MEDITACIONES PARA EL TIEMPO PASCUAL DE SANTO TOMÁS DE AQUINO, O.P.

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Martes de la quinta semana de Pascua

NÚMERO DE LOS FRUTOS DEL ESPÍRITU SANTO


De la una y de la otra parte del río, el árbol de la vida, que da doce
frutos
(Apoc 22, 2). El Apóstol enumera convenientemente doce frutos, en la
epístola a los Gálatas (5, 22-23). Debe considerarse la distinción de estos
frutos según el diverso procedimiento del Espíritu Santo en nosotros, esto es,
según que el espíritu del hombre se ordene: 1º, en sí mismo; 2º, a las cosas
próximas a él; 3º, a las que le son inferiores.


I. El espíritu del hombre se ordena en sí mismo, cuando se conduce
rectamente en los bienes y males.


La primera disposición del corazón del hombre para el bien es por
amor, que es la primera afección y raíz de todas las afecciones, y por consiguiente
se pone la caridad como primer fruto del espíritu, en la cual se da
especialmente el Espíritu Santo, como en propia semejanza, puesto que él es
amor. Al amor de caridad sigue necesariamente el gozo; porque todo el que
ama goza la unión del amado, y la caridad tiene siempre presente a Dios, a
quien ama.
Quien permanece en caridad, en Dios permanece y Dios en él
(1 Jn 4, 16). Por lo cual el gozo es consecuencia de la caridad.

Mas la perfección del gozo es la paz en dos conceptos:

1º) En cuanto a la quietud respecto de las conturbaciones exteriores,
pues no puede gozar perfectamente del bien amado el que en su fruición es
perturbado por otras cosas; y además quien tiene el corazón perfectamente
pacífico en un objeto, no puede ser molestado por ningún otro, porque reputa
lo demás como nada.
Por lo cual se dice: Mucha paz para los que aman tu
ley; y no hay para ellos tropiezo
(Sal 118, 165), porque no son perturbados
por cosas exteriores que les impidan gozar de Dios.


2º) En cuanto al sosiego del deseo fluctuante, porque no goza perfectamente
de algo aquél a quien no basta lo que goza,
y la paz lleva consigo
estas dos cosas, es decir, que no seamos turbados por las cosas exteriores, y
que nuestros deseos reposen en un solo objeto; por esto, después de la
caridad y del gozo, se designa en tercer lugar la paz.


En los males se halla bien dispuesta el alma en cuanto a dos cosas: 1º,
en no ser perturbada por la inminencia de males, lo cual corresponde a la
paciencia;
y 2º, en que tampoco se turbe por la dilatación de los bienes, lo
cual pertenece a la longanimidad; pues el carecer del bien tiene razón de
mal 1.


En lo que está cerca del hombre, es decir, el prójimo, la mente del
hombre se dispone bien:


1º) En la voluntad de hacer el bien, y esto pertenece a la bondad.

2º) En el ejercicio de la beneficiencia; y a esto responde la benignidad;
pues dicen benignos a aquellos a quienes el fuego del amor enfervoriza para
hacer bien a los prójimos.


3º) En tolerar ecuánimemente los males causados por aquéllos (los
prójimos); a lo cual responde la mansedumbre, que cohíbe la ira.


4º) En que no solamente no perjudiquemos a los prójimos con la ira,
sino que ni aun con el fraude o el engaño; y a esto se refiere la fe, en el
sentido de fidelidad; pero si se toma por la fe con la que se cree en Dios, por
ésta se ordena el hombre a lo que está sobre él, sometiendo su entendimiento
a Dios, y por consiguiente, a todas las cosas que son de Dios.



III. Respecto a lo que es inferior al hombre, éste se dispone bien, en
cuanto a las acciones exteriores,
por la modestia, que guarda moderación en
todos los dichos y en los hechos;
en cuanto a las concupiscencias inferiores,
por la continencia y la castidad, ya se distingan estas dos en el sentido de
que la castidad refrena al hombre de lo lícito; ya en que el continente sufre
las concupiscencias, sin dejarse seducir, y el casto ni las sufre ni sucumbe.



1. Ethic., lib. V, cap. 3.

(1ª 2ae, q. LXX, a. 3)
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Miércoles de la quinta semana de Pascua

EL HOMBRE EN ESTADO DE GRACIA PUEDE MERECER DE CONDIGNO LA VIDA ETERNA


Lo que se da según el justo juicio parece ser la recompensa condigna.
Es así que la vida eterna se da por Dios conforme al juicio de justicia, según
aquello del Apóstol:
Por lo demás, me está reservada la corona de justicia,
que el Señor justo juez me dará en aquel día
(2 Tim 4, 8). Luego el hombre
merece de condigno la vida eterna.



La obra meritoria del hombre puede considerarse de dos modos: 1º, en
cuanto procede del libre albedrío;
2º, en cuanto procede de la gracia del
Espíritu Santo.



Si se considera según la sustancia de la obra y como procedente del
libre albedrío,
no puede, en este concepto, haber en ella condignidad a causa
de la inmensa desigualdad,
pero se da congruidad por cierta igualdad
proporcional, pues parece congruente que, obrando el hombre según su
virtud, sea recompensado por Dios según la excelencia de su virtud.



Pero si hablamos de la acción meritoria en cuanto procede de la gracia
del Espíritu Santo,
entonces es merecedora de la vida eterna de condigno,
puesto que así el valor del mérito se estima según la virtud del Espíritu Santo
que nos conduce a la vida eterna, según aquello del Evangelio:
Se hará en él
una fuente de agua, que saltará hasta la vida eterna
(Jn 4, 14). El valor de la
obra se gradúa también según la dignidad de la gracia, por la que el hombre,
hecho consorte de la naturaleza divina, es adoptado como hijo de Dios, a
quien se debe la herencia por el derecho mismo de la adopción, según
aquello:
Si hijos, también herederos (Rom 8, 17).


La gracia del Espíritu Santo, que poseemos en esta vida, aunque no sea
igual a la gloria en acto, es, sin embargo, igual virtualmente; como la semilla
del árbol, en la cual se contiene virtualmente todo el árbol.
Asimismo el
Espíritu Santo, que habita en el hombre por la gracia, es causa suficiente de
la vida eterna;
por lo cual se dice que es la prenda de nuestra herencia.


(1ª 2ae, q. CXIV, a. 3)
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Jueves de la quinta semana de Pascua

MÁS PRINCIPALMENTE MERECEMOS POR LA
CARIDAD QUE POR LAS OTRAS VIRTUDES



Si alguno me ama, será amado de mi Padre, y yo le amare, y me
manifestaré a él
(Jn 14, 21). Es así que la vida eterna consiste en la visión
manifiesta de Dios, según aquello: Ésta es la vida eterna: Que te conozcan a
ti solo Dios verdadero
(Jn 17, 3). Luego el mérito de la vida eterna reside
principalmente en la caridad.



1. El acto humano merece por dos razones: 1º, por razón de la
ordenación divina, según la cual se dice ser el acto meritorio de aquel bien,
al cual el hombre es ordenado por Dios;
2º, por parte del libre albedrío,
según el cual el hombre tiene sobre las demás criaturas la preferencia de
obrar por sí mismo y voluntariamente. En ambos conceptos lo principal del
mérito consiste en la caridad;
porque debe considerarse que la vida eterna
consiste en el goce de Dios, y el movimiento del alma humana hacia la
fruición del bien divino es el acto propio de la caridad, por el que todos los
actos de las otras virtudes se enderezan a ese fin,
ya que las demás virtudes
son regidas por la caridad.
Por consiguiente el mérito de la vida eterna
corresponde primariamente a la caridad,
y secundariamente a las demás
virtudes,
puesto que los actos de éstas son regidos por la caridad.


Es evidente también que lo que hacemos por amor, lo hacemos con la
mayor voluntariedad, y por lo tanto, también se atribuye el mérito principalmente
a la caridad, por cuanto para la razón de mérito se requiere que
sea voluntaria.



II. No siempre una obra posee mayor mérito por ser más laboriosa y
difícil.
De dos maneras una obra puede ser laboriosa y difícil: 1º, por la
grandeza de la obra; y así la grandeza del trabajo pertenece al aumento del
mérito, porque la caridad, aunque convierte las cosas terribles y violentas en
fáciles y casi nulas, no disminuye el trabajo, antes bien, hace acometer
mayores empresas; pues, como dice San Gregorio 1, cuando existe, obra
grandes cosas; 2º, por defecto del agente mismo, porque a cada cual es
penoso y difícil lo que no hace con pronta voluntad; y tal trabajo disminuye
el mérito y es anulado por la caridad.


En gran manera son meritorios los actos de la fe y de la paciencia o
fortaleza, como se ve en los mártires, que pelearon por la fe con paciencia y
fortaleza hasta la muerte.
Mas el acto de fe no es meritorio, si la fe no obra
por amor,
y del mismo modo el acto de la paciencia y de la fortaleza, si uno
no los ejecuta por caridad,
según aquello: Si entregare mi cuerpo para ser
quemado, y no tuviere caridad, nada me aprovecha
(1 Cor 13, 3).


36 Homil. 30 in Evangel.


(1ª 2ae, q. CXIV, a. 4)
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Viernes de la quinta semana de Pascua

LAS OBRAS DEL PRIMER HOMBRE EN EL ESTADO DE
INOCENCIA ¿FUERON MENOS EFICACES PARA
MERECER QUE LAS OBRAS NUESTRAS?



La magnitud del mérito puede medirse de dos maneras:

1º) Por la caridad y la gracia, que son su raíz, y bajo este aspecto la
magnitud del mérito corresponde al premio esencial, que consiste en el goce
de Dios;
pues el que obra con mayor caridad más perfectamente goza de
Dios.



2º) Por la cantidad de la obra, que puede, a su vez, ser doble, es decir,
absoluta y proporcional. Porque la viuda que depositó dos pequeñas monedas
en el gazofilacio del templo, hizo una obra menor en cantidad absoluta
que los que depositaron grandes limosnas; pero proporcionalmente hizo más
la viuda, según sentencia del Señor (Lc 21, 3), porque superaba en más sus
posibilidades.
Ambas cantidades de mérito corresponden al premio
accidental,
que consiste en el gozo del bien creado.


Así, pues, debe decirse que las acciones del hombre fueron más
eficaces para merecer en el estado de inocencia que después del pecado, si se
considera la magnitud del mérito por parte de la gracia, que habría sido
entonces más copiosa, no oponiéndose ningún obstáculo a ella en la naturaleza
humana; igualmente si se considera la cantidad absoluta de la obra;
porque siendo el hombre de mayor virtud, habría realizado obras mayores.
Pero atendida la cantidad proporcional, hállase mayor razón de mérito
después del pecado por la debilidad del hombre.
Porque una obra pequeña
excede la potencia del que la ejecuta con esfuerzo más que una obra grande
al que la ejecuta sin dificultad.


La dificultad y la lucha pertenecen efectivamente a la magnitud del
mérito según la cantidad proporcional de la obra. Y es señal de la prontitud
de la voluntad el esforzarse para lo difícil.
Mas la prontitud de la voluntad
viene de la grandeza de la caridad.
Puede, no obstante, acaecer que alguno
haga una obra fácil con tan pronta voluntad como otro una difícil, por estar
dispuesto a ejecutar también lo difícil. Mas la dificultad actual en lo que
tiene de pena es, además, satisfactoria por el pecado.


(1ª part. q. XCV, a. 4).
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Sábado de la quinta semana de Pascua

EL HOMBRE PUEDE MERECER AUMENTO DE GRACIA


Así como a la culpa sigue doble pena, una que acompaña a la misma
culpa, como el remordimiento de conciencia y otras semejantes, según lo
que dice San Agustín, "que el ánimo desordenado es pena para sí mismo", y
otra que se inflige exteriormente por Dios-Juez o por el hombre; del mismo
modo también un doble premio corresponde al mérito: uno que acompaña a
la misma obra meritoria, como la alegría de la buena acción y otros
semejantes;
y otro que dan Dios, o el hombre por la buena obra, como la
vida eterna y todo lo que se da de este modo.



Mas el acto meritorio se ordena de modo diverso en este doble premio.
Porque según su forma es proporcionado al primer premio; por ejemplo: por
el hecho de ser un acto que procede de un hábito perfecto, es deleitable, por
lo cual el acto se refiere a su principio como a causa. Pero en cuanto al
premio que se da exteriormente, solamente se ordena según una proporción
de dignidad, de modo que quien mucho mereció, otro tanto recibirá en
recompensa en cualquier bien, y quien mucho pecó, otro tanto será
castigado.



Según esto, digo que por el acto meritorio se merece acrecentamiento
de gracia, del mismo modo que el premio, concomitante a la naturaleza del
acto meritorio, porque es natural que todo acto haga posible la adquisición o
aumento de un acto semejante, ya efectivamente, ya disponiendo a él.



El hombre que tiene la gracia puede adelantar más, pero no es que él
mismo aumente la gracia en sí, puesto que sólo Dios puede dar este aumento;

sino en el sentido de que el hombre puede, por una gracia recibida,
merecer que se le aumente la gracia, disponiéndose a ser más capaz de una
gracia mayor.



Ciertamente el acrecentamiento de gracia, lo mismo que su infusión,
procede de Dios,
pero de manera distinta se relacionan nuestros actos con la
infusión de la gracia y con el aumento de ella. Porque antes de la infusión de
la gracia el hombre no es todavía participante del ser divino; por lo cual sus
actos son absolutamente desproporcionados para merecer alguna cosa
divina, que excede la capacidad de la naturaleza.
Sin embargo, por la
infusión de la gracia el hombre se constituye en el ser divino, y entonces sus
actos llegan a ser proporcionados y, por lo mismo, a merecer aumento o
perfección de gracia.


(2 Dist. 27, q. I, a. 5)


Pero la gracia no se aumenta de hecho por cualquier acto meritorio.
Por cada acto meritorio el hombre merece aumento de gracia, como también
la consumación de la gracia, que es la vida eterna.
Mas así como la vida
eterna no es dada inmediatamente, sino a su tiempo, del mismo modo la
gracia no se aumenta en el instante, sino a su tiempo, es decir, cuando uno
está suficientemente dispuesto al aumento de la gracia.



(1ª 2ae q. CXIV, a. 8, ad 3um)
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Sexto Domingo de Pascua

LA ORACIÓN

Jesús, alzando los ojos a lo alto, dijo: Padre, gracias te doy, porque
me has oído
(Jn 11, 41).


Dos cosas indica el Evangelista: 1ª) El modo conveniente de orar,
porque alzando los ojos a lo alto, esto es, elevó su inteligencia, llevándola al
excelso Padre por la oración.
Si nosotros queremos orar a ejemplo de Cristo,
debernos elevar hasta él los ojos del alma, apartándolos de las cosas
presentes, recuerdos, pensamientos y deseos.


También levantamos los ojos hacia Dios, cuando, desconfiando de
nuestros méritos, esperamos en su sola misericordia,
según aquello del
Salmo 122, 1-2: Alcé mis ojos a ti, que habitas en los cielos... Como los ojos
de la esclava en manos de su señora; así nuestros ojos al Señor Dios
nuestro, hasta que tenga misericordia de nosotros.
Y agrega Jeremías:
Levantemos al Señor nuestros corazones con las manos hacia los cielos
(Lam 3, 41).

Se dice en la epístola a los Colosenses: No cesamos de orar por
vosotros, y de pedir
(1, 9). La oración es una elevación del alma hacia Dios.
Pedir es suplicar alguna cosa. La oración debe preceder, para que sea
escuchado el que pide devotamente, como los que piden comienzan por la
persuasión, para inclinar a sus necesidades. Del mismo modo, debemos
nosotros comenzar por la devoción y la meditación sobre Dios y las cosas
divinas, no para doblegarlo a él, sino para alzarnos nosotros hasta él
(In
Col., 1).


2ª) La eficacia de la oración se expresa en estas palabras: Padre,
gracias te doy, porque me has oído.


Tenemos aquí una prueba de que Dios es fácil para otorgar, como se
lee en el Salmo 9, 17: Oyó el Señor el deseo de los pobres, es decir, que
escucha el deseo antes de que se profieran las palabras. Y en Isaías: Luego
que oyere la voz de tu clamor, te responderá
(Is 30, 19); y más adelante:
Cuando aún estén hablando, yo los oiré (65, 24).

Con mayor razón conviene considerar que Dios Padre, previniendo la
oración de Cristo Salvador, la escuchó; porque las lágrimas que Cristo
derramó por la muerte de Lázaro hicieron las veces de oración.


En el hecho de que al principio de la oración dio acciones de gracias,
se nos da el ejemplo de que, cuando queremos orar, demos gracias a Dios
por los beneficios recibidos antes de pedir cosas futuras, cumpliendo lo que
dice el Apóstol:
En todo dad gracias (1 Tes 5, 18).


(In Joan., XI).
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Lunes de la sexta semana de Pascua

BIENES DE LA ORACIÓN


Los bienes de la oración son tres.

I. Es un remedio útil y eficaz contra los males; pues libra de los
pecados cometidos,
como dice el Profeta: Tú perdonaste la impiedad de mi
pecado. Por esta razón orará a ti todo santo en el tiempo oportuno
(Sal 31,
5).

Así el ladrón oró en la cruz y obtuvo el perdón: hoy serás conmigo en
el paraíso
(Lc 23, 43). Así el publicano oró, y descendió justificado a su
casa
(Lc 18, 14).

Libra también del temor de los pecadores que asedian, de las perturbaciones
y tristezas.
¿Hay alguno triste entre vosotros? Haga oración (Stg 5,
13).

Libra además de las persecuciones y de los enemigos. En vez de
amarme, decían mal de mí; mas yo oraba
(Sal 108, 4).


II. Es eficaz y útil para lograr todo lo que se desea. Todas las cosas
que pidiereis orando; creed que las recibiréis; y os vendrán
(Mc 11, 24). Si
no somos escuchados es porque no perseveramos: es menester orar siempre,
y no desfallecer
(Lc 18, I); o no pedirnos lo que más conviene a la salvación.
San Agustín dice: "El Señor bueno, que muchas veces no da lo que quere-
mos, para dar lo que querríamos mejor."
Existe el ejemplo de San Pablo, que
pidió tres veces le fuese quitado el aguijón (de la carne) y no le fue otorgado
(2 Cor 12, 7-9).


III. Es útil, porque nos hace amigos de Dios: Suba derecha mi oración
como un perfume en tu presencia
(Sal 140, 2).

(In Oration. Dominic.)


La oración es un acto de religión, por el cual el hombre tributa veneración
a Dios en cuanto se somete a él y reconoce, al pedirle, que tiene
necesidad de él como autor de sus bienes.


Orando, entrega el hombre su alma a Dios, la que somete a él por
respeto y, en cierto modo, la presenta; pues así como el alma humana es
superior a los miembros exteriores o corporales, o a las cosas exteriores que
se aplican al servicio de Dios, así también la oración aventaja a los otros
actos de religión.


(2ª 2ae q. LXXXIII, a. 3)

Ciertamente, Dios nos da muchas cosas por su liberalidad, aun las que
no pedirnos; pero otras quiere dárnoslas a requerimiento nuestro, lo cual es
para nuestra utilidad, es decir, para que recibamos cierta confianza de
recurrir a él y reconozcamos que es el autor de nuestros bienes.
Por eso dice
San Juan Crisóstomo: "Considera cuánta es la felicidad que se te ha dado,
cuánta la gloria concedida, esto es: hablar con Dios en la oración, tener
coloquios con Cristo, y poder pedir lo que quieras y lo que desees"
1.

(2ª 2ae, q. LXXXIII, a. 2)


1. Implic. hom. II; De orat. circa princ.; hom. XXX in Genes.
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Martes de la sexta semana de Pascua

LA ORACIÓN DOMINICAL


Posee la oración dominical cinco excelencias que se requieren en la
oración.
Pues la oración debe ser confiada, recta, ordenada, devota y humilde.

Confiada, esto es, que lleguemos confiadamente al trono de la gracia
(Hebr 4, 16); que además no desfallezca en la fe, como dice la Escritura:
Pídala con fe, sin dudar en nada (Stg 1, 6). Esta oración dominical es
segurísima, pues fue compuesta por nuestro abogado, que es demandante
sapientísimo, en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y
de la ciencia
(Col 2, 3). Por eso dice San Cipriano: "Teniendo a Cristo por
abogado de nuestros pecados ante el Padre, empleemos las palabras de
nuestro abogado, cuando pedimos por nuestros delitos"
1.


Más segura aparece, porque quien nos enseñó a orar, escucha la
oración con el Padre, según aquello del Profeta: Clamará a mí, y yo le oiré
(Sal 90, 15). Por eso dijo San Cipriano: "Es una oración amiga, familiar y
devota la del que ruega al Señor con su oración. Por lo cual nunca nos
retirarnos sin fruto de esta oración, pues por ella se perdonan las faltas
veniales"
2.


Nuestra oración debe ser recta, es decir, que el que ora debe pedir a
Dios lo que le conviene.
Muchas veces no es escuchada la oración, porque
se piden cosas inconvenientes.
Es muy difícil saber lo que es menester pedir,
como es muy difícil saber lo que se ha de desear, como dice el Apóstol: No
sabemos lo que hemos de pedir como conviene; mas el mismo Espíritu pide
por nosotros
(Rom 8, 26). Pues si Cristo es quien da el Espíritu Santo, a él le
corresponde enseñar lo que nos conviene pedir. Luego se piden
rectísimamente las cosas que él mismo nos enseñó a pedir.



La oración debe ser ordenada como el deseo, pues la oración es
intérprete del deseo. El orden debido es que en los deseos y oraciones
prefiramos lo espiritual a lo carnal, lo celestial a lo terreno. Esto mismo nos
enseñó el Señor en esta oración, en la que primero se piden los bienes
celestiales y después los terrenos.



La oración debe ser devota, porque la suavidad de la oración hace que
el sacrificio de ésta sea acepto a Dios.
En tu nombre alzaré mis manos;
como de grosura y de gordura sea rellenada mi alma
(Sal 62, 5). Mas la
devoción se debilita muchas veces a causa de la prolijidad de la oración;
por
eso el Señor enseñó a evitar la prolijidad superflua de la oración en estas
palabras:
Cuando oréis, no habléis mucho (Mt 6, 7). Y San Agustín dice:
"Lejos de la oración el mucho hablar, pero que no falte el llamamiento
múltiple, si persevera la intención ferviente. Por eso el Señor instituyó esta
breve oración. La devoción es resultante de la caridad, que es el amor de
Dios y del prójimo, en el que se inspira esta oración; porque para indicar el
amor divino, llamamos Padre a Dios; para señalar el del prójimo, oramos
comúnmente por todos diciendo: Padre nuestro, y perdónanos nuestras
deudas; a lo cual nos incita el amor del prójimo."



La oración debe ser también humilde, como se dice en el Salmo: Miró
a la oración de los humildes
(Sal 101, 18); y en San Lucas con ocasión del
fariseo y del publicano (Lc 16, 10 y sgtes.); y también, en Judit: Siempre te
agradó la oración de los humildes y de los mansos
(9, 16). Esa humildad
tiene su lugar en esta oración; porque existe verdadera humildad cuando uno
no presume en nada de sus fuerzas, sino que todo espera alcanzarlo de la
virtud divina.



1. De Orat. Dom.
2. De Orat. Dom.



(In Orat. Dominic.)
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Miércoles de la sexta semana de Pascua

POR QUÉ LAS ORACIONES NO SON ESCUCHADAS
ALGUNAS VECES


Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, yo lo haré (Jn 14, 13).


¿Qué es lo que dice el Señor: Todo lo que pidiereis al Padre en mi
nombre, yo lo haré,
siendo así que vemos a muchos fieles pedir y no recibir?
Según San Agustín, debe considerarse lo que aquí dice primero: en mi
nombre,
y lo que añade después; yo lo haré. El nombre de Cristo es nombre
de salvación, como se dice en San Mateo: Le pondrás por nombre Jesús
porque él salvará a su pueblo de sus pecados
(1, 21). Luego el que pide
alguna cosa que pertenece a la salvación, pide en nombre de Cristo. Mas
acontece que uno pide cosas extrañas a su salvación, de dos maneras:


1º) Por mala disposición; por ejemplo, cuando pide algo a que tiene
inclinación, lo cual impediría la salvación, si lo poseyera.
Por lo tanto, quien
así pide, no es escuchado, pues pide malamente,
como dice Santiago: Pedís
y no recibís; y esto es porque pedís mal
(Stg 4, 3). Porque cuando alguno,
por un afecto desordenado, va a usar mal de lo que quiere recibir, no lo
recibe, por la misericordia del Señor, que no le escucha según su deseo, sino
que obra para su bien, pues, el Señor de bondad niega muchas veces lo que
pedimos, para concedernos lo que deberíamos preferir.



2º) Por ignorancia, cuando uno pide alguna vez lo que cree convenirle
y, sin embargo, no le conviene.
Pero Dios, mirando mejor por ellos, no hace
lo que le piden.
Así San Pablo, que había trabajado más que los otros, pidió
tres veces al Señor que apartase de él el aguijón de la carne, y, sin embargo,
no obtuvo lo que pidió, porque no le convenía, como puede verse en la II
Epístola a los de Corinto (12, 7). Y en la carta a los Romanos dice: No
sabemos lo que hemos de pedir como conviene; mas el mismo Espíritu pide
por nosotros con gemidos inexplicables
(8, 26). Y el mismo Señor dice en
San Mateo 20, 22: No sabéis lo que pedís.

Es evidente, pues, que cuando pedimos en su nombre, es decir en
nombre de Jesucristo, él lo hará.
Pero dice: yo lo haré en futuro; mas no
dice: lo hago, en presente, porque a veces difiere hacer lo que pedimos, para
acrecentar nuestro deseo, y hacerlo en tiempo oportuno:
Os daré lluvias a
sus tiempos
(Lev 26, 3).

A veces ocurre también que pedimos para otro, en favor del cual tal
vez no somos escuchados, porque son un obstáculo sus méritos:
Así, pues, tú
no ruegues por este pueblo... porque no te escucharé
(Jer 7, 16); y más
adelante dice el Señor: Aunque Moisés y Samuel se me pusiesen delante, no
es mi alma para con este pueblo
(Jer 15, 1).


(In Joan., XIV).
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Jueves de la sexta semana de Pascua

ASCENSIÓN DE CRISTO


I. La Ascensión de Cristo fue sublime, porque subió a los cielos.

1º) Sobre todos los cielos corpóreos, como dice el Apóstol: Ese mismo
es el que subió sobre todos los cielos
(Ef 4, 10).

Y esto por vez primera comienza en Cristo. Porque anteriormente el
cuerpo terreno sólo estaba en la tierra, a tal punto que el mismo Adán fue
colocado también en el paraíso terrenal.


2º) Subió sobre todos los cielos espirituales, esto es, las naturalezas
espirituales:
Y colocándolo a su derecha en los cielos, sobre todo principado
y potestad, y virtud, y dominación, y sobre todo nombre que se
nombra, no sólo en este siglo, mas aun en el venidero. Y todas las cosas
sometió bajo los pies de él
(Ef 1, 20-23).


3º) Subió hasta el trono del Padre. Fue recibido arriba en el cielo, y
está sentado a la diestra de Dios
(Mc 15, 19). Lo cual ha de entenderse
metafóricamente, porque, como Dios, se dice que está sentado a la diestra
del Padre, es decir, en igualdad con el Padre, en cuanto a los mejores bienes.
El diablo ambicionó también esto, como se lee en Isaías: Subiré al cielo (14,
13). Pero no llegó sino Cristo.


II. La ascensión de Cristo fue razonable, porque tiene por término los
cielos.


1º) Porque el cielo le era debido a Cristo por su naturaleza; pues es
natural que cada cual regrese al punto de su origen. El principio del origen
de Cristo es Dios, que está sobre todas las cosas. Y aun cuando también los
santos suben al cielo, no suben como Cristo, pues Cristo subió por su virtud,
y los santos son llevados por Cristo. También puede decirse que ninguno
sube a los cielos sino Cristo, porque los santos no suben sino en cuanto son
miembros de Cristo, que es cabeza de la Iglesia.



2º) El cielo era debido a Cristo también por su victoria; puesto que
Cristo fue enviado al mundo para pelear contra el diablo y lo venció, y por
eso mereció ser exaltado sobre todas las cosas.



3º) Por su humildad. Porque ninguna humildad es tan grande como la
humildad de Cristo, que, siendo Dios, quiso hacerse hombre, y siendo Señor,
quiso tomar forma de siervo, hecho obediente hasta la muerte
(Flp 2, 8), y
descendió hasta el infierno. Por ello mereció ser elevado hasta el cielo, hasta
el trono de Dios; ya que la humildad es el camino para la exaltación.



III. La ascensión de Cristo fue útil para tres cosas.

1º) Para conducirnos allá. Precisamente subió para conducirnos; pues
no sabíamos el camino y él nos lo mostró; y para darnos seguridad de la
posesión del reino celestial.



2º) Para nuestra seguridad; pues él subió para rogar por nosotros.


3º) Para atraer a sí nuestros corazones: En donde está tu tesoro, allí
está también tu corazón
(Mt 6, 21). Para que despreciemos las cosas
temporales.
Si resucitasteis con Cristo, buscad las cosas que son de arriba,
en donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de
arriba, no en las de la tierra
(Col 3, 1, 2).


(In Symb.)
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