EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPITULO XXXI - De qué cosas se debe huir, para no caer en el vicio deshonesto


Para no caer en este vicio, debemos huir de muchas cosas. Lo primero, de las personas que amenazan evidente peligro; lo segundo, de las demás personas en cuanto se pueda; lo tercero, de las visitas, de los recados, de los presentes y de las amistades, aunque no sean de las que llamamos estrechas; porque así como las cosas anchas más fácilmente se estrechan, que las estrechas se ensanchan: así es más fácil que las amistades corteses y honestas se estrechen y pasen a ilícitas, que las ilícitas se conviertan en lícitas y honestas; lo cuarto, se ha de huir de hablar de esta pasión, de las músicas y canciones amorosas, y de los libros profanos; lo quinto (de que suelen guardarse pocos), se ha de huir del deleite universal de todas las criaturas, como de los vestidos preciosos y de los manjares delicados; porque estos deleites, aunque sean lícitos, acostumbran al corazón del hombre a deleitarse, y lo mantienen siempre deseoso de nuevos deleites.

De donde nace que, ofreciéndose el deleite deshonesto, que de su naturaleza es pronto a herir y penetrar hasta la médula de los huesos, dificultosamente el corazón así acostumbrado halla el camino de vencerlo y mortificarlo.

Por el contrario, el corazón ejercitado en la mortificación de los deleites lícitos, cuando se le ofrecen los ilícitos y deshonestos, hasta de solo el nombre huye con facilidad.

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CAPITULO XXXII - Qué se ha de hacer cuando se ha caído en el vicio deshonesto


Si te acaeciere haber caído en el vicio de la sensualidad, para que no añadas pecados a pecados, el remedio es que corras luego con toda velocidad, sin otro examen de conciencia, a la confesión; donde, menospreciando todos los dictámenes de la prudencia humana, expliques y manifiestes con sinceridad y sin artificio tu llaga y enfermedad, tomando la medicina y el consejo que se te diere, aunque te parezca duro, áspero y amargo.

No tardes ni te detengas, aunque te lo persuadan diferentes consideraciones o causas; porque si tardas, recaerás, y de esta recaída renacerán nuevas tardanzas: de manera que, procediendo de las tardanzas las recaídas, y de las recaídas nuevas tardanzas, se pasarán años enteros antes que te confieses y te levantes de la culpa.

Por conclusión de esta materia te aviso de nuevo, que si no quieres caer en este vicio, huyas de él.

Los pensamientos que te vengan, aunque sean pequeños y leves, húyelos no menos que los grandes; y aunque conozcas con claridad, después de haberlos huido prontamente, que son culpas ligeras, confiésalas no obstante, y descubre las tentaciones y el estado de tu alma al confesor.

Finalmente, como remedio eficacísimo si desgraciadamente cayeres, repito que acudas cuanto antes puedas, a los pies del confesor, sin dejarte jamás esclavizar en este punto de la maldita vergüenza.

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*Nota de Javier: Esta imagen ilustra bien cuál debería ser nuestra conducta si tuviéramos la enorme desgracia -Dios no lo quiera- de caer (o recaer) en el vicio deshonesto. Teniendo en cuenta que ya no tenemos confesores a nuestra disposición, nuestra confesión y arrepentimiento han de ser hechos directamente ante Dios Todopoderoso, en el silencio y la oscuridad de nuestra habitación, mostrando un grandísimo dolor de corazón por habernos dejado engañar por un mal pensamiento y haber consentido en profanar nuestro cuerpo, el cual es templo precioso del Espíritu Santo, mediante la realización de una acción vergonzosa y repugnante. Es necesario dolerse mucho y sentir gran asco hacia nosotros mismos por nuestras impurezas, pidiéndole al Buen Dios y la Santísima Virgen que nos alcancen un vivo dolor y detestación de nuestros pecados, y también aliento para abrazarnos con la Cruz de Ntro. Señor y Redentor. Todo esto debe hacerse sin perder la calma y la paciencia con uno mismo, pues la desesperación y la turbación son obra del demonio, y sólo causarían mayor desazón en nuestro espíritu. Nuestro arrepentimiento y dolor han de ser extremadamente sinceros y profundos, y debemos concebir una recta y firme intención de enderezar nuestra vida y no volver a ofender a Dios en lo sucesivo, ayudados siempre de Su divina gracia, sin la cual nada podemos.
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CAPÍTULO XXXIII - De algunos motivos para que el pecador se convierta prontamente a Dios


El primer motivo para que el pecador se convierta a Dios, es la consideración del mismo Dios, el cual, siendo el sumo bien, y la suma sabiduría, no debe ser ofendido por el hombre por ningún motivo.

No por prudencia, porque ya se ve cuán grande locura y desacuerdo es ponerse en lucha con la Omnipotencia, y con el supremo juez que le ha de juzgar.

No por la vía de conveniencia ni de justicia, no siendo tolerable que la nada, el lodo y la criatura ofenda a su Creador, el esclavo a su señor, el hijo a su padre.

El segundo motivo es la obligación grande del pecador de volver luego a la casa de su padre, siendo la conversión del hijo, y su retorno a la casa paterna, honra del mismo padre, y alegría y fiesta para toda su casa, para la vecindad y para los Ángeles del cielo (Luc. XV, 10).

Porque así como antes, pecando el hijo ofendió a su padre y lo enojó, así volviendo arrepentido y llorando con lágrimas amargas la ofensa, con firme voluntad de obedecer en todo sus divinos preceptos, lo honra y lo alegra; y de tal suerte enternece su corazón y lo mueve a misericordia, que sin aguardar el padre a que llegue el hijo, sale a recibirlo, lo abraza, lo besa y lo viste de su gracia y de sus dones.

El tercer motivo es el interés propio; porque debe considerar el pecador que si no se convierte a tiempo, ciertamente llegando el invierno y el día del sábado (Matth. XXIV)1, no podrá convertirse y será castigado con el infierno.

Ni debe confiar el pecador en el propósito de convertirse en el fin de su vida, o después de algunos años o meses; porque semejante propósito no solamente es loco, sino lleno de impiedad y malicia.

Es locura pensar que se puede vencer una dificultad grande en el tiempo en que el hombre se halla más flaco. Y en verdad que continuando en el pecado, cada día se inhabilita más para su conversión, ya por la costumbre que creciendo siempre va poco a poco convirtiéndose en naturaleza, ya por su mayor indisposición a recibir la gracia de la conversión. Porque menospreciando a Dios con impía malicia, y deleitándose cuanto puede con las criaturas, fiado en la vana esperanza de convertirse más tarde o a la hora de la muerte, viene a desobligar a Dios de suerte que le quita la voluntad de ayudarle eficazmente.

Es asimismo loco este consejo y propósito, por que aun cuando se conceda la posibilidad de convertirse y alcanzar la gracia eficaz, la seguridad de que en el ínterin no muera el hombre de repente sin poderse reconciliar con Dios como ha sucedido a tantos, y sucede cada día, ¿quién se la ha dado o se la dará?

Clama, pues, oh pecador que lees esto; clama y da voces a tu Señor, diciendo: 'Convertidme Señor, y me convertiré en Vos que sois mi dueño y mi Dios' (Jerem. XXXI); y no ceses en tus clamores, hasta tanto que lo hayas conseguido, llorando con amargura tu ofensa, y resignándote a practicar todo cuanto conocieres que puede agradarle y satisfacerle.

1 En el invierno se significa la frialdad de la culpa, y en el sábado la omisión de las buenas obras. Véase Ludolfo in Vita Christi, part. II, c. X. Y en este sentido N. P. S. Cayetano por su grande humildad, decía: Rogad a Dios que mi partida de esta vida no suceda en invierno, ni en día de sábado.

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CAPÍTULO XXXIV - Del modo de procurar la conversión y el llanto de la ofensa de Dios


El mejor modo de procurar el llanto por la ofensa de Dios, es la meditación de su grandeza y bondad, y de la caridad que ha mostrado al hombre.

Porque quien considera que pecando ha ofendido al sumo Bien y a la inefable Bondad (que no sabe sino hacer beneficios, ni jamás ha hecho ni hace otra cosa que derramar sus gracias, y comunicar su luz a amigos y enemigos), y considera que lo ha ofendido por un leve gusto y por un falso deleite, no puede dejar de llorar amargamente.

Te pondrás delante de un Crucifijo, y te imaginarás que te dice: Aspice in me (Psalm. CXVIII): Mira y considera atentamente mis llagas; tus pecados me han maltratado, y puesto en el doloroso estado en que me ves.

Considera que Yo soy tu Dios, tu Creador y tu Padre; y así: Vuélvete a mi con llanto amargo y encendida voluntad de que Yo no hubiese sido ofendido, y con pleno y sincero deseo de padecer antes cualquiera grave pena que volver a ofenderme. Vuélvete a mí, que soy el que te redimí (Isai. XLIV).

Después, figurándote a Cristo en tu imaginación coronado de espinas, vestido de púrpura con la caña en la mano, lleno de llagas y dolores, te imaginarás que te dice: Ecce homo (Joann. XIX): He aquí al hombre que amándote con amor inefable, te ha redimido con estos oprobios, con estas llagas y con esta sangre. Ecce homo: Este hombre es a quien tú has ofendido, después de haberte dado tantas pruebas de amor y colmándote de tantos beneficios.

Ecce homo: este hombre es la misericordia de Dios, y la redención copiosa. Este hombre con todos sus méritos se ofrece por ti al Padre cada día, cada hora y cada minuto. Éste es el hombre que sentado a la diestra de su eterno Padre pide por ti, y hace el oficio de abogado; ¿por qué, pues, me ofendes? ¿Cómo no te vuelves a mí?: Vuélvete a mí, que así como el sol destierra la nube y deshace la niebla, así borraré tus culpas, y olvidaré tus pecados (Isai. XLII).

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CAPÍTULO XXXV - De algunas razones por que los hombres viven descuidados, sin llorar las ofensas de Dios, y sin aspirar a la virtud ni a la perfección cristiana.


Las razones por qué el hombre duerme profundamente en su tibieza, y no se levanta del pecado, ni se da a la virtud, como debe, son diversas, y, entre otras, las siguientes:

La primera es, porque no habita dentro de sí, ni ve lo que se hace en su casa, ni sabe quién la posee; mas, vago y curioso pasa sus días en divertimientos y vanidades; y aunque se ocupe en cosas lícitas y buenas en sí mismas, no obstante, de las que pertenecen a la virtud y conducen a la perfección cristiana, ni se acuerda ni tiene pensamiento alguno.

Y si tal vez se acuerda y conoce su necesidad, y es inspirado por Dios a mudar de vida, responde cras, cras, después, después, y nunca dice con resolución hoy ni ahora.

Otros hay que persuadiéndose que la verdadera mudanza de la vida, y los ejercicios de la virtud, consisten en ciertas devociones particulares, gastan todo el día en repetir muchas veces el Pater noster y Ave María, sin trabajar ni poner la mano en la mortificación de las pasiones propias, que los tienen asidos a las criaturas.

Otros se dan a los ejercicios de la perfección, mas edifican sin los fundamentos de las virtudes, porque cada virtud tiene su propio fundamento, como la humildad tiene por fundamento el deseo de ser estimado en poco, y parecer vil y despreciable a los ojos de todos. Quien abre la zanja y edifica el fundamento de la humildad, recibe luego con alegría las piedras de esta fábrica, que son los desprecios, las afrentas y las ocasiones de producir actos de dicha virtud. Con lo cual aumentándose el deseo de ser tenido en baja estimación y concepto, y recibiendo los desprecios con alegría, va creciendo el edificio de la humildad; y para que éste llegue a su perfección, se debe pedir continuamente a Dios por los méritos de su Hijo humillado.

Algunos hacen todo esto, mas no por amor a la virtud o por agradar a Dios. De donde nace que su virtud no es uniforme; pues en el trato con los demás, son humildes con unos, y soberbios con otros: humildes con los que han menester, y soberbios con aquellos cuya estimación no conduce ni aprovecha para sus fines.

Otros hay que, deseando la perfección cristiana, la procuran por sus propias fuerzas (que son muy débiles y flacas), y por sus industrias y ejercicios; y no estriban en Dios, desconfiando de sí mismos; por lo cual antes retroceden que adelantan. Ni faltan algunos que apenas han entrado en el camino de la virtud, se persuaden que han llegado ya a la cumbre de la perfección, y desvaneciéndose en sí mismos, se desvanece también su virtud.

Si quieres, pues, adquirir la perfección cristiana, desconfía primero de ti misma; y después, confiada en Dios procura con todo estudio encender en ti un vivo deseo de alcanzarla, renovando y aumentado cada día este deseo. Además de esto estate advertida, y cuida de que no se te huya de las manos ocasión alguna de ejercitar la virtud, ya sea grande, ya pequeña, y si alguna dejaste escapar, mortifícate y castígate en alguna cosa, y no omitas jamás esta mortificación o castigo.

Aunque aproveches y adelantes mucho en la virtud, haz de cuenta que empiezas cada día, y procura ejecutar cualquier acto con tanta diligencia y cuidado, como si en él solo consistiera toda la perfección; y lo mismo que hicieres en el primer acto has de hacer en el segundo y en el tercero, y en los demás. Guárdate de los defectos pequeños con el mismo cuidado que de los grandes.

Abraza la virtud por la virtud, y por agradar a Dios; pues de este modo serás siempre una misma con todos y una misma ya estés sola, ya acompañada; y sabrás tal vez dejar la virtud por la virtud, y a Dios por Dios. No declines ni a la diestra ni a la siniestra, ni vuelvas atrás. Procura ser discreta, amiga de la soledad, de la oración y de la meditación, pidiendo a Dios que te dé la virtud y la perfección que vas buscando, porque Dios es la fuente de toda la virtud y perfección a que nos llama cada hora.

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CAPÍTULO XXXVI - Del amor para con los enemigos


Aunque la perfección cristiana consiste en la perfecta obediencia de los preceptos de Dios, no obstante, procede principalmente del precepto de amar a los enemigos, por ser este precepto muy conforme a la costumbre del Señor, y a lo que Él practicó en la tierra, y practica en el cielo.

Y así si pretendes adquirir en breve la perfección, debes procurar cumplir exactamente cuanto Cristo manda en este precepto de amar a los enemigos, amándolos, haciéndoles bien y rogando por ellos (Matth. V), no tibia y lentamente, sino con tanto afecto que casi olvidada de ti misma te entregues de todo corazón a su amor, y a rogar por ellos.

En orden al bien que deberás hacerles, guardarás esta regla. En lo que toca al bien de su alma, has de estar advertida, que de ti y de tu mal ejemplo no tomen jamás ocasión de tropiezo; y muestra siempre con el semblante, con las palabras y con las obras, que los amas, y que estás siempre dispuesta y pronta a servirlos.

En cuanto a los bienes temporales te aconsejarás con el recto juicio y la prudencia, considerando la calidad de los enemigos, y tu propio estado y las ocasiones. Si a esto atendieres con cuidado, ten por cierto que la virtud y la verdadera paz entrarán en tu corazón.

Este proceso no es tan difícil como algunos se persuaden; duro es a la naturaleza, no es dudable; mas a quien está sobre aviso para mortificar los movimientos de la naturaleza y del odio, se le hará suave, porque lleva escondida, dentro de sí, una dulcísima, paz.

Para socorrer la flaqueza de la naturaleza te servirás de cuatro medios que son muy eficaces y poderosos.

El primero es la oración, pidiendo a Jesucristo el amor a los enemigos, en virtud de aquel amor con que estando en la cruz, primeramente se acordó de los enemigos suyos, después de su santísima Madre, y últimamente de sí mismo (Luc. XXIII, 43, 46.– Joann. XIX, 27).

El segundo medio será decirte a ti misma: 'Precepto del Señor es que yo ame a mis enemigos (Matth. V); y así debo cumplirlo'.

El tercero será que mirando y contemplando en ellos la viva imagen de Dios, la cual les dio Él mismo en la creación (Genes. I), te excites y te despiertes a amarla.

El cuarto, el precio infinito con que han sido rescatados, que no es plata ni oro, sino la misma sangre de Jesucristo (I Petr. I, 18, 19), que tú debes venerar siempre y no permitir jamás que sea pisada, vilipendiada y ultrajada. Si estas cuatro cosas contemplas a menudo, amarás, como Dios quiere, a tus enemigos.

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CAPÍTULO XXXVII - Del examen de la conciencia


Este examen suelen hacerlo las almas diligentes tres veces al día: la primera antes de comer, la segunda después de vísperas, y la tercera antes de acostarse. Pero si esto no se pudiere, a lo menos no deberá omitirse el de la tarde; porque si Dios miró dos veces la obra que hizo para el hombre (Genes. I), muy razonable será que el hombre mire a lo menos una vez al día las obras que hace para Dios, de las cuales ha de dar cuenta muy estrecha a su Majestad.

El examen se ha de hacer en esta forma: lo primero has de pedir luz a Dios, para que puedas conocer bien todo lo interior de tus obras. Después considerarás si has estado recogida y encerrada en tu corazón, y lo has guardado de cualquier desorden.

Lo tercero, examinarás cómo has obedecido a Dios aquel día, en todas las ocasiones que te ha dado para servirle: esta tercera consideración incluye en sí el estado y las obligaciones de cada uno.

De su correspondencia a la gracia, y de tus buenas obras, después que hayas dado gracias a Dios, te olvidarás enteramente, quedando deseosa de empezar de nuevo este camino, como si nada hubieses hecho hasta entonces.

Si hallares faltas, defectos o pecados, vuélvete a Dios; y doliéndote de tu ofensa, dile: 'Señor, yo he obrado como quien soy; y hubiera sido sin duda mayor mi precipicio, si vuestra diestra soberana no me hubiera ayudado y socorrido: por lo que os doy infinitas gracias; ahora, Señor, obrad Vos como quien sois; os lo suplico en nombre de vuestro amantísimo Hijo: y perdonadme, y dadme gracia para que no os ofenda más'.

Después por penitencia de tus faltas, y para estímulo de la enmienda, mortifica tu voluntad (privándote de alguna cosa lícita); lo mismo digo del cuerpo, porque esto agrada mucho a Dios. Procura no omitir jamás estas o semejantes penitencias, si no quieres hacer los exámenes de tu conciencia solamente por costumbre y sin provecho ninguno.

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Re: EL COMBATE ESPIRITUAL (P. Lorenzo Scúpoli)

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CAPÍTULO XXXVIII - Dos reglas para vivir en paz


Aunque el que vive conforme a las indicaciones que se han propuesto está siempre en paz, todavía quiero en este último capítulo darte dos reglas, que si las observas, vivirás quieta cuanto es posible en esta miserable vida.

La una es que atiendas, con todo el cuidado que te fuere posible, el cerrar la puerta de tu corazón a todos los deseos; porque has de advertir que el deseo es el leño largo de la cruz y de la inquietud, el cual será grave y pesado según la grandeza del deseo; y así, si el deseo fuere de muchas cosas, también serán mayores, más graves y en mayor número los leños preparados para muchas cruces.

Después sobreviniendo impedimentos y dificultades en la ejecución del deseo, se forma el otro leño que atraviesa la cruz, en la cual queda clavado el deseo. Así, pues, el que no quisiere cruz, no desee: y cuando se hallare en alguna cruz, deje el deseo; que en el mismo punto que lo dejare descenderá de la cruz.

La otra regla es que, cuando te hallares molestada y ofendida de tu prójimo, no te entregues a la consideración del agravio, imaginándote que no debiera hacerse esto contigo, ni des lugar a pensar quién es él o piensa ser, u otras cosas semejantes, las cuales no son sino cebo y fomento de la ira, de la indignación y del odio; mas recurre luego en estos casos a la virtud y a los preceptos de Dios, para que sepas lo que debes obrar, a fin de no incurrir en mayores faltas que los mismos que te han ofendido; y de hallar el camino de la virtud y de la paz.

Considera también que si tú misma no haces contigo lo que debes, ¿qué maravilla es que los otros no hagan lo que deben contigo? Y si te complaces en la venganza de los que te ofenden, primero debes tomarla de ti misma; pues no tienes otro enemigo que más te ofenda ni haga mayor daño.



FIN
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