EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Si quieres entrar en sentimientos y afectos de admiración, considera qué cosa puede haber más digna de maravilla y de asombro, que ver al Creador del universo, al Autor de la vida, morir a manos de sus criaturas; ver la Majestad suprema, ultrajada y envilecida; la justicia, condenada; la hermosura en que se miran los cielos, escupida y desfigurada; el objeto del amor y de la complacencia del eterno Padre, hecho el objeto del odio de los pecadores; la luz inaccesible (I Tim. VI, 16) abandonada al poder de las tinieblas; la gloria, la felicidad increada, sepultada en el oprobio y la miseria.

Para moverte a la compasión de este Salvador divino y ejercitarte en ella, penetra por las llagas exteriores del cuerpo hasta las interiores de su alma santísima; y si por aquéllas sintiere tu corazón grandísima pena, maravilla será que por éstas no se haga pedazos de dolor.

Esta grande alma veía claramente la divina Esencia como ahora la ve en el cielo; conocía con altísima luz de amor la adoración y culto que merece de todas las criaturas; representábansele al mismo tiempo los pecados de todas las naciones, de todos los siglos, de todos los estados, de todas las condiciones, y distinguía con la vivacidad de su divina penetración el número, el peso, la calidad y las circunstancias de todos y de cada uno de ellos; y como amaba a Dios cuanto podía amarle un alma unida al Verbo, en la proporción a este amor era el odio que tenía a los pecados; y en la medida de este amor y de este odio era el dolor que causaban en su alma santísima las ofensas contra aquella Majestad infinita; y como ni la bondad de Dios ni la malicia del pecado nadie las puede conocer bien sino Dios, ningún entendimiento humano ni angélico puede formar una justa idea de cuán grande, cuán intenso y cuán incomprensible fuese el dolor que afligía la mente, el espíritu y el alma de Jesucristo.

A más de esto, hija mía, como este adorable Salvador amaba sin tasa ni medida a todos los hombres, en proporción a este excesivo amor era su dolor y amargura por los pecados que habían de separarlos de su alma santísima. Sabía que ningún hombre podía cometer algún pecado mortal sin destruir la caridad y la gracia; que es el vínculo con que están unidos espiritualmente con Él todos los justos; y esta separación era en el alma de Jesucristo mucho más sensible y dolorosa que lo es al cuerpo la de sus miembros cuando se apartan de su lugar propio y natural; porque como el alma es toda espiritual, y de una naturaleza más excelente y perfecta que el cuerpo, es más capaz de sentimiento y dolor. Pero la más sensible de todas sus aflicciones fue la que le ocasionaron los pecados de todos los réprobos, que no pudiendo de nuevo unirse con Él por la penitencia, habían de padecer en el infierno eternos tormentos.

Si a la vista de tantas penas sientes que tu corazón se mueve a la compasión de tu amado Jesús, entra más profundamente en la consideración de sus aflicciones, y hallarás que padeció dolores y penas incomprensibles, no solamente por los pecados que efectivamente has cometido, sino también por los que no has cometido jamás; porque nos mereció y alcanzó de su eterno Padre el perdón de unos y la preservación de los otros, con el precio infinito de su sangre.

No te faltarán, hija mía, otros motivos y consideraciones para condolerte con tu afligido Redentor; porque no ha habido ni habrá jamás algún dolor en criatura racional que no lo haya sentido en sí mismo; pues las injurias, las tentaciones, las ignorancias, las penitencias, las angustias y tribulaciones de todos los hombres afligieron más vivamente a Cristo, que a los mismos que las padecieron; porque vio perfectamente las infinitas aflicciones, espirituales y corporales de los hombres, hasta el mínimo dolor de cabeza; y con su inmensa, caridad quiso padecerlas e imprimirlas todas en su piadosísimo corazón.

Pero ¿quién podrá encarecer o ponderar dignamente cuán sensibles le fueron las penas y dolores de su Madre santísima? Porque en todos los modos y por todos los respectos que padeció Cristo, padeció igualmente, y fue afligida esta Señora; y aun que no tan intensamente, y en aquel grado fueron no obstante acerbísimas sus penas, y sobre toda comprensión (Luc. II, 35).

Estas penas renovaron las llagas internas de Jesús, penetrando, como otras tantas flechas encendidas de amor, su dulcísimo corazón. Por esta causa solía decir con santa simplicidad un alma muy favorecida de Dios, que el corazón de Jesús le parecía un infierno de penas voluntarias, donde no ardía otro fuego que el de la caridad.

Mas en fin, ¿cuál fue la causa y origen de tantos tormentos? Nuestros pecados. Por esto, hija mía, el mejor modo de compadecemos de Jesucristo crucificado, y demostrarle la gratitud y reconocimiento que le debemos, es dolernos de nuestras infidelidades puramente por su amor, aborrecer y detestar el pecado sobre todas las cosas, y hacer guerra continua a nuestros vicios como a sus más mortales enemigos; a fin de que, desnudándonos del hombre viejo, y vistiéndonos del nuevo, adornemos nuestras almas con las virtudes cristianas, que son las que forman su belleza y perfección.

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CAPÍTULO LII - De los frutos que podemos sacar de la meditación de Cristo crucificado, y de la imitación de sus virtudes

Los frutos que debes sacar, hija mía, de la meditación de Cristo crucificado, son:

El primero, que te duelas con amargura de tus pecados pasados, y te aflijas de que aún vivan y reinen en ti las pasiones desordenadas, que ocasionaron la dolorosa muerte de tu Señor.

El segundo, que le pidas perdón de las ofensas que le has hecho, y la gracia de un odio saludable de ti misma para que no lo ofendas más; antes bien lo ames y lo sirvas de todo corazón en reconocimiento de tantos dolores y penas como ha sufrido por tu amor.

El tercero, que trabajes con continua solicitud en desarraigar de tu corazón todas tus viciosas inclinaciones, por pequeñas y leves que sean.

El cuarto, que con todo el esfuerzo que pudieres, procures imitar las virtudes de este divino Maestro, que murió no solamente por expiar nuestras culpas, sino también por darnos el ejemplo de una vida santa y perfecta (I Petr. II, 21).

Quiero, hija mía, enseñarte un modo de meditar, de que podrás servirte con mucho fruto y provecho para este fin. Por ejemplo, si deseas, entre las virtudes de Jesucristo imitar particularmente su paciencia heroica en los males y tribulaciones que te suceden, considerarás los puntos siguientes:

El primero, lo que hace el alma afligida de Cristo mirando a Dios.

El segundo, lo que hace Dios mirando al alma de Cristo.

El tercero, lo que hace el alma de Cristo mirándose a sí misma, y a su sacratísimo cuerpo.

El cuarto, lo que hace Cristo mirándonos a nosotros.

El quinto, lo que nosotros debemos hacer mirando a Cristo.

Considera, pues, lo primero, cómo el alma de Jesús, absorta y transformada en Dios, contempla con admiración aquella Esencia infinita e incomprensible, en cuya presencia son nada las más nobles y excelentes criaturas (Isai. XL, 13 et seqs.); contempla, digo, con admiración y asombro aquella Esencia infinita en un estado en que, sin perder nada de su grandeza y de su gloria esencial, se humilla y se sujeta a sufrir en la tierra los más indignos ultrajes por el hombre, de quien no ha recibido sino infidelidades, injurias y menosprecios; y cómo adora a aquella suprema Majestad, le tributa mil alabanzas, bendiciones y gracias, y se sacrifica enteramente a su divino beneplácito.

Lo segundo, mira después lo que hace Dios con el alma de Jesucristo; considera cómo quiere que este único Hijo, que es el objeto de su amor, sufra por nosotros y por nuestra salud las bofetadas, las contumelias, los azotes, las espinas y la cruz: considera la complacencia y satisfacción con que lo mira colmado de oprobios y de dolores por tan alta y tan gloriosa causa.

Lo tercero, represéntate cómo el alma de Jesucristo conociendo en Dios con luz altísima esta complacencia y satisfacción divina, ardientemente la ama; y este amor la obliga a sujetarse enteramente, con prontitud y alegría, a la voluntad de Dios (Phil. II). ¿Qué lengua podrá ponderar el ardor con que desea las aflicciones y penas? Esta grande alma no se ocupa sino en buscar nuevos modos y caminos de padecer; y no hallando todos los que desea y busca, se entrega libremente (Joann. X, 19) con su inocentísima carne al arbitrio de los hombres más crueles y de los demonios.

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Lo cuarto, mira después a tu amado Jesús, que volviéndose a ti con ojos llenos de misericordia, te dice dulcemente: "Mira, hija el estado a que me han reducido tus desordenadas inclinaciones y apetitos; mira el exceso de mis dolores y penas, y la alegría con que los sufro, sin otro fin que el de enseñarte la paciencia. Yo te exhorto y te pido por todas mis penas que abraces con gusto la cruz que te presento, y todas las demás que te vinieren de mi mano. Abandona tu honor a la calumnia, y tu cuerpo al furor y rabia de los perseguidores que yo eligiere para ejercitarte y probarte, ya sean despreciables y viles, ya inhumanos y formidables. ¡Oh si supieses, hija, el placer y contento que me dará tu resignación y tu paciencia! Pero ¿cómo puedes ignorarlo, viendo estas llagas que yo he recibido a fin de adquirirte con el precio de mi sangre las virtudes con que quiero adornar y enriquecer tu alma, que amo entrañablemente? Si yo quise reducirme a tan triste y penoso estado por tu amor, ¿por qué no querrás tú sufrir un leve dolor por aliviar los míos, que son extremos? ¿Por qué no querrás curar las llagas que me ha ocasionado tu impaciencia, que es para mí un tormento más sensible y doloroso que todas las llagas de mi cuerpo?"

Lo quinto, piensa después bien quién es el que te habla de esta suerte; y verás que es el mismo Rey de la gloria, Cristo Señor nuestro, verdadero Dios y verdadero hombre. Considera la grandeza de sus tormentos y de sus oprobios, que serían penas muy rigurosas para los más facinerosos delincuentes. Admírate de verlo en medio de tantas aflicciones, no solamente inmóvil y paciente, sino lleno de alegría, como si el día de su pasión fuese para Él un día de triunfo; y como el fuego, si se le echa un poco de agua se enciende más, así con los grandes trabajos y tormentos, que a su caridad inmensa le parecían pequeños, se le aumentaba el deseo de padecerlos mayores.

Pondera en tu interior que todo esto lo ha obrado padecido, no por fuerza (Joann. X, 18), ni por interés, sino por puro amor, como el mismo Señor lo dijo, y a fin de que a su imitación y ejemplo (I Petr. II, 21), te ejercites en la virtud de la paciencia. Procura, pues, comprender bien lo que pide y desea de ti, y la complacencia y gusto que le darás con el ejercicio de esta virtud. Concibe después deseos ardientes de llevar, no sólo con paciencia, sino también con alegría, la cruz que te envía, y otras más graves y pesadas, a fin de imitarle más perfectamente, y de hacerte más agradable a sus ojos.

Represéntate todos los dolores e ignominias de su pasión, y admirándote de la invariable constancia con que los sufría, avergüénzate de tu flaqueza: mira tus penas como imaginarias, en comparación de las que Él padecía por ti, persuadiéndote de que tu paciencia ni aun es sombra de la suya. Nada temas tanto como el no querer sufrir y padecer algo por tu Salvador, y desecha luego, como una sugestión del demonio, la repugnancia al padecimiento.

Considera a Jesucristo en la cruz como un libro espiritual (Galat. III) que debes leer continuamente para aprender la práctica de las más excelentes virtudes. Este es un libro, hija mía, que se puede justamente llamar libro de la vida, (Eccli. XXIV, 32. — Apoc. III, 5), que a un mismo tiempo ilumina el espíritu con los preceptos, y enciende la voluntad con los ejemplos. El mundo está lleno de innumerables libros; mas aun cuando se pudiesen leer todos, nunca se aprendería tan perfectamente a aborrecer el vicio y amar la virtud, como considerando a un Dios crucificado.

Pero advierte, hija mía, que los que se ocupan horas enteras en llorar la pasión de nuestro Redentor, y en admirar su paciencia; y después cuando les sucede alguna tribulación o trabajo se muestran tan impacientes como si no hubiesen pensado jamás en la cruz del Señor, son semejantes a los soldados poco experimentados, que mientras están en sus tiendas se prometen con arrogancia la victoria, y después a la primera vista del enemigo dejan las armas, y se entregan ignominiosamente a la fuga.

¿Qué cosa puede haber más torpe y miserable que mirar, como en claro espejo, las virtudes del Salvador, amarlas y admirarlas, y después, cuando se nos presenta la ocasión de imitarlas, olvidarnos de ellas totalmente?

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CAPÍTULO LIII - Del Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Hasta ahora, hija mía, he trabajado en proveerte, como has visto, de cuatro armas espirituales, y enseñarte el modo de servirte de ellas para vencer a los enemigos de tu salud y de tu perfección.

Ahora quiero mostrarte el uso de otra arma, más excelente, que es el Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Este augusto Sacramento, así como excede en la dignidad y en la virtud a todos los de más Sacramentos, así de todas las armas espirituales es la más terrible para los demonios. Las cuatro primeras reciben toda su fuerza y virtud de los méritos de Cristo, y de la gracia que nos ha adquirido con el precio de su sangre; pero esta última contiene al mismo Jesucristo, su carne, su sangre, su alma y su divinidad. Con aquellas combatimos a nuestros enemigos con la virtud de Jesucristo; con esta los combatimos con el mismo Jesucristo, y el mismo Jesucristo los combate en nosotros y con nosotros; porque quien come la carne de Cristo y bebe su sangre, está en Cristo y Cristo en él (Joann. VI, 57).

Mas como puede comerse esta carne y beberse esta sangre en dos maneras, esto es, realmente, una vez cada día, y espiritualmente; cada hora y cada momento, que son dos modos de comulgar muy provechosos y santos, usarás del segundo con la mayor frecuencia que pudieres, y del primero todas las veces que te sea dado.

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CAPÍTULO LIV - Del modo de recibir el Santísimo Sacramento de la Eucaristía

Por diversos motivos y fines podemos recibir este divino Sacramento; pero para recibirlo con fruto se deben observar algunas cosas, antes de la comunión, cuando estamos para comulgar y después de haber comulgado.

Antes de la comunión (por cualquier fin o motivo que se reciba), debemos siempre purificar el alma con el Sacramento de la Penitencia, si reconocemos en nosotros algún pecado mortal. Después debemos ofrecernos de todo corazón y sin alguna reserva a Jesucristo, y consagrarle toda el alma con sus potencias, ya que en este Sacramento se da todo entero a nosotros este divino Redentor: su sangre, su carne, su divinidad, con el tesoro infinito de sus merecimientos; y como lo que nosotros le ofrecemos es poco o nada, en comparación de lo que a nosotros nos da, debemos desear tener cuanto le han ofrecido todas las criaturas del cielo y de la tierra, para hacer de todo a su divina Majestad una oblación agradable a sus ojos.

Si quieres recibir este Sacramento con el fin de obtener alguna victoria contra tus enemigos,
empezarás desde la noche del día precedente, o cuanto antes pudieres, a considerar cuánto desea el Hijo de Dios entrar por este Sacramento en nuestro corazón, a fin de unirse con nosotros, y de ayudarnos a vencer nuestros apetitos desordenados. Este deseo es tan ardiente en nuestro Salvador, que no hay espíritu humano capaz de comprenderlo.

Pero si quisieras formar alguna idea de este deseo, procura imprimir bien en tu alma estas dos cosas: la primera, la complacencia inefable que tiene la Sabiduría encarnada de estar con nosotros; pues a esto llama sus mayores delicias (Prov. VIII, 31); la segunda, el odio infinito que tiene al pecado mortal, tanto por ser impedimento de la íntima unión que desea tener con nosotros, cuanto por ser directamente opuesto a sus divinas perfecciones; porque siendo Dios sumo bien, luz pura y belleza infinita, no puede dejar de aborrecer infinitamente el pecado, que no es otra cosa que malicia, tinieblas, horror y corrupción.

Este odio del Señor contra el pecado es tan ardiente, que a sola su destrucción se ordenaron la obras del Antiguo y Nuevo Testamento, y particularmente las de la sacratísima pasión de su unigénito Hijo. Los Santos más iluminados aseguran que consentiría que su único Hijo volviese a padecer, si fuere necesario, mil muertes, por destruir en nosotros las menores culpas.

Después que con estas dos consideraciones hayas reconocido, bien que imperfectamente, cuánto desea nuestro Salvador entrar en nuestros corazones, a fin de exterminar enteramente nuestros enemigos y los suyos, excitarás en ti fervientes deseos de recibirle por este mismo fin; y cobrando ánimo y esfuerzo con la esperanza de la venida de tu divino Capitán, llamarás muchas veces con generosa resolución a la batalla la pasión dominante que deseas vencer, y harás cuantos actos pudieres de la virtud contraria. Esta, hija mía, ha de ser tu principal ocupación por la tarde y por la mañana, antes de la sagrada comunión.

Cuando estuvieres ya para recibir el cuerpo de tu Redentor, te representarás por un breve instante las faltas que hubieres cometido desde la última comunión; y a fin de concebir un vivo dolor de todas, considerarás que las has cometido contra tu Dios, muerto en una cruz por nuestra salud, y que has preferido un pequeño placer, una ligera satisfacción de tu propia voluntad a la obediencia que le debes y al honor y gloria de su Majestad, confundiéndote dentro de ti misma, reconociendo tu ceguera y detestando tu ingratitud; pero viniendo después a considerar que, aunque seamos muy ingratos, infieles y rebeldes, no obstante este inmenso abismo de caridad quiere darse a nosotros y nos convida a que lo recibamos, te acercaras a El con confianza, y le abrirás tu corazón para que entre en él, y lo posea como Señor absoluto, cerrando después todas sus puertas para que no se introduzca algún afecto impuro.

Después que hayas recibido la Comunión, te recogerás en seguida dentro de ti misma (Matth. VI, 6), y adorando con profunda humildad y reverencia al Señor, le dirás: 'Bien veis, único bien mío, con cuánta facilidad os ofendo, bien veis el imperio que tienen sobre mí las pasiones, y cuán flacas y débiles son mis fuerzas para resistirlas y sujetarlas. Vuestro es, Señor, el principal empeño de combatirlas; y si bien yo debo tener alguna parte en la pelea, no obstante de Vos solo espero la victoria.'

Volviéndote después al Padre eterno, le ofrecerás en acción de gracias, y para obtener alguna victoria de ti misma, el inestimable tesoro que te ha dado en su mismo unigénito Hijo, que tienes dentro de ti; y tomarás, en fin, la resolución de combatir generosamente contra el enemigo que te hiciere más cruda guerra, esperando con fe la victoria; porque haciendo de tu parte lo que pudieres, Dios no dejará de socorrerte.

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CAPÍTULO LV - Como debemos prepararnos para la comunión, a fin de excitar en nosotros el amor de Dios

Si quieres, hija mía, que el sacramento de la Eucaristía produzca en ti sentimientos y afectos de amor de Dios, acuérdate del íntimo amor que Él te ha tenido; y desde la tarde que precederá a tu comunión, considera atentamente que este Señor, cuya majestad y poder no tienen límites ni medida, no contentándose con haberte creado a su imagen y semejanza, y haber enviado al mundo a su unigénito Hijo para que expiase tus culpas con los trabajos continuos de treinta y tres años, y con una muerte no menos acerba que ignominiosa en una cruz, te lo ha dejado en este divino Sacramento para que sea tu sustento y refugio en todas tus necesidades.

Considera bien, hija, cuán grande, cuán singular, y cuán perfecto es este amor en todas sus circunstancias:

1. Si miras y atiendes a su duración, hallarás que es eterno, y que no ha tenido principio; por que así como Dios es eterno en su divinidad, así lo es en el amor con que decretó en su mente divina darnos a su único Hijo de un modo tan admirable.

Con esta consideración, llena de un júbilo interior, le dirás: ¿Es posible que en aquel abismo de eternidad fuera mi pequeñez tan estimada y tan amada de Dios, que se dignase pensar en mí antes de todos los siglos, y desease con tan inefable caridad darme por alimento la carne y la sangre de su único Hijo?

2. No hay amor en las criaturas, por vehemente que sea, que no tenga su término; solamente el amor con que Dios nos ama no tiene límites ni medida. Queriendo, pues, aquel sumo Bien satisfacer plenamente este amor, nos envió desde el cielo a su mismo Unigénito, en todo igual a Él, y de una misma sustancia y naturaleza, y así tan grande es el amor como el don, y el don como el amor, siendo el uno y el otro infinito, y sobre toda inteligencia creada.

3. Si Dios nos ama con tanto exceso, no es por fuerza o por necesidad, sino solamente por su intrínseca Bondad, que naturalmente lo inclina a colmarnos con sus beneficios.

4. Si atiendes al motivo de tan grande amor, no hallarás otro que su infinita liberalidad, porque de nuestra parte no precedió ni pudo preceder mérito alguno que moviese a este inmenso Señor a ejecutar con nuestra vileza tan grande exceso de amor.

5. Si vuelves el pensamiento a la pureza de este amor, verás claramente que no tiene como los amores del mundo ninguna mezcla de interés: Dios, hija mía, no necesita de nosotros ni de nuestros bienes (Ps. XV, 24), porque tiene dentro de sí mismo, sin dependencia de nadie, el principio de su felicidad y de su gloria. Si derrama sobre nosotros sus bendiciones, lo hace únicamente por nuestra utilidad y no por la suya.

Ponderando en lo íntimo de tu corazón estas cosas, dirás interiormente: "Quién hubiera creído, Señor, que un Dios infinitamente grande cómo Vos hubiese puesto su amor en una criatura tan vil y tan despreciable como yo? ¿Qué pretendéis Vos, oh Rey de la gloria? ¿Qué podéis esperar de mí, que no soy sino polvo y ceniza? Pero ya descubro bien, oh Dios mío, a la luz de vuestra encendida caridad, que sólo un motivo tenéis que más claramente me manifiesta la pureza de vuestro amor. Vos no pretendéis otra cosa en daros y comunicaros enteramente a mí en este Sacramento, sino transformarme en Vos, a fin de que yo viva en Vos, y Vos viváis en mí, y de que con esta unión íntima, viniendo yo a ser una misma cosa con Vos, se trueque un corazón todo terreno, como el mío, en un corazón todo espiritual como el vuestro."

Después de esto entrarás en sentimientos y afectos de admiración y de alegría, por ver las señales y pruebas que el Hijo de Dios te da de su estimación y de su amor, persuadiéndote que no busca ni pretende otra cosa que ganar tu corazón, y unirte consigo; y desasiéndote de las criaturas y de ti misma que eres del número de las más viles criaturas, te ofrecerás enteramente a su Majestad en holocausto, a fin de que tu memoria, tu entendimiento, tu voluntad y tus sentidos no obren con otro movimiento que con el de su amor, ni con otro fin que el de agradarle.

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Considerando después que, sin su gracia, nada es capaz de producir en nosotros las disposiciones necesarias para recibirlo dignamente en la Eucaristía, le abrirás tu corazón, y procurarás atraerlo con jaculatorias breves, pero vivas y ardientes; como son las que siguen: ¡Oh manjar celestial! ¡Cuándo llegará la hora en que yo me sacrifique toda a Vos, no con otro fuego que con el de vuestro amor!

Cuándo, oh amor increado, oh pan vivo, cuándo llegará el tiempo en que yo viva únicamente en Vos, por Vos y para Vos! ¡Oh maná del cielo, vida dichosa, vida eterna, cuándo vendrá el día venturoso, en que, aborreciendo todos los manjares de la tierra, yo no me alimente sino de Vos! ¡Oh sumo Bien mío, única alegría mía, cuándo llegará este dichoso tiempo! ¡Desasid, Dios mío, desde ahora, desasid este corazón de las criaturas; libradlo de la servidumbre de sus pasiones y de sus vicios, adornadlo de vuestras virtudes; extinguid en él cualquier otro deseo que el de amaros, serviros y agradaros. De este modo yo os abriré todo el corazón, os convidaré y aun usaré, si fuere necesario, de una dulce violencia para atraeros. Vos vendréis, en fin, entraréis y os comunicaréis a mí, oh único tesoro mío, y obraréis en mi alma los admirables efectos que deseáis. En estos tiernos y afectuosos sentimientos, podrás, hija mía, ejercitarte por la tarde y por la mañana, a fin de prepararte para la Comunión.

Cuando ésta se acerca, considera bien a quién vas a recibir; y advierte, que es el Hijo de Dios, de Majestad tan incomprensible, que en su presencia tiembla los cielos (Job. XXVI, II) y todas las potestades; el Santo de los Santos, el espejo sin mancha (Sab. VII, 26), la pureza increada, en cuya comparación son inmundas todas las criaturas (Job. XV, 15. – XXV), aquel Dios humillado, que por salvar a los hombres quiso hacerse semejante a un gusano de la tierra (Ps. XXI, 7), ser despreciado, escarnecido, pisado, escupido y crucificado por la ingratitud y detestable malicia de los hombres.

Piensa que es el inmenso y omnipotente Señor, árbitro de la vida y de la muerte (Eccli. XI, 14), y de todo el universo; y por otra parte que tú de tu propio caudal y fondo no eres sino la pura nada, que por tus pecados te has hecho inferior a las más viles criaturas irracionales, y que, en fin, mereces ser esclava de los mismos demonios.

Imagina y piensa, que en retorno de los beneficios y obligaciones infinitas que debes a tu Salvador, le has ultrajado cruelmente, hasta pisar con execrable vilipendio la sangre que derramó por ti, y fue el precio de tu redención; y con todo, su caridad, siempre constante y siempre inmutable, te llama y te convida a su mesa (Jerem. XXXI), y alguna vez te amenaza con enfermedad mortal para obligarte a que asistas a ella (Luc. XIV). Este Padre misericordioso está siempre pronto a recibirte; y aunque a sus ojos comparezcas cubierta de lepra, coja, hidrópica, ciega, endemoniada, y lo que es peor, llena de vicios y de pecados, no por esto te cierra la puerta (Isai. LX, II), ni te vuelve las espaldas. Todo lo que pide y desea de ti es: 1° Que tengas un sincero dolor de haberlo ofendido tan indignamente. 2° Que aborrezcas y detestes sobre todas las cosas, no solamente el pecado mortal, sino también el venial. 3° Que estés aparejada y dispuesta a hacer siempre su voluntad, y que en las ocasiones que se ofrecieren la ejecutes prontamente y con fervor. 4° Que tengas después una firme confianza de que te perdonará todas tus culpas, te purificará de todos tus defectos, y te defenderá de todos tus enemigos.

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Confortada con este amor inefable del Señor, te llegarás después a comulgar con un temor santo y amoroso, diciendo: "Yo no soy digna, Señor, de recibiros, porque os he ofendido muy gravemente, y no he llorado como debo vuestra ofensa, ni dado alguna satisfacción a vuestra justicia. No soy digna, Señor, de recibiros, porque no estoy totalmente purificada del afecto de las culpas veniales. No soy digna, Señor, de recibiros, porque aún no me he entregado de todo corazón a vuestra obediencia y voluntad. Pero ¡oh Dios mío, único bien y esperanza mía! ¿A dónde iré, si me retiro de Vos? Lejos de Vos, ¿en dónde hallaré la vida? ¡Ah, Señor! No os olvidéis de vuestra Bondad, acordaos de vuestra palabra, hacedme digna de que os reciba dentro de mi pecho con fe y amor. Con temblor me acerco a Vos; mas también llena de confianza; vuestra Divinidad que toda entera se oculta en vuestro Sacramento, me llena de un miedo religioso, pero al mismo tiempo vuestra infinita Bondad, que en este misterio derrama con una especie de profusión todos sus tesoros, me anima extraordinariamente."

Después que hubieres comulgado, entrarás luego en un profundo recogimiento, y cerrando la puerta de tu corazón (Matth. VI), no pienses sino en tratar y conversar con tu Salvador, diciéndole estas, o semejantes palabras: "Oh soberano Señor del cielo, ¿quién ha podido obligaros a descender desde vuestro trono a una criatura pobre, miserable, ciega y desnuda como yo? El Señor te responderá luego: El amor. Tú le replicarás: ¡Oh amor increado! ¿qué pretendéis y deseáis de mí? Ninguna otra cosa, te responderá, sino tu amor."

Yo no quiero, hija mía, en tu corazón otro fuego que el de la caridad: este fuego, victorioso de los ardores impuros, de tus pasiones, abrasará tu voluntad (Deut. IV), y hará de ella una preciosa víctima: esto es lo que deseo y he deseado siempre de ti. Yo quiero ser todo tuyo, y que tú seas toda mía; lo cual no podrá ser mientras, no haciendo de ti aquella resignación en mi voluntad, que tanto me agrada y me deleita, estuvieres pegada al amor de ti misma, a tu propio parecer, al deseo de la libertad y de la vanagloria del mundo.

Nada, pues, hija mía, pretendo y quiero de ti, sino que te aborrezcas a ti misma, a fin de que puedas amarme: que me des tu corazón (Prov. XXIII) para que yo pueda unirlo con el mío, que fue abierto para ti en la cruz (Joann. XIV, 34). Bien ves, hija mía, que yo soy de infinito precio (I Cor. VI); y no obstante es tanta mi Bondad, que sólo quiero apreciarme en lo mismo que vales tú: cómprame, pues, hija mía, cómprame, pues no te cuesto más que el darte enteramente a mí. Yo quiero que a mí solo me busques, en mí solo pienses, a mí solo me escuches, mires y atiendas, a fin de que yo sea el único objeto de tus pensamientos y de tus deseos, y no obres sino solamente en mí, y para mí. Quiero también que tu nada llegue a sumergirse enteramente en mi grandeza infinita, para que de esta suerte tú halles en mí toda tu felicidad y contento, y yo halle en ti complacencia y descanso.

Finalmente, ofrecerás al eterno Padre su Unigénito amado, primero en acción de gracias, después por tus propias necesidades, por las de toda la santa Iglesia, de todos tus parientes, de aquellas personas a quienes tienes alguna obligación, y por las almas del purgatorio; uniendo este ofrecimiento con el que el mismo Salvador hizo de sí mismo en el árbol de la cruz (Luc. XXIII, 46), cuando cubierto de llagas y de sangre se ofreció en holocausto a su Padre por la redención del mundo; y asimismo le podrás ofrecer todos los sacrificios que en aquel día se ofrecieren a Dios en su santa Iglesia.

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CAPÍTULO LVI - De la comunión espiritual

Aunque no se puede recibir el Señor sacramentalmente sino una sola vez al día, no obstante se puede recibir espiritualmente, como dije arriba, cada hora y cada momento. Este es un bien, hija mía, de que solamente puede privarnos nuestra negligencia o culpa; y para que comprendas su fruto y excelencia, sabe que algunas veces será más útil al alma y más agradable a Dios esta comunión espiritual, que muchas comuniones sacramentales, si se reciben con tibieza y sin la debida preparación.

Siempre que estuvieres dispuesta, hija mía, para esta especie de Comunión, el Hijo de Dios estará pronto a darse y comunicarse a ti para ser tu alimento.

Cuando quisieras prepararte a recibirlo de este modo, levanta tu espíritu hacia Él, y después que hayas hecho alguna reflexión sobre tus pecados, le manifestarás un verdadero y sincero dolor de tu ofensa. Después le pedirás con profundo respeto, y con viva fe, que se digne venir a tu alma, y que derrame en ella nuevas bendiciones y gracias, para curarla de sus flaquezas, y fortalecerla contra la violencia de sus enemigos.

Asimismo, siempre que quisieres mortificar alguna de tus pasiones, o hacer algún acto de virtud, te servirás de esta ocasión para preparar tu corazón al Hijo de Dios, que te lo pide continuamente; y volviéndote después a Él, pídele con fervor que se digne venir a ti, como médico, para curarte, y como protector para defenderte, a fin de que ninguna cosa le estorbe o le impida poseer tu corazón.

Acuérdate también de tu última comunión sacramental, y encendida toda en el amor de tu Salvador, le dirás: '¿Cuándo, Dios y Señor mío, volveré a recibiros dentro de mi pecho? ¿Cuándo llegará este dichoso día?' Pero si quieres disponerte mejor y más debidamente para esta comunión espiritual, dirigirás desde la tarde precedente todas las mortificaciones, actos de virtud, y demás buenas obras que hicieres, a este fin.

Considerando cuán grande es el bien y felicidad del alma que comulga dignamente, pues por este medio recobras las virtudes que ha perdido, vuelve a su antigua y primera hermosura, participa de los preciosos frutos y méritos de la cruz, y haz, en fin, una acción muy agradable al eterno Padre (el cual desea que todos gocen de este divino Sacramento), procura excitar en tu corazón un deseo ardiente de recibirlo, por contentar y agradar a quien con tanto amor desea comunicarse a ti, y en esta disposición le dirás: 'Señor, ya que no me es permitido recibiros hoy sacramentalmente, haced a lo menos, por vuestra infinita Bondad, que purificada de todas mis imperfecciones, y curada de todas mis dolencias y enfermedades, yo merezca recibiros espiritualmente cada día y cada hora del día, a fin de que, hallándome fortificada con nueva gracia, resista animosamente a mis enemigos, y principalmente al que ahora, por agradaros y contentaros, hago particularmente la guerra.'

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InHocSignoVinces
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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO LVII - Del modo de dar gracias a Dios

Siendo de Dios todo el bien que poseemos (Jacob. I, 17) y obramos, es muy justo que le rindamos continuas acciones de gracias por todas las buenas obras que hacemos, por todas las victorias que alcanzamos de nosotros mismos, y por todos los beneficios comunes y particulares que recibimos de su mano.

Para que podamos satisfacer propia y debidamente esta obligación, hemos de considerar el fin que mueve al Señor derramar con tanta liberalidad sobre nosotros sus bendiciones y gracias; porque este conocimiento nos enseñará de qué modo quiere que le mostremos nuestra gratitud y reconocimiento. Como su fin principal en los favores y misericordias que nos reparte, es exaltar su gloria y atraernos a su servicio, harás desde luego esta reflexión dentro de ti misma: '¡Oh, con cuánto poder, sabiduría y bondad se ha dignado Dios hacerme este beneficio!'

Después, considerando que en ti misma no hay verdaderamente cosa alguna que merezca semejante gracia, antes bien muchas ingratitudes y culpas que te hacen indigno de ella, dirás al Señor con profundísima humildad: '¿Es posible, Señor, que con tanta bondad y misericordia os dignéis poner los ojos en la más vil y abominable de todas vuestras criaturas, y colmarla de vuestros favores y beneficios? Sea vuestro nombre bendito y alabado por todos los siglos de los siglos.'

Finalmente, viendo que en retorno de tantos beneficios no te pide otra cosa sino que ames y sirvas a tu bienhechor, concebirás grandes sentimientos de amor por un Dios tan bueno, y deseos fervientes de hacer en todas las cosas su divina voluntad; y a este fin añadirás un sincero ofrecimiento de ti misma en el modo que verás en el capítulo siguiente.

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