pasión de Jesucristo, aplicando siempre sus santísimas acciones a la virtud que deseas adquirir.

Por ejemplo, si deseares obtener la virtud de la paciencia, medita algunos puntos del misterio de los azotes.

El primero, cómo después de haber dado Pilato la sentencia, fue el Señor arrebatado con violencia por aquellos ministros de iniquidad, llevado con gritos y baldones al lugar destinado para la flagelación.

El segundo, cómo con impaciente y apresurada rabia lo despojaron aquellos crueles verdugos de todos sus vestidos, quedando descubiertas y desnudas a la vista de aquel ingrato pueblo sus purísimas carnes.

El tercero, cómo aquellas inocentes manos, instrumentos de su piedad y misericordia, fueron atadas a una columna con ásperos cordeles.

El cuarto, cómo aquel sagrado y honestísimo cuerpo fue azotado por los verdugos con rigor tan inhumano, que corrió su divina sangre por el suelo, rebalsándose en muchas partes con abundancia.

El quinto, cómo los golpes continuados y repetidos en una misma parte aumentaban y renovaban sus llagas.

Mientras meditares sobre estos puntos u otros semejantes, propios para inspirarte el amor de la paciencia, aplicarás primeramente tus sentidos interiores a sentir con la mayor viveza que pudieres los dolores incomprensibles que sufrió el Señor en todas partes de su sacratísimo cuerpo, y en cada una en particular.

De aquí pasarás a las angustias de su alma santísima, meditando profundamente la paciencia y mansedumbre con que sufría tantas aflicciones, sin que jamás se apagase aquella ardiente sed que tenía de padecer nuevos tormentos por la gloria de su Padre, y por nuestro bien.

Considéralo, después, encendido de un vivo deseo de que tú sufras con gusto tus aflicciones y mira, cómo, vuelto a su eterno Padre, le ruega que te ayude a llevar con paciencia, no solamente la cruz que entonces te aflige, sino todas las demás que quisiere enviarte su providencia.

Movida de estas tiernas y piadosas consideraciones, confirma con nuevos actos la resolución en que estás de sufrir con ánimo paciente cualquiera tribulación.

Después, levantando tu espíritu al Padre eterno, dale rendidas gracias por haber enviado al mundo a su unigénito Hijo, para que padeciese tan crueles tormentos, y para que intercediese por ti: pídele, en fin, que te conceda la virtud de la paciencia por los méritos e intercesión de este divino Redentor.

CONTINUARÁ...
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CAPÍTULO XLVII - Otro modo de orar por vía de meditación

También podrás orar y meditar de esta otra manera:

Después que hubieres considerado atentamente las penas de tu divino Salvador, y la alegría con que las toleraba, pasarás de la consideración de sus dolores y de su paciencia a otras dos consideraciones no menos necesarias.

Una será la de sus méritos infinitos, y la otra del contento y gloria que recibió su eterno Padre por la puntual y perfectísima obediencia con que puso en ejecución sus divinos decretos.

Ambas cosas presentarás humildemente a su divina Majestad, como dos razones poderosas para obtener la gracia que deseas.

Esto mismo podrás practicar, no solamente en todos los misterios de la pasión del Señor, sino también en todos los actos interiores o exteriores que su Majestad hacía en cada misterio.

SIGUE...
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CAPÍTULO XLVIII - De un modo de orar fundado en la intención de María santísima, nuestra Señora

Fuera de los sobredichos hay otro modo de orar y meditar, que se dirige particularmente a María santísima, levantando el espíritu primeramente a Dios, después al dulcísimo Jesús, y últimamente a su gloriosísima Madre.

Levantando el espíritu a Dios considerarás dos cosas:

La primera, el singular amor que tuvo ab aeterno a esta purísima Virgen, desde antes de haberla sacado de la nada.

La segunda, la eminente santidad de esta Señora, y las heroicas obras que ejercitó desde el instante de su concepción hasta el de su muerte.

Sobre el primer punto meditarás en la forma siguiente:

Remóntate primero con el pensamiento sobre la esfera y jurisdicción de los tiempos, y de todas las criaturas; y entrando en el abismo de la eternidad, y de la misma mente de Dios, pondera la complacencia y satisfacción con que aquel sumo Bien consideraba a la que destinaba para ser Madre de su Unigénito amado: y en virtud de esta satisfacción y contento inefable, pídele confiadamente que te conceda gracia y fortaleza para vencer y destruir a tus enemigos, y particularmente al que entonces te hiciere la guerra.

Después te representarás las virtudes y las acciones heroicas de esta Virgen incomparable; y ofreciéndolas a Dios, o todas juntamente, o cada una en particular, pedirás en virtud de ellas a su Bondad infinita las cosas de que tuvieres necesidad. Vuelve luego el espíritu a su Hijo santísimo y tráele a la memoria el seno virginal que le sirvió de albergue y tálamo purísimo por espacio de nueve meses; la humildad y profunda reverencia con que, apenas salió a luz, lo adoró la Virgen, y reconoció por verdadero hombre y verdadero Dios, Hijo y Creador suyo; la compasión y ternura con que lo vio nacer pobre, despreciado y desconocido en un pesebre; el amor con que lo estrechó en sus brazos; los ósculos suavísimos que le dio; la purísima leche con que lo alimentó, y las fatigas, tribulaciones y penas que en el curso de su vida mortal padeció por su causa.

Presenta a Jesús estas cosas; y no dudes, hija mía, que con tan eficaces y poderosas consideraciones le harás una dulce violencia, para que te oiga y conceda lo que le pides.

Vuélvete, en fin, a la Virgen santísima, y recuérdale que, entre todas las mujeres, fue escogida y predestinada por la Bondad y eterna Providencia de Dios para, ser Madre de gracia y misericordia, y abogada de los pecadores; y que después de su bendito Hijo no tenemos otro más poderoso y seguro asilo que el de su patrocinio. Represéntale también aquella inefable verdad tan constante entre los Doctores, y confirmada con tantos prodigios y maravillas, que ninguno la ha invocado jamás con viva fe, que no haya sido ayudado y socorrido en su necesidad.

Trae a la memoria, a esta Señora, las aflicciones que padeció su santísimo Hijo por nuestra salud, a fin de que te obtenga de su infinita Bondad la gracia de aprovecharte de ellas para gloria suya.

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Dernière modification par InHocSignoVinces le dim. 17 févr. 2019 12:19, modifié 1 fois.
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CAPÍTULO XLIX - Algunas consideraciones para acudir con fe y seguridad al patrocinio de la Virgen María

Si deseas recurrir con seguridad y confianza en cualquiera necesidad o trabajo a la protección de la Virgen María, podrás servirte de los motivos y consideraciones siguientes:

1. La experiencia muestra que un vaso que ha tenido dentro de sí algún licor aromático y precioso, conserva su fragancia (aunque se haya sacado el licor del vaso), principalmente si lo ha tenido dentro de sí por mucho tiempo, y si ha quedado en el vaso alguna parte del licor precioso. Asimismo, el que ha estado cerca de un gran fuego conserva por mucho tiempo el calor después de haberse retirado de él.

Pues si esto, hija mía, sucede con cualquier licor precioso, y con cualquiera grande incendio, que no son sino de virtud corta y limitada, ¿qué diremos nosotros de la caridad y de la misericordia de esta purísima Virgen, que por espacio de nueve meses llevó en sus entrañas, y lleva siempre en su corazón al Hijo único de Dios, la Caridad increada, cuya virtud no tiene límites?

Si es imposible que el que se acerca a una grande hoguera no participe del calor de sus llamas, ¿cómo podremos persuadirnos de que quien se acerca al fuego de la caridad, que arde en el corazón purísimo de esta Madre de misericordia, no sienta sus admirables y divinos efectos; y que no reciba más favores, beneficios y gracias de su piedad, cuanto con más frecuencia, fe y confianza acudiere a su patrocinio?

2. Ninguna pura criatura jamás amó tanto a Jesucristo, ni fue tan conforme a su voluntad como su Madre santísima. Pues si este divino Salvador, que se sacrificó por la salud y remedio de los pecadores, nos ha dado su propia Madre para que fuese nuestra madre como nuestra abogada y nuestra medianera, ¿cómo podrá esta Señora dejar de entrar en sus sentimientos, y olvidarse de socorrernos?

Recurre, pues, hija mía, con seguridad a esta piadosísima Madre en todas tus necesidades, e implora con confianza su misericordia; porque es una fuente inagotable de bondad, y un manantial perenne de gracias, y suele medir sus favores y beneficios por nuestra fe y confianza.

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CAPÍTULO L - Del modo de meditar y orar valiéndose de los Ángeles y de los Bienaventurados

Para merecer la protección de los Ángeles y Santos del cielo, usarás de dos medios.

El primero será levantar tu espíritu al Padre eterno y presentarle las alabanzas que le da toda la corte celestial, y los trabajos, persecuciones y tormentos que han padecido los Santos en la tierra por su amor; y pedirle después, en virtud de las pruebas ilustres de fidelidad, amor y constancia que le dieron estos gloriosos predestinados, que te conceda la gracia que necesitas.

El segundo será invocar a los bienaventurados espíritus, pidiéndoles que te ayuden a corregir tus vicios, y a vencer todos los enemigos de tu salud, particularmente que te asistan en el artículo de la muerte

Algunas veces admirarás las gracias singulares que los Santos han recibido del Señor, alegrándote de sus excelencias y dones como si fuesen propios tuyos, y complaciéndote con un santo júbilo de que Dios les haya comunicado mayores ventajas y privilegios que a ti, porque así ha sido de su beneplácito y agrado; y tomarás de aquí ocasión y motivo para alabarlo y bendecirlo.

Mas para que puedas hacer este santo ejercicio con buen orden y poco trabajo, dividirás según los días de la semana los diversos órdenes de los Bienaventurados en esta forma:

El domingo invocaras a los nueve Coros de los Ángeles.

El lunes a san Juan Bautista.

El martes a los Patriarcas y Profetas.

El miércoles a los Apóstoles.

El jueves a los Mártires.

El viernes a los Pontífices y demás Confesores.

El sábado a las Vírgenes y demás Santas.

Pero sobre todo, hija mía, no te olvides jamás de implorar frecuentemente el patrocinio y socorro de María santísima, que es la Reina de todos los Santos y nuestra principal abogada; y el de tu Ángel custodio, del arcángel san Miguel, y de los demás Santos a quienes tuvieres particular devoción.

No dejes pasar día alguno sin que pidas a María, a Jesús y al Padre eterno que te concedan como principal abogado y protector tuyo, al bienaventurado san José, esposo dignísimo de la más pura de las Vírgenes, y recurrirás después a este glorioso Santo con mucha fe y confianza, pidiéndole humildemente que te reciba bajo su protección y amparo.

Son, hija mía, infinitas las maravillas que se cuentan de este gran Santo, y muchos los favores y gracias que han recibido de Dios los que en sus necesidades, así espirituales como corporales, lo han invocado, principalmente cuando han necesitado la luz del cielo, y un director invisible para aprender a orar y meditar bien.

Si Dios, hija mía, considera y atiende tanto a los demás Santos por haberle servido y glorificado en el mundo, y tanto favorece a los hombres por su intercesión, ¿no será muy condescendiente con este admirable Patriarca, a quien el mismo Dios honró de tal manera en la tierra que quiso sujetarse a él, y como padre obedecerle y servirle? (Luc. II, 51).

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO LI - De los diversos sentimientos afectuosos que se pueden sacar de la meditación de la pasión de Jesucristo

Todo lo que he dicho arriba en orden al modo de orar y meditar sobre la pasión del Señor, no se dirige sino a pedir favores y gracias; ahora, hija mía, quiero enseñarte el modo de sacar de la misma pasión diversos afectos.

Por ejemplo, si te propones por objeto de tu meditación la crucifixión de Jesucristo, podrás, entre otras maravillosas circunstancias de este misterio, considerar las siguientes:

1. El modo inhumano con que en el monte Calvario lo desnudaron de sus vestiduras las impías y crueles manos de los judíos, que le arrebataron con tanto furor la túnica, que por hallarse pegada a las llagas, se produjo un nuevo y muy acerbo dolor a su sacratísimo Cuerpo.

2. La sacrílega violencia con que le arrancaron la corona de espinas, rasgándole las heridas; y la desmedida crueldad con que se la volvieron a fijar en la cabeza, abriéndole llagas sobre llagas.

3. Cómo, para fijarlo en el árbol de la cruz, cual si fuera el más facineroso de los hombres, penetraron, a martillazos, con duros y agudos clavos, sus sagradas manos y pies, rompiendo con impiedad las venas y nervios de aquellos miembros divinos, formados por el Espíritu Santo.

4. Cómo no alcanzando a los agujeros que habían formado en la cruz, aquellas sacratísimas manos que fabricaron los cielos, tiraron de ellas con inaudita crueldad para hacerlas llegar; quedando aquel santísimo cuerpo, a quien estaba unida la Divinidad, tan descoyuntado y desconcertado, que se le pudieron contar todos los huesos (Psalm. XXI, 18).

5. Cómo estando pendiente de aquel duro leño, y sin otro apoyo que el de los clavos, se dilataron con un dolor indecible las heridas de su sagrado cuerpo con su misma gravedad y peso.

Si con estas consideraciones, o con otras semejantes, deseas excitar en tu corazón afectos del divino amor, procura, hija mía, pasar con la meditación a un sublime conocimiento de la bondad infinita de tu Salvador, que por tu amor quiso padecer tantas penas; pues a medida que se fuere aumentando en ti este conocimiento, crecerá tu amor.

De este mismo conocimiento de la suma bondad y amor infinito de Dios, sacarás una admirable disposición para formar actos fervientes de contrición y dolor de haber ofendido tantas veces, y con tanta ingratitud, a un Señor que, con excesos tan grandes de caridad y misericordia, se sacrificó por la satisfacción de tus ofensas.

Para formar y producir actos de esperanza, considera que el Señor, al sujetarse al rigor de tantos tormentos, y a la ignominia y oprobio de la cruz, no tuvo otro fin que exterminar el pecado del mundo, librarte de la tiranía del demonio, expiar tus culpas particulares, y reconciliarte con su eterno Padre (1 Joann. II), para que pudieras recurrir con confianza a su misericordia en todas tus necesidades.

Si después de haber considerado sus penas, consideras sus grandes y maravillosos efectos, si observas y adviertes que con su muerte quitó los pecados de todo el mundo (Hebr. II), satisfizo la deuda de la posteridad de Adán (Rom. V), aplacó la ira de su eterno Padre (Ephes. VI. – Coloss. I). confundió las potestades del infierno, triunfó de la muerte misma (Os. XIII), y llenó en el cielo las sillas de los ángeles rebeldes (Psalm. CIX), tu dolor se convertirá en alegría, y esta alegría se aumentará en tu corazón con la memoria de la que causó a toda la santísima Trinidad, a la bienaventurada Virgen María, a la Iglesia triunfante y a la militante, con la grande obra de la Redención del mundo.

Pero si quieres concebir un vivo dolor de tus pecados, aplica todos los puntos de tu meditación al único fin de persuadirte que Jesucristo no tuvo para padecer tantos tormentos, otro motivo que el de inspirarte un odio saludable de ti misma y de tus pasiones desordenadas, principalmente de la que te induce a mayores faltas, y desagrada más a su infinita Bondad.

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¡Dios mío, todo por amor a Vos, y para vuestra mayor gloria! Jesús y María, os amo y os adoro con toda mi alma y con todo mi corazón. ¡Tened piedad de mí!
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