EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XXXIII - De algunos avisos importantes para mortificar las pasiones y adquirir nuevas virtudes

Aunque te he dado diferentes documentos y reglas para enseñarte el modo de vencerte a ti misma, y de adornarte de las virtudes, todavía quiero añadir en este lugar algunas advertencias importantes.

Primeramente, si quieres llegar a una sólida piedad, y adquirir un perfecto dominio de ti misma, no te aficiones o inclines a aquellos ejercicios espirituales que tienen determinados los días de la semana, esto es, un día para una virtud, y otro para otra.

El orden que debes observar es, entrar desde luego a combatir las pasiones que te hubieren hecho más cruda guerra, y que más te afligen y te atormentan al presente; y trabajar al mismo tiempo con todas tus fuerzas en adquirir en un grado eminente las virtudes contrarias a estas pasiones predominantes; pues, si llegares a poseer estas virtudes, adquirirás con prontitud y facilidad todas las demás; porque las virtudes se hallan de tal suerte unidas y eslabonadas entre si, que basta poseer una perfectamente para obtenerlas todas.

Lo segundo, no te prescribas ni te propongas jamás tiempo determinado para adquirir una virtud. No digas: yo emplearé tantos días, tantas semanas, tantos años; mas como un nuevo soldado que no ha visto todavía la cara del enemigo, combate y pelea siempre; y con continuas victorias procura abrirse camino a la perfección.

No te detengas ni estés un solo momento sin hacer algún progreso en dicho camino; porque parar en él, no es tomar aliento, fuerza o descanso, sino volver atrás, y quedar más flaco y cansado. Por parar o detenernos en el camino de la virtud, entiendo yo el persuadirnos de que hemos llegado ya al colmo de la perfección, y el hacer poco caso así de las ocasiones que nos convidan y llaman a nuevos actos de virtud, como de las faltas ligeras.

Por esta causa conviene que seas fervorosa, y solicita para no perder la menor ocasión que se te presentare de ejercitar la virtud. Ama, pues, y abraza de todo corazón las ocasiones que inducen a ella, principalmente cuando se hallan acompañadas de alguna dificultad; porque los esfuerzos que hicieres para vencerla, formarán en breve tiempo, y establecerán en tu alma los hábitos virtuosos. Ama también a los que te presentan estas ocasiones, y solamente procurarás huir con velocidad y presteza de las que puedan inducirte a las tentaciones de la carne.

Lo tercero, serás prudente, discreta, y moderada en las virtudes cuyo ejercicio puede causar daño al cuerpo; como son las disciplinas, cilicios, ayunos, vigilias, meditaciones y cosas semejantes; por que estas virtudes se han de adquirir poco a poco y por grados, como luego diremos.

En las demás virtudes que son puramente interiores, y consisten en amar a Dios, en aborrecer el mundo, en menospreciarte a ti misma, en detestar el pecado, en ser dulce y paciente, y en amar a tus enemigos; no es necesario guardar medidas y reglas para adquirirlas, ni subir por grados a su perfección, antes deberás esforzarte a producir y ejercitar los actos en el modo más excelente y perfecto que te sea posible.

Lo cuarto, dirige todos tus pensamientos, todos tus deseos y todos tus cuidados a vencer la pasión que combates, y a adquirir la virtud contraria. Esta victoria ha de ser todo tu amor y todo tu tesoro, mirándola como la cosa más ventajosa para ti, y más agradable a Dios.

Si comes o ayunas, si trabajas o descansas, si velas o duermes, si estás en casa o fuera de ella, si vacas a la vida contemplativa o a la activa; no has de tener otro fin que el de vencer esta principal pasión, y el de adquirir la virtud contraria.

Lo quinto, aborrece generalmente todos los placeres y comodidades del cuerpo; pues de este modo no te combatirán, sino muy flacamente, los vicios, los cuales reciben todo su vigor y fuerza de los atractivos del deleite.

Pero si al mismo tiempo que te ocupas en hacer guerra a algún vicio o deleite particular, buscas otros placeres terrenos, sabe, hija mía, que aunque estos placeres no sean sino culpas ligeras, no obstante será siempre duro y áspero tu combate, y muy incierta y dudosa la victoria.

Procura tener siempre muy presentes estas palabras de la Escritura: Qui amat animam suam perdet eam, et qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam (Joann, X 25). El que ama su alma la perderá; mas el que aborrece su alma en este mundo, la conservará para la vida eterna. Y estas otras: Debitores sumus non carni, ut secundum carnem vivamus: si enim secundum carnem víxeritis, moriemini: si autem spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis (Rom. viii, 12, 13). Nosotros no somos esclavos de la carne para vivir según la carne: porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si por el espíritu hiciereis morir los hechos de la carne, viviréis.

Últimamente, hija mía, será conveniente, y por ventura necesario, que hagas una confesión general con todas las disposiciones que se requieren para asegurarte más una perfecta reconciliación con Dios, que es la fuente de los auxilios y gracias, el autor de las victorias, y el distribuidor de las coronas.

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CAPÍTULO XXXIV - Que las virtudes se han de adquirir poco a poco y por grados, ejercitándose primero en una virtud y después en otra.

Aunque el verdadero soldado de Cristo, que aspira a la más alta perfección, no debe poner límites a su aprovechamiento espiritual; conviene, no obstante, moderar y reprimir con la prudencia algunos indiscretos fervores de espíritu, que abrasados con demasiado calor en los principios, nos abandonan después y nos dejan sin fuerzas en medio de la guerra.

Por esta causa, además de lo que dejo advertido en orden al modo de reglar los ejercicios exteriores, conviene, hija, mía, que sepas que las virtudes interiores también se adquieren poco a poco y por grados. De esta suerte se echan los fundamentos de una piedad sólida y constante, y en poco tiempo se gana mucho.

Por ejemplo: para adquirir la paciencia, no debemos ejercitamos ordinariamente en desear las adversidades, y en alegrarnos o gloriamos en ellas, si primero no hemos pasado por los grados más bajos de esta virtud. Asimismo, no debemos abrazar de una vez todas las virtudes; o aplicarnos a muchas juntamente, sino ejercitamos primero en una y después en otra, si queremos que el hábito virtuoso eche profundas raíces en el alma; porque con el ejercicio continuo de una sola virtud, la memoria, en cualquiera ocasión, recurre a ella con mayor prontitud; el entendimiento busca con mayor industria y delicadeza nuevos motivos para adquirirla, y la voluntad se inclina con mayor actividad y eficacia a conseguirla; lo cual no sucedería si estas tres potencias se hallasen ocupadas a un mismo tiempo en el ejercicio de muchas virtudes.

Además de esto, los actos en orden a una sola virtud, por la conformidad y semejanza que tienen entre sí, vienen a ser con este uniforme ejercicio menos difíciles y laboriosos; porque el uno llama y ayuda al otro, su semejante; y con esta semejanza y conformidad hacen mayor impresión en nosotros, hallando el corazón ya preparado y dispuesto para recibir los que de nuevo se producen.

Estas razones no podrán dejar de parecer eficaces y convincentes, si consideras que el que se ejercita bien en una virtud, aprende insensiblemente a ejercitarse en todas las demás; y que una virtud no puede perfeccionarse sin que al mismo tiempo se perfeccionen las otras, por la inseparable unión que todas tienen entre sí, como rayos que proceden de una misma divina luz.

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CAPÍTULO XXXV - De los medios para adquirir las virtudes, y cómo debemos servirnos de ellos por algún tiempo, para aplicarnos a una sola virtud.

Sobre todo lo que dejo advertido, debes también saber, hija mía, que para llegar a una eminente y sólida virtud, es necesario que tengas un corazón grande y generoso, y una voluntad resuelta, invariable y firme para vencer las contradicciones, penas y dificultades que se hallen en este camino. Es necesario asimismo que tengas una inclinación y afecto particular a la virtud. Esta inclinación se adquiere considerando frecuentemente cuán agradables son a Dios las virtudes, cuán nobles y excelentes son en sí mismas, y cuán útiles y necesarias para nosotros; pues en ellas empieza y acaba toda la perfección cristiana.

Harás todas las mañanas eficaces propósitos de ejercitarte en ellas según las ocasiones que probablemente se te pueden ofrecer en aquel día, y te examinarás muchas veces para reconocer si has ejecutado fielmente estos propósitos y buenas resoluciones, y para renovarlos con mayor eficacia y fervor.

Deberás observar particularmente esta regla con la virtud que te hubieres propuesto, y de que tuvieres mayor necesidad.

Aplicarás a esta virtud todas las reflexiones que hicieres sobre los ejemplos de los Santos, y todas tus meditaciones sobre la vida y pasión de Jesucristo, tan útiles e importantes en todos los ejercicios espirituales; lo mismo harás con las ocasiones que se te ofrecieren a propósito para esto; aunque sean entre sí diversas, como diremos luego.

Procura acostumbrarte a los actos de las virtudes, así exteriores como interiores, de modo que llegues finalmente a ejecutarlos con aquella misma prontitud y facilidad con que antes hacías los que eran conformes a tus apetitos. Acuérdate de lo que te dije en otra parte, que los actos más contrarios a las inclinaciones de la naturaleza son los más propios y eficaces para introducir en el alma el hábito de la virtud.

Las sentencias de la sagrada Escritura pronunciadas con la boca o con el corazón, como se debe, tienen virtud y fuerza maravillosa para ayudarnos en este santo ejercicio; por esta causa conviene que tengas muchas en la memoria, que se ordenen a la virtud que desees adquirir, y que las repitas muchas veces al día, particularmente cuando se excita y mueve la pasión contraria. Como por ejemplo: si deseas adquirir la virtud de la paciencia, podrás servirte de las palabras siguientes o de otras semejantes:

Fuji patienter sustinete iram, quae supervenit (Baruch, IV, 25) : Hijos, llevad con paciencia la ira de Dios, que castiga vuestros desórdenes.

Patientia pauperum non peribit in finem (Ps. VI, 19) : La paciencia de los pobres no será privada para siempre del bien que espera.

Melio est patiens viro forti, et qui dominatur animo suo expugnatore urbium (Prov. XVI, 32) : El hombre paciente es mejor que el fuerte y valeroso; y el que sabe dominarse a sí mismo vale más que un conquistador de ciudades.

In patientia vestra possidebitis animas vestras (Luc. XX 19) : En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.

Per patientiam curramus ad propositum nobis certamen (Hebr. XII,1) : Corramos de suerte en este campo, que por la paciencia ganemos el premio que Dios nos propone.

Para lo mismo podrás también añadir las aspiraciones siguientes:

¿Cuándo, Dios mío, se hallará armado mi corazón con el escudo de la paciencia?

¿Cuándo, Dios mío, por contentaros, sufriré con ánimo alegre y tranquilo cualquiera penalidad y trabajo?

¡Oh dichosas tribulaciones, pues me hacen semejante a mi Redentor, Jesucristo, lleno de penas y de aflicciones!

¡Oh vida de mi alma! ¿Viviré yo alguna vez contenta y gozosa por vuestra gloria, entre las tribulaciones?

Feliz seré yo, si con llamas de tribulaciones me abraso en deseos de sufrir otras mayores.


De estas breves oraciones podrás servirte, y de otras que sean conformes al progreso que hicieres en la virtud, o que te dictare tu devoción.

Estas oraciones se llaman jaculatorias, porque son como flechas encendidas que se tiran al cielo, y tienen la virtud de levantar nuestro corazón y de penetrar en el de Dios, si van acompañadas de dos circunstancias que son como dos alas: la una es el conocimiento del gusto que recibe Dios de vernos ocupados en el ejercicio de las virtudes; la otra un eficaz deseo de adquirirlas por el sólo fin de agradar a su divina Majestad.

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CAPÍTULO XXXVI - Que en el ejercicio de la virtud se ha de caminar siempre con continua solicitud

Entre las cosas que sirven para adquirir las virtudes cristianas, que es el blanco que nos hemos propuesto, una de las más importantes y necesarias es procurar siempre adelantarnos en el camino de la perfección; porque no se puede parar en este camino sin volver atrás (D. Greg. part. 3. Past. curae admonit. 35). La razón es porque, desde que cesamos de hacer actos de virtud, la violenta inclinación del apetito sensitivo, y los objetos exteriores, que lisonjean los sentidos, no dejan de excitar en nosotros movimientos desordenados; y estos movimientos destruyen, o a lo menos, enflaquecen los hábitos de las virtudes; fuera de que esta negligencia nos priva de muchas gracias y dones que pudiéramos merecer del Señor, si pusiésemos mayor cuidado y solicitud en nuestro progreso espiritual.

Es muy diferente, hija mía, el camino espiritual y del cielo, del material y de la tierra; porque en éste, aunque pare y se detenga el caminante, nada pierde de lo andado; pero en el camino espiritual, si se detiene y para, aunque sea por poco tiempo, pierde mucho.

Además de esto, la fatiga del peregrino del mundo se aumenta con la continuación del movimiento corporal, pero en el camino del espíritu, cuanto más se adelante y se camina, más fuerzas se cobran, y se siente mayor vigor; porque, con el ejercicio virtuoso, la parte inferior, que con su resistencia hace el camino áspero y penoso, viene a debilitarse y enflaquecerse; y la parte superior, donde reside la virtud, se repara, se restablece y se fortifica más. De donde nace que, al paso que nos adelantamos en el bien, se va disminuyendo nuestra pena y dificultad, y en esta misma proporción crece y aumenta también el gusto y dulzura interior con que Dios templa y suaviza las amarguras de este camino.

De esta suerte, caminando siempre con alegría, de virtud en virtud, llegamos finalmente a la cumbre del monte (Isai. II, 2), al colmo de la perfección, y a aquel estado dichoso y bienaventurado en que el alma empieza a ejercer sus funciones espirituales, no sólo sin amargura y disgusto, sino también con un contento y júbilo inefable; por que como se halla ya victoriosa de todas sus pasiones, y superior a las criaturas y a sí misma, vive dichosamente en el seno de Dios, y goza entre sus penas y trabajos de un dulce y bienaventurado reposo.

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CAPÍTULO XXXVII - Que siendo necesario continuar siempre en el ejercicio de las virtudes, no hemos de huir de las ocasiones que se nos ofrecieren para conseguirlas.

Hemos mostrado con claridad que en el camino de la perfección es necesario andar siempre sin parar, para observar bien esta regla: "Conviene que estés siempre advertida y vigilante, para no perder ocasión alguna que se te ofrezca de ejercitar las virtudes". Guárdate, hija mía, de huir de las cosas que son contrarias a las inclinaciones de la naturaleza corrompida, pues por ellas, solamente, se llega a las más heroicas virtudes.

Por no salir del ejemplo que hemos propuesto, si deseas adquirir el hábito de la paciencia, conviene que no huyas o te retires de las personas, acciones y pensamientos que suelen moverte a la impaciencia; conviene que te acostumbres a tratar y conversar con todo género de personas, aunque sean molestas y pesadas; conviene que estés siempre dispuesta y preparada a sufrir todo lo que pudiere causarte mayor pena o disgusto; de otra manera no llegarás jamás a adquirir la virtud de la paciencia.

De la misma suerte, si alguna ocupación te fuere pesada e incómoda, o por sí misma, o por la persona que te la ha encargado, o porque te divierte de otra ocupación que sería más de tu gusto, no dejes por eso de abrazarla con alegría, y de continuarla con perseverancia, aunque sientas alguna inquietud o turbación en tu espíritu, de que pudieras librarte dejándola enteramente; porque de otra manera nunca aprenderías a padecer, ni tu quietud sería verdadera, por no proceder de ánimo purificado de las pasiones y adornado con las virtudes.

Lo mismo te digo de los pensamientos molestos, que a veces turban y afligen el espíritu; porque no debes arrojarlos enteramente de ti, pues con la pena que te causan, te acostumbran a la tolerancia de las cosas contrarias. Y ten por cierto, hija mía, que quien te enseñare lo contrario, te enseñará más a huir de la pena que sientes, que a conseguir la virtud que deseas.

Bien es verdad que al soldado nuevo y poco experimentado le conviene gobernarse con mucha prudencia y destreza en estas ocasiones, peleando con el enemigo, a veces de lejos, y a veces de cerca según fuere mayores o menores las fuerzas de su virtud y de su espíritu; pero nunca debe volver enteramente las espaldas, y abandonar el campo de manera que huya de todo lo que puede causarle inquietud y disgusto. Y si nosotros lo hiciéremos así, aunque por entonces nos preservemos del peligro de caer, no obstante quedaremos después más expuestos a los golpes de la impaciencia, por no habernos armado y fortificado con el ejercicio y uso de la virtud contraria.

Estas advertencias no tienen lugar en el vicio de la carne, de que hemos tratado ya particularmente en otra parte.

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CAPÍTULO XXXVIII - Que debernos abrazar con gusto todas las ocasiones que se nos ofrecieren de combatir, para adquirir las virtudes, y principalmente aquellas que fueren más difíciles y penosas.

No me contento, hija mía, con que no huyas de las ocasiones que se te presentaren, de combatir, para adquirir las virtudes; quiero también que las busques y las abraces con alegría, y que las que te causaren mayor mortificación y pena, te sean más agradables como más provechosas. Nada te parecerá difícil con el socorro de la gracia, principalmente si procuras imprimir bien en tu corazón las consideraciones siguientes:

La primera es que las ocasiones son los medios esenciales y propios para adquirir las virtudes.

De donde nace que cuando pedimos a Dios las virtudes, le pedimos juntamente los medios para obtenerlas; pues de otra manera nuestra oración sería inútil y de ningún fruto; porque vendríamos a contradecirnos manifiestamente a nosotros mismos, y a tentar a Dios, el cual no acostumbra dar la paciencia sin las tribulaciones, ni la humildad sin los oprobios.

Lo mismo sucede con las demás virtudes, las cuales son fruto de las adversidades que Dios nos envía. Estas adversidades deben sernos tanto más preciosas y amables, cuanto fueren más ásperas y penosas; porque los grandes esfuerzos que deben emplearse para sufrirlas, contribuyen y sirven maravillosamente para formar en nosotros los hábitos de las virtudes.

Son también muy estimables y preciosas las ocasiones de mortificar nuestra voluntad, aun en las cosas pequeñas y leves; porque aunque las victorias que conseguimos contra nosotros mismos en las grandes ocasiones sean más gloriosas, no obstante, las que alcanzamos en las pequeñas son incomparablemente más frecuentes.

La segunda consideración que ya hemos tocado, es que todas las cosas que suceden en este mundo, vienen de Dios para nuestro beneficio y provecho; porque, aunque no pueda decirse, hablando propiamente, que algunas de estas cosas, como nuestros pecados o los ajenos, vienen de Dios, que aborrece la iniquidad, es cierto no obstante que vienen de Dios, en cuanto las permite, y pudiendo absolutamente impedirlas, no las impide. Mas por lo que mira a las aflicciones que nos suceden o por culpa nuestra, o por la malicia de nuestros enemigos, no se puede negar que son de Dios, y que vienen de su mano, y que, aunque verdaderamente condene la causa, su voluntad es que las suframos con ánimo paciente, o porque son medios muy propios para santificarnos, o por otros justos motivos que nos son ocultos.

Estando, pues, persuadidos y ciertos de que, para cumplir perfectamente su divina voluntad debemos sufrir con gusto todos los males que nos causan nuestros enemigos, o que nosotros mismos nos causamos con nuestros pecados; el decir (como por excusar y encubrir su impaciencia, suelen muchos), que Dios, siendo infinitamente justo, no puede querer lo que procede de un mal principio, no es otra cosa que querer dorar con un vano pretexto la propia falta, y rehusar la cruz que su divina Majestad nos presenta; y no podemos negar que es voluntad suya que la llevemos con tolerancia.

Además de esto, hija mía, conviene que entiendas y sepas, que Dios se deleita más de vernos sufrir constantemente las persecuciones injustas de los hombres, principalmente de aquellos que nos están obligados con nuestros favores y beneficios, que de vernos tolerar otros penosos accidentes; así porque la soberbia de nuestra naturaleza se reprime mejor con las injurias y malos tratamientos de nuestros enemigos, que con las penas y mortificaciones voluntarias, como porque, sufriéndolas con paciencia, hacemos verdaderamente lo que Dios pide y desea de nosotros, y es de su honor y gloria; pues conformamos nuestra voluntad con la suya en una cosa en que resplandecen igualmente su bondad y su poder; y de un fondo tan malo y tan detestable, como es el pecado, cogemos excelentes frutos de virtud y de santidad. Sabe, pues, hija mía, que apenas nos ve el Señor resueltos y determinados a obrar de veras, y a emplear todos nuestros esfuerzos para adquirir las sólidas virtudes, nos prepara el cáliz de las más fuertes tentaciones y de los más ásperos trabajos; y así, conociendo el amor infinito que nos tiene, y la ardiente y misericordiosa solicitud con que desea nuestro bien espiritual debemos recibirlo con alegría y dando gracias cuando lo ofreciere, y beberlo hasta la última gota; porque la composición de la bebida está hecha de mano de quien no puede errar, y con ingredientes tanto más saludables para el alma, cuanto son más desagradables y amargos a nuestro paladar.

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CAPÍTULO XXXIX - Como se puede practicar una misma virtud en diversas ocasiones

Ya has visto, hija mía, en uno de los capítulos precedentes, que es más útil para nuestro
aprovechamiento aplicarnos por algún tiempo a una sola virtud, que abrazar muchas juntamente;
y que a esta virtud particular debemos inducirnos siempre que se presentare la ocasión.
Atiende ahora y observa la facilidad con que esto se puede ejecutar.

Podrá sucederte en un mismo día, y por ventura en una misma hora, que te reprendan de una acción buena y loable en sí misma, o que por otra causa murmuren de ti, que te nieguen con aspereza una pequeña gracia que hayas pedido, que se conciba una falsa sospecha de ti, que te den alguna comisión odiosa, que te sirvan viandas mal sazonadas, que te sobrevenga alguna enfermedad, o que, finalmente, te halles oprimida de otros males más sensibles y graves de los innumerables que se hallan en esta miserable vida.

Entre tan diversos y penosos accidentes podrás sin duda ejercitar diferentes virtudes; pero, conforme a la regla que te he dado, te será más útil y provechoso aplicarte únicamente al ejercicio de aquella virtud de que entonces tuvieres mayor necesidad.

Si esta virtud de que necesitas fuere la paciencia, no debes pensar sino en sufrir constantemente y con alegría todos los males que te suceden y te pueden suceder. Si fuere la humildad, te imaginarás en todas tus penas que no hay castigo alguno que pueda igualar a tus culpas. Si fuere la obediencia, procurarás rendirte con prontitud a la voluntad de Dios, que te castiga conforme mereces, y sujetarte asimismo por su amor, no solamente a las criaturas racionales, sino también a las que, no teniendo ni razón ni vida, no dejan de ser instrumentos de su justicia. Si fuere la pobreza, te esforzarás por vivir contenta, aunque te halles privada de todos los bienes y de todas las dulzuras de esta vida. Si fuere la caridad, harás todos los actos de amor de Dios y del prójimo que te fueren posibles, considerando que el prójimo te da ocasión de multiplicar tus merecimientos cuando ejercita su paciencia, y que Dios, que te envía o permite todos los males que te afligen, no tiene otro fin que tu mayor bien espiritual.

Todo esto que te digo en orden al modo de ejercitar en diversos accidentes y ocasiones la virtud que te fuere más necesaria, muestra al mismo tiempo el modo de ejercitarla en una sola ocasión, como en una larga enfermedad, o en otra aflicción y pena que te durase mucho tiempo; pues se podrán entonces producir también los actos de aquella virtud de que tuviéremos mayor necesidad.

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CAPÍTULO XL - Del tiempo que debemos emplear en adquirir cada virtud, y de las señales de nuestro aprovechamiento.

No se puede determinar generalmente el tiempo que debemos emplear en el ejercicio de cada virtud, porque esto depende precisamente del estado y disposición en que nos hallamos, del progreso que hacemos en la vida espiritual, y de la dirección del que nos guía y gobierna; pero de ordinario, si nos aplicamos con todo el cuidado, diligencia y solicitud que conviene, aprovecharemos mucho en pocas semanas.

Es señal indudable y cierta de nuestro aprovechamiento, cuando en la sequedad, oscuridad y angustias del alma, y en la privación de las consolaciones y gustos espirituales, continuamos constantemente los ejercicios de la perfección.

Es también señal no menos evidente, cuando la concupiscencia, vencida y sujeta a la razón, no puede impedirnos con sus contradicciones que nos ejercitemos en la virtud; porque en la medida que ella se enflaquece y debilita, se fortifican y se arraigan en el alma las virtudes. Por esta causa, cuando no se siente ya alguna contradicción o rebeldía en la parte inferior, podemos prometernos y asegurarnos que hemos adquirido el hábito de la virtud; y cuanto mayor fuere la facilidad en producir los actos, tanto más perfecto será el hábito.

Pero advierte, hija mía, que no debemos persuadimos jamás que hemos llegado a un grado eminente de virtud, o que hemos triunfado enteramente de alguna pasión, aunque después de duros y prolijos combates no sintamos ya sus asaltos y movimientos; porque aquí también puede tener lugar la astucia del demonio, y el artificio de nuestra naturaleza, que suele disfrazarse por algún tiempo. De donde nace que muchas veces, por una soberbia oculta, tenemos por virtud lo que es verdaderamente vicio. Fuera de que, si consideramos el grado de perfección a que Dios nos llama, aunque hayamos hecho grandes progresos en la virtud, reconoceremos que todavía no hemos entrado en sus confines.

Por esto, conviene que, como nuevos guerreros, continuemos siempre los ejercicios ordinarios, como si empezáramos cada día a practicarlos, sin dejar que llegue a entibiarse el primer fervor.

Considera que es mejor y más útil aprovechar en la virtud, que examinar escrupulosamente si has aprovechado, porque Dios, que es el que solamente conoce lo íntimo de los corazones, descubre a unos este secreto, y lo oculta a otros, según los ve dispuestos a humillarse o ensoberbecerse; y por dicho medio, este Padre infinitamente bueno y sabio quita a los flacos la ocasión de su ruina, y obliga a los otros a que crezcan en las virtudes. Así, aunque un alma no vea o no conozca sus progresos en la perfección, no debe por esto dejar sus ejercicios, porque los conocerá cuando sea del gusto y beneplácito divino dárselos conocer para mayor bien suyo.

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CAPÍTULO XLI - Que no debemos desear con ardor librarnos de los trabajos que sufrimos con paciencia, y de qué modo debemos reglar nuestros deseos.

Si te hallares en alguna aflicción o trabajo, y lo sufres con paciencia, guárdate de escuchar las exhortaciones del demonio o de tu amor propio, que procuran excitar en tu corazón deseos de librarte de esta pena; porque tales deseos te causarán dos grandes daños:

El primero, que aunque entonces no pierdas enteramente la virtud de la paciencia, contraerás una disposición para el vicio contrario; el segundo, que tu paciencia, será imperfecta y defectuosa, y no obtendrá de Dios el premio y la recompensa, sino solamente por el tiempo que la hubieres ejercitado; siendo cierto que, si no hubieras deseado el alivio, antes bien te hubieras resignado a la divina voluntad, aunque tu pena no hubiese durado sino un cuarto de hora, el Señor la reconocerá y recompensará como servicio de mucho tiempo.

Toma, pues, por regla general en todas las cosas, el no querer hacer sino solamente lo que Dios quiere, y dirigir a este fin todos tus deseos, como el único blanco a que debes encaminarlos. Por este medio se llega a ser justos y santos; y en cualquier accidente triste o alegre que te suceda, no solamente gozarás de una perfecta y verdadera paz, sino también de un perfecto y verdadero contento; porque como nada sucede en este mundo sino por orden y disposición de la Providencia divina, si tú no quieres sino sólo lo que quiere la divina Providencia, vendrás siempre a tener lo que deseas, pero ninguna cosa sucederá sino según tu voluntad.

Este documento, hija mía, no tiene lugar en los pecados propios o en los ajenos (los cuales siempre detesta y aborrece Dios), sino solamente en las aflicciones y penas de esta vida, por violentas y penetrantes que sean, ora procedan de tus pecados, ora de otro principio; porque ésta es la cruz con que Dios suele favorecer a sus más íntimos amigos.

Esto mismo se debe entender respecto de aquella parte de pena y aflicción que en ti quedare, y que es voluntad de Dios que padezcas después de haber buscado algún lenitivo a tu pena, y aplicado a este fin aquellos medios que de sí son lícitos y buenos, y de que te puedes muy bien servir sin salir de la mano de Dios, ni del orden que tiene puesto, con tal que en el uso de ellos te gobiernes por su divina voluntad, sirviéndote de ellos, no por librarte de tu pena, sino porque Dios quiere que los usemos en nuestras necesidades, y porque a este fin los ha ordenado su Providencia.

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CAPÍTULO XLII - Del modo de defendernos de los artificios del demonio, cuando procura engañarnos con devociones indiscretas.

Cuando la serpiente antigua ve que caminamos derechamente a la perfección, y con vivos y bien ordenados deseos; reconociendo que no puede atraernos a sí con engaños declarados, se transfigura en ángel de luz (II Cor. XI) y entonces con pensamientos devotos, conceptos agradables, sentencias y textos de la sagrada Escritura, y ejemplos de los mayores Santos, nos solicita y persuade importunamente a que con fervor indiscreto procuremos remontarnos sobre la capacidad y medida de nuestro espíritu, para precipitarnos después en un abismo de males.

Por ejemplo: este astuto enemigo nos incita a que castiguemos ásperamente el cuerpo con disciplinas, abstinencias, cilicios y otras mortificaciones semejantes; pero el fin que su malicia se propone es que, persuadiéndonos que hacemos cosas grandes, nos llenemos de vanagloria (lo cual sucede particularmente a las mujeres); o que, quebrantados con penitencias rigurosas y superiores a nuestras fuerzas, quedemos inhábiles para las buenas obras; o que no pudiendo sufrir los trabajos de una vida austera y penitente, cobremos hastío y aburrimiento de los ejercicios espirituales; o finalmente, que resfriándonos en la virtud, busquemos con mayor ardor y apetito que antes los placeres y vanos divertimientos del mundo.

¿Quién podrá contar el sinnúmero de quienes, siguiendo con presunción de espíritu el ímpetu de un fervor indiscreto y precipitado, y excediendo con los rigores exteriores la capacidad y medida de su propia virtud, cayeron infelizmente en el lazo que se habían tendido a sí mismos con sus propias manos, haciéndose así juguete de los demonios? No hay duda, hija mía, que semejantes almas se hubieran preservado de un mal tan grave si hubiesen considerado que estos ejercicios de mortificación, aunque útiles y provechosos a los que tienen fuerza y robustez de cuerpo, y humildad de espíritu, requieren siempre, no obstante, temperamento conforme y proporcionado a la calidad y naturaleza de cada uno.

No todos, hija mía, pueden practicar las mismas austeridades que han practicado algunos grandes Santos; pero todos pueden imitar a los mayores santos en muchas cosas. Podemos formar en nuestro corazón deseos ardientes y eficaces de participar de las gloriosas coronas que obtienen los verdaderos soldados de Jesucristo en los combates espirituales: podemos a su imitación y ejemplo menospreciar el mundo y menospreciarnos a nosotros mismos, amar el retiro y el silencio, ser humildes y caritativos con todos, sufrir pacientemente las injurias, hacer bien a los que nos hacen mal, evitar los menores defectos; cosas de mucho mayor mérito a los ojos de Dios que todas las penitencias y maceraciones del cuerpo.

También te advierto que en el principio siempre es mejor usar de moderación en las penitencias exteriores (a fin de que puedas aumentarlas después, si fuere necesario), que por querer obrar mucho, ponerte en peligro de no poder después obrar nada. Esta enseñanza te doy, hija mía, en el supuesto de que te halles libre del engaño en que incurren algunos que pasan en el mundo por espirituales y devotos, y seducidos de la naturaleza y del amor propio cuidan con tan exacta y escrupulosa puntualidad de la salud del cuerpo, que temen perderla por la más ligera mortificación exterior. No hay cosa en que tanto se ocupen, ni de que hablen con tanta frecuencia, como el régimen de vida que deben guardar; tienen en la elección de los manjares una suma delicadeza, que no sirve sino de enflaquecerlos y debilitarlos; prefieren ordinariamente los que deleitan más el gusto y son más agradables al paladar, a los que son mejores y más provechosos para el estómago; y con todo eso, si hubiésemos de creer lo que dicen, su fin no es otro que tener vigor y fuerzas para servir mejor a Dios.

Este es el pretexto con que disfrazan y cubren su sensualidad; pero verdaderamente su intento no es otro que unir y concordar dos enemigos irreconciliables, que son la carne y el espíritu (Galat. V, 17), de lo cual resulta infaliblemente la ruina de entrambos; pues a un mismo tiempo aquélla pierde la salud, y éste la devoción. Por esta causa un modo de vida menos delicado, menos escrupuloso y menos inquieto es siempre el más fácil, el más útil y el más seguro, como sea regulado por las reglas de la prudencia que te he dado; porque no siendo todas las complexiones igualmente vigorosas y fuertes, no son todas igualmente capaces de sufrir los mismos trabajos. Y añado que conviene usar la discreción y regla, no solamente para moderar los ejercicios exteriores, sino también para adquirir las virtudes interiores, como ya lo mostré anteriormente (Cap. 34), explicando el modo de adquirir estas virtudes por grados.

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¡Dios mío, todo por amor a Vos, y para vuestra mayor gloria! Jesús y María, os amo y os adoro con toda mi alma y con todo mi corazón. ¡Tened piedad de mí!
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